II
Erin
Los
dientes que ves aquí,
sobre
el anciano esqueleto,
una
vez mascaron nueces amarillas
y
devoraron el pernil de un toro
Es Oisin, gran dios guerrero celta, el que
se lamenta en voz de un temprano poeta cristiano invadido por la melancolía.
Como eso parece ser Irlanda: altiva, desgraciada, nostálgica.
“Gloriosa,
piadosa, inmortal memoria irlandesa”, dice un gran escritor, y muchos coinciden
con él en el sentido de la historia de la isla: “Nuestro innato
conservadurismo...“ “Una misteriosa unidad espiritual, una homogénea identidad
marca a este pueblo hoy como hace dos mil años.” “La tradición irlandesa puede
compararse con el fluir de un río. Cuerpos extraños pueden caer en él o pasar
por él, pero no desvían el curso del río.” “De hecho, el problema con Irlanda
es que una tradición, una vez echada a andar, jamás se detiene.” Y es que “el
irlandés, como Orféo, siempre mira hacia atrás”.
Allí, donde ningún soldado de Roma posó el
pie y las invasiones germanas no se acercaron, pervive el mundo celta que marcó
al occidente europeo en la antigüedad. Un mundo celta que con la decisión del
imperio romano de abrazar la Iglesia de Jesús, en el resto del subcontinente se
vio obligado a desaparecer o a esconderse dentro o fuera de la nueva fe.
El mundo celta: “pueblo de clanes y de
asambleas”; “una conciencia aguda de un universo lleno de hadas, trasgos y
duendes”, de mitológicos personajes que en la isla como a la deriva, en el
extremo donde Europa empezaba a confundirse con el océano de incógnitas y
fantásticas manifestaciones, tenían tiempo para madurar, aunque fuera en el
recuerdo. Porque el evangelio no llegaba a estas tierras en las órdenes del
emperador, en manos de obispos, con bautizos forzados y al amparo de espadas deseosas
de cortar cabezas, sino a través de la palabra de monjes como el después santo
Patricio, que encontraban en el país el paraíso de sus sueños ermitaños:
Puedo
tomar mi fruta de un manzano, como en una posada,
o
llenar la mano donde los avellanos se cierran sobre mí.
Un
pozo claro me ofrece lo mejor para beber
y
en la orilla una plácida cama de berros se me tiende[*]
Son sueños nacidos de la vida tribal,
entre los bosques, deambulando por los montes con los animales, que hacen de
Irlanda una extravagancia a la cual un Papa medieval trataba de someter
calificándola de “diabólica”. Antes de que literalmente todo se lo lleve el
diablo.
De allí viene Brian O´Donnell, producto de la
imaginación a la cual tenemos permiso, porque del setenta y cinco por ciento de
los futuros miembros del Batallón de San Patricio no se conoce ni el nombre.
Lo sabemos irlandés con el derecho que dan los datos
conocidos y contra los esfuerzos de los historiadores estadounidenses por
negarles a aquéllos todo carácter nacional preciso. Y más exactamente católico
irlandés, como el James Kelley recién escapado de Corpus y el John O´Rilley del
principio de nuestro relato, ambos bien certificados por la historia; como la
absoluta mayoría de sus paisanos en las filas regulares de Taylor y como el
grueso de la corriente que en los últimos diez años ha llevado a los Estados
Unidos a ochocientas mil personas. Católico, igual que más de tres cuartas
partes de los habitantes de una Irlanda donde la religión tiene un significado
étnico e histórico preciso.
Antes de salir de la isla la facha de nuestro personaje debía ser la de
cualquiera de los cuando menos cuatro millones de miserables, la mitad de la
población irlandesa, de los cuales los relatos de desgracias de la época
reparten dibujos por el mundo. Por pantalón un fustán zurcido cien veces en las
rodillas y en las nalgas, perdido más de un botón, que se deshilacha. Cubriendo
el pecho un inmundo, picoteado jirón negro de lana, que la chaqueta corta,
heredada de padres a hijos, protege como puede. En la cabeza un gorro de
fieltro acompañándolo hasta en el sueño, y en los pies, una de cada dos veces,
nada.
Los
extraños llevan siglos calificando a estos descendientes de la raza de Conn,
que habita la isla hace más de dos mil años, de “supersticiosos”, “borrachos”,
“ladrones”, “brutos”, “víboras”, “degenerados”, “salvajes”, “caníbales”.
En 1845
entre quienes los gobiernan o visitan es frecuente encontrar comentarios como
estos: “Algunos historiadores dicen que son muy afectuosos con sus hijos, pero
no es fácil descubrir en qué consiste esa ternura, porque su comida no es mucho
mejor que la que le dan a los cerdos.” “Aquí la suciedad es la perfección de la
pobreza, y su gran causa, la holgazanería.”
Menos que humanos, pues, condenados por su
naturaleza a un tristísimo futuro, conforme concluyó hace rato un caballero
inglés: “El carácter voluble de los irlandeses se opone a que tengan jamás
instituciones libres. El irlandés pertenece a una raza inferior”.
Por más desprecio que Francia, Inglaterra y el resto de la Europa feliz sientan por sus vecinos pobres –balcánicos, griegos…-, esta manera de calificar a los habitantes naturales de la vieja Erin no se aplica a ningún otro pueblo del continente. Con ellos el tono se parece mucho al empleado con los hombres y mujeres del África negra o del sureste asiático, o con “una banda de salvajes americanos”, como ha observado un viajero. Y no es casual. No es casual en absoluto.
Ciudad
de México. 17 de enero de 1846
Hace
un mes se conminaba con insistencia al general Mariano Paredes a dirigir a sus
tropas de San Luis Potosí a Matamoros, y él terminaba de organizar su exitoso
golpe de mano. Conseguido el objetivo ¿era momento de que marchara a preparar
como se debe el castigo a los texanos por su agregación, y el factible choque,
defensivo u ofensivo, según resulte, con los estadounidenses de Corpus?
No, pues era absurdo confiar la empresa a
Valencia, a Torrejón o a los otros militares sumados al levantamiento. De modo
que partió con sus soldados pero a la ciudad de México, donde el dos de enero
sus amigos trataron de animar a los vecinos a recibirlo excitándolos a “que
adornen el exterior de sus casas” y al paso del “libertador” hacer “las
demostraciones que les dicte su patriotismo”.
Quitando la farsa representada en él, el
movimiento de Paredes tiene detrás mucho más que apetito personal. No se
distingue en eso de la totalidad de los de su género en nuestra vida independiente
hasta este momento, sin faltar los conducidos por Antonio López de Santa Anna,
quien hace un año salió exilado del país.
Hasta
aquí los generales son actores decisivos, pero a espaldas de ellos obran
fuerzas más poderosas o consistentes: la Iglesia, los grandes propietarios y
mercaderes, los intereses regionales, las corrientes políticas, los movimientos
indígenas y campesinos… La imagen que luego se divulgará sobre un México
independiente a expensas de los caprichos de militares sin preocupaciones
ideológicas o morales, es una mala caricatura. Al menos hasta el fin del
conflicto por venir, que dará al traste con lo poco que de buena voluntad se ha
intentado en el último cuarto de siglo.
Si
bien, es cierto: la república no pasa de una errática aspiración y ha resultado
en una terrible inestabilidad política, en un continuo deterioro de la
economía, de la hacienda y las responsabilidades públicas, y las cuestiones
sociales quedaron por completo sin enfrentar.
El liberal Mariano Otero, abogado, legislador y
alguna vez ministro, ha publicado cuatro años antes un Ensayo sobre el verdadero estado de la cuestión social y política que
se agita en la república mexicana. Muchos son los problemas que observa,
cuya resolución hace “inevitables” las “grandes conmociones”. Pero es con
la anexión de Texas, con la formación de los ejércitos de Taylor, las maniobras
de Polk y la respuesta del país, que empieza a atisbar cuán terrible es en
verdad el panorama y el hito nacional que se crea.
