V
El hombre de Arán
Arán
es un isla al noroeste de Irlanda al que las furias del Atlántico del Norte
intentan vencer hace miles de años[*]. Un corazón de roca limado
hasta no quedar sino los acantilados que resisten alzándose treinta metros o
más para evitar apenas la insistencia o el coraje del mar, cuyas lenguas
alcanzan las alturas y amenazan llevarse a los desprevenidos. Así, el estruendo
de las olas estallando sin pausa, es la Arán fiel a la demostración del poder
terrible de los elementos y del tesón y la capacidad de sacrificio de los
hombres y las mujeres, que saben que la tierra es madre, amiga a ratos, pero
por encima de todo fuerza desatada, sin conciencia de los seres pequeños como
ellos.
A media tarde, en el único cuenco en la
pared donde un pequeño rompiente modera lo poco que puede el fragor del océano,
entre el estruendo ensordecedor una mujer y un niño estiran los brazos como si
con ellos avanzarán por encima de las piedras y la espuma los tres mes metros
que el sentido común les impide, siguiendo con mirada de pájaro el bamboleo sin
mesura de una barca que tantea la lógica de la corriente embrutecida por sus
impulsos hacia atrás y hacia adelante. Un poco antes de donde la ola se decide
tres hombres protegen con un instinto animal olvidado por el resto de los
europeos, la cosecha de peces recabada en días de trabajo y la madera que la
desolada perspectiva de la isla, sin memoria de algo parecido a un árbol,
explica es la diferencia entre la vida y la muerte.
Hay en la mujer un gesto que recuerda a
los indígenas mexicanos y a esa suerte de naturalidad que los occidentales
califican de infantilismo. Incapaz de hurtar las ideas, su rostro, hablando
sobre todo por los redondos ojillos claros, pasa sin tránsito del pavor a la
ira, entre la más entrañable conmiseración y la conciencia de la necesidad de
mantener la cordura, mientras el hijo se esfuerza en imitarla y, por instantes,
vencido por la fuerza del mundo se atribula.
La barca aprovecha como puede un empujón y
esquivándola busca saltar la primera línea de la rompiente. Se vuelca
expulsando su carga y mientras los hombres la someten, la mujer, ancha, pesada,
que no se aviene al ritmo del agua, deshaciéndose del hijo se afana tras la red
enrollada en las rocas. La tiene, hace por salir, la pierde, vuelve a ella,
trastabilla, cae, persiste, gana unos pasos, tropieza de nuevo, la malla se le
va de las manos, no sabe más qué hacer. Los hombres la ayudan, escapan todos, la
mujer no deja de mirar hacia atrás calculando la pérdida. A salvo, ellos
delgados, nerviosos, juntos se conduelen un momento, alcanzan los cinco metros
cuadrados de la playa y sonríen recordando los revolcones de ella, a quien
vuelve a iluminársele la cara.
Es
otro día y el niño se alela contemplando la cara de su madre, el tono rojizo de
la piel trabajada por el viento y el agua, el par de mechones que escapan a la
ristra del cabello, en un canto a la vida contra las nubes que pasan rápidas,
bajas, en hilachas. El niño, de nombre Brian O´Donnell, da la vuelta y es inmensamente
feliz al moverse por los escalones de piedra lavada, para pescar con su cuerda desde
veinte metros de altura.
Para
él la vida es así y también el disfrute de la vista de una ballena sujeta al
costado de otra barca, que comparte con las familias todas del promontorio,
ahora seguras de que habrá aceite suficiente para sus lámparas y carne y sebo y
gruesa piel para muchas cosas más, y que se apuran a meterse al agua en la
ceremonia de formar una misma, sola entidad, repartiéndose entre chanzas las
labores de llevar a tierra al animal.
Brian no lo sabe, pero a Arán el
aislamiento lo preserva de algunos grandes cambios y en esos comienzos de los años
1830 parece conservar lo que va desapareciendo del resto de Irlanda. Allí el
momento singular se retrotrae ante el tiempo largo, de montañas y ríos, de
mares y estrellas, igual que lo individual frente a la colectivo, de ese modo
más íntimamente reivindicado, sin olvidar nunca su pertenencia a algo superior:
Erin y sus desgracias .
Miseria y nostalgia
Para los 1800 en Europa las relaciones entre los
seres humanos y los seres humanos mismos cambian, pero en Irlanda, fuera de la
porción reservada a los colonos implantados por los Tudor, Inglaterra impide el
surgimiento de pequeños agricultores y en “un increíble drama de animosidad e
imbecilidad”, de acuerdo a los propios ingleses que revisan la historia,
procede a la destrucción de las industrias nacionales. El estado de los
irlandeses de la época, que paran los pelos de punta a los seguidores de
Malthus porque en menos de cien años han multiplicado por cuatro su población,
está “en el nivel más bajo que haya conocido nunca la Europa occidental”, declara
un historiador con un toque de exageración.
“Entré a una choza cercana a Ball, en Tyrone
-cuenta un viajero-. La familia estaba comiendo. La comida consistía solamente
en papas secas que había en una cesta apoyada en un recipiente en el que se
habían cocido. El padre estaba sentado en un taburete y la madre en un montón
de turba. Uno de los niños tenía una caja de paja, el más pequeño estaba tirado
en el suelo y había otros cinco de pie alrededor de la cesta de papas. Las
papas estaban sólo medio cocidas, pregunté la razón:
“-Se
pegan a nuestras costillas y así podemos ayunar por más tiempo-, contestó uno
de los muchachos.”
Inglaterra enseña a Europa el camino a la nueva
sociedad e Irlanda ha sido primero una colonia y ahora una suerte de provincia
sin protección. Cuanto se produce se dirige hacia el mercado y los precios de
todo aumentan. El arzobispo Boulter informa: “El año pasado el coste del grano
fue tal, que en estas regiones de Armagh miles de familias abandonaron sus
viviendas para buscar en otros lugares, y muchos cientos perecieron.” La tierra
se vuelve dinero, cada vez más urgente: “El cottier, el arrendatario, se juega
la vida y la de su familia. Si gana, satisface las necesidades del año, pero no
tiene más recursos. Si pierde, pierde la cosecha y posiblemente hasta la casa
“. No es raro, pues, que para ejemplificar los peores efectos del nuevo orden,
Carlos Marx acuda recurrentemente a Irlanda.
Entonces
la absoluta mayoría de la población, incluidos los trabajadores urbanos, parece
afirmarse en la antigua conciencia comunitaria: el hombre y la mujer valen, más
que por sí mismos, por su pertenencia a la comunidad. La comunidad, que es la
única garantía de supervivencia de la especie. O´Donnell era un muchacho
accidentalmente arrojado de Arán a la isla con la familia, cuando su padre compareció
ante la justicia acusado de vagabundaje, para revelar las intimidades de la
vieja solidaridad irlandesa reforzada por la pena común[†].
“Mis vecinos más próximos, a izquierda y derecha, adivinaban y sabían de mis
apuros y se los contaban a los demás. Si pensaban que me iba a la cama en
ayunas, venían y me daban un plato de papas, lo dejaban conmigo y con mis
hijos, discretamente, y no decían nada sobre él”.
Una
solícita, conmovedora solidaridad descubierta aquí y allá por los contadísimos
viajeros capaces de buscar a los hombres tras la estampa de miseria, atreverse
a departir con ellos y descubrir la largueza con que los pobres de Erin abren
sus hogares: “El recipiente de papas del irlandés colocado en el suelo, con
toda la familia alrededor, el mendigo sentándose también con una cordial
bienvenida.” La solidaridad y la fraternidad de campesinos acostumbrados a la
más ruda existencia, que pueden enfrentarse entre sí por banales rencillas pero
que no ofenden jamás los principios de una vida colectiva consciente de que la
avaricia es el peor enemigo de la especie. “Si el irlandés, en su furor, suele
olvidar el precepto No matarás,
respeta siempre otro: No robarás".
