lunes, 18 de septiembre de 2017

Cuestión de sangre. Epílogo



EPÍLOGO
La Corte de Medianoche
Justo Sierra, padre del fundador de la educación moderna en México, cuyo segundo apellido curiosamente es O´Reilly, en 1846 ha sido enviado a Washington por el gobierno de Yucatán a fin de negociar la neutralidad durante la intervención. Allí está meses más tarde, en espera del voto sobre la cuestión, cuando la prensa estadounidense publica una alarmante noticia que puede echar todo por tierra: las autoridades yucatecas acaban de firmar un tratado con un dirigente de los mayas sublevados, y éste resulta, ni más ni menos, el Jacinto Pat a quien un diario de San Luis Missouri acaba de descubrir como “un indígena de origen irlandés”.
De su sangre irlandesa católica no hay duda, reparando en que el nombre completo con el cual se le conoce, asegura el corresponsal del periódico, es Santo Jacinto Pat. No hay modo de decir si el tinterillo inventó dolosamente la información o si, desconociendo los apellidos comunes entre el pueblo maya, llevó a la Guerra de Castas el impacto que deja en la mentalidad de los Estados Unidos la deserción en los ejércitos de Taylor y Scott y la existencia del Batallón cuyo líder moral es el otro O´Rilley.
¿La causa de los Paddy jugando del lado de la rebelión indígena? Termina la obra de Polk en México, y en Mobile, Alabama, agentes yucatecos se acercan a los soldados dados de baja del mismo batallón de infantería al cual estaba inscrito Brian O´Donnell: el Treceavo. Ofrecen jugosos ocho dólares mensuales de paga y ciento treinta hectáreas de tierra al concluir su trabajo: ayudar a la rendición de Jacinto Pat y los suyos. Novecientos treinta y ocho hombres se apuntan sin pensarlo, y en las goletas donde son transportados de Nueva Orleáns a Sisal, afirma el historiador a quien seguimos, discuten planes que no son de mercenarios: una vez siendo pobladores, imitar a los colonos texanos y hacerse una estrella más de la Unión Americana, o “crear un estado independiente, basado en la esclavitud y la supuesta decadencia de los latinos”. Al frente va el capitán White, sin registro de lugar natal, pero en su mayoría los aventureros proceden de la antigua Erin.
Son los adelantados de sus muchos compatriotas que en breve transitarán el Caribe como parte de “los primeros filibusteros norteamericanos”. Pensando en ellos, en el México del futuro habrá estudiosos que desconfíen de los motivos del Batallón de San Patricio.
Paralelamente, periodistas de la costa este y del valle del Mississippi viajan a nuestro país tras el rastro de O´Rilley y los demás, sin fortuna. Se dice encontrar sólo a uno, viviendo en un lugar perdido, a la manera de un agrio, miserable ermitaño incapaz de deshacerse de la culpa.
Años después un diario de Nueva York da conocer el fin de un misterio: el dueño de la elegante casona de la ciudad por quien han venido preguntándose los vecinos, es ni más ni menos que el propio John O´Rilley. La ha adquirido con los tesoros con los cuales fue recompensado por el gobierno mexicano, y debido a ello trató de mantener el secreto.
¿Se habrá hecho operar el par de cicatrices sobre la cara en forma de D, pensando continuar su vida en la Tierra de Dulce y Miel y tal vez, por qué no, colaborar con la dominante fracción de los Pats en el Partido Demócrata neoyorquino, con su larga experiencia en maquinaciones? ¿Lo hará o, descubierto, quedará en México, o en Irlanda, vaya uno saber, dándoselas de señor?
Para ver la deserción y al conjunto del San Patricio, hemos empequeñecido la figura de este hombre. Pero según todo indica fue el más activo hacia el interior de los Colorados y, ya vimos, desde los primeros días sus ex compañeros representan en él a cuantos los abandonan y, en particular, a los que mudan para disparar en su contra. Tampoco puede dudarse de que en mayor o menor grado influyó en la formación de la unidad con nombre y blasones propios.
De modo que para cuando Santa Anna reúne a las tropas en San Luis Potosí, John debe ser un personaje afamado, cuyos ojos azules y buena estatura relampaguearán ante las miradas de las mujeres de la ciudad entregada a un cierto prolífico libertinaje. Puede entonces, sí, vivir uno o más apasionados romances al estilo de la oficialidad acostumbrada a sacar partido del uniforme.
Tras la Angostura el ejército a su alrededor empieza a descomponerse y quizás aprovecha las lagunas que quedan para iniciar su carrera de ascensos, y el llamado a desertar firmado con su nombre tras Cerro Gordo lo descubre ya como una personalidad reconocida y una nada despreciable misión.
Churubusco le da ribetes de héroe y las visitas y regalos de religiosos y damas distinguidas en la prisión de Tacubaya y el éxito de la liberación clamada en las calles, lo devuelven a los mexicanos con una auténtica celebridad y una energía dispuesta a recoger los nuevos frutos de la deserción, que no para ni con la caída de la capital de la república. No para en ese momento ni tras la vuelta a casa de los invasores, a quienes no acompañan centenares o miles, no hay modo de precisarlo, de irlandeses católicos y de otros soldados inmigrantes, para culminar el más importante fenómeno de su tipo en los anales de Washington: ocho mil hombres, que respecto al ejército regular equivalen al trece por ciento de los efectivos.