Éste
ha comenzado ya con el golpe de Paredes. Detrás de él, orillándolo, el
pensamiento conservador que se ha ocultado, sin precisarse, en la confrontación
entre centralistas y federalistas, de una buena vez se encuentra a sí mismo,
asumiéndose militantemente, para dejar de ser una tendencia republicana y
descubrir sin más el espíritu monárquico que concreta su voluntad de volver al
pasado como única garantía del férreo orden y la férrea paz sin los cuales nada
le parece posible, apoyándose en la Iglesia.
Desde
luego la idea no es nueva en un México independiente cuyo primer gobierno fue
el imperio de Iturbide, y una figura pública la lanzó al aire ya en 1840. Pero
entonces bastaron estridentes expresiones en contra para acallarla. Es ahora
cuando echa a andar el proyecto que culminará en los años 1860 con la
convocatoria a Maximiliano y a las tropas de Napoleón III.
La
proclama del levantamiento de San Luis Potosí fue redactada por Lucas Alamán,
el más prestigioso de los conservadores, quien apenas el general de la triste
figura es designado presidente interino, prepara un llamado a “la restauración
de la monarquía”, a cuya cabeza debe estar un príncipe europeo.
La
vehemente reacción que producirán las expresiones realistas de Alamán y los
padecimientos de éste por ellas, lejos de detener incentivarán su proselitismo,
perfeccionado sus ideas. Faltan meses, sin embargo, para que deje de ejercer su
influencia desde la más alta instancia de la república, en los cuales su
partido se apuntará varios triunfos. El más significativo, unas elecciones a la
presidencia y al congreso reservadas para quienes disfrutan de rentas.
Al
decir de tales y cuales, quizás lo que hace a Paredes seguir retrasando la
campaña del norte es la estrategia de Alamán de diferir lo más posible la
guerra, confiando en la intervención de los reinos europeos temerosos del papel
internacional asumido desde los años 1820 por el Capitolio.
Difícil
es, se piensa, que un general con la multitud de carencias retratadas por
Guillermo Prieto pero a quien nadie, comenzando por éste, se atreve a acusar de
cobardía, olvide sus responsabilidades con un tema que es una herida abierta
para la clase política y militar. Un tema que enciende la soberbia de quienes
se sienten herederos de españoles y de aztecas, pueblos imperiales y guerreros,
y que subvaloran los recursos de los Estados Unidos para la guerra
Incluso
la derrota de Antonio López de Santa Anna ante Houston y su gente, que dio pie
a la declaración de independencia por parte de Texas, al México institucional
le resulta más bien episódica, y no carece de razón. En una campaña relámpago
en la cual perdieron la vida símbolos texanos como David Crockett y el menor de
los hermanos Bowie, Quinceuñas, como se conoce popularmente al general que
perdió una pierna en acción, cayó sobre los
independentistas en El Álamo y obtuvo una fácil victoria, a la cual debieron
suceder definitivas otras. Pero cree “que ya no hay nada más que hacer que
perseguir a los fugitivos”, “y al día siguiente está frente a las fuerzas de
Houston, abrigadas en un bosque”. No descuida la vigilancia “pero no reconoce
las posiciones del enemigo, ni hace plan de ataque”. Tal vez está ocupado en sabrosos asuntos, de
acuerdo al fabulario de los texanos, que pinta al entonces presidente mexicano
trabajado en su tienda por una hermosa mulata. Cierta o no la especie, Houston
sorprende a don Antonio, en un par de horas lo derrota y apresa y termina
obligándolo a firmar la separación de la provincia, en el principio de una
historia de la cual los enemigos de la futura Alteza Serenísima tendrán
sobrados elementos para burlarse a carcajadas.
La
independencia de Texas no se reconoce porque no es cuestión de poca monta. La
superficie de la antigua provincia equivale a los estados de México, Morelos,
Puebla, Tlaxcala, Querétaro, Hidalgo, Guanajuato, Jalisco, Aguascalientes y
Zacatecas del siglo XXI, y goza “de un clima feraz, por ríos que se cruzan en
todas direcciones y riegan sus inmensos valles, poblado de bosques preciosos,
abundante en minerales de fierro y de carbón de piedra, propia para todo género
de cultivo y hasta ahora sin rival para el del algodón”. Con ella se pierde la
tercera parte de nuestra costa en el Golfo y queda rota la ya magra unidad
territorial de la república, haciéndole un nuevo enorme boquete que termina
exponiendo por entero la parte septentrional, durante siglos bien integrada
hasta el Atlántico.
Por eso desde fines de los años 1700 ha sido gran
objeto de la codicia estadounidense y por eso los gobiernos mexicanos pretenden
su reconquista, aunque sin tomar cartas en el asunto realmente, a pesar de las
columnas armadas que han permanecido en Matamoros desde 1836. Es verdad que
pronto se apoyó a la rebelión de Nacogdoches, en la cual
pobladores mexicanos se aliaron con naciones nómadas para “exterminar” a la
Estrella Solitaria. Pero sólo seis años después se ordenó una incursión y más
bien con sentido publicitario. El general Mariano Arista, a quien se encargarán
las operaciones para detener a Taylor, fue comisionado entonces para amedrentar a los texanos. Con pequeñas
partidas y sin resistencia llegó hasta las afueras de San Antonio y tomó tres
poblaciones, para retirarse enseguida y provocar que Houston enviara a los
suyos a territorio mexicano.
El
levantamiento de Paredes encontró un popular pretexto en la repulsa a los
oficios para aceptar la pérdida de la región, iniciados por Herrera, el liberal
moderado en la presidencia a fines de 1845, y en estos días se confía en que la
factible confrontación con las tropas del Rudo y Listo Viejo culminé en el
regreso de la provincia al seno nacional.
Lo previsto es una campaña limitada a los
territorios en torno a la frontera con Texas, que para los optimistas habrá
de resolverse no en el Nueces, o cerca del Bravo si Taylor se atreve a avanzar,
sino mucho más al norte. “En la opinión general, no cabía duda respecto de
nuestro cabal triunfo -recuerda un contemporáneo-. En varios discursos cívicos,
oímos desarrollar el lisonjero tema de que el pabellón mexicano llegaría de
allí a poco a ondear sobre el antiguo palacio de Jorge Washington”.
La“sutil
diplomacia”
En los primeros meses de 1845, mientras descubre
los placeres y enredos de la Casa Blanca, James Polk envía una embajada
confidencial para tratar la compra de territorios del norte de México. En la
minuta de la reunión de su gabinete, del miércoles 17 de marzo, se lee: “El
principal objeto de la misión, según dijo el presidente, sería convenir en una
frontera permanente... Dijo que la mejor sería el Río Grande del Norte, desde
su desembocadura”.
Ningún
presidente estadounidense se ha atrevido a tanto, sin embargo no es la primera
vez que Washington plantea a nuestro país la compra de territorios cuya
apropiación da por sentada por otras vías. Primero lo hizo con la Florida y
luego con Texas, cuando se propiciaban o dejaban desarrollarse las iniciativas
del ex vicepresidente Burr, de Houston y otros. La animación de los avances
hacia Nuevo México por medio de rutas comerciales, a su manera ha seguido tal
lógica.
En realidad lo que hace ahora el Sr. Guerra, como están
a punto de llamar a Polk la prensa liberal y los congresistas radicalizados, es
repetir la probada fórmula de los gobiernos de su nación con los indios, de dar
el golpe largamente deseado de improviso y sepultando arreglos firmados formalmente.
