lunes, 18 de septiembre de 2017

Cuestión de sangre. V



V
El hombre de Arán
Arán es un isla al noroeste de Irlanda al que las furias del Atlántico del Norte intentan vencer hace miles de años[*]. Un corazón de roca limado hasta no quedar sino los acantilados que resisten alzándose treinta metros o más para evitar apenas la insistencia o el coraje del mar, cuyas lenguas alcanzan las alturas y amenazan llevarse a los desprevenidos. Así, el estruendo de las olas estallando sin pausa, es la Arán fiel a la demostración del poder terrible de los elementos y del tesón y la capacidad de sacrificio de los hombres y las mujeres, que saben que la tierra es madre, amiga a ratos, pero por encima de todo fuerza desatada, sin conciencia de los seres pequeños como ellos.
      A media tarde, en el único cuenco en la pared donde un pequeño rompiente modera lo poco que puede el fragor del océano, entre el estruendo ensordecedor una mujer y un niño estiran los brazos como si con ellos avanzarán por encima de las piedras y la espuma los tres mes metros que el sentido común les impide, siguiendo con mirada de pájaro el bamboleo sin mesura de una barca que tantea la lógica de la corriente embrutecida por sus impulsos hacia atrás y hacia adelante. Un poco antes de donde la ola se decide tres hombres protegen con un instinto animal olvidado por el resto de los europeos, la cosecha de peces recabada en días de trabajo y la madera que la desolada perspectiva de la isla, sin memoria de algo parecido a un árbol, explica es la diferencia entre la vida y la muerte.
      Hay en la mujer un gesto que recuerda a los indígenas mexicanos y a esa suerte de naturalidad que los occidentales califican de infantilismo. Incapaz de hurtar las ideas, su rostro, hablando sobre todo por los redondos ojillos claros, pasa sin tránsito del pavor a la ira, entre la más entrañable conmiseración y la conciencia de la necesidad de mantener la cordura, mientras el hijo se esfuerza en imitarla y, por instantes, vencido por la fuerza del mundo se atribula.
      La barca aprovecha como puede un empujón y esquivándola busca saltar la primera línea de la rompiente. Se vuelca expulsando su carga y mientras los hombres la someten, la mujer, ancha, pesada, que no se aviene al ritmo del agua, deshaciéndose del hijo se afana tras la red enrollada en las rocas. La tiene, hace por salir, la pierde, vuelve a ella, trastabilla, cae, persiste, gana unos pasos, tropieza de nuevo, la malla se le va de las manos, no sabe más qué hacer. Los hombres la ayudan, escapan todos, la mujer no deja de mirar hacia atrás calculando la pérdida. A salvo, ellos delgados, nerviosos, juntos se conduelen un momento, alcanzan los cinco metros cuadrados de la playa y sonríen recordando los revolcones de ella, a quien vuelve a iluminársele la cara.
Es otro día y el niño se alela contemplando la cara de su madre, el tono rojizo de la piel trabajada por el viento y el agua, el par de mechones que escapan a la ristra del cabello, en un canto a la vida contra las nubes que pasan rápidas, bajas, en hilachas. El niño, de nombre Brian O´Donnell, da la vuelta y es inmensamente feliz al moverse por los escalones de piedra lavada, para pescar con su cuerda desde veinte metros de altura.
Para él la vida es así y también el disfrute de la vista de una ballena sujeta al costado de otra barca, que comparte con las familias todas del promontorio, ahora seguras de que habrá aceite suficiente para sus lámparas y carne y sebo y gruesa piel para muchas cosas más, y que se apuran a meterse al agua en la ceremonia de formar una misma, sola entidad, repartiéndose entre chanzas las labores de llevar a tierra al animal.
      Brian no lo sabe, pero a Arán el aislamiento lo preserva de algunos grandes cambios y en esos comienzos de los años 1830 parece conservar lo que va desapareciendo del resto de Irlanda. Allí el momento singular se retrotrae ante el tiempo largo, de montañas y ríos, de mares y estrellas, igual que lo individual frente a la colectivo, de ese modo más íntimamente reivindicado, sin olvidar nunca su pertenencia a algo superior: Erin y sus desgracias .