Con una porción de los últimos en abandonar a Scott se engruesa al San Patricio. No todos se suman por voluntad, como los “5 americanos aparecidos en el Cardonal”, que un comandante remite a la capital siguiendo la instrucción girada por el cuartel general “para que se agreguen a la causa”.
Con el cargo de teniente general O´Rilley queda al mando de las compañías, que se destinan a un regimiento pero de las cuales él debe ocuparse de pe a pa, incluyendo su mantenimiento no siempre fácil de garantizar con los cincuenta pesos que se le entregan aquí y allá. Con una de ellas marcha a Silao, Guanajuato en junio de ese mismo 1848, para ayudar a las fuerza que combaten el pronunciamiento de Paredes.
Al poco regresa a la capital de la república, donde apuradamente se reinstala el gobierno de modo de detener una serie de maniobras. Es el gobierno electo meses antes en los estados libres de la ocupación, a quien algunos denostan por el modo confidencial en que pactó la paz. La tarde del 23 de julio por la ciudad corren rumores de un golpe de mano contra él. 
Según esto los conspiradores entrarán “en el jardín de Palacio por la calle de Meleros, para apoderarse del presidente”. Al mismo tiempo “unos doscientos desertores aprendidos del ejército permanente” harán fuego sobre el batallón de la Guardia Nacional que custodia el recinto. Se asegura que la primera operación estará a cargo del responsable del San Patricio.
Al anochecer O´Rilley se presenta en la comandancia general “a saber si ocurría alguna novedad”. Sobre aviso, se le responde que todo anda bien, pero se envía “en su seguimiento a un hombre disfrazado”. El irlandés cumple las varias visitas que se espera, y al salir de la última se le prende. Aunque la gendarmería procede a detener a otros supuestos implicados, bien entrada la noche se extiende la especie de que el asalto por los jardines ha sido consumado, y se dispone que la única compañía de los San Pats presuntamente implicada vaya a la garita de Peralvillo para su retención.
Los demás están en el cuartel de la villa de Guadalupe y al enterarse unos cien marchan en son de guerra. No avanzan gran cosa cortados por las tropas, que entre conminaciones y amagos los hacen deponer las armas. La primera decisión es licenciar a las compañías en su totalidad, pero considerando los servicios prestados por sus veteranos y el extremo en que se les pondría de “pedir limosna”, reciben la orden de agregarse al combate de la revuelta del padre Jarauta, el ex guerrillero convertido en defensor de la fe, que encontró la forma de implicar a los indígenas rebeldes de la Sierra Gorda de Querétaro.
Lo que sigue es la llana descomposición. El grueso del San Patricio prefiere la pobreza en un país del cual probarán cuán ajenos son, a través de los cincuenta y cuatro todavía en filas. Éstos van con órdenes de presentarse en San Miguel de Allende, sin embargo apenas salen de la ciudad los informes sobre ellos hacen que el gobierno los declare sublevados y disponga su detención.
El prefecto de Jilotepec, en el estado de México, reporta el encuentro en la villa del Carbón de “una partida de cuarenta hombres de la misma Cia.”. Como “se carece en esas poblaciones de armamento, la autoridad municipal de la referida Villa” no ha tomada provisiones en su contra y ante el pedido de proporcionarles “una guía para que los condujera a Querétaro”, se limita a conducirlos “en dirección para Jilotepec, punto justamente opuesto al que ellos querían tomar”. Los cuarenta intuyen la trampa y se dispersan, “logrando únicamente el alcalde aprehender a cosa de siete u ocho con treinta y tantos fusiles”.
      Unos días después el gobernador distrital de Toluca comunica “que se remiten a esta capital a tres irlandeses, los cuales quedan asegurados”, y el responsable de Tula tiene “el honor de remitir a V.E. seis soldados dispersos de las compañías de San Patricio que se han aprehendido en el distrito de mi mando”. En Amealco se reporta que fueron aprehendidos por la autoridad civil seis desertores de la Compañía de San Patricio, y uno en el pueblo de Santa Rosa”, dos de los cuales se fugan en el trayecto al Distrito Federal.
Para el diez de agosto la comandancia general del ejército ordena que a su arribo a la ciudad se tome “informes sobre las causas que los impulsaron a cometer las faltas de que son acusados; y si por ello no resultaran culpables”, ponerlos en libertad “dando conocimiento a la plana mayor para que les expida sus licencias absolutas”.
Así ocurre y de un día para otro O´Rilley desaparece para volverse a saber de él un mes más tarde, en la correspondencia de un político de importancia a quien pide ayuda. Después de eso, ni una palabra. Algunos de sus compañeros solicitan se les haga efectiva la promesa de devolverlos a casa si así lo desean. John no. De modo que debiera creerse a la familia que en el siglo XXI reclama con orgullo ser su descendiente.
Los demás llanamente van a dar a la nada. Entre ellos O´Donnell, que descansando en un río de México, ve aparecer a la monstruosa mujer de sus alucinaciones, de cuya grotesca boca sale un chillido metálico: ¡Tú, vago, despierta! ¿Estás ahí, echado, mientras la Corte espera para juzgarte?” Y sin tránsito Brian se encuentra en el interior de un refulgente palacio cuyas troneras chocan con las nubes, iluminado por antorchas mortecinas, ante el trono de oro de la Reina de la Imparcialidad, con una multitud de espectadores detrás, que a mitades le lanza vivas y acusaciones.  Escuchándolos, él sonríe.