La misión para negociar la adquisición de
territorios mexicanos fracasa, y siempre apurando los pasos Polk da paso a la
anexión de Texas, espera a que México alardee con usar la fuerza contra Houston
y compañía, y gira instrucciones para el traslado de Taylor a Corpus y para la
formación de un par de ejércitos más: el del Centro, preparado a bajar hacia
Nuevo México y luego a Chihuahua y Nuevo León; y el del Oeste, que dado el caso
obrará sobre California.
Tal
vez eso baste, parece pensar el presidente todavía en este enero de 1846,
siguiendo la opinión del Rudo y Listo Viejo, quien está seguro de que “nuestro
avance producirá por sí mismo un poderoso efecto”. ¿Bastará, a pesar de que en
primera instancia sólo él habrá de moverse con el corto número de hombres que
lo acompaña, alejándose mucho de cualquier ciudad estadounidense y dejando sus
espaldas relativamente descubiertas, ya que los ejércitos del Centro y Oeste
tendrán que cubrir una línea de excepcional extensión? ¿O más bien confía en el
impacto del movimiento en gran escala que acompañará al de sus tropas? En
cuanto se anunció la posibilidad del conflicto el Congreso aprobó elevar de
siete mil quinientos a diez mil las naves de la Armada, en disposición de
desplegarse por las costas mexicanas.
Presionando de vuelta las circunstancias, en estos
días Polk envía un nuevo comisionado especial a la antigua capital azteca. La cuestión
de Texas no es el único tema que debe negociar. Ni siquiera el principal. Lo
más importante, lo que llevó ya a los barcos a Veracruz antes de destaparse aquélla,
es el reclamo por indemnizaciones a ciudadanos de su país en suelo mexicano.
Bocanegra, el ex ministro que en el puerto de
Veracruz escribe las memorias del México independiente, conoce al dedillo el
asunto, con el cual lidió años atrás. ¿Reparaciones por ofensas a la propiedad,
a la dignidad y la libertad de estadounidenses en nuestro país? ¿Cómo cuáles?
He aquí dos probadas de la colección de demandas.
Una es la de John Balwin, “que fue perseguido por
el alcalde de Minatitlán bajo el pretexto de un juicio contra él, condenándolo
a prisión por lo que huyo siendo aprehendido después de lastimarse una pierna
durante la carrera; perdió posteriormente su negocio y sus propiedades”. La
otra es de la goleta Topaz, “utilizada por el gobierno mexicano… para
transportar tropas en febrero de 1832… el capitán y el segundo fueron
asesinados por los soldados y pasajeros, la tripulación apresada y el buque
agregado al servicio mexicano”.
Lo que en los dos casos encuentran las indagatorias
de nuestro encargado de relaciones exteriores, es lo siguiente. De Baldwin
descubre “no es la clase de hombre que se pretende… puesto que se han
instituido contra él seis causas criminales en la corte de Acayucan”. En cuanto
a la goleta Topaz la investigación no ha terminado pero se comprueba “que la
tropa mexicana que la ocupó custodiaba caudales del Gobierno y la tripulación
americana dispuesta a jugarse el todo por el todo como ocurría a menudo en
aquellos años, para apoderarse del dinero, arrojó al mar al capitán y aseguró a
los soldados en la sentina del buque barricando las puertas; lograron éstos
salir y cayendo sobre los amotinados los dominaron… siendo entregados los
marinos a las autoridades de Anáhuac para que fueran juzgados”.
Lo más curioso de estas demandas es que no se
presentan ante instancia judicial o administrativa alguna y cuando México exige
sea así conforme al derecho mercantil internacional, Washington se niega
terminantemente aduciendo dudas sobre la probidad de los funcionarios públicos
mexicanos y porque, sin más y a su decir, “los Estados Unidos habían tenido
éxito en presentar reclamaciones contra muchos países europeos sin someterse” a
las autoridades directamente involucradas. ¿Extraña que uno de los negociadores
estadounidenses sea el general Butler que hemos encontrado en Texas, a quien
Austin calificaba del “más perverso villano” visto en su vida?
En este enero de 1846 el enviado especial de Polk
lleva instrucciones de relacionar el tema con las aspiraciones de expansión
territorial: “Queda usted autorizado a ofrecerle a México que asumiremos el
pago de todas las justas reclamaciones de nuestros ciudadanos, y pagaremos
además cinco millones de dólares en caso de que el Gobierno Mexicano esté
conforme en establecer una línea divisoria entre los dos países, desde la
desembocadura del Río Grande hasta el punto en donde toca la línea de Nuevo
México, y de allí al oeste del Río, a lo largo de la línea exterior de esa
provincia, de manera que se incluya toda ella dentro del territorio de Estados
Unidos”. Por California se ofrecerán cinco tantos más.
¿Y si México dice no, como apuesta cualquiera con
sentido común y cierta idea del comportamiento previo de éste, sin importar cuán
azarosos, inestables o ilegítimos hayan sido los gobiernos que recibieron las
ofertas?
El Sr. Guerra juega. Lo hace convencido de tener
una mano infinitamente superior a la de su contrincante, y dirigiendo la
atención no hacia éste sino hacia Inglaterra y Francia, los dos imperios
dominantes en la época, y hacia quienes en los Estados Unidos lo desaprueban y
vigilan. Por eso barniza sus actos o los oculta de plano.
Mientras ordena a su representante iniciar las
negociaciones que incluyen el ofrecimiento de los veinticinco millones de
dólares por California, para ésta ha reforzado una política que concibió muy
pronto, retomando prácticas de sus antecesores. En octubre de 1845 nombró
agente especial allí a Thomas O. Larkin, empresario y primer especulador de
tierras en la región. Para algunos contemporáneos e historiadores
estadounidenses el objetivo es muy claro: “Larkin debía estar pendiente de
alguna oportunidad para promover una revolución al estilo de Texas, que
llevaría a la anexión a los Estados Unidos”. Luego el presidente dio su
bendición a una pequeña partida bajo el mando de John Charles Fremont, un
aventurero con buenos amigos en los altos círculos políticos: Su objetivo ha
resultado tan a la vista hostil, que las autoridades californianas no dudan ahora
en emplear la fuerza para obligarlo a salir de la provincia.
Queda
claro que el Sr. Guerra espera sea suficiente la amenaza de su armada y la
puesta en pie de ejércitos en oportunidad de dar unos cuantos, contundentes
golpes para vencer la necedad del gobierno mexicano de rechazar los dólares que
coquetean en su mano. Y si no sucediera de ese modo tiene sobre la mesa
prudentes alternativas para sus propósitos.
Puede conformarse momentáneamente con el
reconocimiento de la anexión de Texas, y reforzar para California, Nuevo México
y el norte de Sonora la estrategia de avances colonizadores. Sería no sólo lo
menos costoso y riesgoso para él, sino lo más razonable para una Unión
Americana sustentada en un delicado balance entre el Norte y el Sur, que de
romperse, como han temido Jefferson y muchos más, puede conducir a la guerra
civil o a la disgregación.
Pero a la usanza de futuros amos del Capitolio, el
Sr. Guerra está dispuesto a llegar a extremos que nadie puede prever.
De soledades
Si
bien en las columnas estadounidenses no hay registro de deserciones mayores en
Corpus, Kelley tal vez no es el único en marcharse en estos días y sin duda no
el primero, pues tres meses atrás desapareció James Miller, con quien luego nos
encontraremos. En todo caso el irlandés parece ir por allí a solas.
Parece.
Uno de los propósitos de este libro es respetar a los cuatrocientos o
quinientos integrantes del Batallón de San Patricio, porque a pesar de que se
conservan de ellos apenas unos cuantos, pobres informes, se los dibuja con
desparpajo y de las más absurdas maneras. Y sobre todo porque son uno de esos
contados casos en los cuales una porción de seres humanos del común, a veces
con nombre y apellido, con fechas y lugares de nacimiento, se unen a los
hombres, y muy de vez en cuando a las mujeres, para quienes la historia está
reservada justamente en razón de que se deslindan del populacho.
