lunes, 18 de septiembre de 2017

Cuestión de sangre. I

La prosa es muy primitiva.


Las historias que hay aquí encuentran a Tomas Jefferson, padre de la independencia estadounidense, escribiendo: “tiemblo por mi nación cuando pienso que Dios es justiciero y que su justicia no puede dormir para siempre”.

Lo que este hombre observa es la obra del destino manifiesto sobre el cual se levanta su país, sustentado en el derecho de los “civilizados” a tomar y hacer de los “salvajes” cuanto quieran. Es un destino manifiesto que en 1846 da un salto, cuando los Estados Unidos invaden México e inauguran una política internacional cuyos discursos por la paz y la libertad son el mejor motivo para la violencia y el despojo.

Entonces y con la previa independencia de Texas está en juego la mitad del territorio mexicano heredado por la Colonia: dos millones de kilómetros cuadrados que en su mayoría y en términos reales siguen perteneciendo a las naciones nómadas, pero por los cuales el pueblo de la Nueva España pagó un alto costo. Buena parte de nuestro destino se sella ahí, para supeditarse al que en gran medida merced a las inmensas superficies tomadas en ese momento, terminará convirtiéndose en el policía del mundo.

Aquí, dijimos, hay historias. Son sobre la intervención de 1846 y sobre las grandes realidades involucradas en ella: el enormemente plural México de la época, lejos de constituir una nación, cada vez un poco más pobre y caótico y que justo con la derrota en aquélla prepara los cambios en los cuales se sustentará hasta el siglo XXI; los Estados Unidos construidos sobre la expansión territorial y el trabajo esclavo, gracias al sacrificio de muchos y a la avaricia inagotable de unos pocos, que desde siempre obran a ocultas de su pueblo; el complejo universo indígena de Norteamérica, de tribus recolectoras a federaciones de comunidades agrícolas, condenado a desaparecer y sin el cual es inconcebible la fundación de las colonias europeas.

Entre las historias va la de la mayor deserción en los anales de Washington. Parece una historia secundaria y no lo es. A través suyo se expresa la moderna lógica de la máxima rentabilidad inmediata, en la cual está inmerso el destino manifiesto. Quienes escapan de las tropas invasoras son resultado de ella: estadounidenses nativos para los cuales el sueño americano no se cumple, e inmigrantes que tienen un currículum de pérdidas del otro lado del Atlántico.

Parte de ellos son unos cientos de hombres que en lugar de buscar su suerte a solas, a la manera de los miles otros, se suman a plazos a los mexicanos y terminan formando el Batallón de San Patricio. Unos cientos de hombres identificados por los contemporáneos con la Irlanda tradicional, con sus peculiarísimos dos mil años de continuidad histórica, su brutal sometimiento por Inglaterra y sus masivas emigraciones vividas como exilios.

Esa pequeña porción de seres llanos, de los cuales se sabe casi nada y a quienes los libros, absurdos todos, tratan lo mismo de héroes que de mercenarios, no obran por motivos morales o ideológicos y no deciden la creación del modesto cuerpo del ejército al que deben su celebridad, pero son cualquier excepto un accidente.

Nuestras historias se acercan también a la guerra del siglo XIX, de extenuantes marchas y ejércitos mirándose a la cara durante sus baños de sangre, que hacen de la oficialidad la peor clase de capataces en un momento en el cual la gente del común ha empezado a conocer la soledad y el miedo infinitos y las grandes preguntas y tentaciones.

Son historias a manera de estampas, que gustan apelar a la literatura y que pasan de un tiempo y de un lugar a otro asomándose a un pasado cuya huella o cuya persistencia, casi siempre perversa, está hoy en muchos lados.






I

Corpus Christi, Texas. 20 de diciembre de 1845

En lo alto del Golfo de México la playa de arena blanca y dura, la bahía baja, batida sin violencias por las olas, un río ancho y manso perdiéndose en ella. Y por donde la tierra se entromete en el mar, cercada por nogales, cipreses y sabinas, la aldea: dos sólidas construcciones que se imponen sobre unos cuantos tendajones y casuchas cada vez más improvisados según se alejan buscando el muro junto al río. Marcando su distancia ante ellas, decenas de disciplinadas tiendas de campaña en hileras.

      Eso cobija a los cuatro mil hombres del general Zacarías Taylor y a sus cargamentos informales. De whiskie, sobre todo, o de cualquier cosa parecida en disposición de destilarse en unos días. Algo para animar el estómago y el alma contra las rutinas del fusil, de las marchas y las órdenes repetidas muchas veces cada día, de modo de hacer una tropa de este caos de soldados bisoños y veteranos acostumbrados a guerras informales.

      En verdad no es fácil dar concierto al mayor ejército estadounidense desde el conflicto con Inglaterra de 1812. El grueso ha sido reclutado unos meses atrás y está formado en buena medida por inmigrantes que llevan muy poco tiempo en los Estados Unidos. Algunos no saben del inglés sino palabras sueltas o lo embarazan con sus acentos, y otros lo han vuelto una orgullosa lengua propia con viejas reminiscencias celtas. Alemanes, muchos, y, sobre todo, irlandeses. Esa clase de irlandeses que viene de los clanes tradicionales de la isla, quienes por primera vez se animan a lanzarse al Nuevo Continente.

      Uno de ellos, de talla por encima de lo común y un aire decidido en los imprecisos ojos azules, que deben destacarlo entre su compañía del quinto batallón de infantería, de alguna cierta manera ha de hacer el recuento de las irregularidades y originalidades de las columnas. Se llama John O´Rilley, sirvió a las tropas británicas y por necesidad debe confundirlo ya el austero uniforme azul en el cual anda ahora y su olvido de la máxima de que un ejército empieza a imponerse desde el despliegue de adornos y colores que presumen orden y abundancia y que apelan a temores atávicos.