La mayoría de los historiadores estadounidenses dedicados a los San Patricio se esfuerzan en probar que éstos son una punta de aventureros y que no merecen ser recordados ni siquiera como traidores. Destacan entonces la presencia durante la “Guerra México-Norteamericana” de diecisiete cuerpos de voluntarios venidos de muchos lados, más decididos al sacrificio que los soldados nativos: los Jaspers Greens de Savannah, los Mobile Volunteers de Alabama, etcétera. O citando testimonios de la airada respuesta de soldados regulares, a la llamada de los mexicanos a desertar, como la del soldado Giddings: había “unos ochenta irlandeses, algunos de los cuales fueron tentados por la provocación. Más de una vez informaron a sus oficiales de la presencia de emisarios mexicanos y fueron inusualmente activos en su detención”.
      Estos historiadores nos dicen, categóricamente, que los soldados venidos de la vieja Erin deben ser vistos como ciudadanos de los Estados Unidos sin más. No parecen enterarse de que en los cubículos a su lado, mucho más prestigiados, se estudia el “nacionalismo norteamericano irlandés”, siguiendo de cerca el penoso desprendimiento de la patria de cientos de miles de hombres y mujeres ya en los años previos a la invasión de México.
¿No reflejan el mismo fenómeno los Jaspers Greens y demás, que quienes se convierten en San Patricios? ¿No son dos caras de la misma moneda? Negarse al maltrato en el ejército, desertar, incorporarse a las tropas mexicanas y hacerse en ellas un cuerpo especial bajo los símbolos de la Irlanda tradicional, ¿no supone la misma voluntad que la de concentrarse en una cuantas ciudades, crear una literatura propia, hacer una activa campaña contra “la herejía luterana”, ganar el control del Partido Demócrata, forzar un acuerdo social que respete su culto y sus hábitos, y acudir a la epopeya estadounidense en la cual se registra la Guerra Mexicana, en bloques con una identidad bien definida y publicitada?
La partida de hombrecillos que contribuyen a la historia oficial estadounidense no quiere tocar el tema, como no quiere tocar ningún otro de los muchos espinosos que descubren las intimidades de los inmigrantes al país y sus traumáticos procesos.
      En México el San Patricio pasa a nuestro cementerio de héroes, y libros de textos, nombres de calles y escuelas por toda la república los recuerdan, haciendo a un lado cuanto no se entiende. De eso modo basta su presencia, su puesto en la más decida defensa ofrecida a las tropas de Polk y los públicos ajusticiamientos en San Ángel y Tacubaya, para que la imaginación popular los vea pasando en grupo, de una sola vez, con la firme voluntad de hacer justicia. Una voluntad que corresponde a quienes representan trescientos años de la más heroica resistencia a una conquista tan brutal como la del México antiguo.
      Y es curiosamente sólo gracias a este intuitivo arte de crear símbolos, que se rescata la historia, encontrando lo que anda en el fondo de O´Rilley y sus compañeros, más allá de la conciencia de ellos.  De modo que, por ejemplo, la romántica novela mexicana cuyo personaje es John O`Leary, a pesar de su absurda interpretación, atina a su modo, como atinan las conmemoraciones anuales del asesinato de los San Pats en la plaza de San Jacinto.
      Algo oscuro se encierra, sin embargo, en una parte de este proceso. Puede advertirse en la cercanía de John O`Rilley a la alta jerarquía eclesiástica, en un tiempo en que ésta se prepara a evitar el fin de la milenaria relación entre la Iglesia y el Estado. No es casual la absurda participación de los correligionarios de John en las conspiraciones de Paredes y el padre Jarauta al término de la guerra.
No es casual tampoco que a principios del siglo XXI el Diario Oficial de la federación publique: “Se adiciona la fecha 12 de septiembre Conmemoración de la gesta heroica del Batallón de San Patricio en 1847, y que el decreto lo firmen Vicente Fox Quesada y Carlos María Abascal Carranza.
      ¿El primer gobierno conservador desde tiempos de Lucas Alamán, preocupado por añadir héroes a una historia de México de la cual quiere expulsar a cuantos la tradición liberal ha seleccionado? La fecha de la nueva conmemoración es significativa: 12 de septiembre, un día antes de los festejos en recuerdo por los cadetes muertos en el Castillo de Chapultepec.
¿Se pretende terminar opacando a Escutia, Márquez y demás, olvidándose desde luego de Peñarruri, el guardia nacional con el cual los contemporáneos simbolizan la defensa de Churubusco, y de Balderas, el teniente Xicotencatl, Margarito Suazo, Próspero Pérez, el padre Lector…?  


El Niño de Piedra
En la tierra donde las montañas saltan cambiando de lugar, desde un manto invisible, sobre mocasines que vuelan, hace su aparición el Niño de Piedra con el cual un guijarro preñó a la primera mujer, quien sabedora del destino del hijo como salvador de los Sioux, lo dotó de tales privilegios para enviarlo a allí a vencer al Oso del tamaño de nube que con gruñidos de trueno arroja seres humanos contra el veneno de las ramas serpientes, a fin de inmovilizarlos y permitir que una roca caiga sobre ellos y los agregue a una pila de cadáveres secos.