Esos
cinco o seis centenares ocupan una página o la totalidad de una treintena de
libros, por lo bajo, como sombras que provocan toda clase de preguntas sin
respuesta posible al buscarlas una por una. La del James Kelley nacido en el
condado de Cork en 1816, pongamos por caso.
No
tenemos idea de cómo luce, de cuál es su timbre de voz, su andar, su carácter,
o lo que circula por su cabeza. Y sin embargo lo sabemos ahí, ahí sin dudas,
ahora por las cercanías de Corpus. Escuchamos sus botas trabajando contra el
piso arenoso, el viento salado que sopla sobre su rostro, el vuelo de las
gaviotas y los buitres en sus ojos, y casi percibimos su rancio olor.
¿Cómo
experimenta el mareo de la libertad sin límites recién adquirida? Los días no
tienen obligaciones y las posibilidades de futuro son infinitas e
imprevisibles.
En
breve, cuando nazca, la novela del Oeste estará construida sobre personalidades
en las mismas condiciones que la de nuestro personaje, que han abandonado todo
vínculo externo con su vida anterior. “No creo que supiésemos su verdadero
nombre –son las primeras palabras de uno de los cuentos del fundador Bret
Harte-, pero esta ignorancia no nos causó el menor disgusto, puesto que ya en
1854 la mayor parte de Sandy Bar -un campamento minero de los numerosos en
California tras la Guerra Mexicana- se bautizó de nuevo”. Con frecuencia,
continúa el escritor, “los apodos se derivaban de alguna extraordinaria
extravagancia en el vestir”, “de alguna particularidad en las costumbres” o “de
algún desgraciado lapsus”. Y concluye: “Puede que esto no haya sido el
principio de una tosca heráldica, pero me inclino a pensar que, como en
aquellos días el verdadero nombre de un individuo descansaba únicamente en su
deleznable palabra, no se le daba importancia”.
Al
abandonar Corpus se diría que Kelley está preparado para sumarse a una
comunidad como la de Sandy Bar. Pero no es lo usual en los irlandeses de su
tipo en la Unión Americana, acostumbrados a apretarse entre sí, enfrentando en
grupo no importa qué aventura. Además no hay a un centenar de kilómetros a la
redonda nada semejante al campamento minero aquél.
De
guiarse por la tierra debe seguir el curso del Nueces a lo largo de la orilla
norte, donde se abre un camino hecho por la costumbre. Las jornadas de posible soledad
y de seguro penetrante frío nocturno forzosamente son un martirio, que el
alimento no alivia ya que el irlandés no tiene forma de descubrir la salvación, como los indios nómadas de
Cabeza de Vaca, tras la agresiva envoltura de las tunas, en las raíces o en las
pequeñas criaturas que reptan entre las piedras.
Al
cabo de cinco, seis, siete días encuentra un pueblo. No conoce de la lengua
española ni un comino, pero si sabe leer y escribir quizás el letrero a la
entrada le diga algo: San Patricio. ¿Quiere decir Saint Patrick, nombre del
patrón de Irlanda? ¿Aquí, en lugares dejados de la mano de Dios? Todo se ha
vuelto posible y Kelley por la más imperiosa necesidad debió perder la
capacidad de sobresaltarse y echar a andar las ideas, que en un descuido lo
paralizarían hasta la muerte, como han comprobado los corredores de bosques franceses en Norteamérica y miles de otros
europeos resueltos a penetrar el corazón de los países de ultramar.
¿No
lo inquieta al menos el primer pueblo fantasma visto en su vida? No hay un alma
en el lugar y las mordeduras en los muros de las casas hablan de algo más que
el simple paso del tiempo. Aquí ha sucedido algo, pensará, sin idea de que el
vecindario quedó involucrado en la guerra méxicotexana y en sus secuelas y decidió
marcharse[†].
¿Encontrará
algo allí que calme el hambre? Irá de hogar en hogar sospechando en lo poco
abandonado dentro, lo que la improvisada iglesia grita a los cuatro vientos y
que él terminará por comprender: el cartel a las afueras es, sí, lo que
sospechó, y allí han vivido compatriotas suyos. Las reflexiones terminarán en
ese punto. Sobrevivir es el tema y lo demás sale sobrando. Entonces descubrirá
la marca de un nuevo camino, en recta dirección al sur.
Palacios de Moctezuma en la
imaginación
El
imaginario O´Donnell, sus compatriotas reales y muchos otros de los reclutas
del ejército regular que acompaña al general Taylor, van allí por la paga y
quizá por la oportunidad de un ascenso, sin fiebres patrióticas o aventureras
en la cabeza. Pero para otros de los que están ya en Corpus o que pronto se les
sumarán también como regulares o como voluntarios con paga, de entrada la
perspectiva de la guerra mexicana resulta un apasionante reto. Conscientes de
la importancia histórica del asunto muchos escriben diarios o toman notas para
futuras memorias, y empiezan reproduciendo el festivo ambiente de las regiones
del sudoeste con que se celebra la campaña contra el vecino del sur:
“Las calles a través de las cuales
marchábamos estaban llenas de una densa multitud de espectadores. Había allí
madres, esposas, hijos... Las amigables descargas de la artillería anunciaban
nuestra marcha...” Es un ambiente que a los ojos de algunos está plagado de
sublimes presagios: “Para conquistar a los descendientes de los conquistadores
españoles y plantar la bandera de nuestra joven república sobre las ruinas de
los palacios de Moctezuma. ¡Qué mejor perspectiva para cautivar la juvenil
imaginación!”
El entusiasmo esconde motivos y
comportamientos muy variados. Como los que descubren las magníficas memorias de
Samuel F. Chamberlain. Chamberlain tiene diecisiete años y ha encontrado al
ejército como un destino providencial, después del fracaso de sus sueños, por
más de un año, desde Wocester Depot, Boston, a Nueva Orleans. “Cuando llegué la
ciudad estaba presa de la excitación causada por las nuevas sobre el general
Taylor. Dos horas después estaba enlistado. Vociferé y tomé whiskie con la
multitud, hasta que varios días después nos llamaron.”
Lo mismo que el resto de la compañías de
voluntarios, la de Chamberlain debía escoger a sus oficiales. El capitán fue
designado tras una breve arenga: “¡Compañeros ciudadanos! ¡Soy Peter Goff, el
Carnicero de Middletown! ¡Yo soy! ¡Soy el que disparó sobre Lovejoy, el Yankee
abolicionista, hijo de mala madre!”
Chamberlain aspiraba al cargo de teniente,
compitiendo contra un viejo zorro que endulzó sus argumentos con dos o tres
tandas gratis de licor: “No tenía oportunidad de ganar -todo mi dinero había
volado- pero hice un largo y galano discurso, prometiendo numerosos Palacios de
Moctezuma y dorados Cristos mexicanos. Pero, ¡ay de mí!, los desgraciados
prefirieron wkiskie presente que Cristos futuros”.
Hombres duros, sin duda, los compañeros de
Samuel. Una noche el joven invita al mejor nuevo amigo a probar su fortuna en
un salón de juego, y deteniendo a tiempo una buena racha salen del lugar con
las alforjas de Chamberlain bien provistas. De regreso al campamento el amigo
salta sobre él con intenciones de no dejar testigos, sólo para probar que la
fortuna del muchacho no se reduce a las cartas. Y allí queda, moribundo y a
expensas de los animales de rapiña.
Hombres duros y a ratos confiados en hacer
de la coyuntura un provechoso negocio. El diario del Fulton que nos dio
pretexto para recrear las valandronadas del ranger
en Corpus, recuerda como un soldado y su socio civil sacaban ventaja de sidra
adulterada, hasta hacerse enormemente populares: “Su sidra volaba y los gruesos
bolsillos de sus pantalones contenían plata suficiente para establecer un
banco”.