Miseria y nostalgia

Para los 1800 en Europa las relaciones entre los seres humanos y los seres humanos mismos cambian, pero en Irlanda, fuera de la porción reservada a los colonos implantados por los Tudor, Inglaterra impide el surgimiento de pequeños agricultores y en “un increíble drama de animosidad e imbecilidad”, de acuerdo a los propios ingleses que revisan la historia, procede a la destrucción de las industrias nacionales. El estado de los irlandeses de la época, que paran los pelos de punta a los seguidores de Malthus porque en menos de cien años han multiplicado por cuatro su población, está “en el nivel más bajo que haya conocido nunca la Europa occidental”, declara un historiador con un toque de exageración.
       “Entré a una choza cercana a Ball, en Tyrone -cuenta un viajero-. La familia estaba comiendo. La comida consistía solamente en papas secas que había en una cesta apoyada en un recipiente en el que se habían cocido. El padre estaba sentado en un taburete y la madre en un montón de turba. Uno de los niños tenía una caja de paja, el más pequeño estaba tirado en el suelo y había otros cinco de pie alrededor de la cesta de papas. Las papas estaban sólo medio cocidas, pregunté la razón:
      “-Se pegan a nuestras costillas y así podemos ayunar por más tiempo-, contestó uno de los muchachos.”
Inglaterra enseña a Europa el camino a la nueva sociedad e Irlanda ha sido primero una colonia y ahora una suerte de provincia sin protección. Cuanto se produce se dirige hacia el mercado y los precios de todo aumentan. El arzobispo Boulter informa: “El año pasado el coste del grano fue tal, que en estas regiones de Armagh miles de familias abandonaron sus viviendas para buscar en otros lugares, y muchos cientos perecieron.” La tierra se vuelve dinero, cada vez más urgente: “El cottier, el arrendatario, se juega la vida y la de su familia. Si gana, satisface las necesidades del año, pero no tiene más recursos. Si pierde, pierde la cosecha y posiblemente hasta la casa “. No es raro, pues, que para ejemplificar los peores efectos del nuevo orden, Carlos Marx acuda recurrentemente a Irlanda.
      Entonces la absoluta mayoría de la población, incluidos los trabajadores urbanos, parece afirmarse en la antigua conciencia comunitaria: el hombre y la mujer valen, más que por sí mismos, por su pertenencia a la comunidad. La comunidad, que es la única garantía de supervivencia de la especie. O´Donnell era un muchacho accidentalmente arrojado de Arán a la isla con la familia, cuando su padre compareció ante la justicia acusado de vagabundaje, para revelar las intimidades de la vieja solidaridad irlandesa reforzada por la pena común[†]. “Mis vecinos más próximos, a izquierda y derecha, adivinaban y sabían de mis apuros y se los contaban a los demás. Si pensaban que me iba a la cama en ayunas, venían y me daban un plato de papas, lo dejaban conmigo y con mis hijos, discretamente, y no decían nada sobre él”.
      Una solícita, conmovedora solidaridad descubierta aquí y allá por los contadísimos viajeros capaces de buscar a los hombres tras la estampa de miseria, atreverse a departir con ellos y descubrir la largueza con que los pobres de Erin abren sus hogares: “El recipiente de papas del irlandés colocado en el suelo, con toda la familia alrededor, el mendigo sentándose también con una cordial bienvenida.” La solidaridad y la fraternidad de campesinos acostumbrados a la más ruda existencia, que pueden enfrentarse entre sí por banales rencillas pero que no ofenden jamás los principios de una vida colectiva consciente de que la avaricia es el peor enemigo de la especie. “Si el irlandés, en su furor, suele olvidar el precepto No matarás, respeta siempre otro: No robarás".
