La prosa es muy primitiva.
Las historias que hay
aquí encuentran a Tomas Jefferson, padre de la independencia
estadounidense, escribiendo: “tiemblo por mi nación cuando pienso que Dios es
justiciero y que su justicia no puede dormir para siempre”.
Lo que este hombre
observa es la obra del destino manifiesto
sobre el cual se levanta su país, sustentado en el derecho de los “civilizados”
a tomar y hacer de los “salvajes” cuanto quieran. Es un destino manifiesto que
en 1846 da un salto, cuando los Estados Unidos invaden México e inauguran una
política internacional cuyos discursos por la paz y la libertad son el mejor
motivo para la violencia y el despojo.
Entonces y con la
previa independencia de Texas está en juego la mitad del territorio mexicano
heredado por la Colonia: dos millones de kilómetros cuadrados que en su mayoría
y en términos reales siguen perteneciendo a las naciones nómadas, pero por los
cuales el pueblo de la Nueva España pagó un alto costo. Buena parte de nuestro
destino se sella ahí, para supeditarse al que en gran medida merced a las
inmensas superficies tomadas en ese momento, terminará convirtiéndose en el
policía del mundo.
Aquí, dijimos, hay
historias. Son sobre la intervención de 1846 y sobre las grandes realidades
involucradas en ella: el enormemente plural México de la época, lejos de
constituir una nación, cada vez un poco más pobre y caótico y que justo con la
derrota en aquélla prepara los cambios en los cuales se sustentará hasta el
siglo XXI; los Estados Unidos construidos sobre la expansión territorial y el
trabajo esclavo, gracias al sacrificio de muchos y a la avaricia inagotable de
unos pocos, que desde siempre obran a ocultas de su pueblo; el complejo
universo indígena de Norteamérica, de tribus recolectoras a federaciones de
comunidades agrícolas, condenado a desaparecer y sin el cual es inconcebible la
fundación de las colonias europeas.
Entre las historias
va la de la mayor deserción en los anales de Washington. Parece una historia
secundaria y no lo es. A través suyo se expresa la moderna lógica de la máxima
rentabilidad inmediata, en la cual está inmerso el destino manifiesto. Quienes
escapan de las tropas invasoras son resultado de ella: estadounidenses nativos
para los cuales el sueño americano no
se cumple, e inmigrantes que tienen un currículum de pérdidas del otro lado del
Atlántico.
Parte de ellos son
unos cientos de hombres que en lugar de buscar su suerte a solas, a la manera
de los miles otros, se suman a plazos a los mexicanos y terminan formando el
Batallón de San Patricio. Unos cientos de hombres identificados por los
contemporáneos con la Irlanda tradicional, con sus peculiarísimos dos mil años
de continuidad histórica, su brutal sometimiento por Inglaterra y sus masivas
emigraciones vividas como exilios.
Esa pequeña porción
de seres llanos, de los cuales se sabe casi nada y a quienes los libros,
absurdos todos, tratan lo mismo de héroes que de mercenarios, no obran por
motivos morales o ideológicos y no deciden la creación del modesto cuerpo del
ejército al que deben su celebridad, pero son cualquier excepto un accidente.
Nuestras historias se
acercan también a la guerra del siglo XIX, de extenuantes marchas y ejércitos
mirándose a la cara durante sus baños de sangre, que hacen de la oficialidad la
peor clase de capataces en un momento en el cual la gente del común ha empezado
a conocer la soledad y el miedo infinitos y las grandes preguntas y
tentaciones.
Son historias a
manera de estampas, que gustan apelar a la literatura y que pasan de un tiempo
y de un lugar a otro asomándose a un pasado cuya huella o cuya persistencia,
casi siempre perversa, está hoy en muchos lados.
I
Corpus Christi, Texas. 20 de diciembre de 1845
En lo alto del Golfo
de México la playa de arena blanca y dura, la bahía baja, batida sin violencias
por las olas, un río ancho y manso perdiéndose en ella. Y por donde la tierra
se entromete en el mar, cercada por nogales, cipreses y sabinas, la aldea: dos
sólidas construcciones que se imponen sobre unos cuantos tendajones y casuchas
cada vez más improvisados según se alejan buscando el muro junto al río.
Marcando su distancia ante ellas, decenas de disciplinadas tiendas de campaña
en hileras.
Eso cobija a los cuatro mil hombres del
general Zacarías Taylor y a sus cargamentos informales. De whiskie, sobre todo,
o de cualquier cosa parecida en disposición de destilarse en unos días. Algo
para animar el estómago y el alma contra las rutinas del fusil, de las marchas
y las órdenes repetidas muchas veces cada día, de modo de hacer una tropa de
este caos de soldados bisoños y veteranos acostumbrados a guerras informales.
En verdad no es fácil dar concierto al
mayor ejército estadounidense desde el conflicto con Inglaterra de 1812. El
grueso ha sido reclutado unos meses atrás y está formado en buena medida por
inmigrantes que llevan muy poco tiempo en los Estados Unidos. Algunos no saben
del inglés sino palabras sueltas o lo embarazan con sus acentos, y otros lo han
vuelto una orgullosa lengua propia con viejas reminiscencias celtas. Alemanes,
muchos, y, sobre todo, irlandeses. Esa clase de irlandeses que viene de los
clanes tradicionales de la isla, quienes por primera vez se animan a lanzarse
al Nuevo Continente.
Uno de ellos, de talla por encima de lo
común y un aire decidido en los imprecisos ojos azules, que deben destacarlo
entre su compañía del quinto batallón de infantería, de alguna cierta manera ha
de hacer el recuento de las irregularidades y originalidades de las columnas.
Se llama John O´Rilley, sirvió a las tropas británicas y por necesidad debe
confundirlo ya el austero uniforme azul en el cual anda ahora y su olvido de la
máxima de que un ejército empieza a imponerse desde el despliegue de adornos y
colores que presumen orden y abundancia y que apelan a temores atávicos.