Son anécdotas que forman parte de la
picardía de un ejército improvisado, en el cual cada vez más abundarán las
columnas de los “millones de ciudadanos libres y armados” de cuya existencia el
presidente Polk presume y felicita al país.
La atractiva idea de la guerra que retratan las
primeras páginas de muchos de estos testimonios, se disipa pronto. “Estamos
bajo una muy estricta disciplina aquí -cuenta el soldado Tomlimson. -Nuestros
oficiales son buenos hombres, pero el balance de ellos... Golpean con la espada
y abusan de los soldados de la manera más brutal posible. Si protestan los
hacen tomar agua del río, hasta casi ahogarlos. Muchos se han enfermado
severamente por ello... Otra forma de castigo es que los meten en un hoyo en la
tierra...”
Así es el ejército que los Estados Unidos
de Polk ponen en acción contra México. Un ejército sólidamente dividido entre
los oficiales, auténticos seres humanos orgullosos de representar, a lo
Whitman, la culminación de la historia, y sus callejeras copias de los hombres
de línea. En particular si éstos son inmigrantes y, subrayadamente, católicos:
“Un soldado encontrado culpable de emborracharse o amotinarse podía recibir
penas tan variadas como pasar 30 días de cárcel o ser ajusticiado. Normalmente
si era norteamericano nativo recibía el primer castigo. Si era un inmigrante,
en especial irlandés o alemán, recibía automáticamente la más grave sentencia”.
Pat el villano
Si
O´Donnell, Kelley y John O´Rilley no esperaban los castigos excesivos que dan a
sus iguales en las filas de Taylor, de seguro no los toman del todo por
sorpresa. Los irlandeses católicos, descendientes de los viejos clanes de la
isla, se negaron a enrolarse en la aventura del Cuarto Continente hasta los
años 1820, y en abierto contraste con los inmigrantes del resto de Europa no
tienden a dispersarse por el país tras la promesa de tierras y se concentran en
las ciudades costeras atlánticas que los han visto llegar. Los historiadores
atribuyen este comportamiento a la pobre cultura campesina de hombres y mujeres
hace mucho sin un palmo de tierra propia en la isla. Tal vez eso cuenta, pero
hay otros poderosos porqués para preferir las zonas urbanas y permanecer
juntos.
Quienes
de entre ellos se convierten en escritores, tienden a utilizar la sátira para
narrar la recepción que los estadounidenses dan a sus compatriotas. Uno lleva a
su Father Quipes, recién desembarcado en Filadelfia, por un valle del río Ohio
de la infancia de Zacarías Taylor, y lo hace alarmarse con “el extraño grito de
un pájaro sentado en un árbol encima de mi cabeza”, que textualmente le habla
con su “Whop-ho-hee”. Apretando el paso Quipes se llega a la casa más próxima
para reportar este asunto de la mayor gravedad. ”El tipo soltó en mi cara la
más grosera carcajada que jamás había oído.” Fuera de sí por el incomprensible
comportamiento el irlandés despotrica largamente, en el estilo estereotipado
que los Wasp – por las siglas en
inglés de Blanco, Anglo y Protestante- suelen poner en boca de los de su clase.
Al día siguiente el personaje continúa su
camino, hundiéndose en “la extraña tierra” que acumula “curiosidades” y que
pronto le revela la presencia de un “duende diabólico” al cual sin fortuna intenta
de atrapar, pues se mueve con una pasmosa agilidad. Un cuarto de milla adelante
Quipes encuentra a un hombre a caballo y le cuenta la historia sólo para que
vuelvan a burlarse de él, ahora por confundir a una víbora y atreverse a
intentar capturarla.
Son caricaturas que se ríen de las hechas
por los estadounidenses sobre un Pat o un Cabeza de Papa, conforme se conoce a
los inmigrantes católico-irlandeses, cuya primitiva arrogancia le dibuja
aspavientos a montones, una voz chillona, un andar firme y descuidado y una
mirada incapaz de ver más allá de sí mismo. Un ser que aparece como un bruto de
la peor especie, a veces no menos patético que un "piel roja" a los
ojos de un angloprotestante. Es el Pat que en otro cuento, enlistado en el
ejército comparte una velada con los indios:
"-¡Por los poderes de Barnaby, bien
hecho! - vociferaba el tipo, mientras su compañía no dejaba de reír casi tanto
de sus extravagancias como de las de los danzantes indígenas.”
Se trata de una representación que traduce
la incomodidad del estadounidense medio por la repentina, masiva presencia de
una inmigración que como ninguna se esfuerza en preservar sus tradiciones y se
resiste a confundirse con los demás. Que se niega a asistir a las escuelas
públicas que enorgullecen a la nación, tachándolas de heréticas, y que
desespera a la mayoría angloparlante porque, viniendo de un país donde el
inglés es el idioma oficial, “lo hable tan mal” o incluso “insista en ese
parloteo suyo de hace mil años, que llaman gaélico”.
En
verdad la población de los Estados Unidos se siente incómoda con los Pats.
Incómoda y algo más. ¿No forman parte de una conspiración del Papa para
terminar con las iglesias del país? ¿Y no merecen por ello algunas buenas
lecciones, sin faltar la muerte escueta?
Matamoros.
15 de febrero
A nadie importa cuándo y cómo llegó James Kelley a
esta ciudad. A los que escriben o hacen cine con el Batallón de San Patricio
les tiene sin cuidado si el del condado de Cork realizó el viaje o aun si
existió. Hasta su nombre sale sobrando, fuera de para quienes centran el culto
a estos hombres en las placas de la plaza de San Jacinto, en San Ángel, valle
de México.
Para estos trabajos[‡]
los miembros del Batallón toman la decisión en bloque y en un acto de
identificación con México, con su catolicismo o con su justa causa, lanzando
encendidos, cultos discursos dirigidos a la gloria que conquistan tan
repentinamente como el castellano, en el cual se expresan con fluidez apenas
desertar, aprestándose a vivir los inconcebibles tormentosos o lánguidos
romances que escritores y cineastas precisen.
Sólo un
historiador se vuelve aparentemente fiel a los documentos, para darles la
vuelta y avalar la versión estadounidense de que estamos ante una punta de
truhanes de nacionalidades diversas, sin relación con una comunidad irlandesa
que agradece la amorosa forma en la cual la Unión Americana le abre los brazos.
No importa pues si sucedieron los muy factibles
cuarenta kilómetros de Kelley al pueblo de San Patricio, ni los inevitables más
de doscientos desde allí o siguiendo la costa, hasta el Paraje de los Esteros
Hermosos, nombre con que sus fundadores bautizaron en principio a Matamoros.
¿Le ha acontecido a James lo que asegurarán los en general poco convincentes
testimonios de una porción de los San Patricios llevados a juicio en septiembre
de 1847, y rancheros mexicanos lo aprenden para conducirlo ante la autoridad
militar? Es posible, pero lejos de hacer el camino bajo la más tenaz
resistencia, como afirmarán aquéllos, habrá dado gracias a Dios por ello.
Pronto escucharemos lo que opinarán los soldados de
Taylor sobre los “esteros hermosos” en derredor de la ciudad y sobre el sinuoso
curso del Bravo, subiendo y bajando precipitada y repetidamente al acercarse a
su desaparición en el Golfo. Para Kelley enmarcan por necesidad al par de
enormes propiedades rurales a ambos costados, a la salpicadura de ranchos
prósperos y miserables, y a la única población mecedora del título que ha visto
en meses.
La torre de la iglesia mayor quizás le endulza la
mirada kilómetros antes de llegar, con el dejo de ese primigenio misterio
cristiano conservado por el catolicismo y hecho a un lado por los cultos
protestantes, que él aprendió a amar desde niño y en el cual reside la
posibilidad de recrear la vida como algo más que el valle de lágrimas que ha
sido siempre, siempre sin duda, para él.