      Nadie como él pareciera defender ese sentido de la comunidad que en Europa occidental tiende a desaparecer rápidamente y que en los términos más amplios es la isla misma. Siempre entre el remembrar, doliente, de un tiempo tanto más idealizado cuanto mayor es la desgracia presente: ”Las veladas en la oscuridad se pasan escuchando a algún anciano que narra viejas leyendas, cuentos de hadas, de duendes y de fuegos fatuos, cantando también estribillos venidos desde el fondo de las edades”.
      Una nación en la cual apenas ayer los rebeldes firmaban sus proclamas con el nombre de Sive Oultaggh, la reina mitológica. Donde en 1780 O'Oriscol, el General del Campesinado de Munster, casi clamaba por la vuelta de los druidas. Un país profundamente consciente de su desventura. Pobre Erin, repite como estribillo un poeta, y otro hace decir a una representación de la madre irlandesa:
Mi fortaleza derrotada, mi palabra silenciada, mis ojos enceguecidos
Él mismo concluye
Nada para ver en el campo deshonrado,
donde las flores fueron arrancadas y no quedan sino hierbajos


Una cruz y un arpa
O´Donnell mal registra el momento en el cual deja los campamentos de Taylor en Monterrey. Va a una reunión clandestina con un religioso de la ciudad, mecánicamente, dejándose jalar por un compañero, y no entiende palabra de lo que se dice allí, a pesar de que se habla en inglés. Al terminar se encuentra a la cola de un grupo sorteando callejuelas al amparo de la noche para subir a una carreta sobre un camino.
Presenció la escena de los Colorados abandonando Monterrey ante sus ex compañeros y no atina a definir cuánto fue el ejemplo de aquéllos lo que movió algo en su interior, y cuánto el espectáculo en torno. Descubrió al fondo el febril alboroto de un cuerpo de voluntarios irlandeses venidos de algún lugar del oeste, mientras al lado suyo los compatriotas de la compañía de la cual era parte formaban una variada mezcla de actitudes.
Tales guardaban el más profundo silencio, cuales parecían indecisos, echando un semiapenado grito o rumorando entre sí, y unos terceros soltaban furiosas imprecaciones que acompañaban con una exaltada gesticulación. Brian vio en ellos una suerte de cuadro sobre los procesos de recomposición y descomposición de los migrantes, que venía registrando desde el viaje por el Atlántico. Los más se aferraban a sus recuerdos, encontrando un bálsamo en los guetos de sus paisanos al llegar, y otros parecían romperse de cuajo y convertirse en seres iracundos. Lo hacían de muy diversas maneras y grados.
El más encendido en Monterrey, de nombre Maloney, había atraído particularmente su atención[‡]. Juraría que era quien con mayor rapidez se deshizo del pasado, para mimar el rencor, y que él podía leer su futuro, en el cual aguardan, en efecto, las planicies de Yucatán, las costas de Cuba y mesadas derrochadas en licor. Aguardan en él y en otros irlandeses católicos que no abandonan a las tropas estadounidenses y cuya historia al terminar la intervención parecerá desdecir las ideas simplificadoras sobre los Paddys y el San Patricio.  
¿Por qué los chillidos y el espectáculo todo se concentraba sobre los Cabeza de Papa, si cualquiera sabía que en el grupo iban alemanes y hasta Wasps? ¿Por qué eran los más y a su frente andaba el dichoso O´Rilley sobre quien circulaban especies de muchos tipos? Brian no pudo contestarse en aquel momento y no puede en el presente, sobre la carreta donde un inglés, Wilton[§], choca el cuerpo contra el suyo repetidamente, por los saltos.
O´Donnell olvida el tema y se deja llevar por los perfiles de los arbustos y las yerbas, por las vagas sombras de las ondulaciones de la tierra, el coro de los grillos, los parpadeos de luz de las luciérnagas y las estrellas delatándose a cachos entre nubes otra vez nuevas, más altas y demoradas que las anteriores.