      Así cuenta un relato recogido en una reservación a fines del siglo XIX. ¿Cuándo había nacido?, ¿antes o durante las profundas transformaciones de los pueblos indios de Norteamérica, iniciadas entre doscientos y trescientos años antes, que llevaron a los dakotas, una de las naciones sioux, a exilarse, olvidar la vida semisedentaria para reunir el caballo y el fusil por primera vez entre los indios de estas partes y volverse temibles guerreros que expulsaban de sus tierras a otros pueblos?
Hay quien cree que fue entonces cuando uno de ellos se convirtió en Hombre Araña y visitó a sus primos lakotas, señores de las praderas, para trasmitirles la voz que desde los bordes del océano anunciaba la llegada de seres de largas piernas corriendo ligeros en su dirección para robar los cuatro lados del mundo.
      Los lakotas y los demás descendientes del Niño de Piedra interpretaron a su modo el mensaje y llegado el momento trataron con los tramperos y los buscadores de búfalos, cuyo regalo compartían con muchas etnias y tribus. Las cosas marchan hasta el triunfo de los Estados Unidos en México y la ocupación decretada por Polk del Oregon “inglés”, que hacen a los lakotas descubrir la justa dimensión de las palabras aquéllas. A veces son sus ojos los que detectan a las decenas de miles de colonos, saltando las Rocallosas, y otras reconocen su cercanía por el nerviosismo de sus vecinos del sur y el poniente.
El País de Sombras del Oeste sigue resultando demasiado grande para estas oleadas de migrantes y para el mismo gobierno de la Unión Americana, las leyes tardan en llegar y no pocos de los recién llegados se pierden entre sus sueños. Como Billy the Kid, quien una tarde en compañía de un socio topa a unos piel rojas y los enreda en la apuesta de una carrera a caballo. Completada la trampa el muchacho y el amigo ríen diciéndose que “los indios habían hecho… el indio”, y discuten:
“-…tanto tú como yo tenemos a cargo la vida de tres indios…
“-Bah, los indios no son personas. Con decir que nos atacaron, salimos del paso.”
Sí, todo es fácil con ellos, incluyendo la toma de sus tierras. Para ese momento a los lakotas les quedan apenas ciento treinta mil de las doce millones de hectáreas reconocidas por la Casa Blanca. No están dispuestos a que gente como Billy sigan burlándose de ellos y convocan a sus parientes para estallar en la Gran Insurrección Sioux.
Pero fracasan. Es ahí cuando el Niño de Piedra de la leyenda contempla la pila de cadáveres acumulados por el oso, y sus artilugios lo abandonan y descubre el llanto, al percatarse de que son de los hombres y mujeres para cuya protección fue creado.
Sólo unos cuantos quedan, pasa el tiempo y el 25 de junio de 1976 en la casa de uno de ellos, Rene Howell, ubicada en el número 20 de North Street, en Rapid City, Dakota del Sur, la estancia es espaciosa aunque no lo suficiente para albergar a los dos mil Soldados Perro (DG por su nombre en inglés), a sus M-16 y sus carabinas que, de acuerdo al informe del agente local del FBI, deben reunirse allí para recibir órdenes del Movimiento Indio Americano, y dispersarse por el estado a fin de “llevar a cabo un programa de terrorismo durante el fin de semana de la celebración del Bicentenario de los Estados Unidos”.
Los blancos más aparatosos, continúa el funcionario, son el Capitolio estatal, una presa, el edificio de una Corte y la Oficina de Asuntos Indígenas, que deben volar por los aires mientras se prende fuego a discreción a los graneros del área de Wagner, se da muerte a cuanto agricultor anglo cruce por enfrente y se dispara “a los turistas desde un escondite en la montaña en las carreteras interestatales”.
Las armas, termina el informante, están en la reservación de Rosebud, cuya localización da con un pequeño error de trescientos kilómetros, después de haber hablado de un escondrijo en un “número desconocido” de Redman Street, calle que aún no ha sido inventada ni se inventará jamás en la población de Forcupine.
Con sus gruesas mentiras el memorandum circula por los servicios de inteligencia estadounidenses, previniendo a las policías locales contra estos fantasmas encarnados, en quienes los Estados Unidos siguen sin reconocer el legado cultural que les dejaron. Un legado que debe añadir al maíz, a sus panes, al frijol, el tabaco y demás; al apoyo político y militar de los Wendars y los otros; las pieles que los colonos les canjeaban con hasta noventa y seis tantos de ganancia, las huertas de ciruelas nativas y frutos de azúcar, la selección de una larguísima variedad de plantas silvestres que servían de alimento o medicina, las canoas de corteza de abedul, las tiendas, los métodos de caza, de pesca y de conserva, o hasta el modo de avanzar en son de guerra, uno a uno en fila.
Los estadounidenses, los occidentales todos, no reconocen su herencia y los deforman hasta los peores absurdos. Como asegurar, según los informes elevados por Malthus a la categoría de verdad comprobada, que entre ellos “la mujer aparece aún más esclavizada por el hombre que el pobre por el rico en los países civilizados”. De una vez desaparecen así hasta de la memoria los clanes matrilineales, las “jefas” o “reinas” gobernantes”, la luna concebida como un joven incestuoso perseguido por la tea de sol de la hermana ofendida, o cualquiera de los numerosos esfuerzos por recordar que la mujer no es la dualidad virgen-prostituta de los superiores cristianos.