Las campanas llamando a misa, las sotanas de los
curas, el interior de los templos, las procesiones, los ritos entrevistos por
las puertas de los hogares, de un sincretismo profundo, lo confundirán con lo
mucho de familiar y de extraño que hay en ellos. ¿Eso le proporciona una cierta
sensación de regreso a casa, que se disipa y afirma a un tiempo por el lugar
que ocupa en la ciudad?
Sigue siendo un hombre de la más baja especie,
ahora a los ojos de la media docena de familias fundadoras que continúan
reinando sobre el lugar; de los comerciantes enriquecidos, de los oficiales que
se pavonean por las calles, del magistrado y el patrón de la cantina, el
boticario, los escribientes y cuantos tienen dos pesos que perder. Pero a su
altura y por debajo de él queda el grueso de un vecindario crecido por las
columnas del ejército y las soldaderas, y por los galleros, tahúres,
prostitutas, ladrones, músicos y vendedores ambulantes, que siguen la
invitación de todo conglomerado militar.
La fiesta, el amor furtivo y las furtivas miradas
son rutina que padres y esposos celan ante la corte de livianos forasteros, en
una atmósfera en la cual no tenemos idea de qué manera se mueve Kelley. En
cualquier caso será cuando al cabo de una semana o dos de prisión el general
Mejía, responsable temporal de la plaza, decida echarlo a la calle pues no
tiene qué agregar a los informes de James Miller, su predecesor, y al de los
posibles otros que han llegado portado el uniforme de los Estados Unidos.
¿Se reconocen y andan juntos? ¿Hacen migas con los
aficionados a la aventura que convierten a la ciudad en hogar y que están
habituados a tratar con los personajes más inusitados? Y de no ser así ¿habrá
quien se apiade de su aire de vapuleados perros sin dueño? Nos referimos a
Kelley y a Miller, y no a los que al modo de los miles que los imiten durante
el siguiente año y medio, recomenzarán la vida en el interior del país sin
ligarse a nuestro ejército .
Haciendo
cálculos
No hay
observador extranjero que apueste un peso por la paz y se discuten las
posibilidades de uno y otro bando. “Las fuerzas mexicanas son más rápidas que
las de los Estados Unidos, y éstas no podrán soportar la guerra por mucho tiempo”,
escribe un corresponsal inglés, y su canciller y el español dicen estar de
acuerdo.
Quién sabe cuán sinceras sean estas
observaciones, viciadas por la preocupación de las dos naciones ante una
posible victoria de los Estados Unidos.
Como sea ¿de qué clase de guerra se habla? El Rudo y Listo Viejo diseña una
campaña disuasiva que dé unos cuantos, decisivos golpes a unas tropas a las
cuales desprecia: están "mal organizadas”, escribe, “y miserablemente
armadas".
Una porción no despreciable de los dos mil soldados
presentes en Matamoros ha sido reclutada por la fuerza y algunos son indígenas
de zonas en conflicto con el gobierno. Prieto, de vuelta, dibuja la desgracia
de la leva: ”Este saqueo de gente, esta declaración bárbara de buena presa y botín
del soldado al hombre su hermano, para asimilárselo por la corrupción y por el
infortunio... He visto en Cadereyta y Tequisquiapan huir a los hombres a los
montes a mantenerse con tunas o nopales o a morir de hambre por librarse de los
militares”.
Si el
soberbio aspecto de los mandos y de las unidades de elite parece hablar de
abundancia, el del grueso de la tropa, a quien suele faltarte camiseta y hasta
calzado, y en la cual no faltan los que conservan su viejo traje de manta, es
prueba de terribles estrecheces económicas y de absoluta indiferencia hacia los
considerados menos que carne de cañón por sus superiores.
De verla en el marco general de América la
artillería no deja de tener algo de imponente, pero en conjunto resulta vieja y
pesada. Y si sobran los diestros caballos del país, a cambio faltan casi por
entero los transportes marítimos y fluviales, entre un más o menos universal
desinterés por el estado de trenes de servicio, que pronto volverá una odisea el
traslado de cañones a Matamoros desde la ciudad de México. Dos semanas pasarán
en atravesar tan sólo los veinte kilómetros de los lodazales de la periferia
norte de la capital.
Nada de ello parece preocupar particularmente a los
generales, que se han concentrado en perfeccionar sus dotes de persuasión y
manipulación. No parece preocuparlos a ellos ni, por extensión, a la
oficialidad en su conjunto. En un país que arruinándolas desanima las
industrias humanas, la carrera militar ha resultado uno de los pocos destinos
seguros para jóvenes entre quienes la lección más concienzuda es un cinismo que
ha convertido a los más aviesos u ocurrentes en los tiranos de la moda.
En estos días uno de los prominentes en guiar las
maneras de los salones y los jolgorios callejeros es uno de los capitanes que se
designarán para dirigir al Batallón de San Patricio: Francisco, Pancho,
Schiafino, un joven “gallardísimo”, de “figura aristocrática”. “Moreno, ojos
verdes, cabello de seda, gran bigote... valiente, enamorado, franco... de
chispa y travesuras inagotables... acicalado como una dama... preparaba un
banquete y disponía un menú sorprendente... pedía luz, flores y beldades y
creaba un baile olímpico.”
Aunque estas condiciones no deciden de antemano el
desenlace de una guerra que ninguno de los dos cuarteles generales calcula como
debe. Los comandantes en jefe, brigadieres, coroneles, mayores y demás,
mexicanos conocen en detalle la geografía militar del país y el conflicto
probará que, ciertamente, conforme aseguran los observadores europeos, las
columnas nacionales tienen una movilidad extraordinaria y sus soldados de
infantería, no importa si salidos de la leva, están preparados para los mayores
esfuerzos, apoyados por las soldaderas, que constituyen el cuerpo informal del
ejército.
El presupuesto estadounidense de que sobrará una
breve, sólida demostración de fuerza para orillar a sus vecinos a la
negociación, es mera apuesta. Si Washington atina evitará retar a un territorio
excepcionalmente vasto, complejo, de múltiples maneras arduo. De equivocarse,
sus tropas deberán sufrir la dura experiencia de extenuantes, a veces mortales jornadas
y la posible hostilidad de vaya uno a calcular cuántos de los tres mil y tantos
pueblos y caseríos en los cuales el México norteño se desgrana.
Corpus
Christi. 8 de marzo de 1846
El nuevo comisionado de la Casa Blanca ha llegado a
la ciudad de México para insistir en que el caso de Texas y el cumplimiento de
las reclamaciones tienen que ser tratados como un sólo problema: “Los dos
puntos deben ir de la mano: nunca pueden separarse”, le ha ordenado Polk. El
ejecutivo mexicano se niega a recibirlo y mientras la armada estadounidense hace
los preparativos para copar la entrada a todos los puertos de México en ambos
océanos, Taylor recibe la orden de adelantarse hasta el Bravo.
Sus primeras brigadas salen hoy del poblado. Mientras
desfilan, John O´Rilley, el irlandés no hace mucho al servicio del ejército de
la Gran Bretaña, confirma que ésta es la primera guerra en regla para el
comandante y para sus hombres. Sólo así se explica la división de las columnas
en demasiados cuerpos, los descuidos en la instrucción o la escasez de
tenientes, mayores, etcétera. O la avalancha de alharaquientos voluntarios
organizados bajo sus propias normas, que al poco obligaron al Rudo y Listo
Viejo a ordenar, a punta de pistola, su regreso a casa.