Nadie como él pareciera defender ese
sentido de la comunidad que en Europa occidental tiende a desaparecer
rápidamente y que en los términos más amplios es la isla misma. Siempre entre
el remembrar, doliente, de un tiempo tanto más idealizado cuanto mayor es la
desgracia presente: ”Las veladas en la oscuridad se pasan escuchando a algún
anciano que narra viejas leyendas, cuentos de hadas, de duendes y de fuegos
fatuos, cantando también estribillos venidos desde el fondo de las edades”.
Una
nación en la cual apenas ayer los rebeldes firmaban sus proclamas con el nombre
de Sive Oultaggh, la reina mitológica. Donde en 1780 O'Oriscol, el General del
Campesinado de Munster, casi clamaba por la vuelta de los druidas. Un país profundamente
consciente de su desventura. Pobre Erin, repite como estribillo un poeta, y
otro hace decir a una representación de la madre irlandesa:
Mi fortaleza derrotada, mi palabra silenciada, mis
ojos enceguecidos
Él mismo concluye
Nada para ver en el campo deshonrado,
donde las flores fueron arrancadas y no quedan sino
hierbajos
Una
cruz y un arpa
O´Donnell mal registra el momento en el cual deja
los campamentos de Taylor en Monterrey. Va a una reunión clandestina con un
religioso de la ciudad, mecánicamente, dejándose jalar por un compañero, y no
entiende palabra de lo que se dice allí, a pesar de que se habla en inglés. Al
terminar se encuentra a la cola de un grupo sorteando callejuelas al amparo de
la noche para subir a una carreta sobre un camino.
Presenció la escena de los Colorados abandonando
Monterrey ante sus ex compañeros y no atina a definir cuánto fue el ejemplo de
aquéllos lo que movió algo en su interior, y cuánto el espectáculo en torno.
Descubrió al fondo el febril alboroto de un cuerpo de voluntarios irlandeses
venidos de algún lugar del oeste, mientras al lado suyo los compatriotas de la
compañía de la cual era parte formaban una variada mezcla de actitudes.
Tales guardaban el más profundo silencio, cuales
parecían indecisos, echando un semiapenado grito o rumorando entre sí, y unos
terceros soltaban furiosas imprecaciones que acompañaban con una exaltada
gesticulación. Brian vio en ellos una suerte de cuadro sobre los procesos de
recomposición y descomposición de los migrantes, que venía registrando desde el
viaje por el Atlántico. Los más se aferraban a sus recuerdos, encontrando un
bálsamo en los guetos de sus paisanos al llegar, y otros parecían romperse de
cuajo y convertirse en seres iracundos. Lo hacían de muy diversas maneras y
grados.
El más encendido en Monterrey, de nombre Maloney,
había atraído particularmente su atención[‡].
Juraría que era quien con mayor rapidez se deshizo del pasado, para mimar el
rencor, y que él podía leer su futuro, en el cual aguardan, en efecto, las
planicies de Yucatán, las costas de Cuba y mesadas derrochadas en licor. Aguardan
en él y en otros irlandeses católicos que no abandonan a las tropas
estadounidenses y cuya historia al terminar la intervención parecerá desdecir
las ideas simplificadoras sobre los Paddys y el San Patricio.
¿Por qué los chillidos y el espectáculo todo se
concentraba sobre los Cabeza de Papa, si cualquiera sabía que en el grupo iban
alemanes y hasta Wasps? ¿Por qué eran los más y a su frente andaba el dichoso
O´Rilley sobre quien circulaban especies de muchos tipos? Brian no pudo
contestarse en aquel momento y no puede en el presente, sobre la carreta donde
un inglés, Wilton[§],
choca el cuerpo contra el suyo repetidamente, por los saltos.
O´Donnell olvida el tema y se deja llevar por los
perfiles de los arbustos y las yerbas, por las vagas sombras de las
ondulaciones de la tierra, el coro de los grillos, los parpadeos de luz de las
luciérnagas y las estrellas delatándose a cachos entre nubes otra vez nuevas,
más altas y demoradas que las anteriores.
El sofoco veraniego de la región se está
despidiendo y al amanecer pasan un rancho y a continuación el casco de una
hacienda cuyos límites delatan los peones moviéndose entre trigales y arreando
vacas. Luego se cruzan con un par de recuas largas, un rebaño de ovejas
pastando al albedrío y dos parejas de hombres alejándose en el mismo traje azul
que Brian porta todavía. ¿Y esos?, se pregunta en silencio, y luego, ¿a dónde
van?, sin conocimiento de que el grueso de quienes abandonan a Taylor sigue su
propio rumbo.
Por la tarde el corazón le salta instintivamente a
la vista de los uniformes contra los cuales se ha empleado en las cercanías
Matamoros y en Monterrey. Son unos cuantos, a caballo, y al frente se encuentra
un hombre que en esta ocasión reconoce y que trepa con ellos entretanto los
soldados mexicanos a su alrededor les sirven de guardia.
El hombre es O´Rilley y habla animadamente de cosas
que O´Donnell de nuevo prefiere no entender. No se entera así de que se ha
decidido crear con ellos una compañía para la cual unas monjas[**]
se aplican en terminar hermosas chaquetas, pantalones y chacos de un “verde
irlandés” y una espléndida bandera donde un cruz de plata y un arpa de oro se
entrelazan.
¿Sí? Los historiadores mexicanos no han tenido
tiempo de estudiar los cómo ni los por qué de un suceso tan marginal como los
orígenes del San Patricio, y la documentación del ejército y los testimonios se
refieren al asunto sólo de paso.
Lo seguro es que el alto número de desertores en
Matamoros, la agitación en las columnas de Taylor al ver desfilar a las
probables cuatro decenas de supervivientes en Monterrey y la captación ahora de
otro medio centenar, ha madurado la idea de convertir a los Colorados en un
cuerpo con insignias propias y bien visibles, que concrete los planes hechos en
la ciudad tamaulipeca para desmoralizar a las filas invasoras y abrir grandes
boquetes en ellas.
Contra cuanto dice la mayoría de los investigadores
estadounidenses, los símbolos del contingente y su primer nombre, Compañía de Voluntarios Irlandeses o Artillería de San Patricio, no
pueden ser una casualidad en sentido alguno, y tampoco lo son los nombres
conocidos de quienes lo forman. Veinte de los nuevos han sido identificados: catorce
irlandeses católicos, cuatro alemanes, un escocés y un nativo de Filadelfia
apellidado O`Conner.
Los motivos de su decisión tal vez resultan tan
diversos como su número, pero ahora puede estarse produciendo entre ellos un
fenómeno que no previeron en absoluto y que justo por ello consciente o
inconscientemente rescata el rico proceso de la totalidad de ellos, católicos
de la Europa continental, naturales de los Estados Unidos y sobre todo, claro,
Cabezas de Papa.
Al menos así debería ser. Porque llegará el siglo
XXI y en el modesto lugar histórico que les corresponde, los San Patricio
servirán para varias clases de representaciones, excepto para la relacionada
con ese proceso. Entre otras cosas en razón del toque que desde ahora les dan
la Iglesia y el pensamiento conservador mexicano, reflejado sobre todo en la
figura de O´Rilley, quien a nuestros ojos empieza a resultar un personaje
contradictorio.
Como
resultará claro entre quienes conserven la vida pasada la guerra, muy poco
perciben y mucho menos comprenden del país que ahora los cobija.