La oficialidad, cuya funda no se distingue
del resto sino por unos cuantos sencillos motivos y que, por lo demás, no se
priva de nada haciéndose servir por esclavos negros conforme al rango -uno para
un teniente, cuatro para un general brigadier-, es muy dispar. Se trata de una
mezcla de jóvenes recién egresados de West Point con un exagerado desplante
marcial, y curtidos y displicentes treintones, cuarentones y más, encarando
cada quien a su manera la campaña. Para unos, por ejemplo, el accidentado desembarco
del batallón líder en desastradas barcuchas de pescadores, cuando una nave se
embarazó en los bancos de una de las islas gemelas que se adelantan a la bahía,
fue una escena ignominiosa. Para otros, en cambio, no pasó de una anécdota
divertida.
En el río un paisano
de O´Rilley alivia la falta de costumbre de las botas y el andar mecánico, y a
diferencia de éste no se atreve a ordenar nada de cuanto le produce el ejército
o cualquier otra cosa del país que a cuadros viene descubriendo desde cuando un
año y medio atrás la costa de Pennsylvania apareció a su vista, entre la
multitud apretujada en la cubierta de un destartalado trasatlántico.
Se llama Brian
O´Donnel, tiene veinte pocos años y cuantos están en Corpus Christi lo
calificarían de infantil, en razón de su primitiva manera de relacionarse con
el mundo y de manifestar sus emociones. Si no lo hacen es porque él se esfuerza
en pasar inadvertido, hasta casi confundirse con los entornos, a los cuales por
ello percibe de una particular, aguda manera: esta tarde, el destilar de los
cuerpos trabajados del campamento, los rezumos de la tierra siempre húmeda, los
empujones de viento por el grueso aire salado, el celebrar de perros y gaviotas
que enumeran cualquier cosa, la bruma del atardecer en la cual la pradera
alrededor se borra.
Todo pertenece a una
realidad tan distinta a la suya, tan incomprensible, como los miles de seres y
cosas encontrados en el largo camino que lo ha conducido hasta aquí. ¿De qué
manera entender algo a partir de que salió de casa? Por ejemplo ahora la forma
en la cual el río, de nombre Nueces, parte la tierra en dos: al norte bosques,
al sur una plataforma muerta de sed, cuya vegetación resulta cada vez más rala
conforme avanza la mirada. O ese sol ancho que al llegar aquí en julio
avasallaba la vida y que todavía hoy quema los ojos.
Todo es tan “diforme”, “como la noche al
día”, en relación a Irlanda. Hasta el mapa de estrellas ha sido un desconcierto
en su mudar sin fin, cambiando cada poco la ubicación de las constelaciones. ¿Y
los aromas? El suelo, el viento, el mar huelen a lo que no debieran, una y otra
vez, distintos en cada plaza de la travesía. De la travesía sin término
previsible al parecer, si de acuerdo a los rumores en breve cruzarán el río
para toparse ¿con qué?
Matamoros, Tamaulipas. Mismo día
En el noreste del
territorio mexicano, durante el último centenar de años ha crecido una villa
desprovista por completo de la clase que enorgullece a las del centro y el sur
del país. Su razón de ser es el río Bravo o Grande a sus orillas, la costa del
Golfo de México a un paso de ella y la mudable relación con Texas, por años
socia y luego independizada y motivo de un ajetreo en el cual se expresa la
negativa mexicana a reconocer su pérdida. Una relación que contribuye quizás
como ninguna otra cosa al auge de las últimas décadas, que elevó el lugar al
rango de ciudad.
No faltan en ella y
en sus alrededores, por modestos que sean, los grandes rasgos de las trazas
urbanas y del mundo agrícola del México no indígena. Hay una plaza mayor, por
supuesto, en la cual se reúnen las representaciones del poder; calles
presumiendo la cuadricula de las ciudades modelo de los valles y los llanos,
haciendas, ranchos y demás. Mucho en madera, según corresponde a una población
que tarda en madurar, igual que el resto de la región, por la cual los tiempos
coloniales no sintieron sino un tardío antojo.
El vecindario lleva
casi diez años conviviendo con tropas, cuya presencia disfruta o padece por la
derrama económica que trae en los momentos afortunados y por las expropiaciones
que exige en los malos. La reacción por el súbito acomodo de un ejército
declaradamente enemigo en Corpus, a unos 250 kilómetros, no parece inquietarlo
demasiado, en razón del desafortunado menosprecio hacia el peligro representado
por “los bárbaros del norte” y a la certeza que los militares le han impuesto
al país sobre sus habilidades para la guerra, nunca en verdad probadas durante
al menos cuatro lustros.
La ciudad no lo sabe
todavía, pero en el corazón del país acaba de producirse el primer capítulo de
un juego con tonos de pantomima, que en unos meses hará doblemente cruel el
infierno desatado en ella y en sus alrededores. El gobierno provisional
encabezado por José Joaquín de Herrera, un liberal moderado, quien ha procurado
introducir un cierto orden y una cierta prudencia, después de inútiles
esfuerzos por convencer a los pocos actores de la política nacional y a las más
altas autoridades de Washington de llegar a un arreglo, ordenó reforzar la
plaza norteña con el mejor cuerpo del ejército.
El encargado de la
operación era el veterano general Paredes. Guillermo Prieto hoy un joven que,
siguiendo el camino de todos los de su clase, empieza a mezclar la política con
las letras, lo dibuja así:
“Paredes, enlazado directamente con altas
dignidades eclesiásticas y relacionado con casas nobilísimas de España, como
casi todos los generales, era ignorantísimo; su admiración por el sistema
español, profundo, y su odio a la canalla, invencible. Su figura, bien
aprovechada, podía servir para recaudar boletos a la puerta de un teatro.”
El hombre recibió la
orden, pero a pesar de repetidas conminaciones no se movió de San Luis Potosí,
donde se había establecido con sus columnas. Aunque decía carecer de elementos
suficientes para hacerlo, era un secreto a voces que lo que ocupaba en verdad
era una conspiración. En estos días finalmente se ha decidió a insurreccionarse
y cuando el gobierno pretende mandar en su contra a las tropas de la capital se
encuentra “con que casi todos los jefes y muchos oficiales iban comprometidos a
faltar a sus deberes secundado el pronunciamiento”.
En esta comedia de
equivocaciones, desconfiando del general Valencia, responsable de la plaza, el
gobierno hace traer de Puebla al general Torrejón. “Pero éste venía ya
preparado a pronunciarse” también, dice un historiador de la época.