Al tocar el fondo de la angustia imaginando el momento en el que el último hombre desaparezca y vuelva nada absoluta a la raza humana, un gran filósofo francés no hace sino asomarse a cuanto se ha hecho realidad ya para estos pueblos.


En el sórdido camino
Antes de morir Quincy Adams decía a Polk y a sus socios: “En esta guerra las banderas de la libertad serán las banderas de México, y las vuestras, me avergüenzo de decirlo, las banderas de la esclavitud… ¿Con qué autoridad, vosotros, teniendo la libertad, la independencia y la democracia en los labios hacéis una guerra de exterminio para forjar grillos y esposas y colocarlos en los pies y las manos de hombres que ahora empiezan a arrancárselos?”
      Años atrás William E. Channing, un reformador cristiano, advertía ya a dónde conducían las pretensiones de su república sobre el territorio texano: “Texas es un país conquistado por nuestros ciudadanos; y su agregación a nuestra Unión será el principio de una serie de conquistas, que sólo hallarán término en el istmo del Darién, a menos que la enfrene y rechace una Providencia justa y bondadosa. En adelante debemos de abstenernos de gritar al mundo ¡paz!, ¡paz¡ Nuestra águila aumentará, no saciará su apetito en su primera víctima, y olfateará una presa más tentadora, sangre más atractiva”.
      Adams y Channing, éste en materia social un conservador, eran parte del sistema establecido estadounidense. Pero percibían el grado de corrupción que se contenía en él y la fragilidad de sus contenciones. El espanto del segundo era tal, que escribía: ““Un pueblo, al igual que un individuo, tiene que estar con la justicia, cuéstele lo que le cueste”, incluida “su existencia”.
      Las voces de ambos terminaban perdiéndose entre el griterío del Sr. Guerra, del Monstruo de Chestant Street, de “unos cientos de miles de comerciantes y de agricultores”.
      Los historiadores mexicanos ven en la intervención el empuje del siniestro Sur esclavista de los Estados Unidos. Es cierto que de éste viene la gran alharaca por anexar Texas y hacer la guerra, pero no son ellos quienes sacan el mejor partido, frente a los grupos de poder del Norte, con los cuales ha empezado a perder el juego. Sino que lo diga el general Taylor contemplando satisfecho cómo se alza ya por encima de la aristocracia virginianiana, porque mientras aquélla ha sido relegada y a su mayor promesa, el más joven de la rancia familia de los Lee, le está reservada la romántica y triste gloria de la derrota como caudillo de los secesionistas en la Guerra Civil, Taylor aspira con justa razón a la presidencia.
      En realidad antes de la intervención Texas sirvió tanto o más a los industriales, transportistas, comerciantes y banqueros norteños, que a los grandes plantadores y traficantes de esclavos del Sur, y la derrota de México y la simultánea toma de los territorios todavía bajo formal dominio inglés, terminan por darles la supremacía. California es para ellos, igual que Iowa, Wisconsin, Minnesota y Oregon, reconocidos como estados en un santiamén, mientras los cuatro que el Sur espera crear en Nuevo México, deben esperar. Sobrevendrá, pues, la Guerra Civil, con un resultado previsible.
      Y antes y después de ésta, una ocupación del Lejano, Lejano Oeste que repite la fórmula de los anteriores, entregando las tierras a grandes concesionarios asociados con el capital financiero, quien va como un perro de presa detrás de los esforzados colonos, hombres y mujeres aún en espera de los sueños propalados para ellos por la Tierra de la Gran Promesa, sobre todo inmigrantes, ahora llegados cada año no por cientos de miles sino por millones.
      La familia del propio Billy the Kid es un buen ejemplo de esta historia. Ambos padres eran irlandeses y vivieron años en Manhattan con los ingresos del hombre, que conducía “grandes carros de cerveza con caballos percherones de anchas patas peludas”. En 1862 con dos hijos hicieron el largo peregrinaje a Kansas.
“Poco después de llegar… el padre murió de pulmonía y la madre con sus dos bebés siguió sola el viaje y se trasladó a Colorado viajando en carretas de mula o a pie y llorando y rezando.” La mujer volvió a casarse allí “y volvieron todos a ponerse en camino hacia el sur, todavía en busca de tierras que fueran más benignas con los pobres”. Se instalaron en las afueras de Santa Fe y al poco de vuelta a la aventura, hasta Silver City, todo ello en el Nuevo México original.
Billy mataba indios y mexicanos y robaba lo que estaba a la mano. Otros se gastaban hasta la extenuación por levantar buen campo, con un trabajo que terminaban por usufructuar los grandes capitales de Nueva York, Nueva Inglaterra, Massachuttsets y demás.
Entretanto los émulos de los mercenarios de Yucatán servían de piratas a sus gobiernos en el Caribe, que en 1889 daban un paso más en el destino manifiesto de la doctrina Monroe, declarando la política del Gran Garrote para la región.