Para
que el diablo nos lleve
Cuando
tras la separación de España un congreso constituyente declaró a México como
una República Federal, uno de los más pintorescos y agudos personajes de la
época preguntaba a los congresistas con qué se comía eso. Y terminaba
sentenciando: “Aquellas palabras de Cicerón: Actum es de república, que en buen castellano quiere decir: Llevóselo todo el Diablo".
En
verdad la idea del sistema de estados federados se ha copiado al vapor de los
Estados Unidos y por una clase política que tiene una confianza casi sin
límites en las leyes como instrumento moldeador de la sociedad. Por ello la
definición geográfica y la elección de las capitales de los estados
frecuentemente no ha correspondido a la realidad histórica ni económica. Los
conflictos que así se generan no son, pues, nuevos, pero se acumulan y extreman
en la precipitación de los ritmos traída por la guerra.
Colima
está cansada de depender de Michoacán y Jalisco, y Tlaxcala no quiere ser parte
del estado de México ni volver al de Puebla. Zacatecas lucha por castigar a
Aguascalientes y reincorporarla y el general Juan Álvarez, que a principios de
año se levantó en armas contra Paredes, pretende crear una entidad con los
territorios en los cuales es influyente. Éstos, Guerrero y Morelos, no existen,
pues, ni tampoco Nayarit, Hidalgo, Campeche, pero ahora sus grupos locales de
poder saben que es posible reclamarse como entidades y aprovechan el
desconcierto de la intervención.
Las
distantes y desatendidas regiones del norte tienen además otra grave cuestión
interna en qué pensar: los continuos asaltos de las naciones nómadas belicosas.
Cuando Taylor avanzaba hacia Monterrey, el gobernador de Nuevo León señaló al
resto de las poblaciones una cuota de milicianos para contribuir a la defensa
de la ciudad. Casi ninguna cumplió. Las advertencias de los alcaldes eran
ilustrativas del por qué: “Esta población va a sufrir un quebranto de bastante
trascendencia, en razón a que las familias quedarán expuestas a las continuas
incursiones de los bárbaros”.
Las
autoridades de Tabasco, con el entendimiento de la armada estadounidense,
desconocen al gobierno federal. Y en Yucatán…
Desde
la conquista la población criolla y mestiza de la península reclama una
identidad propia cuyos alcances no son comparables con los de ninguna otra
región de estas tierras, y desde la independencia sus clases dirigentes viven
un proceso de modernización que hace una y otra vez intolerables los excesos
del gobierno nacional.
La
Iglesia no tiene allí el peso que en el conjunto del país y los empresarios han
hecho a un lado a la aristocracia tradicional, intuyendo un espléndido futuro
en la explotación del henequén, cuya fibra es de inigualables virtudes para el
empaque del algodón que nutre a la industria mundial por excelencia, la textil.
Sus comercios son boyantes, sus ciudades y sus carreteras, casi todas éstas
nuevas, están en magnífico estado…
En
1838 se produjo un levantamiento contra el centralismo decretado poco antes
desde la ciudad de México, que en dos años condujo a la expulsión “de las
tropas mexicanas”, sólo impuestas de nuevo en 1843 bajo el mando de Santa Anna,
quien en castigo prohibió la entrada de los productos yucatecos al resto de la
república. Con el golpe conservador de Paredes a fines de 1845 vuelve a
declararse la independencia temporal y enseguida el avance de Taylor decide a
los grupos de poder a mantener la separación, primero, y después a negociar la
neutralidad con los Estados Unidos.
En
el camino, para enfrentar a las tropas federales la naciente Casta Divina ha
encontrado la fuerza requerida en la convocatoria o el reclutamiento de los
mayas, a los cuales por siglos se les negó el uso de las armas de fuego y que
ahora, a través de la leva, han aprendido a usarlas y cuentan con algunas. En
enero de 1847, aquélla empieza a darse cuenta de su error: ha abierto las
puertas a la más radical y duradera rebelión indígena en la historia del país,
que declarará extranjeros a cuantos “usan zapatos”.
La
Santa Madre
En México la intervención exhibe en grueso, pues, a
las grandes instituciones y relaciones de una bamboleante república nacida tras
tres siglos de vida colonial, que a su vez son resultado de realidades
milenarias o de impulsos decisivos en la historia reciente.
En
septiembre Santa Anna levanta columnas que deben concentrarse en San Luis
Potosí para salir luego al paso de Taylor. ¿Cómo sostenerlas, si los ingresos
de la hacienda del Estado no alcanzan sino para el gasto corriente? El ha
acompañado toda la vida independiente y se traduce en un abandono de las
responsabilidades estatales.
Los viajeros lo testimonian hasta el cansancio
atendiendo a la infraestructura del país. En el propio puerto de Veracruz que
los vimos describir, incluso para quienes lo encuentran de una alegre armonía y
no “melancólico y desconsolador”, las señas del abandono están por todos lados.
El fuerte de San Juan de Ulúa, “construido con gran destreza”, “se halla en mal
estado”; por el costado frente a la isla de Sacrificios las defensas resultan
“muy débiles”, no hay “obstáculos suficientes”, y la puerta puede “ser
derribada con sólo un barril de pólvora”. El muelle de la ciudad hace juego con
él, sólidamente edificado y sin embargo, por “el gran descuido en reparar las
averías”, en riesgo de “que en el momento más inesperado se desmorone por
completo”.
En cuanto a los caminos es difícil hallar uno en
buenas condiciones. Éste “en su mayor parte empedrado, fue obra todavía de los
españoles, quienes le dieron una apariencia imponente”, pero “por descuido o
con mala intención, ha sido reconstruido de tal manera que incluso yendo al
paso, uno es víctima de espantosas sacudidas”. En aquél “su hermoso puente” de
tiempos coloniales, sin que nadie se haya preocupado de devolver las piedras arrancadas
durante la guerra independentista, “se ha ido desmoronando y ahora se encuentra
en condiciones tan malas que no alcanzamos a comprender cómo es posible que la
diligencia recorra este trayecto sin quebrarse en mil pedazos”.
En los cuarteles es común encontrar armas que se
reducen a carabinas, algunas de ellas sin percutor, y dando un vistazo a la
fortaleza de Perote, que la república tiene por una de las mejores, Melchor
Ocampo la encuentra llena de cuarteadas que en el piso alto se vuelven “ya fallas
considerables”, y se duele por “esos cañones desmontados, esas cortinas
despotilladas, esos charramplanes perdidos, esas cureñas con sólo medias
ruedas”.
En septiembre, pues, cuando se busca con
qué sostener al ejército puesto en pie para detener al Rudo y Listo Viejo, se
excita al venerable clero” y, “por citas suplicatorias, a la junta de
capitalistas”. En principio los hombres del dinero redactan un proyecto de
préstamo por un millón de pesos y aquélla concede en hipotecar fincas por dos
millones más.
El expediente de acudir a la institución
religiosa para que sus propiedades sirvan de aval crediticio tiene como fondo
su estrecha vinculación a la autoridad civil, tan antigua como la conversión
del imperio romano al cristianismo.
En la Nueva España, a cambio de los
enormes servicios por la evangelización y el control de almas y por las grandes
aportaciones a la cultura y la educación, la Iglesia recibe el derecho al
diezmo y el apoyo de la autoridad virreinal para su cobro, y privilegios de diversas
clases. El clero regular y secular se convierte así en un riquísimo propietario
en disposición de hacer las veces de banco.
Esta unidad se ha venido fracturando en
Europa en los últimos siglos y las modernas repúblicas y monarquías
constitucionales se sustentan en la separación de los dos poderes. En el México
de 1834 un gobierno dirigido por el mismo Valentín Gómez Farías que en 1846 es
el segundo en el gabinete de Salas, propuso una reforma en esa dirección, que
tenía precedentes parciales en la legislación de varios estados. La iniciativa
parecía urgente pues la Iglesia disponía de tres cuartas partes de las bienes
inmuebles de la república. El líder de los “intransigentes” fracasó por
completo entonces.