Todos con pomposas
frases:
“-Mi ambición es
demasiado grande para desear el poder. Amamos y defendemos la libertad, pero no
queremos que con su sagrado nombre se encubra la libertad de los revoltosos”
–declara uno, y otro:
“-Juro ante Dios y
los hombres, que no llevo presente otra mira que la muy noble de que la
República se expedite para constituirse libremente.”
Adelantándose a los
demás, Valencia envía un representante al Palacio Nacional para intimar al
gobierno a rendirse. El gabinete se limita a contestar que reunirá de inmediato
a las Cámaras para presentar su dimisión. “A las tres y cuarto de la tarde
–escribe el historiador- la ciudad había vuelto a sus habitudes y nada
anunciaba que hubiérase consumado un suceso de tanta trascendencia... sin
disparar un solo tiro.”
Más allá de la mirada
En Corpus Christi
gruesas nubes rápidas hacen un techo bajo e inconstante, pero un centenar de
kilómetros hacia el interior el cielo que trasiegan los llanos áridos es de una
transparencia infinita.
Por allí tres siglos atrás un cristiano
ancho, fuerte, de buena talla, la piel curtida, pone una nota discordante en la
pequeña composición de la tribu de nombre perdido para la historia, que hace la
ruta de cada seca tras los campos donde frutos silvestres de salvajes rojos y
verdes apaciguan el hambre.
El hombre, Cabeza de Vaca, es el primer
europeo en visitar estas tierras y lo hace por accidente, luego de que los
recios empujones de los aires del norte hicieron añicos las naves de una
desconcertada expedición a La Florida. Intensos meses pasa yendo de una tribu a
otra, hasta moverse con libertad por una gruesa franja alrededor del río al
cual luego llamarán Bravo, y cuando al cabo de una serie de peripecias alcanza
la Nueva España apenas en creación, sus informes contribuyen al inicio de un
siglo de exploraciones por estas y otras zonas de Norteamérica.
A pesar de ellas
todavía mucho después, en los años 1770, por el sur el subcontinente colonizado
se detiene más o menos en Durango, con islotes generalmente ralísimos en
Coahuila, Nuevo León, Chihuahua, Sonora, Nuevo México, La Florida, Texas; en el
medio Este alcanza apenas la estrecha franja costera donde se establecen los
futuros Estados Unidos, y hacia el interior en los pocos, por lo común
inestables puntos ocupados por los corredores
de bosques franceses.
De manera que en ese momento, en términos
reales la colonización ha ganado un cinco por ciento de los 18 millones y medio
de kilómetros cuadrados al norte de las últimas grandes minas mexicanas. El
desconocimiento de los cristianos respecto a las intimidades del subcontinente
es pasmoso. Los futuros estadounidenses saben casi nada de cuanto se extiende
tras la muy próxima serranía al Atlántico formada por los Apalaches; los
franceses no han rebasado el macizo de las Rocallosas, y de la Nueva España el
culto cardenal Lorenzana declara: “aún se ignora si confina con la Tartaria y
Groenlandia”.
Dónde limitan las
posesiones de las potencias occidentales resulta un problema más o menos vago,
si su tenencia es formal. En 1776 don Nicolas de Lafora, encargado de
inventariar las regiones septentrionales novohispanas, no encuentra entre el
río Bravo y San Antonio de Bejar, la zona de Texas mejor colonizada, sino el
lánguido caserío de San Lorenzo. El propio San Antonio, cabecera del
departamento, no es ni sombra de la villa que los mapas señalan, habitada por
“dieciseis familias canarias, algunos sirvientes de éstas y una compañía de
veintidós hombres”, más un centenar de soldados de caballería del presidió
próximo.
De allí hasta la
frontera con Luisiana cinco misiones para indios “sarames”, cercanas entre sí,
y el pequeño puesto militar de San Agustín. Eso y no más a lo largo de unos
quinientos kilómetros. Algo similar podría decirse de La Florida o del norte de
Sonora, y si en el vasto Nuevo México que luego los Estados Unidos dividirán en
varios estados, la población de las fundaciones de origen novohispano es mucho
más abundante, se debe al soporte de los indios Pueblo, ese sólido, antiguo
remanso de la vida sedentaria en estas partes, y sólo en su centro. A California
ni se acerca don Nicolás, porque la colonización no empezará sino justo después
de las recomendaciones de su viaje.
¿Qué
decir entonces de Montana, Tennessee, Michigan, Kansas o cualquiera de la
treintena de los próximos estados de la Unión Americana cuyos territorios no
pertenecen a la Nueva España? En la mayoría de los casos ni la mirada han
posado allí los occidentales.
La expedición de Lafora se produce tras la
Guerra de los Siete Años, la primera europea relacionada con estos territorios,
y España ha perdido La Florida para recibir a cambio la Luisiana francesa. Se
trata de territorios de una extensión equivalente a la Europa occidental, pero
al poco y tan de súbito como antes han vuelto a sus viejos dueños o los tienen
nuevos.
La posesión formal no lo es todo, sin
embargo, y a algunos europeos les basta con una distante presencia para extraer
grandes riquezas, alterando de arriba abajo la vida de decenas de naciones
indias.
Unos cuantos años más tarde las cosas
empezarán a cambiar, como bien sabe el hoy general Zacarías Taylor, comandante
en jefe del ejército estacionado en Corpus.
El Rudo y Listo Viejo
Así, El Rudo y Listo
Viejo, llaman en 1845 a Taylor. En un retrato de la época aparece como un
hombre de sesenta saludables años, que mira desde su uniforme con la distante
tranquilidad de quien no tiene dudas de haber probado mucho más que los otros.
Los escritores contemporáneos no encontrarían nada ruin en unas facciones que
calificarían sin embargo de vulgares, en las cuales la vida a caballo entre
tierras sin domeñar, hombres rudos y adustos cuarteles curte la blanquísima
piel con una rubicundez campesina, da un aire demasiado natural al cabello
pajizo y no oculta en la inteligente mirada de los ojos bien abiertos y
encajados y en el correcto dibujo de una boca de labios generosos, la costumbre
de las malas palabras, del tabaco mascado y los escupitajos, y una energía a
punto de estallar, que se comunica al cuerpo exageradamente musculoso, en el
cual es fácil adivinar el descompuesto andar de burdas botas de campaña.