El
irlandés sabe eso y nada más. Se pierde así el revolucionario sentido de un ejército
que prepara a los que en menos de un siglo se extenderán por todo el mundo. No
entiende, por ejemplo, que la austera facha se adelanta a la muy moderna idea
de una guerra sin artilugios ni pasión ni enemigo que mirar a los ojos,
sostenida por la perfecta frialdad, por el ininterrumpido progreso de la
capacidad de fuego y la aparición de monstruosos elementos. O que la falta de
esto o aquello no importa, porque a sus espaldas se levanta una infraestructura
financiera e industrial suficiente para, si es preciso, doblar o triplicar el
material bélico disponible. O que a la mano del comandante están servicios de
ingeniería, de transporte y mantenimiento tan eficientes, quizás, como los
mejores del planeta.
Para el
irlandés, que lleva apenas un año en el país, muchas cosas han de pasar
literalmente de noche. Cosas sin las cuales no hay forma de que se acerque
siquiera un poco al espíritu estadounidense reflejado en el campamento. Los
modos del comandante en jefe, sí, son heterodoxos, pero de seguro los más
adecuados para manejar a filas en cuyos desaseos van también sus ventajas.
Un historiador inglés y un escritor mexicano
advertirán más tarde que el muy modesto ejército permanente de los Estados
Unidos, es resultado de una política deliberada o de un rasgo característico de
su sociedad. A él se ha referido con orgullo Polk al hablar de “soldados,
ciudadanos armados“. “Consiste este rasgo en que, sin costo para el gobierno ni
peligro para nuestra libertad, tenemos virtualmente en el seno de nuestra
sociedad de hombres libres, disponibles para
una guerra justa y necesaria, un
ejército permanente de dos millones” de estos hombres.
Frontón de Santa Isabel-Matamoros. 24 de marzo,
1846
Cinco días antes Taylor avanzó hasta Arroyo
Colorado, a unos cinco kilómetros de Matamoros, por un “campo franco”, sin
encontrar más resistencia que la de media docena de mexicanos disparando a las
avanzadas para ocultarse enseguida. Entonces se detuvo con cautela,
considerando que si el estío mermó considerablemente su caudal el cauce debía
cruzarse sin resguardo y por varios puntos.
El general Mejía, encargado de las columnas
apostadas en Matamaros, en una sonora proclama convocó al magro vecindario tras
el Bravo a hostilizar al enemigo y advirtió a éste que le impedirá el paso.
Pero no contaba con elementos mínimos para ello, con sus dos mil efectivos y su
veintena de piezas de artillería, de los cuales debería servirse a un tiempo
para un ataque en forma, la conservación de la línea a Matamoros y la protección
de ésta.
El Rudo y Listo Viejo, a quien no gustan los discursos, reaccionó
instantáneamente y ordenó el cruce apoyado por sus baterías. Conforme al
sentido común los mexicanos no estaban allí para evitarlo y de la pequeña
partida que hizo unos pocos, intimidatorios disparos, los más desprevenidos
terminaron cayendo presos.
Hoy los estadounidenses toman los restos que dejó el incendio con el
cual respondieron a los llamados de Mejía los vecinos de Santa Isabel, una
población crecida al amparo de un frontón frente a los esteros, para montar su
cuartel general. El lugar, a un par de kilómetros de la ciudad mexicana, es un
punto particularmente favorable ya que al borde de la laguna del Padre Bayín,
en la cual rematan los pantanos de la zona, lo pone en contacto por vía fluvial
con los barcos que conducen sus cargamentos bordeando el Golfo, y que anclan en
Brazos de Santiago, a un paso, y en camino al cual van ya tropas de apoyo.
Si bien ambos gobiernos continúan confiando en que no se involucrarán en
un conflicto duradero y de grandes dimensiones y si bien la guerra no se ha
declarado, ésta es un hecho y en Matamoros y sus alrededores la proximidad de
la muerte puede percibirse desde ahora.
La población se siente atrapada por lo
imprevisible que vendrá de enfrente y por la irritada excitación de las
columnas nacionales, entre quienes circulan los relatos sobre Arroyo Colorado,
los informes filtrados desde la oficina del general Mejía y lo que perciben
desde las atalayas, creándose un cuadro impreciso que despierta la impaciencia
de los oficiales. Éstos la transmiten a sus soldados a punta de órdenes
destempladas y castigos, de forma que el vecindario queda expuesto a los
excesos de unos y de otros.
Los Solís, los Longoria, los Hinojosa, los
Cisneros, los Villarreal, los Garza Falcón, ricos propietarios emparentados
entre sí y algunas de cuyas posesiones quedan del costado norte del río, deben
tratar de poner a buen recaudo sus granos y sus hatos de ganado, o de negociar
su venta a Mejía, quién sabe con cuántas ventajas para cada parte -precios
artificialmente elevados, comisiones que no se declaran. De la noche a la
mañana todo puede escasear, comienzan a entender los vecinos, y la vida
cotidiana se pone a alterarse.
Los diarios de soldados y oficiales
estadounidenses nos permiten hacernos una idea de la atmósfera en su
campamento. Del lado mexicano no tenemos más que las memorias del puñado de
oficiales que comparten las preocupaciones de Otero y Prieto, cuyo único
interés son las acciones bélicas. Pero hay modo de asomarse a la intimidad de
nuestras tropas, a través de un trío de personajes recogidos luego por un
militar y escritor, y de echar a andar la imaginación con ellos.
Al trío lo preside una mujer bajita, delgada, nervuda, envuelta en los
restos de un sarape que reta al mundo al dejar descubierta la cabeza orgullosa
de sus gruesos, lacios, sucios cabellos negros con rayones de canas prematuras,
volando al viento con la misma falta de recato que la de su triste vestido, su
altanera voz, la insolencia de sus ademanes. Al calor de la lumbre animada por
ella un hombre en un uniforme de renuevo parejamente pintado de tierra, con un
ojo sepultado para siempre por el párpado se sienta en el suelo con el aplomo
de un rey, y un paso atrás un segundo, muchos años más joven, en un raído traje
de manta al que un gorro rojo completa de la más inopinada, obtusa manera, se
prepara a imitarlo con la cabeza gacha.
La cuota de alimentos a la tropa ha comenzado a reducirse y la mujer se
solaza en el festejo que ahora representan su olla de frijoles y su masa
tierna, a los cuales por primera vez agrega yerbas que consiguen pasar por
verdolagas, y sirve un par de tortillas. Antes de hincar el diente a la que le
corresponde, el tuerto imita un cacareo, burlándose del tinglado de voces
superpuestas que a su lado hace un grupo de soldados con las más
contradictorias opiniones sobre los recientes acontecimientos. Sin dejar su
labor ella esboza una sonrisa irónica al mirarlo y el joven que los observa
comprende y no el sentido del gesto. ¿Quién parece errar? ¿Los de junto o su
compañero? Cómo saberlo si mal entiende la lengua de ellos y apenas conoce a la
pareja que hace con él las veces de padrinos.
Observándolo habrá quien piense que en este conjunto hay una
incomparable miseria de cuerpos y de almas. Pero se encuentra allí una cantidad
de dolor dado y recibido no muy distinto al que circula en abundancia por las
sombras de los caminos y los entreveros de las ciudades, en el corazón de decenas
de miles de ladrones, prostitutas, pordioseros.
¿Cuántos entre los soldados deben al menos una vida y un pecho o una
espalda descuajadas fuera del cumplimiento de su deber, y una o más mujeres
violentadas a solas o en bola? ¿Y qué tanto de las soldaderas ha sufrido o se
ha cobrado una afrenta con sangre de por medio? ¿Se exagera apostando que ellos
y ellas son expertos en pepenar lo que no es suyo; que han estado involucrados
en ”sociedades criminales” y dejaron regados, muertos o vivos, con pena o con
descaro, a vaya uno a precisar el número de hijos?