El sofoco veraniego de la región se está despidiendo y al amanecer pasan un rancho y a continuación el casco de una hacienda cuyos límites delatan los peones moviéndose entre trigales y arreando vacas. Luego se cruzan con un par de recuas largas, un rebaño de ovejas pastando al albedrío y dos parejas de hombres alejándose en el mismo traje azul que Brian porta todavía. ¿Y esos?, se pregunta en silencio, y luego, ¿a dónde van?, sin conocimiento de que el grueso de quienes abandonan a Taylor sigue su propio rumbo.
Por la tarde el corazón le salta instintivamente a la vista de los uniformes contra los cuales se ha empleado en las cercanías Matamoros y en Monterrey. Son unos cuantos, a caballo, y al frente se encuentra un hombre que en esta ocasión reconoce y que trepa con ellos entretanto los soldados mexicanos a su alrededor les sirven de guardia.
El hombre es O´Rilley y habla animadamente de cosas que O´Donnell de nuevo prefiere no entender. No se entera así de que se ha decidido crear con ellos una compañía para la cual unas monjas[**] se aplican en terminar hermosas chaquetas, pantalones y chacos de un “verde irlandés” y una espléndida bandera donde un cruz de plata y un arpa de oro se entrelazan.
¿Sí? Los historiadores mexicanos no han tenido tiempo de estudiar los cómo ni los por qué de un suceso tan marginal como los orígenes del San Patricio, y la documentación del ejército y los testimonios se refieren al asunto sólo de paso.
Lo seguro es que el alto número de desertores en Matamoros, la agitación en las columnas de Taylor al ver desfilar a las probables cuatro decenas de supervivientes en Monterrey y la captación ahora de otro medio centenar, ha madurado la idea de convertir a los Colorados en un cuerpo con insignias propias y bien visibles, que concrete los planes hechos en la ciudad tamaulipeca para desmoralizar a las filas invasoras y abrir grandes boquetes en ellas.
Contra cuanto dice la mayoría de los investigadores estadounidenses, los símbolos del contingente y su primer nombre, Compañía de Voluntarios Irlandeses o Artillería de San Patricio, no pueden ser una casualidad en sentido alguno, y tampoco lo son los nombres conocidos de quienes lo forman. Veinte de los nuevos han sido identificados: catorce irlandeses católicos, cuatro alemanes, un escocés y un nativo de Filadelfia apellidado O`Conner.
Los motivos de su decisión tal vez resultan tan diversos como su número, pero ahora puede estarse produciendo entre ellos un fenómeno que no previeron en absoluto y que justo por ello consciente o inconscientemente rescata el rico proceso de la totalidad de ellos, católicos de la Europa continental, naturales de los Estados Unidos y sobre todo, claro, Cabezas de Papa.
Al menos así debería ser. Porque llegará el siglo XXI y en el modesto lugar histórico que les corresponde, los San Patricio servirán para varias clases de representaciones, excepto para la relacionada con ese proceso. Entre otras cosas en razón del toque que desde ahora les dan la Iglesia y el pensamiento conservador mexicano, reflejado sobre todo en la figura de O´Rilley, quien a nuestros ojos empieza a resultar un personaje contradictorio.
Como resultará claro entre quienes conserven la vida pasada la guerra, muy poco perciben y mucho menos comprenden del país que ahora los cobija.


Para que el diablo nos lleve
Cuando tras la separación de España un congreso constituyente declaró a México como una República Federal, uno de los más pintorescos y agudos personajes de la época preguntaba a los congresistas con qué se comía eso. Y terminaba sentenciando: “Aquellas palabras de Cicerón: Actum es de república, que en buen castellano quiere decir: Llevóselo todo el Diablo".
En verdad la idea del sistema de estados federados se ha copiado al vapor de los Estados Unidos y por una clase política que tiene una confianza casi sin límites en las leyes como instrumento moldeador de la sociedad. Por ello la definición geográfica y la elección de las capitales de los estados frecuentemente no ha correspondido a la realidad histórica ni económica. Los conflictos que así se generan no son, pues, nuevos, pero se acumulan y extreman en la precipitación de los ritmos traída por la guerra.