Para la parte más rancia de quienes
dirigen y dan tono a la sociedad estadounidense, eso define a un hombre digno
de respeto pero a final de cuentas sin categoría. Para la otra, lejos de una
tara parece ser la obligada y orgullosa marca del hombre modelo, hecho a sí
mismo fuera de salones cortesanos, entre el continuo reto de aventura de un
país cada día más vital y espacioso.
A Zacarías la
prematura muerte del hermano mayor le permitió cambiar el destino de granjero
próspero para el cual se le había preparado, por el de militar y político,
reservado por su clase a los primogénitos, y tuvo la suerte de que apenas
nacido él el padre consiguiera una administración de aduanas en “las sombrías y
sangrientas regiones” del recién creado estado de Kentucky, entre “la caza más
pródiga encontrada en mil años por el hombre blanco”, “las más fértiles tierras
vistas en América” y los indios.
Territorio abierto, frontera, Oeste, en
resumen, con un halo fantástico reflejado en la nota que, al poco de nacer
Taylor, apuraban los lectores de un periódico de Salem:
“Se informa que, al preguntársele a un
hombre que regresó al Este, qué visos de realidad tenía, por ejemplo, la
versión de que si se plantaba una barra de hierro, de la noche a la mañana
brotaban clavos de regular grosor, la desmintió diciendo: Pero hay algo de que
he sido testigo. Un día, justo antes de salir de Muskingum, mientras me hallaba
montado a caballo a la puerta de una casa, al volverme para conversar con una
persona que pasaba por ahí, dejé caer algunas semillas de la calabaza que
llevaba en la mano, y tan instantáneo fue su crecimiento, tan sorprendentemente
rápida su extensión y ramificación, que, antes de darme la vuelta, las semillas
habían arraigado en el suelo al punto de circundarme peligrosamente las enormes
guías de la enredadera, que amenazaban avanzar con la misma celeridad que mis desesperados
esfuerzos por escapar, a pesar de que clavé inmediatamente espuelas a mi
caballo.”
Este halo fantástico
confería a los pioneros del Oeste un prestigio tocado por la épica y había
hecho del Daniel Boone de carne y hueso un legendario personaje literario, en
los mismos escenarios de la infancia de Zacarías. El Muskingum cuyos portentos
ilustraba la nota periodística, quedaba a un paso del hogar del futuro
comandante.
Taylor había llegado muy temprano a la
empresa. Lo había hecho cuando las cercas no eran comunes ni había otros
caminos que los secretos de los indios y los broncos ríos de Kentucky no se
encaraban sino en los vados descubiertos por las propias tribus. Allí
aprendería la costumbre de las armas y los caballos, de la vegetación desbordada
y de los grandes espacios abiertos, de las decisiones tomadas sobre la marcha y
el andar sin rodeos de las palabras. Y también de la proximidad de los hombres
y mujeres de piel curtida y culturas incomprensibles, y del inevitable choque
con ellos, con el cual el joven labraría su fortuna.
El Sostén del Cielo y sus cenizas
En 1763 el jefe
Pontiac y sus médicos-profetas recibían el mensaje del Amo de la Vida y lo
lanzaban al viento: los blancos no son huéspedes de un momento; han llegado
para hacerse amos de todo y es preciso liquidarlos. Pero veinte años después
sus palabras no habían alcanzado el nuevo reto que se abría a la colonización,
donde se instalaron los Taylor. Qué de extraño. El de los indios de
Norteamérica es un mundo. Un mundo de leyes particulares, con su par de
continentes separados por el río Mississippi, y sus países a montones.
Pontiac había hablado
desde la nación de los Ottawas, hacia los Grandes Lagos donde se fijaría la
frontera de Canadá. Allí donde mucho después la memoria aseguraría que el
primero de los hombres debió vencer a gigantes y magos, al espíritu de la noche
y a una corte de demonios, duendes, brujas y caníbales. Lo aseguraría sin
saberlo a lo cierto, pues pasada la mesiánica rebelión no quedaría siquiera lo
suficiente para crear una reserva y las viejas leyendas serían una confusión de
estampas desdibujadas por los años y de exóticas interpretaciones blancas. De
qué manera saber así, por ejemplo, cómo era en verdad Gran Conejo, su magia y
los prodigios de los espesos bosques que recorría a saltos de kilómetro.
En todo caso el país de Pontiac, a pesar
de su vida aldeana y sus campos de maíz, comunes al conjunto de los pueblos al
Este del Mississippi, estaba a una gran distancia física y mental de las
naciones cerca de las cuales crecería Taylor. En particular, de los últimos
hijos naturales de los Apalaches, los cheroquies, que habían sido amos de los
enormes territorios que caen a un lado y a otro de esas montañas. Una nación
que descendía de la gran cultura que cuatro siglos antes de la llegada de los
europeos había florecido en los campos del sudeste: la de centros de incipiente
vida urbana, con sus plazas, sus templos ceremoniales y sus residencias para
las elites, en torno de los cuales se desgranaban las aldeas y las huertas
irrigadas.
A diferencia de la mayoría de los pueblos
de Este medio norteamericano, ellos apenas hacia mediados del siglo XVIII
habían enfrentado el gran choque con los extraños. Eran extraños absolutos, no
comparables ni con los nómadas del país fantasma, la Tierra de Sombras del
Oeste, justo tras el sagrado Mississippi, que según una leyenda descendían de
la tribu que se negó a seguir los consejos del dios fundador vuelto hombre y no
conocían el cultivo de las plantas, los secretos de los cestos o el favor de
las plegarias.
Los otros, cósmicos forasteros venían de
más lejos todavía que el Galun´lati, el confín al cual fue expulsado Uktena, el
monstruo del agua, haciendo vacilar las historias de los ancianos. Pero los
cheroquies trataron con los blancos y buscaron sacar partido de la situación,
vendiéndoles los derechos de una buena parte de sus campos. ¿Por qué no si a
pesar de la constancia secular de su vida aldeana, de sus cultos y divisiones
del trabajo, igual o mejor que cualquier otro pueblo indio se acostumbraron a
los continuos e imprevisibles reacomodos de un mundo donde la vida sedentaria
se ensanchaba o estrechaba de súbito y las migraciones eran un fenómeno
estructural?