En todo caso el tuerto atina al imitar a las gallinas, ya que la charla
de los soldados colecciona necedades, pero es la ironía de la mujer quien da en
el blanco: todos se hinchan el pecho y ninguno entiende. No lo hacen por mero
instinto de supervivencia, y al despotricar contra tal y cual autoridad por los
despropósitos acumulados, no dudan sin embargo ni por un segundo que lo que
viene resultará, caídos más, caídos menos, una jornada de muchas.
No sería cosa despreciable, porque si ciertamente los cuantiosos
pronunciamientos militares suelen resolverse antes de la batalla final, a
fuerza de componendas, y los dos intentos de invasión extranjera que dan un
tinte heroico a los tiempos fueron más bien amagos decididos en unas cuantas
días, el gasto de vidas en batalla durante un cuarto de siglo de independencia
no ha sido una bicoca y los viajeros europeos suelen documentar sus huellas:
”Nada más triste que el aspecto de las calles por donde pasamos... Una
inusitada soledad, casas acribilladas a balazos, iglesias semiderruidas y
bandadas de buitres congregándose”.
En la memoria de los mexicanos contemporáneos queda por lo menos un
recuerdo como este de la infancia de Prieto: “Un día nos despertó el estampido
del cañón, atravesaban las calles soldados con las espadas desnudas... Gente
corriendo, puertas que se cerraban con estrépito, cadáveres de transeúntes
desgraciados, mujeres como locas preguntado”. Recuerdos que para de miles de
campesinos indígenas son de llanas matanzas.
No importa cuán baladíes resulten los
motivos de una asonada, al combate a campo abierto suele suceder el asalto a un
cuartel y la disputa de una ciudad o una villa calle por calle, dejando detrás
una mancha de cadáveres. ¿El optimismo de artículos y discursos callejeros
piensa que esta vez no se necesitará mucho más? Quizás en la capital del país y
otras lugares, lejos de Matamoros.
El tuerto y sus compañeros parecen presentir algo distinto y negarse a
reconocerlo. La compañera de él, por el contrario, no deja que se le escapen
signos tan claros como los zopilotes que han venido congregándose en el último
par de días con su fino olfato y su paciente espera por la carroña en la cual
se convertirán caballos, mulas, burros y un surtido de animales silvestres
alcanzados por la metralla.
Es normal, piensan todos, pero la mujer advierte la presencia no sólo de
los negros pajarracos de la región con sus rojas crestas, sino de otros menos
tiznados y de remates amarillos y anaranjados, que ha visto engordar bastante
más allá, en el Bolsón de Mapimí, por donde suben y bajan para sus incursiones
los comanches, los apaches lipanes y demás nómadas guerreros. Así no la han
tomado por sorpresa los escandalizados dichos sobre inusuales asaltos de
coyotes a las recuas que alimentan el comercio de la ciudad. Imagina a las
manadas rondando por la zona tras la confiable guía de las aves[§].
Aguardando
la amarga lección
Si hasta hace unos días, que no aparecieran los
refuerzos esperados desde el año anterior era una grave falta, no tomar ahora
previsiones con carácter urgente es imperdonable, por más que se desprecie a
los estadounidenses, que se piense en un conflicto de alcances limitados o se
apueste por hacer tiempo.
¿En qué gasta los días el gobierno interino? En
responder a las airadas protestas por su convocatoria a las votaciones
restringidas: es bien sabido en otros países democráticos, pontifica, que
“escaso merito” tiene “quien no hubiese sabido formarse una renta mínima”. Y en
sofocar cinco revueltas de muy distinto carácter.
Tres de
ellas, en Sonora, Sinaloa y Guadalajara, son de militares locales que
aprovechan las circunstancias para llevar agua a su molino o al de Santa Anna
en el exilio. La cuarta la dirige en el sur el general Juan Álvarez,
federalista convencido, y de la última, por los mismos rumbos, no se habla
aunque es parte de una historia extendida hace mucho por el territorio
“nacional”:
Mientras las comunidades del distrito de
Tehuantepec se levantan en defensa de sus parcelas y por hacer respetar sus
costumbres, expulsando al juez de paz que robó el antiguo mapa de Juchitán, y a
dos autoridades municipales más por malversación de fondos comunales[**];
a pocos meses
de que los pueblos de la Mixteca oaxaqueña tomen las principales villas contra
la opresión de instituciones civiles y religiosas, y de que los nahuas y
mixtecos del sudoeste de la vecina Puebla sostengan con las armas su negativa a
pagar el restaurado impuesto de capitación;
entre unos días y un par de años antes de
que los campesinos de la Sierra Gorda de Querétaro, de la región occidental de
Morelos y de la colindancia de los estados de México e Hidalgo se rebelen por
la tierra, por la afectación de los bienes comunales o por la voracidad de los
hacendados en general, y los mayas peninsulares llamen de plano a la
desaparición de los extraños, como
designan a mestizos y criollos;
ya que en el dos años previos se han
producido alzamientos generalizados en la Montaña del futuro estado de
Guerrero, tropas nacionales se posesionan del poblado de Altiaca, departamento
de Las Joyas, en el mismo rumbo. Dicen perseguir a un par de indígenas que han
cometido un asesinato, pero en realidad están allí por la sublevación cuyo
caudillo es Miguel Casarrubias, insurreccionado contra las pesadas cargas
tributarias. La columna de soldados entra a mansalva, a tiros y saqueando las
casas, para lanzarse enseguida sobre las mujeres, violarlas y, finalmente,
prender fuego al lugar.
Justo
diez días después, en respuesta cuatro mil campesinos sitian la estratégica
villa de Chilapa y convencen a la población de unírseles, extendiéndose como
eco por la sierra hasta Oaxaca.
Bocanegra y el conjunto de quienes hoy y en el
siglo XXI reconstruyen la historia del periodo, tienden despreciar estos
movimientos. Otros contemporáneos las descalifican pero reconocen que expresan
la enorme complejidad del país y sus monstruosos desafíos. Entre ellos Mariano
Otero[††].
Muy pronto huérfano de padre, madre y tutor, a los
catorce años Otero se hizo empleado público, una de las escasas fuentes de
trabajo para la clase media. A los veintitrés publicó su Ensayo, contribuyó luego al nacimiento del juicio de amparo y antes
del levantamiento de diciembre pasado fue uno de los responsables de la fallida
política exterior de Herrera, que intentó detener el conflicto con los Estados
Unidos. Hoy la amargura está a punto de empezar a carcomerlo contemplando la
intervención y daría al traste con él en los últimos momentos, en los cuales
tendrá un papel destacado, de no ser porque igual que Guillermo Prieto y los
demás liberales de su generación se dirá que a México, al tocar fondo, no le
queda sino surgir de una buena vez. La guerra será entonces una apretada clase
de la cual, con una amarga desesperación, él y sus compañeros sacarán enorme
provecho para el futuro.
[*]
Nuestra traducción de poesía irlandesa es muy básica y libre.
[†] Los
antiguos habitantes volverán en cuanto Taylor controle la región, y San
Patricio será hasta el siglo XXI una población dominada por descendientes de la
inmigración irlandesa.
[‡] Sin faltar
un servidor en los años 1980, en la serie México Historia de un Pueblo,
auspiciada por la SEP.
[§] En los
documentos no hay referencia al asunto, pero tampoco la hay de una larga serie
de efectos que pueden advertirse leyendo entre líneas o por medio de una no muy
esforzada imaginación.
[**] La fecha de referencia de
estos acontecimientos es en realidad el nueve de octubre de 1844, pero en
marzo de 1846 se produce efectivamente la gran revuelta campesina e indígena,
que continúa con la de dos años antes en Guerrero, Puebla y Oaxaca.
[††] Para las corrientes dominantes del liberalismo
mexicano de los próximos tiempos, Otero es un personaje no siempre afortunado,
cuyo actitud durante diversos momentos de la intervención discuten. Para
nosotros es invaluable, debido a sus clarividentes trabajos sobre el México de
la época.