En
1846, como ha observado Otero, la riqueza clerical tiene mucho de espejismo,
por su improductividad que hace a sus valores no ser “expeditos y sí
hacinamientos de deudas”, pero su uso tienta al Estado. La jerarquía religiosa
fue renuente a las demandas pecuniarias del gobierno de Paredes, y en este
septiembre en la capital de la república parece dispuesta a ofrecer sus
propiedades en aval de un préstamo. Algo no marcha, sin embargo. Los
“agiotistas, esos gusanos que están royendo constantemente las entrañas de la
patria”, convierten la operación en usura, ofreciendo un millón de pesos en
moneda y otro millón en vales –“¡papel cuando se necesitaba dinero efectivo!”-
y ponen como condición que el préstamo se haga no sobre los bienes generales de
la Iglesia, sino sobre fincas señaladas y por el perentorio plazo de dos años.
Los
prelados responden cambiando su oferta y el trato se vuelve imposible, de
manera que “la opulenta capital de la república, de donde salen cada año
dieciocho millones de pesos para el extranjero”, alcanza a juntar “la miserable
suma de ochenta y siete mil pesos”, apenas suficiente para socorrer a las
columnas de Santa Anna durante un mes.
El
diario oficial arremete sobre todo contra “los millonarios” pero también contra
el arzobispado y las órdenes monásticas, espetándoles que “en casos tales deben
fundirse hasta los vasos sagrados”. Gómez Farías y su grupo de ministros
presentan una iniciativa para ocupar sus edificios y tierras, el presidente
Salas se niega a firmarla, el pueblo capitalino la apoya en las calles y
precaviéndose de él la gente de bien se parapeta en un edificio religioso y el
mandatario acuartela a sus tropas. La confrontación no llega a mayores, sólo
para postergarse, reanimando añejos resentimientos contra la clase clerical.
Estos resentimientos no tocan un tema fundamental
sobre la responsabilidad histórica de la Iglesia, que está en el fondo de la
terrible falta de integración de estas tierras.
Aprovechando las virtudes naturales del
cristianismo latino para avanzar sobre pueblos paganos, permitiendo multitud de
formas de sincretismo, en medio siglo los primeros frailes evangelizadores
lograron que la totalidad del centro y sur de la Nueva España y el grueso de
las regiones de lo que sería el norte real de la colonia, fueran ganadas por
una nueva religión en la cual las comunidades podían subsumir sus creencias.
Esta milagrosa tarea empleó recursos de muchas
clases, pero descansaba esencialmente en la imagen y en la palabra; dicha y
escrita. Las dimensiones de la última pueden medirse por su capacidad para, en
un abrir y cerrar de ojos, tender sólidos puentes hacia las grandes lenguas
indias y demostrar la viabilidad de ofrecerles una escritura compatible con el
castellano. Muy pronto tras la Conquista hay traducciones al náhuatl, al maya,
al “purépecha”, al otomí, al zapoteco, etc., de materiales para el
adoctrinamiento religioso.
Pero desaparecidos los tempranos misioneros y sus
discípulos, en los propios años mil quinientos, se produce un giro radical que
da marcha atrás en los avances. Se niega así a los pueblos de estos lados una
de las contribuciones más útiles que pueden hacerles los conquistadores,
colaborando de manera decisiva al apartamiento que los subordina.
Todo
vale
Polk
ha intentado aprovechar la desarticulación del Estado y de la sociedad mexicanas.
Antes de iniciadas las hostilidades Taylor le escribía: “Si se declara la
guerra, los departamentos fronterizos de Tamaulipas, Coahuila y Nuevo León se
declararán independientes”.
Recordando
proyectos aventureros de antes, el general ha hecho incluso una invitación para
que estos estados se organicen como una República del Río Grande. Después su
correspondencia con Washington se refiere al problema con regularidad:
“Aprovechándose de las divisiones que existan, deberá ser política de usted, al
entrar en los distintos Departamentos o Estados, que declaren su independencia
del gobierno central, y que se conviertan en nuestros aliados o asuman una
actitud neutral”.
En
su propaganda a la población el Rudo y Listo Viejo sabe tocar los puntos
sensibles: “Está vuestro gobierno en manos de tiranos y usurpadores... Estando
desarmados, quedasteis en prenda a los salvajes Comanchos... Nuestro
deseo es verlos liberados”. Sin embargo, fuera de individuos o grupos sueltos,
nadie sigue el ejemplo de la casta divina yucateca o de los caciques
tabasqueños.
Paralelamente
el general estadounidense busca atraerse la simpatía de la gente, liberando de
trabas al comercio y comprando a mexicanos los productos y servicios que
requieren sus tropas. Y agricultores, mineros, comerciantes, arrieros de los
territorios ocupados aprovechan efectivamente para conocer momentos de bonanza.
Sin
embargo está política y la del buen trato a los vecinos de los territorios
invadidos, tiene serios límites. Por un lado, tal vez quienes más se benefician
de los negocios con los invasores son ciudadanos de los Estados Unidos. “La
cantidad de hombres no combatientes, que brotaron como por arte de magia en
derredor del ejército en Monterrey, es asombrosa –recuerda un oficial-. Nadie
pudo precisar de donde habían llegado tan súbitamente. Tiendas, mercancías,
bebidas y juegos americanos suplantaron a los mercaderes mexicanos.
En
cuanto al respeto deja mucho que desear, como reconoce el mismo Taylor al
referirse al comportamiento de sus voluntarios: “Se han cometido algunos
excesos por ellos contra la población y contra sus propiedades, y son de
temerse muchos más”.
Al
frente de los desmanes, los rangers
texanos: “Bebían abiertamente, se comían con liberalidad los cerdos y las
gallinas de los mexicanos; perturbaban las fiestas y fandangos y no dudaban en
usar de la violencia contra cualquiera que resistiera a sus exigencias”. En
unos meses el general Scott, que substituirá al Rudo y Listo Viejo, perdiendo
la paciencia saltará: “¡Nuestros soldados parecen piratas!”
Detrás
de este comportamiento hay un desprecio racial, como reconocen los diarios y
memorias estadounidenses: “Para nuestros soldados, los mexicanos parecían ser
pobres especímenes humanos”, recuerda uno, y para otro es justo que así sea: “En
este país el cruce de razas ha producido la retención exclusiva de cualidades
perversas”.
El divino regalo
Hay
cuando menos algo de mentira en la democrática pintura que hemos hecho de
Taylor y de su sociedad. Y es que el general no nació como un cualquiera, sino
hijo de un lugarteniente de George Washington, a la sombra de la estirpe de los
virginianos, de donde venían también Tomás Jefferson y muchos otros de los más
ilustres cuando la independencia.
Por más que, ciertamente, el padre no
pertenecía al estrecho círculo de elegidos, cuya plácida existencia recuerda el
comodoro Maury, compañero del comandante en la guerra mexicana. Había en ella
espléndidas residencias coloniales como la del tío de Maury, plantada en un
valle inconmensurablemente verde, por el cual doblaba el más dulce de los
arroyos, en el corazón de fragantes acres y acres de flores y frutales. Había
diarias veladas de verano para treinta personas, con docena y media de
atildados sirvientes negros y servicios de porcelana china. Había
conversaciones de jóvenes guiadas por las gentiles maneras del hijo del
embajador en Londres, a las que sólo podía atender quien hubiera asistido a uno
de los honorables colegios de la región, para conocer intrigantes cuestiones
como el número de hijos de la reina Isabel.