Cuba, Haití y la Nicaragua de Sandino eran los primeros en recibir el nuevo trato. Luego el Brasil de la dictadura de Getulio Vargas, el Panamá de Arias, Colombia, Guatemala, Nicaragua de nuevo, El Salvador, Chile, Argentina, Uruguay…
      Quince Adams y William Channing no se han equivocado. Y todavía hay mucho por venir y validar las palabras de Jefferson: “tiemblo por mi país cuando pienso que Dios es justiciero y que su justicia no puede dormir para siempre”.
      Para cuando un once de septiembre de 2001, un par de los mayores símbolos de la Unión Americana sufre el ataque más inverosímil y abre las puertas a lo que George Bush hijo llama Guerra por la libertad duradera, un fenómeno distinto preocupa también a los sectores estadounidenses más conservadores.
      Once millones de mexicanos se dispersan por el país. El alcalde de Nueva York declara que sin ellos la economía de la mayor potencia del mundo “sería una cáscara de sí misma”. La declaración viene a cuento por la iniciativa que se discute en el Senado para detener este río de inmigrantes. Enfocada “exclusivamente en medidas de seguridad y control fronterizo”, la iniciativa se enmarca en la legislación antiterrorismo que diversos sectores califican como inconstitucional en virtud de que introduce en el conjunto de la sociedad estadounidense un clima de miedo y faculta a la autoridad a modalidades de un estado de excepción.
      Para entonces la Guardia Nacional fue enviada a algunas áreas del Bravo, en una medida calificada también de inconstitucional en cuanto significa la militarización de la frontera, que el gobierno de Baby Bush enmascara apelando a la independencia de este cuerpo armado respecto al ejército.
      En Arizona, uno de los estados preferidos por los migrantes para el cruce, se aprueba la ampliación de la malla metálica que la separa del vecino estado mexicano de Sonora, usando “paneles de acero de cuatro metros de altura, y tubos rellenos de concreto incrustados en el suelo”.
      Allí mismo, en Texas y diversas partes los grupos de ultraderecha se engruesan, reclutando voluntarios vía Internet. En particular el MinuteMan Project, dirigido por un excombatiente de Vietnam, y la Patrulla Fronteriza Americana, que realizan vigilancia armada a caballo y monitoreos con empleo de cámaras de video, luces infrarrojas y aeronaves.
Paralelamente treinta estados ponen a consideración “al menos 75 iniciativas de ley” para expulsar a los mexicanos o a las compañías que los contratan, y una porción de ciudades menores estudian medidas drásticas. En Culpeper, Virginia, un concejal promueve una iniciativa para la “penalización de las empresas que contraten a migrantes, así como a quienes les alquilen viviendas, y prohíbe hablar en español u otro idioma que no sea el inglés”.
Don Goldwater, diputado y aspirante a gobernador de Arizona, presenta en el congreso una propuesta que contempla deportaciones masivas y el empleo de la Guardia Nacional para construir los campos de concentración.
Para 2007 el gobierno federal amenaza sellar la frontera con la construcción de un muro, y expulsar a quienes, dice, amenazan la seguridad nacional del país.
Una frase se repite una y otra vez entre quienes promueven estas iniciativas: “Mientras dormíamos Estados Unidos fue robado”. Y sí, tal vez.


¿Qué vamos a hacer con el país?”
En San Martín Temexlucan la soldadera de nuestras imaginaciones se angustia observando como a espaldas del Santa Anna que se pierde en el horizonte en octubre de 1847, los hombres se marchan en masa. ¿Qué hará si la cosa sigue? Puede dedicarse a la venta del servicio de sus carnes, no, claro, en un burdel, un hotel o una casa asistencia, o siquiera en las calles donde resultaría un cascajo, pero sí tal vez en los pasos de los muleros artos de meses sin desfogarse.
Es cierto, hay en las dos alternativas miseria, odio al otro, tragedia, pero también lo que un escritor entreverá al revisar la historia de las mujeres que acompañarán a los ejércitos de Emiliano Zapata: la decisión de conspirar contra su “destino de insivibilidad”. Invisibilidad de mujeres en cuyo trabajo descansa el país, según luego se probara a la vez.
Se angustia, pues, la soldadera contemplando el espectáculo de San Martín Texmelucan, cuando descubre en los ojos del muchacho la determinación: es ahora o nunca, no la seguirá más. El joven da la vuelta para regresar a Tepetiztla, donde las tropas lo engancharon dos años antes acusándolo de participar en la revuelta de Miguel Casarrubias, que alborotaba de arriba abajo La Montaña del futuro estado de Guerrero.
No tuvo motivo la acusación, pero quién sabe si la tenga en adelante, como sucede con quienes fueron forzados por la gleba y hoy están al lado de Jacinto Pat[*] en su reducto al sur de Yucatán, preparando el recibimiento de las tropas estatales que pretenden liquidarlos. Entre ellas van los novecientos treinta y ocho ex compañeros de O´Donnell en el batallón de infantería estadounidense.
“Era fácil matar a esos extraños blancos, porque eran altos y peleaban en línea, como marchando… Al sol su cuerpo era rojo o rosado, y de sus gargantas salía un extraño grito de guerra: ¡Hu!, ¡Hu! [¡Hurra!] –se acodará más tarde Leandro Poot. -Eran valientes y tiraban bien… No creo que escapara ninguno. Pienso que quedaron yacentes en el sitio, porque en aquello días no teníamos tiempo de comer ni de dormir ni de enterrar a los muertos.”