      La oficialidad, cuya funda no se distingue del resto sino por unos cuantos sencillos motivos y que, por lo demás, no se priva de nada haciéndose servir por esclavos negros conforme al rango -uno para un teniente, cuatro para un general brigadier-, es muy dispar. Se trata de una mezcla de jóvenes recién egresados de West Point con un exagerado desplante marcial, y curtidos y displicentes treintones, cuarentones y más, encarando cada quien a su manera la campaña. Para unos, por ejemplo, el accidentado desembarco del batallón líder en desastradas barcuchas de pescadores, cuando una nave se embarazó en los bancos de una de las islas gemelas que se adelantan a la bahía, fue una escena ignominiosa. Para otros, en cambio, no pasó de una anécdota divertida.

En el río un paisano de O´Rilley alivia la falta de costumbre de las botas y el andar mecánico, y a diferencia de éste no se atreve a ordenar nada de cuanto le produce el ejército o cualquier otra cosa del país que a cuadros viene descubriendo desde cuando un año y medio atrás la costa de Pennsylvania apareció a su vista, entre la multitud apretujada en la cubierta de un destartalado trasatlántico.

Se llama Brian O´Donnel, tiene veinte pocos años y cuantos están en Corpus Christi lo calificarían de infantil, en razón de su primitiva manera de relacionarse con el mundo y de manifestar sus emociones. Si no lo hacen es porque él se esfuerza en pasar inadvertido, hasta casi confundirse con los entornos, a los cuales por ello percibe de una particular, aguda manera: esta tarde, el destilar de los cuerpos trabajados del campamento, los rezumos de la tierra siempre húmeda, los empujones de viento por el grueso aire salado, el celebrar de perros y gaviotas que enumeran cualquier cosa, la bruma del atardecer en la cual la pradera alrededor se borra.

Todo pertenece a una realidad tan distinta a la suya, tan incomprensible, como los miles de seres y cosas encontrados en el largo camino que lo ha conducido hasta aquí. ¿De qué manera entender algo a partir de que salió de casa? Por ejemplo ahora la forma en la cual el río, de nombre Nueces, parte la tierra en dos: al norte bosques, al sur una plataforma muerta de sed, cuya vegetación resulta cada vez más rala conforme avanza la mirada. O ese sol ancho que al llegar aquí en julio avasallaba la vida y que todavía hoy quema los ojos.

      Todo es tan “diforme”, “como la noche al día”, en relación a Irlanda. Hasta el mapa de estrellas ha sido un desconcierto en su mudar sin fin, cambiando cada poco la ubicación de las constelaciones. ¿Y los aromas? El suelo, el viento, el mar huelen a lo que no debieran, una y otra vez, distintos en cada plaza de la travesía. De la travesía sin término previsible al parecer, si de acuerdo a los rumores en breve cruzarán el río para toparse ¿con qué?





Matamoros, Tamaulipas. Mismo día

En el noreste del territorio mexicano, durante el último centenar de años ha crecido una villa desprovista por completo de la clase que enorgullece a las del centro y el sur del país. Su razón de ser es el río Bravo o Grande a sus orillas, la costa del Golfo de México a un paso de ella y la mudable relación con Texas, por años socia y luego independizada y motivo de un ajetreo en el cual se expresa la negativa mexicana a reconocer su pérdida. Una relación que contribuye quizás como ninguna otra cosa al auge de las últimas décadas, que elevó el lugar al rango de ciudad.

No faltan en ella y en sus alrededores, por modestos que sean, los grandes rasgos de las trazas urbanas y del mundo agrícola del México no indígena. Hay una plaza mayor, por supuesto, en la cual se reúnen las representaciones del poder; calles presumiendo la cuadricula de las ciudades modelo de los valles y los llanos, haciendas, ranchos y demás. Mucho en madera, según corresponde a una población que tarda en madurar, igual que el resto de la región, por la cual los tiempos coloniales no sintieron sino un tardío antojo.

El vecindario lleva casi diez años conviviendo con tropas, cuya presencia disfruta o padece por la derrama económica que trae en los momentos afortunados y por las expropiaciones que exige en los malos. La reacción por el súbito acomodo de un ejército declaradamente enemigo en Corpus, a unos 250 kilómetros, no parece inquietarlo demasiado, en razón del desafortunado menosprecio hacia el peligro representado por “los bárbaros del norte” y a la certeza que los militares le han impuesto al país sobre sus habilidades para la guerra, nunca en verdad probadas durante al menos cuatro lustros.

La ciudad no lo sabe todavía, pero en el corazón del país acaba de producirse el primer capítulo de un juego con tonos de pantomima, que en unos meses hará doblemente cruel el infierno desatado en ella y en sus alrededores. El gobierno provisional encabezado por José Joaquín de Herrera, un liberal moderado, quien ha procurado introducir un cierto orden y una cierta prudencia, después de inútiles esfuerzos por convencer a los pocos actores de la política nacional y a las más altas autoridades de Washington de llegar a un arreglo, ordenó reforzar la plaza norteña con el mejor cuerpo del ejército.

El encargado de la operación era el veterano general Paredes. Guillermo Prieto hoy un joven que, siguiendo el camino de todos los de su clase, empieza a mezclar la política con las letras, lo dibuja así:

 “Paredes, enlazado directamente con altas dignidades eclesiásticas y relacionado con casas nobilísimas de España, como casi todos los generales, era ignorantísimo; su admiración por el sistema español, profundo, y su odio a la canalla, invencible. Su figura, bien aprovechada, podía servir para recaudar boletos a la puerta de un teatro.”

El hombre recibió la orden, pero a pesar de repetidas conminaciones no se movió de San Luis Potosí, donde se había establecido con sus columnas. Aunque decía carecer de elementos suficientes para hacerlo, era un secreto a voces que lo que ocupaba en verdad era una conspiración. En estos días finalmente se ha decidió a insurreccionarse y cuando el gobierno pretende mandar en su contra a las tropas de la capital se encuentra “con que casi todos los jefes y muchos oficiales iban comprometidos a faltar a sus deberes secundado el pronunciamiento”.