Colima está cansada de depender de Michoacán y Jalisco, y Tlaxcala no quiere ser parte del estado de México ni volver al de Puebla. Zacatecas lucha por castigar a Aguascalientes y reincorporarla y el general Juan Álvarez, que a principios de año se levantó en armas contra Paredes, pretende crear una entidad con los territorios en los cuales es influyente. Éstos, Guerrero y Morelos, no existen, pues, ni tampoco Nayarit, Hidalgo, Campeche, pero ahora sus grupos locales de poder saben que es posible reclamarse como entidades y aprovechan el desconcierto de la intervención.
Las distantes y desatendidas regiones del norte tienen además otra grave cuestión interna en qué pensar: los continuos asaltos de las naciones nómadas belicosas. Cuando Taylor avanzaba hacia Monterrey, el gobernador de Nuevo León señaló al resto de las poblaciones una cuota de milicianos para contribuir a la defensa de la ciudad. Casi ninguna cumplió. Las advertencias de los alcaldes eran ilustrativas del por qué: “Esta población va a sufrir un quebranto de bastante trascendencia, en razón a que las familias quedarán expuestas a las continuas incursiones de los bárbaros”.
Las autoridades de Tabasco, con el entendimiento de la armada estadounidense, desconocen al gobierno federal. Y en Yucatán…
Desde la conquista la población criolla y mestiza de la península reclama una identidad propia cuyos alcances no son comparables con los de ninguna otra región de estas tierras, y desde la independencia sus clases dirigentes viven un proceso de modernización que hace una y otra vez intolerables los excesos del gobierno nacional.
La Iglesia no tiene allí el peso que en el conjunto del país y los empresarios han hecho a un lado a la aristocracia tradicional, intuyendo un espléndido futuro en la explotación del henequén, cuya fibra es de inigualables virtudes para el empaque del algodón que nutre a la industria mundial por excelencia, la textil. Sus comercios son boyantes, sus ciudades y sus carreteras, casi todas éstas nuevas, están en magnífico estado…
En 1838 se produjo un levantamiento contra el centralismo decretado poco antes desde la ciudad de México, que en dos años condujo a la expulsión “de las tropas mexicanas”, sólo impuestas de nuevo en 1843 bajo el mando de Santa Anna, quien en castigo prohibió la entrada de los productos yucatecos al resto de la república. Con el golpe conservador de Paredes a fines de 1845 vuelve a declararse la independencia temporal y enseguida el avance de Taylor decide a los grupos de poder a mantener la separación, primero, y después a negociar la neutralidad con los Estados Unidos.
En el camino, para enfrentar a las tropas federales la naciente Casta Divina ha encontrado la fuerza requerida en la convocatoria o el reclutamiento de los mayas, a los cuales por siglos se les negó el uso de las armas de fuego y que ahora, a través de la leva, han aprendido a usarlas y cuentan con algunas. En enero de 1847, aquélla empieza a darse cuenta de su error: ha abierto las puertas a la más radical y duradera rebelión indígena en la historia del país, que declarará extranjeros a cuantos “usan zapatos”.


La Santa Madre
En México la intervención exhibe en grueso, pues, a las grandes instituciones y relaciones de una bamboleante república nacida tras tres siglos de vida colonial, que a su vez son resultado de realidades milenarias o de impulsos decisivos en la historia reciente.
      En septiembre Santa Anna levanta columnas que deben concentrarse en San Luis Potosí para salir luego al paso de Taylor. ¿Cómo sostenerlas, si los ingresos de la hacienda del Estado no alcanzan sino para el gasto corriente? El ha acompañado toda la vida independiente y se traduce en un abandono de las responsabilidades estatales.
Los viajeros lo testimonian hasta el cansancio atendiendo a la infraestructura del país. En el propio puerto de Veracruz que los vimos describir, incluso para quienes lo encuentran de una alegre armonía y no “melancólico y desconsolador”, las señas del abandono están por todos lados. El fuerte de San Juan de Ulúa, “construido con gran destreza”, “se halla en mal estado”; por el costado frente a la isla de Sacrificios las defensas resultan “muy débiles”, no hay “obstáculos suficientes”, y la puerta puede “ser derribada con sólo un barril de pólvora”. El muelle de la ciudad hace juego con él, sólidamente edificado y sin embargo, por “el gran descuido en reparar las averías”, en riesgo de “que en el momento más inesperado se desmorone por completo”.