El choque es uno cualquiera en la insurrección que no se agotará sino en tiempos de la Revolución. Falta todavía, para empezar, la palabra de la Santa Cruz, usando la memoria recogida en el Popol Vuh y respuestas como la dada ahora por los jefes mayas a la carta de un obispo recodándoles que todos, también los pueblos originarios, “somos los amados de Dios nuestro Señor”:
“¿Y ahora se acuerdan, ahora saben que hay un verdadero Dios? ¿Cuándo nos estaban matando sabíais que hay un Dios verdadero? Todo el nombre del verdadero os lo estuvimos encareciendo, y nunca creísteis en su nombre… Veinticuatro horas os damos para que nos entreguéis las armas.”
La renovada Casta Divina yucateca ha tenido, pues, que apelar al último recurso: el llamado de la Iglesia consciente de que en el México desintegrado, la gran fuente de unidad es la religión, por sincrética y diversa que sea en sus manifestaciones.
Y esta vez, como muchas otras en el pasado frente al descontento del noventa por ciento de la población, que puebla los campos, la Santa Madre falla. Pero su poder sigue siendo, de lejos, el más vasto y sólido del país. Sólo ella tiene representaciones hasta en los últimos recovecos de esta tierra. Es un poder vertical, centralizado, que trasciende las fronteras y va a dar a Roma y otros corazones del descomunal proceso que cada vez más alcanza los rincones de la tierra, iniciado por Colón.
Monumental poder que en México monopoliza la educación y el control de la moral pública y privada, y que dispone de tres cuartas partes de las propiedades “nacionales”, la absoluta mayoría de ellas improductivas. Ha salido indemne de la intervención y cuando el caos dejado por ella llega a los extremos, se afilia al llamado de los conservadores para terminar con “la farsa” representada por tres décadas de república.
Es entonces que el Seductor de la Patria termina por cumplir el papel para el cual lo ha preparado la historia. En 1853, bajo la guía ideológica de Alamán, el promotor del golpe aquél de Paredes en diciembre de 1845, Quinceuñas se convierte al fin en Su Alteza Serenísima, con poderes absolutos y de por vida, apoyándose “en toda la fuerza moral que da la uniformidad del clero, de los propietarios y de toda la gente sensata”. Se termina con los estados federados, se crea un ejército que duplica al puesto en pie contra Taylor y Scott, y una policía secreta, una red de delatores y un decreto para combatir a quienes “murmuren contra el gobierno, censuren sus disposiciones o publiquen malas noticias”, por el cual se pena también a los que “viendo cometer estas faltas, no denuncien a sus autores”.
Para ello y para mantener el nuevo fasto de la clase clerical y de la presidencia, es necesario sacar dinero hasta debajo de las piedras, creando impuestos incluso por la tenencia de perros: “bien para el resguardo de sus casas e intereses, bien para custodia de sus ganados… bien para la casa o la diversión”. Se busca el protectorado de España, la contratación de mercenarios suizos…
¿Qué mejor certificación a los Estados Unidos de lo imprescindible que resultaba salvar de los mexicanos cuantas superficies se pudiera? ¿O a la monarquía española, de la absurda independencia de su colonia? ¿O a los ingleses, franceses, alemanes, belgas, holandeses, sobre el fatal destino de los pueblos en los cuales ellos no meten la mano?
Pero la aventura de Polk, a más de la precipitación de México en el caos, ha sido también un apretado, insuperable curso para muchos mexicanos, que los prepara para otra cosa. Aún no volvían a casa las tropas estadounidenses, cuando Prieto y sus amigos convinieron en escribir testimonios de la invasión y en meses los publicaron en un libro, para extraer las lecciones de ese par de años.
Y ahora, en 1853, cuando se da forma a la dictadura de Santa Anna y sus aliados conservadores, nuestro conocido general Juan Álvarez se levanta en Ayutla para de una buena vez acabar con El Cojo, y aquí y allá por el país sale a luz una brillante generación capaz de sentar, al fin, las bases de una auténtica nación.
Ahí está el propio Prieto, ministro de Juárez, y Mariano Riva Palacio, general en jefe del Ejército del Centro durante la ocupación francesa, otro de los autores de los apuntes sobre la guerra estadounidense. Está Melchor Ocampo,  redactor de las leyes de Reforma, e Ignacio Ramírez, uno de los primeros en sumarse a la revolución de Ayutla y coronel contra las columnas que imponen a Maximiliano de Hansburgo.
Está Leandro Valle, el más brillante y fiel oficial en los primeros años del gobierno del mismo Juárez, compañero de Escutia, Márquez y los demás en el Colegio Militar. Está Ponciano Arriaga, “uno de los más radicales del Congreso Constituyente” de 1857, encargado de reunir víveres y pertrechos para las fuerzas que luchaban en Nuevo León y Coahuila contra Taylor, y el cirujano José María Mata Reyes, general brigadier en el ejército que lucha contra la imposición francesa, quien se enlistó en las guardias nacionales para defender Veracruz contra los bombardeos de Scott.