El
comodoro se vuelve romántico al hablar de su patria chica y quién sabe cuánto
se contagia de la fiebre sureña de su generación, que hace caballerescos
dibujos de sí misma, o de la obsesión que alcanza también a los del norte, de
buscarse antecedentes entre los colonos fundadores. En sus memorias, a la
usanza de un lord inglés Maury empieza paseándose por la sala de retratos de
antepasados de sospechosas hazañas, presididos por el héroe de una expedición a
la América española con regustos a piratería.
Contradictorias pretensiones
aristocráticas en un país que hace de la novedad de sus instituciones el mejor
argumento para mirar con desprecio al mundo y confirmarse como porvenir de la
raza humana, en un discurso elaborado justamente por virginianos. ¿No han
recitado alguna vez Maury y sus iguales las palabras de las Nuevas de Virginia,
propagadas por uno de los primeros colonos?
Nosotros
esperamos fundar una nación
donde
anteriormente nada existía.
Palabras a las que les basta un aire
sentencioso extraído de las Sagradas Escrituras, para hacer verdad ante la
historia un Cuarto Continente iluminado al antojo:
...donde
anteriormente nada existía.
Detrás
de este discurso está Santo Tomás Moro y su historia de Utopo, el padre de la
sociedad perfecta en una isla del vago e inconmensurable cuarto continente que
en sus tiempos empezaba a descubrirse para los cristianos. Corría el año 1516 e
Inglaterra había quedado fuera del reparto del océano por el patriarca de Roma,
pero Moro, en ésta como en muchas otras materias un adelantado, sentaba las
bases para una conciencia inglesa sobre la colonización: expropiar para su
mundo el concepto de cultura -pan y vino, cerdos y caballos, arados y carretas,
ciudades y libros- y sustentar el derecho de los “civilizados” a hacerse de las
tierras de los “salvajes”:
“Los nuevos colonos guerrean contra
quienes ofrezcan resistencia, porque tienen por justa causa de guerra que un
pueblo mantenga yermo, inútil y desierto su suelo y prohiba su uso y posesión a
los que, por ley natural, deben hallar en él su alimento.”
Moro no sospechaba, desde luego, lo que la
realidad haría tras su muerte con el sueño comunitario de la Utopía. Inglaterra
abraza la reforma Protestante, reta abiertamente las decisiones del Papa, y su
Corona, con el mismo espíritu con el cual firma patentes de corso, da
concesiones sobre territorios americanos. En 1606 un grupo de empresarios forma
la Compañía de Virginia, para explotar los lugares que dos décadas atrás
abrieron a la imaginación de la isla las correrías de Walter Raleigh.
Al llegar el invierno del segundo año, del
grupo enviado por la compañía no quedan sino unos pocos, escuálidos seres que
se preparan a entregar sus almas al Señor por el persistente retraso de los
barcos que los avituallan. Entonces sus mortales enemigos, los indios, por
obscuros designios en lugar de aniquilarlos los alimentan. En los años a
continuación las tribus cercanas, imitando a los wampanoag que reciben a los
Padres Peregrinos o Yankees de Nueva Inglaterra, les enseñan a distinguir los
peces buenos de los malos y les descubren la carne de las “gallinas de la
tierra”, con las cuales mucho después se hará un rito para recrear idílicamente
el momento. Y enseguida les hacen el gran regalo:
-Estamos hambrientos, danos de comer-
clamaron los que de ella habían nacido, y Madre Primera echó a llorar.
-¿Cómo puedo devolverte la sonrisa?-
preguntó su hombre.
-Debes matarme.
-¡No!, ¡nunca!
-Tienes que hacerlo o estaré triste para
siempre.
El joven esposo viajó hasta el fin de la
tierra, en busca del único consejo. Gran Creador fue lacónico:
-Cumple sus deseos.
Envuelto en pena el hombre reanduvo el
camino hasta donde ella lo esperaba para instruirlo:
-Lo harás mañana, cuando la luna esté
alta. Luego dejarás que nuestros hijos me arrastren por el cabello a un hueco
en la tierra y me vuelvan abajo y arriba. Esperarás a que la carne abandone mi
cuerpo, tomarás mis huesos y los enterrarás en este claro.
Y sonrió. Así, cada vez luego de cada seis
meses, cuando él y los hijos y los hijos de los hijos regresaron, encontraron
el calvero cubierto con las altas, verdes, florecientes matas, carne y huesos
de ella, que harían olvidar el hambre y a las cuales desde entonces se les
habla amorosamente. Era el maíz, la planta milagrosa capaz de acomodarse a
cualquier clima y entregar “el jugo como leche de madre de sus granos” en
cantidades imposibles para cualquier cereal conocido en Europa. El maíz que,
como verdadera obra de los dioses, indígenas mesoamericanos habían creado, en
decenas de variedades y a fuerza de miles de años, a partir de una “espiga” más
pequeña que un renacuajo. Ese vegetal que, a diferencia del resto de sus
semejantes, no puede crecer abandonado a sí misma, salvaje, demandando del
hombre un modesto pero inexcusable culto.
La vida de los colonos de Virginia, de los
puritanos del Mayflower, de la totalidad de los europeos que se arriesguen a
estas partes y las de sus hijos e hijas, dependerá de ella de ahí hasta el
siglo XXI. Pero no antes de que los indios les enseñen la forma de cultivarla y
aprovecharla: abrir los campos desprendiendo una franja de corteza del tronco
de los árboles, a fin de que mueran sin necesidad de cortarlos, y prenderles
fuego; cómo seleccionar las especies y los granos y sembrar sobre las cenizas,
en temporadas distintas a las acostumbradas por los europeos con sus cereales;
cómo voltear la tierra sin arruinar la planta y cómo convertir los frutos en
pan en las múltiples maneras que, conservando sus nombres nativos, serán
usuales por muchísimo tiempo entre los estadounidenses: hominy, nonake,
succotash, samp...
Pronto los virginianos reciben además el
frijol y la calabaza y empiezan a obtener de Inglaterra lo necesario y mucho
más, con otro producto cultural de la tierra que las Nuevas declaran intocadas,
yermas, precisamente, virginales: el tabaco.
De él, a cuyo lujo se entrega la opulenta
Europa colonial; del trabajo esclavo de los “sirvientes escriturados” que
llegan por vocación, por regio castigo o a través del provechoso negocio de los
cazadores de pobres de Londres, de Dublín, de Glasgow;
de
la venta de indios prisioneros de guerra a las Bermudas o las Bahamas; de las
“piezas” del África negra que permitirán la explotación en gran escala de las
plantaciones;
de
las tierras tomadas a los Ponhatanes y los Delawers que habitan de la bahía de
Chesapeake al Potomac;
de
allí, entre la plaga de enfermedades desconocidas o adquiridas en los sórdidos
veleros trasatlánticos, que en las primeras épocas acaban con más de la mitad
de los emigrantes;
a
punta de tesón, de sudores personales y codazos para deslindarse de la masa de
pequeños propietarios que los caprichos de los precios europeos amenazan con la
ruina;
enviando
a estudiar a los hijos a Inglaterra, para estar siempre un paso adelante en el
conocimiento de la revolución de las leyes y las costumbres, obtendrán sus
propiedades y sus blasones las más señaladas familias de Virginia. Ellas
crearán un linaje político que hegemonizará el primer medio siglo de vida
independiente de los Estados Unidos.
Unos
más y otros menos, sin duda todos los virginianos recordarán con respeto las
palabras de las Nuevas, en las cuales se recoge el espíritu del derecho natural
esgrimido por Moro. Un sentido de destino manifiesto que dirige la colonización
y la independencia y que en los 1820 ha empezado a encontrar una última,
acabada versión, durante el gobierno de un genuino, liberal caballero vecino
del comodoro Maury en su natal Fredrerisckburg: James, el de la doctrina,
Monroe.