Cerca de los años mil ochocientos no sólo
cedían las tierras de Tennesse y Kentucky, cuya administración se encargaba a
Taylor padre, y sellaban pactos con los recién llegados. Atendían a sus
pastores de almas, tomaban su alfabeto para darse una lengua escrita, hacían
alianzas matrimoniales con ellos y abrían espacios para la plena propiedad
privada que, en unos cuantos radicales casos, permitían crear estancias
trabajadas por esclavos negros.
¿Había pecado en ello? ¿Olvidarían de ese
modo que todo comenzó cuando la tierra se desprendió de las cuerdas de cuero
pendientes de los costados del cielo y las enormes alas de un animal salido de
las aguas donde la vida se había refugiado, crearon como sin querer, del lodo,
las montañas maravillosas reservadas para ellos? ¿Renunciarían al sol concebido
como mujer, al consejo de los sueños, al parentesco con Abuelo Águila y Abuela
Araña, al conocimiento de Hombre Pequeño, capaz de transformar a los hombres en
serpientes, de mover estrellas, de atemperar la luz o los vientos?
El hecho es que menos
de cien años después no pueblan ya las ricas tierras aquéllas y no viven en
pacíficos asentamientos agrícolas, sino en la América Árida a un lado y otro
del Bravo, la región más lóbrega del País de Sombras del Oeste, y se
especializan en feroces incursiones contra los blancos.
Eso, su presencia en
estos lados y su belicosidad, quizás sorprendería al Rudo y Listo Viejo. Eso y
nada más, ya que la primera parte del exilio cheroquie el general la conoce de
primera mano.
La Estrella Solitaria
Se hace noche en el
campamento de Corpus y un corrillo rodea a un ranger o guardia rural texano, que se sumó al ejército en estos
territorios donde nace un nuevo, Lejano Oeste rodeado de un aire tan o más
extravagante que el de los Taylor. El hombre da una chupada a su pipa recreando
el efecto que produce la gruesa cicatriz abriéndose entre la barba, los
inusitados flecos de la chaqueta de crudo cuero de venado y la pistola
ensanchada por en medio, colgando de la cintura, llamada Colt, en capacidad de
repetir hasta seis tiros sin necesidad de carga, con la cual está empezando a
crearse una cultura.
Eso le basta para
convencer al auditorio que por primera vez anda estas tierras, de la real
existencia de los búfalos, de que él sabe tratar con caballos salvajes, se las
hubo con un oso de dos veces el tamaño de un hombre y participó en el combate
de San Jacinto en el cual de una vez los mexicanos mordieron el polvo. Y de que
no sólo conoció al mismísimo David Crockett a quien hoy levantan sus plegarias
los caminantes para protegerlos de una tormenta o de una manada de coyotes,
sino que una vez se atrevió a apuntarle, cuando éste disputaba a Fannin un
cargamento de esclavos.
Fannin, ese sí era un
tipo rudo, piensa, volviendo a los tiempos en que se mezcló con su banda de
matones y cuando, al intuir el peligro, se les escabulló y fue a refugiarse
bajo la buena estrella de Samuel Houston, quien enseguida sería el líder
indiscutido de los texanos. El guardia rural revisa de vuelta a sus oyentes,
reclutados en el doméstico norte, escupe regodeándose en la crudeza de unos
modos hechos a caballo, entre largas soledades, sin revisores de la ley, y echa
la mano atrás para lucir su cuchillo de hoja larga y cruel, seguro de que
ninguno de aquéllos ha visto algo semejante. Un bowie, dice, girando la muñeca para asombrarlos con su filo y con
la gran empuñadura en cruz que detiene el viaje de la mano. Ellos, James R.
Bowie, el coronel, y su hermano fueron los de la idea, dice, y hay una
melancólica intimidad al mentarlos, por más que no hubiera recibido de su parte
sino la media docena de secas palabras que un desconocido del montón merece de
un señor. Como si cuantos habitan Texas los últimos cuarenta años, sin importar
su origen, su condición y sus a veces furiosas rencillas, formasen una gran
familia.
Es una familia
marcada por el afán de aventura y el odio contra indios y mexicanos, y por el
placer de aprovechar una tierra virgen para las grandes industrias humanas, con
su lío de cauces de agua y sus vientos y lluvias temibles, entre inmensos
espacios mal poblados y aldeas que no bullen, impuestos por los especuladores y
las concesiones enormes y apenas trabajadas. Una familia dividida entre los
auténticos colonos y una colección de figuras digna de la literatura de
intrigas.
En los albores de los
años 1800 James Wilkinson, a quien los estadounidenses del siglo XXI califican
como el personaje más siniestro de su historia, se asocia con Aaron Burr, un
tiempo vicepresidente del país, el cual, después de fracasar en el proyecto que
a cambio de medio millón de dólares pagados por Inglaterra, debe separar del
país a las regiones occidentales, reúne soldados para lanzarse a la conquista
de México.
Los planes fracasan pero ambos personajes
obtienen del gobierno de la Nueva España largas concesiones en Texas, con las
que se dedican a medrar convirtiendo en su discípulo al Barón Bastron, quien a
cambio de nuevas licencias de colonización es el encargado de preparar la
trampa en la cual Hidalgo y los otros primeros caudillos de la independencia
mexicana caen presos.
No mucho más tarde aparece en escena Haden
Edwars, para firmar un contrato aparentemente destinado a establecer
ochocientas familias en la rica zona oriental texana, pero quien no tiene otro
objetivo que elevarse como cacique de la región, imponiendo autoridades,
expidiendo títulos falsos, despojando a propietarios legítimos, hasta fracasar
en el absurdo de crear allí una República de Fredonia.
Paralelamente hombres llanos que buscan un
buen pedazo de tierra para sus esperanzas, se acercan a estos nuevos lugares
tan a la mano del Mississippi, sobre cuyas pródigas vegas ha progresado la
colonización estadounidense. De ese modo llega la gente de los Austin, en 1820.