En cuanto a los caminos es difícil hallar uno en buenas condiciones. Éste “en su mayor parte empedrado, fue obra todavía de los españoles, quienes le dieron una apariencia imponente”, pero “por descuido o con mala intención, ha sido reconstruido de tal manera que incluso yendo al paso, uno es víctima de espantosas sacudidas”. En aquél “su hermoso puente” de tiempos coloniales, sin que nadie se haya preocupado de devolver las piedras arrancadas durante la guerra independentista, “se ha ido desmoronando y ahora se encuentra en condiciones tan malas que no alcanzamos a comprender cómo es posible que la diligencia recorra este trayecto sin quebrarse en mil pedazos”.
En los cuarteles es común encontrar armas que se reducen a carabinas, algunas de ellas sin percutor, y dando un vistazo a la fortaleza de Perote, que la república tiene por una de las mejores, Melchor Ocampo la encuentra llena de cuarteadas que en el piso alto se vuelven “ya fallas considerables”, y se duele por “esos cañones desmontados, esas cortinas despotilladas, esos charramplanes perdidos, esas cureñas con sólo medias ruedas”.
      En septiembre, pues, cuando se busca con qué sostener al ejército puesto en pie para detener al Rudo y Listo Viejo, se excita al venerable clero” y, “por citas suplicatorias, a la junta de capitalistas”. En principio los hombres del dinero redactan un proyecto de préstamo por un millón de pesos y aquélla concede en hipotecar fincas por dos millones más.
      El expediente de acudir a la institución religiosa para que sus propiedades sirvan de aval crediticio tiene como fondo su estrecha vinculación a la autoridad civil, tan antigua como la conversión del imperio romano al cristianismo.
      En la Nueva España, a cambio de los enormes servicios por la evangelización y el control de almas y por las grandes aportaciones a la cultura y la educación, la Iglesia recibe el derecho al diezmo y el apoyo de la autoridad virreinal para su cobro, y privilegios de diversas clases. El clero regular y secular se convierte así en un riquísimo propietario en disposición de hacer las veces de banco.
      Esta unidad se ha venido fracturando en Europa en los últimos siglos y las modernas repúblicas y monarquías constitucionales se sustentan en la separación de los dos poderes. En el México de 1834 un gobierno dirigido por el mismo Valentín Gómez Farías que en 1846 es el segundo en el gabinete de Salas, propuso una reforma en esa dirección, que tenía precedentes parciales en la legislación de varios estados. La iniciativa parecía urgente pues la Iglesia disponía de tres cuartas partes de las bienes inmuebles de la república. El líder de los “intransigentes” fracasó por completo entonces.
En 1846, como ha observado Otero, la riqueza clerical tiene mucho de espejismo, por su improductividad que hace a sus valores no ser “expeditos y sí hacinamientos de deudas”, pero su uso tienta al Estado. La jerarquía religiosa fue renuente a las demandas pecuniarias del gobierno de Paredes, y en este septiembre en la capital de la república parece dispuesta a ofrecer sus propiedades en aval de un préstamo. Algo no marcha, sin embargo. Los “agiotistas, esos gusanos que están royendo constantemente las entrañas de la patria”, convierten la operación en usura, ofreciendo un millón de pesos en moneda y otro millón en vales –“¡papel cuando se necesitaba dinero efectivo!”- y ponen como condición que el préstamo se haga no sobre los bienes generales de la Iglesia, sino sobre fincas señaladas y por el perentorio plazo de dos años.
Los prelados responden cambiando su oferta y el trato se vuelve imposible, de manera que “la opulenta capital de la república, de donde salen cada año dieciocho millones de pesos para el extranjero”, alcanza a juntar “la miserable suma de ochenta y siete mil pesos”, apenas suficiente para socorrer a las columnas de Santa Anna durante un mes. 