En esta comedia de equivocaciones, desconfiando del general Valencia, responsable de la plaza, el gobierno hace traer de Puebla al general Torrejón. “Pero éste venía ya preparado a pronunciarse” también, dice un historiador de la época.

Todos con pomposas frases:

“-Mi ambición es demasiado grande para desear el poder. Amamos y defendemos la libertad, pero no queremos que con su sagrado nombre se encubra la libertad de los revoltosos” –declara uno, y otro:

“-Juro ante Dios y los hombres, que no llevo presente otra mira que la muy noble de que la República se expedite para constituirse libremente.”

Adelantándose a los demás, Valencia envía un representante al Palacio Nacional para intimar al gobierno a rendirse. El gabinete se limita a contestar que reunirá de inmediato a las Cámaras para presentar su dimisión. “A las tres y cuarto de la tarde –escribe el historiador- la ciudad había vuelto a sus habitudes y nada anunciaba que hubiérase consumado un suceso de tanta trascendencia... sin disparar un solo tiro.”





Más allá de la mirada

En Corpus Christi gruesas nubes rápidas hacen un techo bajo e inconstante, pero un centenar de kilómetros hacia el interior el cielo que trasiegan los llanos áridos es de una transparencia infinita.

      Por allí tres siglos atrás un cristiano ancho, fuerte, de buena talla, la piel curtida, pone una nota discordante en la pequeña composición de la tribu de nombre perdido para la historia, que hace la ruta de cada seca tras los campos donde frutos silvestres de salvajes rojos y verdes apaciguan el hambre. 

      El hombre, Cabeza de Vaca, es el primer europeo en visitar estas tierras y lo hace por accidente, luego de que los recios empujones de los aires del norte hicieron añicos las naves de una desconcertada expedición a La Florida. Intensos meses pasa yendo de una tribu a otra, hasta moverse con libertad por una gruesa franja alrededor del río al cual luego llamarán Bravo, y cuando al cabo de una serie de peripecias alcanza la Nueva España apenas en creación, sus informes contribuyen al inicio de un siglo de exploraciones por estas y otras zonas de Norteamérica.

A pesar de ellas todavía mucho después, en los años 1770, por el sur el subcontinente colonizado se detiene más o menos en Durango, con islotes generalmente ralísimos en Coahuila, Nuevo León, Chihuahua, Sonora, Nuevo México, La Florida, Texas; en el medio Este alcanza apenas la estrecha franja costera donde se establecen los futuros Estados Unidos, y hacia el interior en los pocos, por lo común inestables puntos ocupados por los corredores de bosques franceses.

      De manera que en ese momento, en términos reales la colonización ha ganado un cinco por ciento de los 18 millones y medio de kilómetros cuadrados al norte de las últimas grandes minas mexicanas. El desconocimiento de los cristianos respecto a las intimidades del subcontinente es pasmoso. Los futuros estadounidenses saben casi nada de cuanto se extiende tras la muy próxima serranía al Atlántico formada por los Apalaches; los franceses no han rebasado el macizo de las Rocallosas, y de la Nueva España el culto cardenal Lorenzana declara: “aún se ignora si confina con la Tartaria y Groenlandia”.

Dónde limitan las posesiones de las potencias occidentales resulta un problema más o menos vago, si su tenencia es formal. En 1776 don Nicolas de Lafora, encargado de inventariar las regiones septentrionales novohispanas, no encuentra entre el río Bravo y San Antonio de Bejar, la zona de Texas mejor colonizada, sino el lánguido caserío de San Lorenzo. El propio San Antonio, cabecera del departamento, no es ni sombra de la villa que los mapas señalan, habitada por “dieciseis familias canarias, algunos sirvientes de éstas y una compañía de veintidós hombres”, más un centenar de soldados de caballería del presidió próximo.

De allí hasta la frontera con Luisiana cinco misiones para indios “sarames”, cercanas entre sí, y el pequeño puesto militar de San Agustín. Eso y no más a lo largo de unos quinientos kilómetros. Algo similar podría decirse de La Florida o del norte de Sonora, y si en el vasto Nuevo México que luego los Estados Unidos dividirán en varios estados, la población de las fundaciones de origen novohispano es mucho más abundante, se debe al soporte de los indios Pueblo, ese sólido, antiguo remanso de la vida sedentaria en estas partes, y sólo en su centro. A California ni se acerca don Nicolás, porque la colonización no empezará sino justo después de las recomendaciones de su viaje.

      ¿Qué decir entonces de Montana, Tennessee, Michigan, Kansas o cualquiera de la treintena de los próximos estados de la Unión Americana cuyos territorios no pertenecen a la Nueva España? En la mayoría de los casos ni la mirada han posado allí los occidentales.

      La expedición de Lafora se produce tras la Guerra de los Siete Años, la primera europea relacionada con estos territorios, y España ha perdido La Florida para recibir a cambio la Luisiana francesa. Se trata de territorios de una extensión equivalente a la Europa occidental, pero al poco y tan de súbito como antes han vuelto a sus viejos dueños o los tienen nuevos.

      La posesión formal no lo es todo, sin embargo, y a algunos europeos les basta con una distante presencia para extraer grandes riquezas, alterando de arriba abajo la vida de decenas de naciones indias.

      Unos cuantos años más tarde las cosas empezarán a cambiar, como bien sabe el hoy general Zacarías Taylor, comandante en jefe del ejército estacionado en Corpus.





El Rudo y Listo Viejo

Así, El Rudo y Listo Viejo, llaman en 1845 a Taylor. En un retrato de la época aparece como un hombre de sesenta saludables años, que mira desde su uniforme con la distante tranquilidad de quien no tiene dudas de haber probado mucho más que los otros. Los escritores contemporáneos no encontrarían nada ruin en unas facciones que calificarían sin embargo de vulgares, en las cuales la vida a caballo entre tierras sin domeñar, hombres rudos y adustos cuarteles curte la blanquísima piel con una rubicundez campesina, da un aire demasiado natural al cabello pajizo y no oculta en la inteligente mirada de los ojos bien abiertos y encajados y en el correcto dibujo de una boca de labios generosos, la costumbre de las malas palabras, del tabaco mascado y los escupitajos, y una energía a punto de estallar, que se comunica al cuerpo exageradamente musculoso, en el cual es fácil adivinar el descompuesto andar de burdas botas de campaña.