Moisés, el padre, ha sido vasallo español en la Luisiana y obtiene permiso para
llevar a 300 familias a territorio texano.
“Para organizar la expedición, en enero de
1821 se dirigió de vuelta a San Luis Misouri, atravesando las soledades de
Texas, con un séquito de calamidades. Invierno muy riguroso, los ríos crecidos
y absoluta falta de elementos en su larga caminata. Llegó a su destino
completamente agotado y enfermo.” Pocos meses después muere, dejando al hijo la
continuación de la obra. Éste publica en los periódicos la invitación para
recibir la parcela tradicional de los colonos de los Estados Unidos: 640 acres
por jefe de familia y 320 más si va acompañado por la esposa. Los problemas
abundan, los ataques de tribus bélicas son cosa de todos los días, y algunos
dan marcha atrás.
Para entonces se ha
desatado una auténtica lluvia de solicitudes, honestas o fraudulentas, como las
del coronel Anthony Butler, quien oculta sus propiedades con prestanombres y
del que Austin hijo escribe: “Nunca he conocido un hombre más perverso y
villano”. Y se hacen gestiones para obtener tierras donde crear colonias con
cinco mil irlandeses, ocho mil alemanes y así, en proyectos casi nunca
concretados.
Estas primeras generaciones crean un
estilo. A veces obran con ayuda de
gobiernos, congresistas o grandes propietarios y empresarios del sur y del
norte estadounidense, pero no arriban a la meta deseada en una empresa con
varios rasgos distintos a la de los avances al Oeste contemporáneos a Zacarias
Taylor. Entre otras cosas porque no se produce aquí el aluvión de gente de
aquéllos y porque la disputa no es sólo con los indios sino también con el
imperio español, primero, y luego con la república mexicana. A pesar de su
soberbia Burr, Butler y sus voluntarios e involuntarios socios terminan por no
dar resultados a los muy diversos intereses que tienen los hilos de los Estados
Unidos en sus manos y que darían lo que fuera por las “soledades texanas”.
Se precisa la llegada
de Samuel Houston, también en estrecha relación con esos intereses y que posee
dotes de estadista y moderno empresario. Es él quien consigue aglutinar a los
intrigantes, grandes especuladores y
negreros y a los verdaderos colonos, para lograr el objetivo de separarse de
México y trabajar por la anexión a la Unión
Americana, sin importar los tratados con potencias europeas que reconocen la
independencia texana a condición de mantenerse como un Estado autónomo.
El motivo o el pretexto de la guerra a
punto de estallar es esta semifalsa Estrella Solitaria, según se la llama.
Hablando de principios
A pesar de la
instalación de Taylor en Corpus Crhisti, la declaración de hostilidades no es
una certeza ni para el gobierno de México ni para el congreso estadounidense.
Ni aun para la Casa Blanca, quien está dispuesta a pasar por encima de cuanto
sea necesario a fin de cumplir sus propósitos sin declararlos abiertamente y
con el empleo de variados instrumentos, no importa cuán impopular se vuelva.
En realidad un año
atrás, en 1844, el conflicto largamente madurado parecía postergable para los
sectores dirigentes de los Estados Unidos. Los motivos eran de distintas
clases. Para unos llanamente la decisión de anexar a Texas, tomada con apuro,
aventaría a la Unión a un choque interno quizás de catastróficos resultados.
Para otros se pondrían en peligro principios fundamentales de la nueva
república. Entre quienes se preocupan está John Quincy Adams. Este político
consciente de que “sus modales reservados”, su frialdad y su austeridad
permiten a sus enemigos presentarlo como un “sombrío misántropo” o un “salvaje
insociable”, al decir de algunos es un apasionado de su país con “una
percepción anormalmente aguda”, y participa en muchas de las grandes decisiones
del gobierno de los Estados Unidos a lo largo de décadas, incluidos sus dos
periodos en la presidencia.
Aunque pocos saben
tanto de la cuestión texana como él, un año atrás, durante la preparación de
las elecciones, el perspicaz personaje no
podía prever lo que ahora sucede.
“Martin Van Buren,
quien esperaba la nominación demócrata a la presidencia, y Henry Clay, que
tenía esperanzas igualmente firmes de la nominación whig -los dos únicos
partidos de la época-, convinieron en expedir una carta oponiéndose a la
inmediata anexión de Texas”, aunque ambos tenían enormes, viejas expectativas
con la agregación de la provincia y estaban seguros de su inevitabilidad. Pero
los dos parecían negarse a tomar la medida ya. “Van Buren advertía que
entrañaría una indeseada guerra con México, y Clay declaraba que daría la
bienvenida a Texas si ello se lograba Sin
deshonor, sin guerra, con el consentimiento unánime, y en términos justos y equitativos.”
Sorpresivamente
ninguno de estos candidatos alcanza su propósito, vencidos por James L. Polk,
quien por ello se conoce como el primer caballo negro en la historia electoral
estadounidense. Dando un sustantivo paso en la serie que a partir de la
independencia sienta las bases para el comportamiento de los más rudos
titulares de la Casa Blanca de los próximos siglos, con un agresivo discurso
expansionista del cual forma parte la decisión de tomar cuanto quede de las
posesiones inglesas al occidente de las Rocallosas, abre las puertas para que
la Estrella Solitaria se incorporé a su bandera y vuelve forzoso el choque con
los mexicanos.
El hombre no piensa
en una guerra ardua y prolongada. Apuesta incluso a que no se produzca y a que
una serie de aparatosos, disuasivos movimientos de sus ejércitos obliguen a sus
vecinos del sur a ceder y, tras una serie de tratos a oscuras, los avengan a
una venta de territorios que no habrá de concretarse obligadamente en todos los
casos, en razón de una serie de maniobras operadas por el propio mandatario y
gracias a las cuales una parte de ellos pueden pasar a los Estados Unidos a
cambio de nada.
Pero como no debe
confiarse en esta política para él blanda, que en varios aspectos ha sido
puesta en práctica por una larga lista de sus antecesores, el hombre y sus
amigos están preparados para tomar mucho más drásticas medidas. Lo han
demostrado ya en el clima enrarecido que crearon para empujar el voto del
congreso a favor de la anexión.