Llegó
el momento
Santa
Anna reúne a sus tropas en San Luis Potosí, una de las plazas militares más
importantes del país y plataforma tradicional de las operaciones que se hacen
en el norte. Pero la población no deja de ser relativamente pequeña, y este es
el mayor ejército en la historia del México independiente: 20 mil hombres, más
las soldaderas que los siguen.
“La
ciudad presentaba la apariencia de una plaza en guerra, en la cual no se
escuchaba nada excepto los sonidos de clarines y tambores, las voces de mando y
la instrucción de columnas y caballos”, escribe un testigo. Bajo esta marcial
pintura los periódicos satíricos, sin entrar en pormenores por prudencia o por
miedo, permiten entrever algo mucho más animado: “¿En verdad se conforman
nuestros generales, con la modigerada existencia que relata el Diario de
Gobierno?”
¿En
qué gasta el ejército las noches durante los más de tres meses que permanece
allí, comenzando por el comandante en jefe, que ha dado sobradas pruebas de que
su pasión por el juego y las mujeres no acostumbra detenerse ni ante la guerra.
¿Y el resto? ¿Por ejemplo, esos oficiales cuyas maneras y aventuras amorosas
dominan en sociedad? ¿No aprovechan los taberneros, las prostitutas, los
pícaros de la ciudad y de otras partes, para sacar partido de una asamblea
extraordinaria, en una república donde un considerable porcentaje de sus
habitantes está condenado a vivir de lo que se pueda? Un joven escritor y
político que no se asusta con facilidad, dice al paso: “Se tuvieron detalles de
las orgías de San Luis”.
Vaya
uno a saber cuánto de los 350 mil pesos que mensualmente desembolsa la
tesorería del ejército, y que en buena medida provienen de prestamos forzados
de las familias acaudaladas de la ciudad, son destinados a gastos innecesarios.
Desde luego no única ni siquiera fundamentalmente a francachelas, sino a tratos
oscuros de los personajes que hace décadas usan de pretexto a la guerra para
sus negocios.
Los
soldados llegan en pobrísimas condiciones: “Venían con armas de todos los
tamaños y gran parte de ellas sin bayonetas, notándose muchos fusiles atados
con correas o con cordeles. En general, todos estaban mal vestidos y
equipados”.
En
cuanto a la preparación que reciben, los testimonios se contradicen: “El
general Santa Anna se ocupaba activamente de instruir, equipar y armar a los
soldados”, dice uno, y un segundo: “Las tropas hacían ejercicios con
frecuencia, pero nunca vi un ejercicio general, ni siquiera de una división. La
artillería rara vez solía maniobrar, y nunca tiró al blanco. El general en jefe
no se presentaba en el campo de instrucción. En cuanto a la instrucción de los
auxiliares de los estados, reclutados en su mayor parte a través del
desafortunado sistema de levas, era completamente rudimentaria. No se cuidó de
que muchos fueran a batirse sin haber disparado jamás un fusil”.
Es
en este ambiente que por primera vez O`Rilley y sus compañeros aparecen
formalmente como un cuerpo especial del ejército, paseando orgullosamente por
la ciudad sus recién estrenados símbolos. Los periódicos mexicanos afirman que
están perfectamente armados y equipados. Si es cierto y, como sucede con las
columnas consentidas, no carecen de nada, entonces O`Rilley y demás no están
bien advertidos de la escasez general de armas, de municiones y de muchas otras
cosas, que comprometen el futuro.
Para
batir a los invasores que se encuentran en Saltillo, Santa Anna debe cubrir
antes un durísimo trayecto por planicies desérticas y semidesérticas. Las ha
cruzado más de una vez y no le pasan por alto los graves riesgos de hacerlo sin
una dotación mínima de provisiones, particularmente en invierno, como ahora.
Sin embargo a fines de enero, contando con menos de lo indispensable, da
órdenes de marchar. Y es que conoce mejor que nadie cuánta es esa resistencia y
abnegación de las tropas levantadas en el país, a las cuales loan los
observadores extranjeros, comenzando por la propias prensa estadounidense: “El
soldado mexicano tiene un par de cualidades. Es obediente y soporta las mayores
privaciones sin un susurro. Su fuerza está en sus piernas”.
En
1836, cuando Quiceuñas se dispuso a dar la fallida lección a los
independentistas texanos, el segundo en el mando, quien lo seguía con días de
retraso, se sorprendió del esfuerzo demandado:
“El
camino todo que encontrábamos… se presentaba como un continuado campo de
batalla, cubierto de fragmentos de carretas, aparejos, cajones y esqueletos de
bueyes, mulas y caballos, y de montones de galleta podrida. Se advertían
crucecitas de pequeños y toscos palos que la piedad de los soldados había
puesto sobre las sepulturas de sus desgraciados compañeros.”
Y
ahora el Generalísimo quiere cerrar el paso a los rumores sobre su presumible
arreglo con Washington para acelerar la derrota mexicana. En todo caso hay
decisivas circunstancias por completo fuera de su control. Por un lado la
hacienda del Estado no tiene con qué continuar sosteniendo a las columnas en
San Luis. Por otro, se reciben noticias de que el enemigo da un giro a sus
planes, para desplazar el escenario de la guerra y, entrando por un puerto de
las costas centrales del Golfo, avanzar directamente hacia la ciudad de México.
El
comandante se equivoca en apurar su movimiento, dicen unos. Él y otros piensan
lo contrario: que si no mienten los informes, Taylor está disminuido por los
efectivos cedidos para el nuevo plan, y que no hay tiempo ni condiciones para
algo distinto. Ahora Santa Anna, además de las tropas para resguardar la
región, a fin de agilizar sus movimientos deja en San Luis varios cañones de
campaña y se lanza a uno de los episodios más tristes y determinantes del
conflicto. Si O`Rilley y su gente han soportado momentos difíciles desde que
cambiaron de bando, después de esto habrán ganado la confianza de los
mexicanos.
En
tanto la caballería se adelanta a buen paso, la infantería, la artillería y esa
especie de segundo ejército formado por las soldaderas, avanzan en condiciones
más penosas que las vividas en la retirada de Matamoros: “Los sufrimientos del
ejército empezaron el día de su salida. La división de Ortega dejó en la Hedionda
tres muertos por el frío. Un número apenas perceptible, pero que era ya una
indicación de la experiencia que se viviría”.
Los
problemas se olvidan un par de días después, cuando la caballería presenta a
dos secciones estadounidenses que ha capturado mucho más adelante. Pero
enseguida una torrencial tormenta, modestos ranchos, refugios que mal mitigan
el problema, el fuego que falta enteramente agotan el entusiasmo antes de
volver al ciclo de agua, frío y sol sin clemencia, por los llanos entre los
cuales los soldados buscan inútilmente el anuncio de una sombra.
Tampoco
faltan los errores de organización, que más de una vez juntan a dos brigadas en
un punto para pasar la noche, obligando a una de ellas a contramarchar y hacer
doble jornada. Al cumplirse la segunda semana, entre el hedor general pues no
hay tiempo para detenerse a hacer al menos ciertas necesidades, la situación se
vuelve insoportable, aun para unas tropas a las cuales un famoso historiador
estadounidense ha calificado de "terribles", por su capacidad de
sacrificio. “Los zapatos se rompían, el parque se inutilizaba, las armas se
enmohecían, la disentería se extendía y dejaba claros como los que producen las
balas de cañón del enemigo.”