      Para la parte más rancia de quienes dirigen y dan tono a la sociedad estadounidense, eso define a un hombre digno de respeto pero a final de cuentas sin categoría. Para la otra, lejos de una tara parece ser la obligada y orgullosa marca del hombre modelo, hecho a sí mismo fuera de salones cortesanos, entre el continuo reto de aventura de un país cada día más vital y espacioso.

A Zacarías la prematura muerte del hermano mayor le permitió cambiar el destino de granjero próspero para el cual se le había preparado, por el de militar y político, reservado por su clase a los primogénitos, y tuvo la suerte de que apenas nacido él el padre consiguiera una administración de aduanas en “las sombrías y sangrientas regiones” del recién creado estado de Kentucky, entre “la caza más pródiga encontrada en mil años por el hombre blanco”, “las más fértiles tierras vistas en América” y los indios.

      Territorio abierto, frontera, Oeste, en resumen, con un halo fantástico reflejado en la nota que, al poco de nacer Taylor, apuraban los lectores de un periódico de Salem:

      “Se informa que, al preguntársele a un hombre que regresó al Este, qué visos de realidad tenía, por ejemplo, la versión de que si se plantaba una barra de hierro, de la noche a la mañana brotaban clavos de regular grosor, la desmintió diciendo: Pero hay algo de que he sido testigo. Un día, justo antes de salir de Muskingum, mientras me hallaba montado a caballo a la puerta de una casa, al volverme para conversar con una persona que pasaba por ahí, dejé caer algunas semillas de la calabaza que llevaba en la mano, y tan instantáneo fue su crecimiento, tan sorprendentemente rápida su extensión y ramificación, que, antes de darme la vuelta, las semillas habían arraigado en el suelo al punto de circundarme peligrosamente las enormes guías de la enredadera, que amenazaban avanzar con la misma celeridad que mis desesperados esfuerzos por escapar, a pesar de que clavé inmediatamente espuelas a mi caballo.”

Este halo fantástico confería a los pioneros del Oeste un prestigio tocado por la épica y había hecho del Daniel Boone de carne y hueso un legendario personaje literario, en los mismos escenarios de la infancia de Zacarías. El Muskingum cuyos portentos ilustraba la nota periodística, quedaba a un paso del hogar del futuro comandante.

      Taylor había llegado muy temprano a la empresa. Lo había hecho cuando las cercas no eran comunes ni había otros caminos que los secretos de los indios y los broncos ríos de Kentucky no se encaraban sino en los vados descubiertos por las propias tribus. Allí aprendería la costumbre de las armas y los caballos, de la vegetación desbordada y de los grandes espacios abiertos, de las decisiones tomadas sobre la marcha y el andar sin rodeos de las palabras. Y también de la proximidad de los hombres y mujeres de piel curtida y culturas incomprensibles, y del inevitable choque con ellos, con el cual el joven labraría su fortuna.





El Sostén del Cielo y sus cenizas

En 1763 el jefe Pontiac y sus médicos-profetas recibían el mensaje del Amo de la Vida y lo lanzaban al viento: los blancos no son huéspedes de un momento; han llegado para hacerse amos de todo y es preciso liquidarlos. Pero veinte años después sus palabras no habían alcanzado el nuevo reto que se abría a la colonización, donde se instalaron los Taylor. Qué de extraño. El de los indios de Norteamérica es un mundo. Un mundo de leyes particulares, con su par de continentes separados por el río Mississippi, y sus países a montones.

Pontiac había hablado desde la nación de los Ottawas, hacia los Grandes Lagos donde se fijaría la frontera de Canadá. Allí donde mucho después la memoria aseguraría que el primero de los hombres debió vencer a gigantes y magos, al espíritu de la noche y a una corte de demonios, duendes, brujas y caníbales. Lo aseguraría sin saberlo a lo cierto, pues pasada la mesiánica rebelión no quedaría siquiera lo suficiente para crear una reserva y las viejas leyendas serían una confusión de estampas desdibujadas por los años y de exóticas interpretaciones blancas. De qué manera saber así, por ejemplo, cómo era en verdad Gran Conejo, su magia y los prodigios de los espesos bosques que recorría a saltos de kilómetro.

      En todo caso el país de Pontiac, a pesar de su vida aldeana y sus campos de maíz, comunes al conjunto de los pueblos al Este del Mississippi, estaba a una gran distancia física y mental de las naciones cerca de las cuales crecería Taylor. En particular, de los últimos hijos naturales de los Apalaches, los cheroquies, que habían sido amos de los enormes territorios que caen a un lado y a otro de esas montañas. Una nación que descendía de la gran cultura que cuatro siglos antes de la llegada de los europeos había florecido en los campos del sudeste: la de centros de incipiente vida urbana, con sus plazas, sus templos ceremoniales y sus residencias para las elites, en torno de los cuales se desgranaban las aldeas y las huertas irrigadas.

      A diferencia de la mayoría de los pueblos de Este medio norteamericano, ellos apenas hacia mediados del siglo XVIII habían enfrentado el gran choque con los extraños. Eran extraños absolutos, no comparables ni con los nómadas del país fantasma, la Tierra de Sombras del Oeste, justo tras el sagrado Mississippi, que según una leyenda descendían de la tribu que se negó a seguir los consejos del dios fundador vuelto hombre y no conocían el cultivo de las plantas, los secretos de los cestos o el favor de las plegarias.