Aunque en el 20 de
diciembre de 1845 en el cual nos hallamos, Quincy Adams no tiene modo de decir
cuán lejos está dispuesto a llegar su presidente, le sobra lo observado para
emplearse en una batalla en las cámaras contra un agresivo comportamiento que
debe atormentarlo, por cuanto él ha contribuido al espíritu que lo impulsa.
Veracruz. Mismo día (20 de diciembre de 1845)
Antes de la
anexión de Texas en marzo pasado, una flota de la Unión Americana se apostó
amenazadoramente frente al gran puerto veracruzano, y allí continúa. Mirándola
desde un balcón José María Bocanegra, durante las últimas dos décadas
responsable de una docena de altos cargos públicos, incluidos cinco ministerios
de relaciones exteriores, conoce con detalle los motivos.
Aunque don José
María se ha retirado de la vida política, escribe unas memorias sobre la
historia del México independiente y permanece atento al desarrollo del
problema. Absorto en reflexiones, no hace caso de los extranjeros que pasean
por las calles para dar con la noche un respiro a la opresión de la tórrida
ciudad. Vienen de Inglaterra, de Francia, de Alemania, en la riada que durante
el siglo ha hecho costumbre asomarse al exotismo de los países más allá de la
Europa centrooccidental, para hacerlos lente de las nuevas ciencias, para buscar
sus riquezas o para la llana aventura.
Los viajeros
comprueban que no llegan a siete mil los habitantes del puerto debido, se
afirma universalmente, al insalubre clima en el cual encontraron un hogar a
modo las fiebres del Viejo Mundo. No discuten el abolengo de la plaza, que sin
embargo varía de acuerdo a sus miradas. En las de unos las filas “de nobles
edificios” de la plaza principal y las viviendas “por lo general
extraordinariamente bien adaptadas” al trópico húmedo, entre rectas calles
“bien pavimentadas” hacen un armonioso conjunto de “techos planos”, “toldos
parcialmente teñidos de color” y un “despliegue de flores y mujeres en los
balcones”, justo escenario para el célebre carácter de los porteños,
desparpajado y musical. En contraste, a los ojos de otros el lugar ofrece un
“aspecto de melancolía y desolación”.
Tras pasearse por
allí en general los visitantes copian la ruta de Hernán Cortés, siguiendo el
camino a la capital de la república. Transitan así por un corredor mestizo
cuyas espaldas se vuelven al Veracruz grande, rural e indígena, deteniéndose
machaconamente en Xalapa, joya de la región –tan “trozo caído del cielo como
Nápoles para los italianos”- y en la villa de Perote con su triste vocación de
punto de paso.
Alguno, sin
embargo, explora el norte por caseríos totonacas semiextraviados entre vastas,
ricas propiedades nacionales y extranjeras, hasta topar con Papantla, “la aldea
india (que) apenas si tiene un habitante blanco, de exceptuar al cura y unos
cuantos comerciantes”, sin decidirse a avanzar las dos leguas por las cuales se
sube a la Huasteca. Si se atreviera hallaría una población indígena
relativamente vasta, de lengua perteneciente al tronco maya y por ello rodeada
de cierto misterio.
Un segundo
viajero penetra el centro del estado hacia el Pico de Orizaba, yendo un
asentamiento tras otro de pueblos originarios, y certifica la variedad de
costumbres y hablas. Y muy arriba, donde la presencia humana debiera agotarse
casi por entero, halla un poblado, San Juan, sólo un poco menos denso que él
magno puerto veracruzano.
Un tercero busca
hacia el sur por encima de las costas mulatas, viendo caseríos dispersos, una
buena cantidad de ellos popolucas o tenidos por tal, y otros de orígenes
étnicos diversos que volvieron suyo el nahuatl, la lengua del imperio mexica
cuyo avance propició la Colonia.
En buena cantidad
de casos los modernos exploradores no pueden hacerse entender en absoluto, por
mucho que dominen el castellano, y en los demás conversan con la pequeña
porción de hombres, y sólo excepcionalmente mujeres, que conocen de aquél sólo
lo indispensable para el trato comercial con el exterior en moneda, cuando lo
hay, y para la defensa de los títulos en los cuales las autoridades
novohispanas reconocieron su derecho a tierras, aguas y bosques.
Y es que a
trescientos años de la conquista material y espiritual, de los cerca de 475 mil
habitantes registrados en la entidad unos 375 mil se clasifican como indios. El
promedio “nacional” de indígenas es menor, sesenta por ciento, y según todo
indica más de la mitad de él no entiende el español y tal vez otro veinticinco
o treinta por ciento experimenta el dispar, complejo proceso de decidir cuánto
toman de este idioma oficial de la república para las esferas de la vida
pública, reservando las privadas, las religiosas y de la administración
tradicional a una de su centenar y medio de lenguas y dialectos.
A los tres paseantes aquéllos que no se
conforman con el camino trillado, les lleva quince, veinte o más días recorrer
treinta o cuarenta kilómetros a lomo de animal y a pie. Por el contrario,
quienes cubren en diligencia los trescientos del puerto a la ciudad de México,
a buen paso gastan una semana, a pesar de las escabrosas serranías de
entremedio.
La tierra se allana de la capital hacia el
norte, de modo que de seguir al Bajío estarían allí en un santiamén, digamos.
Pero de dirigirse a la frontera con Texas no tardarían menos que Austin hijo
dos décadas atrás, cuarenta días, y de hacer el viaje a Oaxaca sus ojos los
engañarían tanto o más que en Veracruz, pues el camino corre apartado de las
estribaciones y los huecos en las montañas, a los cuales se remontaron las
comunidades tras la llegada de los españoles.
Así de desiguales
son las comunicaciones en un país donde las carreteras propiamente dichas no
rebasan la docena y en la mayoría de los casos tienen como eje a la antigua
Tenochtitlan. Un país en el cual unos siete millones de habitantes se extravían
entre uno de los territorios nacionales más grandes del mundo: unos tres
millones y cuarto de kilómetros cuadrados, sin contar Texas, muy disparejamente
ocupados también si en menos de la mitad de ellos, los del centro y el sur, se
concentra el noventa por ciento de la población.