Cuando
después de poco más de tres semanas se termina de cruzar el Salado, al pasar
revista se comprueba que pasan el millar los muertos, enfermos quedados en el
trayecto y desertores. Una pérdida equivalente a la de las batallas en torno a
Matamoros. De las mujeres no se lleva registro, por supuesto.
El
paradójico fenómeno iniciado en el Bravo llega a los extremos. El mando
mexicano no sólo desperdicia al territorio nacional, que debería ser su mejor
aliado: ha permitido se convierta en uno de sus peores enemigos. Y así seguirá
sucediendo en adelante.
Las
generaciones de políticos y militares formados en esta guerra toman nota para
el futuro. En unos años, cuando las orgullosas tropas de Napoleón III lleguen
para extender las marcas de su imperio, la experiencia de hoy rendirá sus
frutos.
La perdida guerra de símbolos
En
1810 Santa Anna acaba de cumplir dieciseis años y en su provincia natal,
Veracruz, se hace cadete del ejército virreinal. Esa debe ser una de las cosas
que resuelven a la historia elegirlo como su gran patiño de décadas después,
para cuyo papel lo preparará. Porque la decisión del Seductor de la Patria
coincide con el estallido de un movimiento de independencia que nadie sabe
exactamente adónde conduce. Nadie sabe, empezando por el hombre que en un acto
de soberbia, según él mismo concede en su juicio ante la inquisición, se da
licencia para convertir en otra cosa el aborto de una conspiración, la de
Querétaro, que indica terminar en la
mascarada de una previa, la de Valladolid.
Uno
de los promotores de ésta recuerda que denunciados y abierta “la averiguación
contra nosotros”, se convino en hacer diversos movimientos para iniciar la
revuelta. Pero que uno de ellos “delató cuánto sabía”. Conminados por la
autoridad a presentarse, los conspiradores “en lugar de echar mano
inmediatamente a la fuerza o la fuga, resolvimos ir al llamamiento”, para
tranquilizarse durante la entrevista ya “que el peligro no era grande, y que
nuestros recursos quedaban intactos”, y convencerse, sin más, de desistir.
Sin duda algo semejante habría sucedido si la noche del
15 de septiembre de 1810 Hidalgo no impacienta a sus amigos yendo y viniendo
por su estancia en silencio, de acuerdo a un testigo, para terminar exclamando:
“Al grito de ¡Mueran los gachupines!”, todo nos sobra”. Cuando menos algunos de
quienes allí están palidecen y las malas lenguas presentan a tal y cual
desviviéndose para que el párroco deseche tan disparatada idea.
La
historia está por escribirse con seriedad todavía, pero no hay duda de que en
un violento precipitarse en unos días miles de hombres, mujeres y niños siguen
el “frenesí de libertad” de este religioso sesentón que parece brillante,
hiperactivo, pagado de sí mismo y que, conforme al relato legendario, ha
cambiado la rectoría de la más prestigiosa universidad por el exilio en un
curato de tierra caliente, mofándose de las órdenes de disimular el
amancebamiento, una práctica muy extendida entre el clero secular de la
colonia. Al cabo de un par de meses sus tropas derrotan a las columnas que los
separan de la ciudad de México y el cura da marcha atrás sin saber qué hacer
con la victoria, temeroso tal vez de quienes lo siguen y de sí mismo, dado a
los extremos.
Por muchas partes del país a lo largo de
diez años, éste, el menos tumultuoso y mucho mejor organizado ejército de
Morelos y las guerrillas en las cuales ambos terminan convertidos, en cada
momento a su manera se escenifica una fantástica guerra de símbolos. Sobre todo
en la primera etapa.
Al
decir de un filósofo e historiador, las masas independentistas de Hidalgo
confían en la apocalíptica llegada del Nuevo Reino y no dudan de que el don de
la ubicuidad le ha sido conferido a su “cura santo”, “el iluminado”, para a un
tiempo dirigir una batalla y reunirse con el heredero al trono de España, “que
ha sido visto” viajando con él, “oculto por una máscara de plata”. Todo con el
consejo de la Virgen, quien habla a don Miguel “varias veces al día”.
Frente a las masas, los “judíos, herejes”
amos españoles y soldados del virreinato condenados al infierno, como se les
escupe a la cara en la lucha cuerpo a cuerpo -“¡Te confesarás con Lucifer!”-,
bajo cuyos trajes se esconden los rabos de cochino que al fin del combate
algunos insurrectos buscan en los cadáveres.
Como
contraparte de estas convicciones reforzadas desde los púlpitos por el clero bajo,
que hace suya la revolución y llama al pueblo a convertirse en soldado de Dios,
está la convocatoria de las pías familias y las fuerzas del orden a la
Santísima en su real expresión, virgen de los Remedios de blanca piel y
enjoyado ropaje, y al arcángel San Miguel, que tan buenos dividendos dio
blandiendo la espada al lado de Hernán Cortés. Los convocan a vencer a los
verdaderos apóstatas, descendientes y amigos suyos, que vuelven a ser los
bárbaros corrompidos por estas tierras que hasta la llegada de los españoles
fueron patrimonio de Satanás. A convocarlos con la autoridad del Señor
transmitida a obispos e inquisidores, quienes no dudan en calificar al párroco
insurgente, “caído como otro Luzbel por tu soberbia”, de “apoderado del
infierno todo”, para advertir que cuantos le siguen “tienen alas, cuerpos,
uñas, picos y colas como grifos” y declaran “la guerra a Dios”.
A partir de que estas fuerzas se desatan,
el intransigente régimen colonial es cosa del pasado y a lo largo de la década
en mil puntos del país se representan grandes y pequeñas batallas en las cuales
se expresan tres siglos de cósmica caída de los mundos prehispánicos, de
milenaristas sueños evangélicos, de autoritarismo sin freno, división racial,
construcción de nuevas identidades negadas por la Corona española y la Iglesia.
Lo
que hay allí es un movimiento en el cual los independentistas del resto de la
América española no se reconocen, ya que resulta “del descontento del bajo
pueblo”. Una revolución, pues, que con Iturbide consumando la separación de
España termina justo en el polo opuesto: el intento de volver al viejo orden,
ahora imposible si se continúa ligado a aquélla, donde se hacen reformas
liberales.
El
grueso del liberalismo mexicano que se abre paso después ve en el llamado de
Hidalgo un “mal necesario” y aplaude la culminación iturbidista, a la cual José
María Luis Mora califica de “golpe maestro”.
En
todo caso, los contenidos de la riquísima explosión social de aquellos años no
ha desaparecido, como prueba la constancia de las rebeliones indígenas y
campesinas posteriores y la percepción de Otero y de otros contemporáneos sobre
la necesidad de “grandes convulsiones”.
Cuanto
sucede en 1846 en el país lleva a cuestas los irresueltos tres siglos de
colonia. Ahora veremos a la en unos años Alteza Serenísima usar en las
cercanías de Saltillo a miles de soldados, reglamentarios y de gleba, y
soldaderas cuya furia acumulada por
generaciones se le oculta en mucho y que cree en capacidad de someter, como
pobrísimo remedo napoleónico que es.
La
Angostura, Coahuila. 22-23 de febrero, 1847
El movimiento de Santa Anna en verdad sorprende a
Taylor por su velocidad y lo obliga a recortar extraordinariamente su línea,
para reunir el mayor número posible de columnas. Vuelven a escucharse las
críticas que se le han hecho por alejarse a tal distancia de su base de
operaciones en el Bravo, y él redobla sus quejas por la forma en la cual se le
han sustraído columnas para la expedición por el Golfo. De disponer los
mexicanos de más efectivos o partidas ciudadanas, como la caballería del
general Urrea que opera en el camino a Monterrey o las milicias puestas en pie
para defender Nuevo México o Chihuahua, podrían borrarse los progresos de los estadounidenses
por el interior del país o amenazar su comunicación con el norte.