      Los otros, cósmicos forasteros venían de más lejos todavía que el Galun´lati, el confín al cual fue expulsado Uktena, el monstruo del agua, haciendo vacilar las historias de los ancianos. Pero los cheroquies trataron con los blancos y buscaron sacar partido de la situación, vendiéndoles los derechos de una buena parte de sus campos. ¿Por qué no si a pesar de la constancia secular de su vida aldeana, de sus cultos y divisiones del trabajo, igual o mejor que cualquier otro pueblo indio se acostumbraron a los continuos e imprevisibles reacomodos de un mundo donde la vida sedentaria se ensanchaba o estrechaba de súbito y las migraciones eran un fenómeno estructural?

      Cerca de los años mil ochocientos no sólo cedían las tierras de Tennesse y Kentucky, cuya administración se encargaba a Taylor padre, y sellaban pactos con los recién llegados. Atendían a sus pastores de almas, tomaban su alfabeto para darse una lengua escrita, hacían alianzas matrimoniales con ellos y abrían espacios para la plena propiedad privada que, en unos cuantos radicales casos, permitían crear estancias trabajadas por esclavos negros.

      ¿Había pecado en ello? ¿Olvidarían de ese modo que todo comenzó cuando la tierra se desprendió de las cuerdas de cuero pendientes de los costados del cielo y las enormes alas de un animal salido de las aguas donde la vida se había refugiado, crearon como sin querer, del lodo, las montañas maravillosas reservadas para ellos? ¿Renunciarían al sol concebido como mujer, al consejo de los sueños, al parentesco con Abuelo Águila y Abuela Araña, al conocimiento de Hombre Pequeño, capaz de transformar a los hombres en serpientes, de mover estrellas, de atemperar la luz o los vientos?

El hecho es que menos de cien años después no pueblan ya las ricas tierras aquéllas y no viven en pacíficos asentamientos agrícolas, sino en la América Árida a un lado y otro del Bravo, la región más lóbrega del País de Sombras del Oeste, y se especializan en feroces incursiones contra los blancos.

Eso, su presencia en estos lados y su belicosidad, quizás sorprendería al Rudo y Listo Viejo. Eso y nada más, ya que la primera parte del exilio cheroquie el general la conoce de primera mano.





La Estrella Solitaria

Se hace noche en el campamento de Corpus y un corrillo rodea a un ranger o guardia rural texano, que se sumó al ejército en estos territorios donde nace un nuevo, Lejano Oeste rodeado de un aire tan o más extravagante que el de los Taylor. El hombre da una chupada a su pipa recreando el efecto que produce la gruesa cicatriz abriéndose entre la barba, los inusitados flecos de la chaqueta de crudo cuero de venado y la pistola ensanchada por en medio, colgando de la cintura, llamada Colt, en capacidad de repetir hasta seis tiros sin necesidad de carga, con la cual está empezando a crearse una cultura.

Eso le basta para convencer al auditorio que por primera vez anda estas tierras, de la real existencia de los búfalos, de que él sabe tratar con caballos salvajes, se las hubo con un oso de dos veces el tamaño de un hombre y participó en el combate de San Jacinto en el cual de una vez los mexicanos mordieron el polvo. Y de que no sólo conoció al mismísimo David Crockett a quien hoy levantan sus plegarias los caminantes para protegerlos de una tormenta o de una manada de coyotes, sino que una vez se atrevió a apuntarle, cuando éste disputaba a Fannin un cargamento de esclavos.

Fannin, ese sí era un tipo rudo, piensa, volviendo a los tiempos en que se mezcló con su banda de matones y cuando, al intuir el peligro, se les escabulló y fue a refugiarse bajo la buena estrella de Samuel Houston, quien enseguida sería el líder indiscutido de los texanos. El guardia rural revisa de vuelta a sus oyentes, reclutados en el doméstico norte, escupe regodeándose en la crudeza de unos modos hechos a caballo, entre largas soledades, sin revisores de la ley, y echa la mano atrás para lucir su cuchillo de hoja larga y cruel, seguro de que ninguno de aquéllos ha visto algo semejante. Un bowie, dice, girando la muñeca para asombrarlos con su filo y con la gran empuñadura en cruz que detiene el viaje de la mano. Ellos, James R. Bowie, el coronel, y su hermano fueron los de la idea, dice, y hay una melancólica intimidad al mentarlos, por más que no hubiera recibido de su parte sino la media docena de secas palabras que un desconocido del montón merece de un señor. Como si cuantos habitan Texas los últimos cuarenta años, sin importar su origen, su condición y sus a veces furiosas rencillas, formasen una gran familia.

Es una familia marcada por el afán de aventura y el odio contra indios y mexicanos, y por el placer de aprovechar una tierra virgen para las grandes industrias humanas, con su lío de cauces de agua y sus vientos y lluvias temibles, entre inmensos espacios mal poblados y aldeas que no bullen, impuestos por los especuladores y las concesiones enormes y apenas trabajadas. Una familia dividida entre los auténticos colonos y una colección de figuras digna de la literatura de intrigas.

En los albores de los años 1800 James Wilkinson, a quien los estadounidenses del siglo XXI califican como el personaje más siniestro de su historia, se asocia con Aaron Burr, un tiempo vicepresidente del país, el cual, después de fracasar en el proyecto que a cambio de medio millón de dólares pagados por Inglaterra, debe separar del país a las regiones occidentales, reúne soldados para lanzarse a la conquista de México.

      Los planes fracasan pero ambos personajes obtienen del gobierno de la Nueva España largas concesiones en Texas, con las que se dedican a medrar convirtiendo en su discípulo al Barón Bastron, quien a cambio de nuevas licencias de colonización es el encargado de preparar la trampa en la cual Hidalgo y los otros primeros caudillos de la independencia mexicana caen presos.

      No mucho más tarde aparece en escena Haden Edwars, para firmar un contrato aparentemente destinado a establecer ochocientas familias en la rica zona oriental texana, pero quien no tiene otro objetivo que elevarse como cacique de la región, imponiendo autoridades, expidiendo títulos falsos, despojando a propietarios legítimos, hasta fracasar en el absurdo de crear allí una República de Fredonia.