A los grandes
propietarios yucatecos la histórica lejanía física y de costumbres a la capital
del país, les hace desear convertirse en una república aparte, como en este
diciembre en que inician dos años de intentonas separatistas, y a los
chiapanecos les convendría mejor ir de compras a las Filipinas que a las tiendas
de la ciudad de México. ¿En tales condiciones cuánto saben sobre el problema
con Texas y los Estados Unidos no ya los mestizos de sus centros urbanos, sino
los mayas de ambos estados? ¿Y los popolucas, los huastecos, los totonacas, los
nahuas veracruzanos, o los mixes, triquis, huaves, mixtecos y demás, de Oaxaca?
¿Han escuchado nombrar, éstos y aquéllos, a Nuevo México o California, fuera de
algunos de quienes conocieron el ejército a través de la leva -o de un
extravagante en posesión de una buena, actualizada enciclopedia, como el maya
Jacinto Pat, que sin enterarse del asunto en unos meses ingresará a los diarios
estadounidenses relacionado con las deserciones en el ejército de Taylor?
Nada de ello
registrará en sus memorias de la historia José María Bocanegra, esta noche en
un balcón del puerto de Veracruz. No lo hará porque conocido más bien por su
disciplina y acuciosidad que por la hondura de su pensamiento, lo da por
entendido aunque no lo comprenda, y porque su única preocupación está en el accidentado,
arduo proceso político en el cual una república improvisada trata de salir
adelante. Por eso sus Memorias
se agotan en documentar las Constituciones, los decretos, las proclamas, los
avatares de la veintena de gobiernos que se suceden en el país desde 1821. De
hecho quienes intentan mirar más a fondo, no lo harán verdaderamente sino en la
medida en que se desarrolle la confrontación militar con los Estados Unidos.
Corpus Christi, mismo día
Cerca de dos años
durará lo que, de fracasar las maniobras de Polk, en unos meses iniciarán las
columnas estacionadas aquí. Cada momento es único, irrepetible, con las
historias personales que van dentro de él. Por ejemplo, el de la fogata que el
guardia rural convierte hoy en inmejorable escenario para sus relatos. Su luz
de maravillosa inconstancia, subiendo, bajando, escapando sin aviso a este lado
y aquel, juega con la noche a esconder y revelar a la veintena de hombres que
escuchan, y así, pongamos por caso, una mano noblemente trabajada parece cruel
y una mueca labrada a punta de resentimientos simula ser una sonrisa.
Lo que no cambia es el olor a tierra y a
sudor de siempre de estos seres del montón en los cuales la literatura de la
época, con grandes revoluciones a sus espaldas, empieza a descubrir un universo
de emociones y no la monotonía de existencias agotadas en sus tareas y sus
penas, hasta ahora dada por supuesta. Pero en la memoria de la intervención que
se aproxima no habrá en ellos, ni en los demás soldados de línea a las órdenes
de El Rudo y Listo Viejo, sino una masa informe cuyo único valor será el número
y la disposición de obedecer.
Más de la mitad –alemanes, ingleses…- ha
perdido lo poco que tenía, abandonando los lugares que eran la razón de ser de
generaciones anteriores, para venir al Nuevo Mundo y escapar del hambre, de las
cárceles de vagabundos y de su conversión en apéndices de hileras de máquinas
metidas en infectos galerones. El resto, nacido en el país, carga una lista de
inútiles empeños para cumplir las expectativas que les ofreció la Tierra de la
Gran Promesa. Por eso están unos y otros aquí, cambiando los sueños por una
paga vil y la muerte factible.
Hay un abismo entre
ellos y la oficialidad reunida más allá, con sus bien erguidas figuras, su
desenfadada gesticulación, su seguridad toda. Ésta encarna el sentido del
individuo como culminación de la historia que pronto recreará Walt Whitman, el
poeta, hoy todavía un joven periodista entregado a promover la guerra contra
México.
Para ellos, como para
El canto a mí mismo de Whitman, “La
atmósfera no es un perfume/no tiene el gusto de la esencia, es inodora,/ha sido
creada desde la eternidad para mi boca”. Se gustan con “el vaho de mi aliento”,
“mi respiración e inspiración”; sienten “placer al oír el sonido de mi voz” y,
siempre uno por uno, van a bañarse “al mar,/para admirarme a mí mismo”.
Quienes se reúnen al
calor de la fogata, con su absoluta desposesión han ganado sin embargo una
libertad que sus antepasados no imaginaron hubiera. Es una libertad agria, que
los hace conocer la apabullante soledad de quien ha perdido la conciencia de
tener sentido por ser el eslabón de una cadena interminable, pero gracias a
ella no están dispuestos a aceptar por más tiempo que el mundo se hizo de una
vez y para siempre destinándolos a cumplir cuanto otros dispongan para ellos,
incluidos sus oficiales con su feria de vanidad.
O´Donnell no.
Continúa siendo uno de esos seres que no se reconocen nuevos, aunque su soledad
aquí sea tan o más dolorosa que la de sus compañeros. Prudentes metros aparte
del círculo del ranger, contempla la
luna, cuya carátula ha empezado a descubrirle no la llana sombra que mostraba
en el cielo irlandés, sino la figura de un conejo. ¿Estaba oculta en aquél o es
que esta luna es por completo distinta?
Entonces percibe a
sus espaldas entre la maleza el rumor de una pelea, y al girar apenas el cuerpo
y asomarse por los arbustos distingue una figura humana asestando un seco,
bestial golpe a una segunda que, mero fardo, emprende un violento viaje al
suelo.
No sabe que el del
atinado puño es también un coterráneo, James Kelley, quien cogido en falta
venía tolerando la bronca y los abusivos empujones de un sargento, hasta
colmarse. Ahora lo ve dudar volteando a todos lados y decidirse a correr en
dirección contraria al campamento.
Brian regresa a su
posición sin decir palabra, mientras el otro sortea la guardia y se lanza a los
pastizales con la súbita conciencia de los graves efectos de su falta. Se
interna en un mundo desconocido que quién sabe cuánto dure y qué peligros le
reserva.