Pero para Don Antonio todo ha de resolverse en un
único, gran enfrentamiento en este paraje cercano a Saltillo. “Al mediodía del
21 de febrero, la tropa recibió raciones de alimento para tres días y se le
previno de hacerse de todo el agua posible, procurando economizarla, pues en
los puntos en que acamparía no la abría”.
Los soldados llevan a cuestas más de 200 kilómetros
de caminata y ahora recorren, según un historiador de los Estados Unidos, ¡50,
en menos de 24 horas!, de nuevo acompañados por sus mujeres, que desoyen las
órdenes de permanecer en Encarnación.
Aunque Taylor, presionado por el rápido avance
enemigo, abandona su primera posición, no sufre con ello. Ha tenido tiempo para
reconocer el terreno y coloca a sus ocho mil hombres en un punto que a la
postre demuestra ser infinitamente mejor. Tanto, que equilibra la ventaja numérica
de los 14 mil soldados mexicanos.
Para asaltar un centro duro en tropas y artillería,
los de San Anna tendrán que avanzar desplazando sus cañones con lentitud y sin
desplegar libremente su caballería, mientras baterías y fusiles los baten desde
altos a ambos lados. Un poco más allá el parque y las reservas estadounidenses
quedan bien guarecidos.
Descubriendo una elevación que el de Kentucky ha
olvidado y que puede abrirles paso por un flanco, los mexicanos se emplean en
ella y al atardecer del primer día llevan gran ventaja entre la “nube de fuego
que o se elevaba o se abatía según los enemigos ganaban o perdían terreno".
“Cuando llegó la noche –dice un historiador
militar-, Taylor dio por suspendida la acción, pero los ligeros de Ampudia no
descansaron.” El segundo en el mando estadounidense recuerda: “Sobre las dos de
la mañana nuestras avanzadas fueron arrolladas… Llovía, el frío se hizo
crudísimo, pero las tropas mexicanas de asalto extendieron y reforzaron sus
posiciones.”
El Rudo y Listo Viejo parece temer por la suerte de
la batalla y marcha a Saltillo por refuerzos o para preparar la defensa de la
ciudad, y al día siguiente Santa Anna se resuelve, concentra al grueso de
fuerzas hacia el flanco que ha abierto. Luego de una serie de movimientos de
distracción del enemigo, brigadas de sus tres armas fallan al intentar caer
sobre el centro de éste, en tanto la caballería no se detiene, alcanza la
retaguardia estadounidense, intenta tomarla, es rechazada y da marcha atrás.
Taylor, quien ha regresado para participar en los
momentos decisivos, enfrenta entonces un asalto sobre el fuerte de su línea,
que parece a punto de ceder. Empeñando todos sus recursos contiene el ataque.
De nuevo llueve, se hace noche y las operaciones se
interrumpen. Los mexicanos, que son quienes han debido exponerse, cuentan 600
muertos y más de mil heridos. Para sus contrarios el costo también ha sido de
consideración: cerca de 300 muertos y 400 heridos.
Los expertos no se ponen de acuerdo en las
alternativas de la batalla. La mayoría piensa que el Generalísimo, arrojado
pero sin una visión estratégica, desaprovechó un par de oportunidades para
obtener el triunfo o cuando menos para dejar a los invasores en una posición
definitivamente comprometida. A cambio concuerdan en que las posiciones al
final del día favorecen a los mexicanos, quienes han ocupado parte del flanco
izquierdo contrario, incluyendo todas las alturas.
“Durante la noche del 23 de febrero, Taylor tuvo
consejo de guerra con sus generales. Wool y los otros aconsejaron la retirada”,
se lee en las memorias de un coronel estadounidense. Si bien el Rudo y Listo
Viejo no está de acuerdo y se impone, por su campamento ronda el temor a una
derrota. Los documentos mexicanos son categóricos: “Los estadounidenses tenían
perdida la batalla”.
Despunta el día 24 y el ejército invasor no cabe en
sí de asombro: el adversario ha levantado el campo.
Pocos acontecimientos en la historia de México
serán tan recordados, controvertidos y cargados de significados como esta decisión
de Santa Anna. Para la conciencia nacional el resultado en La Angostura-Buena
Vista es de una importancia incalculable: “Una victoria habría hecho cambiar el
curso de la guerra y de nuestro destino”.
¿Ha faltado determinación o espíritu patriótico al Generalísimo?
Las opiniones se dividen al contestar. Lo seguro es que sus soldados cargaban a
la espalda jornadas extenuantes y no habían probado alimento en cuarenta y ocho
horas horas.
Segura es también la cínica ambigüedad de Quinceuñas
al hacer el reporte de la batalla, que marca un estilo al cual por mucho tiempo
acudirán los peores gobernantes mexicanos tratando de ocultar sus fracasos: “La
formidable posición que ocupó el enemigo, fue la única circunstancia que lo
salvó. De otra manera, la victoria hubiera sido completamente decisiva... Pero no obstante, este triunfo tendrá
resultados favorables a la causa nacional”.
La
soldadera de nuestro trío de personajes inventados para asomarnos a la tropa
mexicana, no ha visto una batalla del fragor de esta y la vivió con una
apasionada intensidad, sin parar un minuto. Hizo muchos penosos viajes para
llevar municiones, a veces a la loma en la que sus compañeros se hicieron
fuertes, a veces para surtir la columna del centro o a las que dieron la larga
carga sobre el flanco, y participó con otras mujeres en la organización de un
sistema para recoger a los heridos a la mano y atenderlos siguiendo las instrucciones
de un par de curanderas, una de ellas veterana y la segunda una voluntaria de
la las Mesillas que tenía una experiencia particularmente rica en heridas de
bala y de hierro por las incursiones apaches, comanches, etcétera.
La
última noche, cuando la decisión final de Santa Anna se convirtió en un río de
soldados abandonado sus puestos en silencio sepulcral, fue al camino de
Encantada a Buenavista segura de que el Tuerto no se desperdigaría, como los
muchos que encontraban la ocasión propicia para terminar con la recluta
forzosa. Al ver aparecer al muchacho a solas supo que su hombre no volvería y
confirmó que aquél no se marcharía sin más. Difícil decir si resultó mayor la
tristeza por uno que la alegría de conservar al otro.
No
estaba en la intención de ninguno de los dos suplir al que estaba ya muerto o
se desangraba sin remedio en el entretecho de la colina donde el joven lo vio
por última vez sin oportunidad de seguirlo, pues un cabo lo había arreado de
mala manera hacia el costado contrario. Fue la naturaleza quien luego de que
ella le hiciera un lugar a cien metros del camino y casi lo obligara a beber el
agua, comer la galleta dura y apurar el trago de aguardiente guardados en su
rezago, entre el sueño apretó cada vez más los cuerpos y terminó con él
conociendo por primera vez la intimidad de una mujer.
Ella respeto el cansancio de él hasta entrada la
mañana, para hacerlo apurar el paso de modo de no perderse de las columnas,
cuya retirada empezaba a ser, como siempre, desastrosa. “El ejército dejaba el
camino señalado con un cordón de enfermos y de cadáveres…” ”Creo no exagerar si
supongo que la pérdida pasó de tres mil hombres, la mayor parte desertores.”
[*] Las imágenes están
tomadas de El hombre de Arán, la obra
de Robert Flaherty, uno de los padres del cine documental.
[†] Quien comparece se llama Brian Jennings, cuyo juicio se encuentra en
los archivos de la justicia inglesa en la isla.
[‡] El personaje es imaginario.
[§] Este hombre no deserta ahora sino muchos meses después. Lo
introducimos para aprovechar su papel en las cortes marciales contra los San
Patricios.