      Paralelamente hombres llanos que buscan un buen pedazo de tierra para sus esperanzas, se acercan a estos nuevos lugares tan a la mano del Mississippi, sobre cuyas pródigas vegas ha progresado la colonización estadounidense. De ese modo llega la gente de los Austin, en 1820. Moisés, el padre, ha sido vasallo español en la Luisiana y obtiene permiso para llevar a 300 familias a territorio texano.

      “Para organizar la expedición, en enero de 1821 se dirigió de vuelta a San Luis Misouri, atravesando las soledades de Texas, con un séquito de calamidades. Invierno muy riguroso, los ríos crecidos y absoluta falta de elementos en su larga caminata. Llegó a su destino completamente agotado y enfermo.” Pocos meses después muere, dejando al hijo la continuación de la obra. Éste publica en los periódicos la invitación para recibir la parcela tradicional de los colonos de los Estados Unidos: 640 acres por jefe de familia y 320 más si va acompañado por la esposa. Los problemas abundan, los ataques de tribus bélicas son cosa de todos los días, y algunos dan marcha atrás.

Para entonces se ha desatado una auténtica lluvia de solicitudes, honestas o fraudulentas, como las del coronel Anthony Butler, quien oculta sus propiedades con prestanombres y del que Austin hijo escribe: “Nunca he conocido un hombre más perverso y villano”. Y se hacen gestiones para obtener tierras donde crear colonias con cinco mil irlandeses, ocho mil alemanes y así, en proyectos casi nunca concretados.

      Estas primeras generaciones crean un estilo. A veces obran con ayuda de gobiernos, congresistas o grandes propietarios y empresarios del sur y del norte estadounidense, pero no arriban a la meta deseada en una empresa con varios rasgos distintos a la de los avances al Oeste contemporáneos a Zacarias Taylor. Entre otras cosas porque no se produce aquí el aluvión de gente de aquéllos y porque la disputa no es sólo con los indios sino también con el imperio español, primero, y luego con la república mexicana. A pesar de su soberbia Burr, Butler y sus voluntarios e involuntarios socios terminan por no dar resultados a los muy diversos intereses que tienen los hilos de los Estados Unidos en sus manos y que darían lo que fuera por las “soledades texanas”.

Se precisa la llegada de Samuel Houston, también en estrecha relación con esos intereses y que posee dotes de estadista y moderno empresario. Es él quien consigue aglutinar a los intrigantes, grandes especuladores y negreros y a los verdaderos colonos, para lograr el objetivo de separarse de México y trabajar por la anexión a la Unión Americana, sin importar los tratados con potencias europeas que reconocen la independencia texana a condición de mantenerse como un Estado autónomo.

      El motivo o el pretexto de la guerra a punto de estallar es esta semifalsa Estrella Solitaria, según se la llama.





Hablando de principios

A pesar de la instalación de Taylor en Corpus Crhisti, la declaración de hostilidades no es una certeza ni para el gobierno de México ni para el congreso estadounidense. Ni aun para la Casa Blanca, quien está dispuesta a pasar por encima de cuanto sea necesario a fin de cumplir sus propósitos sin declararlos abiertamente y con el empleo de variados instrumentos, no importa cuán impopular se vuelva.

En realidad un año atrás, en 1844, el conflicto largamente madurado parecía postergable para los sectores dirigentes de los Estados Unidos. Los motivos eran de distintas clases. Para unos llanamente la decisión de anexar a Texas, tomada con apuro, aventaría a la Unión a un choque interno quizás de catastróficos resultados. Para otros se pondrían en peligro principios fundamentales de la nueva república. Entre quienes se preocupan está John Quincy Adams. Este político consciente de que “sus modales reservados”, su frialdad y su austeridad permiten a sus enemigos presentarlo como un “sombrío misántropo” o un “salvaje insociable”, al decir de algunos es un apasionado de su país con “una percepción anormalmente aguda”, y participa en muchas de las grandes decisiones del gobierno de los Estados Unidos a lo largo de décadas, incluidos sus dos periodos en la presidencia.

Aunque pocos saben tanto de la cuestión texana como él, un año atrás, durante la preparación de las elecciones, el perspicaz personaje no podía prever lo que ahora sucede.

“Martin Van Buren, quien esperaba la nominación demócrata a la presidencia, y Henry Clay, que tenía esperanzas igualmente firmes de la nominación whig -los dos únicos partidos de la época-, convinieron en expedir una carta oponiéndose a la inmediata anexión de Texas”, aunque ambos tenían enormes, viejas expectativas con la agregación de la provincia y estaban seguros de su inevitabilidad. Pero los dos parecían negarse a tomar la medida ya. “Van Buren advertía que entrañaría una indeseada guerra con México, y Clay declaraba que daría la bienvenida a Texas si ello se lograba Sin deshonor, sin guerra, con el consentimiento unánime, y en términos justos y equitativos.”

Sorpresivamente ninguno de estos candidatos alcanza su propósito, vencidos por James L. Polk, quien por ello se conoce como el primer caballo negro en la historia electoral estadounidense. Dando un sustantivo paso en la serie que a partir de la independencia sienta las bases para el comportamiento de los más rudos titulares de la Casa Blanca de los próximos siglos, con un agresivo discurso expansionista del cual forma parte la decisión de tomar cuanto quede de las posesiones inglesas al occidente de las Rocallosas, abre las puertas para que la Estrella Solitaria se incorporé a su bandera y vuelve forzoso el choque con los mexicanos.

El hombre no piensa en una guerra ardua y prolongada. Apuesta incluso a que no se produzca y a que una serie de aparatosos, disuasivos movimientos de sus ejércitos obliguen a sus vecinos del sur a ceder y, tras una serie de tratos a oscuras, los avengan a una venta de territorios que no habrá de concretarse obligadamente en todos los casos, en razón de una serie de maniobras operadas por el propio mandatario y gracias a las cuales una parte de ellos pueden pasar a los Estados Unidos a cambio de nada.

Pero como no debe confiarse en esta política para él blanda, que en varios aspectos ha sido puesta en práctica por una larga lista de sus antecesores, el hombre y sus amigos están preparados para tomar mucho más drásticas medidas. Lo han demostrado ya en el clima enrarecido que crearon para empujar el voto del congreso a favor de la anexión.