Está Francisco Zarco, el gran periodista miembro del gabinete de Juárez, que a sus veinte años asiste a la toma de la ciudad de México por los soldados de Polk. Está Mariano Escobedo, miembro del Ejército del Norte formado para apoyar el Pan de Ayutla y vencedor de los franceses en la batalla que permitió la recuperación de Monterrey, el más entusiasta en los cuerpos ciudadanos que se sumaron a la resistencia de esa misma ciudad en 1846 y combatiente en la Angostura. Está Ignacio Zaragoza, responsable de la batalla que da el golpe final a la guerra de Reforma y de la defensa de Puebla ante las tropas de Napoleón III, nativo de Texas, cuya familia abandonó la región ante el avance de Houston y demás, quien en 1847 solicita sin fortuna su incorporación a los cadetes del Colegio Militar.
Las baterías de estos hombres formados durante la invasión estadounidense, se dirigen contra la todopoderosa Iglesia. Su Constitución termina con los privilegios y tribunales especiales de religiosos y militares, expropia las fincas rurales y urbanas de la Santa Madre, y concibe un real sistema de justicia y de educación pública e introduce por primera vez la preocupación por las garantías individuales. Quedan fuera de ella muchas fundamentales cuestiones, y obsesionada por la modernidad da el tiro de gracia a las comunidades indígenas y campesinas. Pero lo construido es capaz de enfrentar no a un ejército de pacotilla como el de Polk, sino al más dominante de la tierra.
A lo largo de la intensa década en la cual estos hombres cumplen su obra, pueden escucharse con claridad las lecciones de 1846. Por un lado, la representación nacional no reside sólo en la ciudad de México, sino donde quiera que el sentido común decida de acuerdo a las circunstancias: Guanajuato, Guadalajara, Colima, Veracruz, Paso del Norte… Por otro, la guerra contra una potencia extranjera necesita imaginación y una entrega absoluta, el desgaste de los invasores a lo largo y lo ancho del país, las guerrillas, los grandes golpes en momentos decisivos dados sin reservas de ninguna especie, y la confianza en que hasta un poeta dispuesto a aprender es capaz de convertirse en un estratega militar.
Esta generación es mera estatua, estampitas de papelería, nombres sin contenido que se repiten en tediosas, retóricas ceremonias, cuando mucho después una corte de políticos formados en las universidades de los Estados Unidos donde el destino manifiesto reina, termina la obra globalizadota con la firma del Tratado de Libre Comercio, que entrega al país atado de manos a sus vecinos del norte.
No queda ya sino que los herederos de Lucas Alamán se hagan gobierno por primera vez en ciento cincuenta años y aparezca un presidente de la república ante el cual Santa Anna brillaría como un diamante, que avergüenza al país una vez tras otra. Las peores, al presumir como los envíos de nuestros migrantes a la Unión Americana, aumentando 193.4% durante su gestión, permiten que México desplace a la India como el mayor receptor de remesas en el mundo.
Son ingresos sólo comparables a los del petróleo que el mismo oscuro personaje dilapida, y sirven para mantener los sacrosantos índices macroeconómicos, superando 166% el saldo de la deuda externa. Entretanto el número de desempleados crece en seis millones y nuestra desigualdad económica se equipara a la de Botsuana, África.
Para entonces en los Estados Unidos se funda la organización Mujeres Hermandad Comité de Defensa de Elvira Arellano y la Familia Inmigrante. Elvira Arellano es una indocumentada mexicana que se ha refugiado en una iglesia de la ciudad de Chicago para evitar la deportación dispuesta por un juez. Decidida a dar la lucha contra una orden que la separaría de su hijo nacido ya en ese país, la mujer se ha convertido en la representación de unas seiscientas mil madres en su misma condición y de la difícil disyuntiva para sus cerca de tres millones de hijos menores de edad.
A fines de ese mismo mes Antonio Pérez Ramírez, originario de una pequeña población del estado de Veracruz, se vuelve un símbolo al perder la vida al borde sur del Bravo por una de las cinco balas que desde el lado estadounidense de una garita le dispara un agente de la Patrulla Fronteriza. Con su imagen va la de los treinta y ocho migrantes muertos también durante los últimos treinta días en el desierto de Arizona.
Una periodista entrevista a una mujer en un hospital de ese estado. Se llama Sandra, es de Michoacán, tiene veintiocho años de edad y “se vio obligada a viajar a EEUU, con seis meses de embarazo”.
“Sandra: A uno le dicen que no está difícil, que nada más son dos noches, que llevemos un garrafón de 4 litros de agua. Pero no, no alcanza, se queda uno a veces sin agua. Así me pasó a mí. Nos quedamos 4 días caminando, día y noche, y dos días nos quedamos sin agua. Yo venía embarazada y mi bebé se me murió en el estómago …”
La periodista le pregunta:
“-¿Qué vamos a hacer con el país, Sandra?
“-Verlo cómo se destruye” –responde.
Está exhausta por una vida que casi coincide con la transición a la democracia que todavía un año después, en julio de 2006, se presta al fraude en las elecciones presidenciales.
Pero ella y sus ciento diez millones de paisanos de ambos lados de la frontera, tienen un pasado del cual extraer enseñanzas a montones. ¿Era menos triste el panorama cuando los soldados de Polk se marcharon con la mitad del territorio nacional en sus mochilas? ¿Está surgiendo de los actuales, desafortunados tiempos, una generación dispuesta a hacer una nueva Reforma?



[*] Jacinto Pat no es ni el más importante ni el más interesante de los caudillos del levantamiento maya. Recurrimos a él por la relación con los diarios estadounidenses dicen encontrar con el San Patricio.