Aunque en el 20 de diciembre de 1845 en el cual nos hallamos, Quincy Adams no tiene modo de decir cuán lejos está dispuesto a llegar su presidente, le sobra lo observado para emplearse en una batalla en las cámaras contra un agresivo comportamiento que debe atormentarlo, por cuanto él ha contribuido al espíritu que lo impulsa.





Veracruz. Mismo día (20 de diciembre de 1845)

Antes de la anexión de Texas en marzo pasado, una flota de la Unión Americana se apostó amenazadoramente frente al gran puerto veracruzano, y allí continúa. Mirándola desde un balcón José María Bocanegra, durante las últimas dos décadas responsable de una docena de altos cargos públicos, incluidos cinco ministerios de relaciones exteriores, conoce con detalle los motivos.

Aunque don José María se ha retirado de la vida política, escribe unas memorias sobre la historia del México independiente y permanece atento al desarrollo del problema. Absorto en reflexiones, no hace caso de los extranjeros que pasean por las calles para dar con la noche un respiro a la opresión de la tórrida ciudad. Vienen de Inglaterra, de Francia, de Alemania, en la riada que durante el siglo ha hecho costumbre asomarse al exotismo de los países más allá de la Europa centrooccidental, para hacerlos lente de las nuevas ciencias, para buscar sus riquezas o para la llana aventura.

Los viajeros comprueban que no llegan a siete mil los habitantes del puerto debido, se afirma universalmente, al insalubre clima en el cual encontraron un hogar a modo las fiebres del Viejo Mundo. No discuten el abolengo de la plaza, que sin embargo varía de acuerdo a sus miradas. En las de unos las filas “de nobles edificios” de la plaza principal y las viviendas “por lo general extraordinariamente bien adaptadas” al trópico húmedo, entre rectas calles “bien pavimentadas” hacen un armonioso conjunto de “techos planos”, “toldos parcialmente teñidos de color” y un “despliegue de flores y mujeres en los balcones”, justo escenario para el célebre carácter de los porteños, desparpajado y musical. En contraste, a los ojos de otros el lugar ofrece un “aspecto de melancolía y desolación”.

Tras pasearse por allí en general los visitantes copian la ruta de Hernán Cortés, siguiendo el camino a la capital de la república. Transitan así por un corredor mestizo cuyas espaldas se vuelven al Veracruz grande, rural e indígena, deteniéndose machaconamente en Xalapa, joya de la región –tan “trozo caído del cielo como Nápoles para los italianos”- y en la villa de Perote con su triste vocación de punto de paso.

Alguno, sin embargo, explora el norte por caseríos totonacas semiextraviados entre vastas, ricas propiedades nacionales y extranjeras, hasta topar con Papantla, “la aldea india (que) apenas si tiene un habitante blanco, de exceptuar al cura y unos cuantos comerciantes”, sin decidirse a avanzar las dos leguas por las cuales se sube a la Huasteca. Si se atreviera hallaría una población indígena relativamente vasta, de lengua perteneciente al tronco maya y por ello rodeada de cierto misterio.

Un segundo viajero penetra el centro del estado hacia el Pico de Orizaba, yendo un asentamiento tras otro de pueblos originarios, y certifica la variedad de costumbres y hablas. Y muy arriba, donde la presencia humana debiera agotarse casi por entero, halla un poblado, San Juan, sólo un poco menos denso que él magno puerto veracruzano.

Un tercero busca hacia el sur por encima de las costas mulatas, viendo caseríos dispersos, una buena cantidad de ellos popolucas o tenidos por tal, y otros de orígenes étnicos diversos que volvieron suyo el nahuatl, la lengua del imperio mexica cuyo avance propició la Colonia.

En buena cantidad de casos los modernos exploradores no pueden hacerse entender en absoluto, por mucho que dominen el castellano, y en los demás conversan con la pequeña porción de hombres, y sólo excepcionalmente mujeres, que conocen de aquél sólo lo indispensable para el trato comercial con el exterior en moneda, cuando lo hay, y para la defensa de los títulos en los cuales las autoridades novohispanas reconocieron su derecho a tierras, aguas y bosques.

Y es que a trescientos años de la conquista material y espiritual, de los cerca de 475 mil habitantes registrados en la entidad unos 375 mil se clasifican como indios. El promedio “nacional” de indígenas es menor, sesenta por ciento, y según todo indica más de la mitad de él no entiende el español y tal vez otro veinticinco o treinta por ciento experimenta el dispar, complejo proceso de decidir cuánto toman de este idioma oficial de la república para las esferas de la vida pública, reservando las privadas, las religiosas y de la administración tradicional a una de su centenar y medio de lenguas y dialectos.

      A los tres paseantes aquéllos que no se conforman con el camino trillado, les lleva quince, veinte o más días recorrer treinta o cuarenta kilómetros a lomo de animal y a pie. Por el contrario, quienes cubren en diligencia los trescientos del puerto a la ciudad de México, a buen paso gastan una semana, a pesar de las escabrosas serranías de entremedio.

      La tierra se allana de la capital hacia el norte, de modo que de seguir al Bajío estarían allí en un santiamén, digamos. Pero de dirigirse a la frontera con Texas no tardarían menos que Austin hijo dos décadas atrás, cuarenta días, y de hacer el viaje a Oaxaca sus ojos los engañarían tanto o más que en Veracruz, pues el camino corre apartado de las estribaciones y los huecos en las montañas, a los cuales se remontaron las comunidades tras la llegada de los españoles.

Así de desiguales son las comunicaciones en un país donde las carreteras propiamente dichas no rebasan la docena y en la mayoría de los casos tienen como eje a la antigua Tenochtitlan. Un país en el cual unos siete millones de habitantes se extravían entre uno de los territorios nacionales más grandes del mundo: unos tres millones y cuarto de kilómetros cuadrados, sin contar Texas, muy disparejamente ocupados también si en menos de la mitad de ellos, los del centro y el sur, se concentra el noventa por ciento de la población.

A los grandes propietarios yucatecos la histórica lejanía física y de costumbres a la capital del país, les hace desear convertirse en una república aparte, como en este diciembre en que inician dos años de intentonas separatistas, y a los chiapanecos les convendría mejor ir de compras a las Filipinas que a las tiendas de la ciudad de México. ¿En tales condiciones cuánto saben sobre el problema con Texas y los Estados Unidos no ya los mestizos de sus centros urbanos, sino los mayas de ambos estados? ¿Y los popolucas, los huastecos, los totonacas, los nahuas veracruzanos, o los mixes, triquis, huaves, mixtecos y demás, de Oaxaca? ¿Han escuchado nombrar, éstos y aquéllos, a Nuevo México o California, fuera de algunos de quienes conocieron el ejército a través de la leva -o de un extravagante en posesión de una buena, actualizada enciclopedia, como el maya Jacinto Pat, que sin enterarse del asunto en unos meses ingresará a los diarios estadounidenses relacionado con las deserciones en el ejército de Taylor?

Nada de ello registrará en sus memorias de la historia José María Bocanegra, esta noche en un balcón del puerto de Veracruz. No lo hará porque conocido más bien por su disciplina y acuciosidad que por la hondura de su pensamiento, lo da por entendido aunque no lo comprenda, y porque su única preocupación está en el accidentado, arduo proceso político en el cual una república improvisada trata de salir adelante. Por eso sus Memorias se agotan en documentar las Constituciones, los decretos, las proclamas, los avatares de la veintena de gobiernos que se suceden en el país desde 1821. De hecho quienes intentan mirar más a fondo, no lo harán verdaderamente sino en la medida en que se desarrolle la confrontación militar con los Estados Unidos.





Corpus Christi, mismo día

Cerca de dos años durará lo que, de fracasar las maniobras de Polk, en unos meses iniciarán las columnas estacionadas aquí. Cada momento es único, irrepetible, con las historias personales que van dentro de él. Por ejemplo, el de la fogata que el guardia rural convierte hoy en inmejorable escenario para sus relatos. Su luz de maravillosa inconstancia, subiendo, bajando, escapando sin aviso a este lado y aquel, juega con la noche a esconder y revelar a la veintena de hombres que escuchan, y así, pongamos por caso, una mano noblemente trabajada parece cruel y una mueca labrada a punta de resentimientos simula ser una sonrisa.

      Lo que no cambia es el olor a tierra y a sudor de siempre de estos seres del montón en los cuales la literatura de la época, con grandes revoluciones a sus espaldas, empieza a descubrir un universo de emociones y no la monotonía de existencias agotadas en sus tareas y sus penas, hasta ahora dada por supuesta. Pero en la memoria de la intervención que se aproxima no habrá en ellos, ni en los demás soldados de línea a las órdenes de El Rudo y Listo Viejo, sino una masa informe cuyo único valor será el número y la disposición de obedecer.

      Más de la mitad –alemanes, ingleses…- ha perdido lo poco que tenía, abandonando los lugares que eran la razón de ser de generaciones anteriores, para venir al Nuevo Mundo y escapar del hambre, de las cárceles de vagabundos y de su conversión en apéndices de hileras de máquinas metidas en infectos galerones. El resto, nacido en el país, carga una lista de inútiles empeños para cumplir las expectativas que les ofreció la Tierra de la Gran Promesa. Por eso están unos y otros aquí, cambiando los sueños por una paga vil y la muerte factible.

Hay un abismo entre ellos y la oficialidad reunida más allá, con sus bien erguidas figuras, su desenfadada gesticulación, su seguridad toda. Ésta encarna el sentido del individuo como culminación de la historia que pronto recreará Walt Whitman, el poeta, hoy todavía un joven periodista entregado a promover la guerra contra México.

Para ellos, como para El canto a mí mismo de Whitman, “La atmósfera no es un perfume/no tiene el gusto de la esencia, es inodora,/ha sido creada desde la eternidad para mi boca”. Se gustan con “el vaho de mi aliento”, “mi respiración e inspiración”; sienten “placer al oír el sonido de mi voz” y, siempre uno por uno, van a bañarse “al mar,/para admirarme a mí mismo”.

Quienes se reúnen al calor de la fogata, con su absoluta desposesión han ganado sin embargo una libertad que sus antepasados no imaginaron hubiera. Es una libertad agria, que los hace conocer la apabullante soledad de quien ha perdido la conciencia de tener sentido por ser el eslabón de una cadena interminable, pero gracias a ella no están dispuestos a aceptar por más tiempo que el mundo se hizo de una vez y para siempre destinándolos a cumplir cuanto otros dispongan para ellos, incluidos sus oficiales con su feria de vanidad.

O´Donnell no. Continúa siendo uno de esos seres que no se reconocen nuevos, aunque su soledad aquí sea tan o más dolorosa que la de sus compañeros. Prudentes metros aparte del círculo del ranger, contempla la luna, cuya carátula ha empezado a descubrirle no la llana sombra que mostraba en el cielo irlandés, sino la figura de un conejo. ¿Estaba oculta en aquél o es que esta luna es por completo distinta?

Entonces percibe a sus espaldas entre la maleza el rumor de una pelea, y al girar apenas el cuerpo y asomarse por los arbustos distingue una figura humana asestando un seco, bestial golpe a una segunda que, mero fardo, emprende un violento viaje al suelo.

No sabe que el del atinado puño es también un coterráneo, James Kelley, quien cogido en falta venía tolerando la bronca y los abusivos empujones de un sargento, hasta colmarse. Ahora lo ve dudar volteando a todos lados y decidirse a correr en dirección contraria al campamento.

Brian regresa a su posición sin decir palabra, mientras el otro sortea la guardia y se lanza a los pastizales con la súbita conciencia de los graves efectos de su falta. Se interna en un mundo desconocido que quién sabe cuánto dure y qué peligros le reserva.