El diario oficial arremete sobre todo contra “los millonarios” pero también contra el arzobispado y las órdenes monásticas, espetándoles que “en casos tales deben fundirse hasta los vasos sagrados”. Gómez Farías y su grupo de ministros presentan una iniciativa para ocupar sus edificios y tierras, el presidente Salas se niega a firmarla, el pueblo capitalino la apoya en las calles y precaviéndose de él la gente de bien se parapeta en un edificio religioso y el mandatario acuartela a sus tropas. La confrontación no llega a mayores, sólo para postergarse, reanimando añejos resentimientos contra la clase clerical.
Estos resentimientos no tocan un tema fundamental sobre la responsabilidad histórica de la Iglesia, que está en el fondo de la terrible falta de integración de estas tierras.
Aprovechando las virtudes naturales del cristianismo latino para avanzar sobre pueblos paganos, permitiendo multitud de formas de sincretismo, en medio siglo los primeros frailes evangelizadores lograron que la totalidad del centro y sur de la Nueva España y el grueso de las regiones de lo que sería el norte real de la colonia, fueran ganadas por una nueva religión en la cual las comunidades podían subsumir sus creencias.
Esta milagrosa tarea empleó recursos de muchas clases, pero descansaba esencialmente en la imagen y en la palabra; dicha y escrita. Las dimensiones de la última pueden medirse por su capacidad para, en un abrir y cerrar de ojos, tender sólidos puentes hacia las grandes lenguas indias y demostrar la viabilidad de ofrecerles una escritura compatible con el castellano. Muy pronto tras la Conquista hay traducciones al náhuatl, al maya, al “purépecha”, al otomí, al zapoteco, etc., de materiales para el adoctrinamiento religioso.
Pero desaparecidos los tempranos misioneros y sus discípulos, en los propios años mil quinientos, se produce un giro radical que da marcha atrás en los avances. Se niega así a los pueblos de estos lados una de las contribuciones más útiles que pueden hacerles los conquistadores, colaborando de manera decisiva al apartamiento que los subordina.


Todo vale
Polk ha intentado aprovechar la desarticulación del Estado y de la sociedad mexicanas. Antes de iniciadas las hostilidades Taylor le escribía: “Si se declara la guerra, los departamentos fronterizos de Tamaulipas, Coahuila y Nuevo León se declararán independientes”.
Recordando proyectos aventureros de antes, el general ha hecho incluso una invitación para que estos estados se organicen como una República del Río Grande. Después su correspondencia con Washington se refiere al problema con regularidad: “Aprovechándose de las divisiones que existan, deberá ser política de usted, al entrar en los distintos Departamentos o Estados, que declaren su independencia del gobierno central, y que se conviertan en nuestros aliados o asuman una actitud neutral”.
En su propaganda a la población el Rudo y Listo Viejo sabe tocar los puntos sensibles: “Está vuestro gobierno en manos de tiranos y usurpadores... Estando desarmados, quedasteis en prenda a los salvajes Comanchos... Nuestro deseo es verlos liberados”. Sin embargo, fuera de individuos o grupos sueltos, nadie sigue el ejemplo de la casta divina yucateca o de los caciques tabasqueños.
Paralelamente el general estadounidense busca atraerse la simpatía de la gente, liberando de trabas al comercio y comprando a mexicanos los productos y servicios que requieren sus tropas. Y agricultores, mineros, comerciantes, arrieros de los territorios ocupados aprovechan efectivamente para conocer momentos de bonanza.
Sin embargo está política y la del buen trato a los vecinos de los territorios invadidos, tiene serios límites. Por un lado, tal vez quienes más se benefician de los negocios con los invasores son ciudadanos de los Estados Unidos. “La cantidad de hombres no combatientes, que brotaron como por arte de magia en derredor del ejército en Monterrey, es asombrosa –recuerda un oficial-. Nadie pudo precisar de donde habían llegado tan súbitamente. Tiendas, mercancías, bebidas y juegos americanos suplantaron a los mercaderes mexicanos.
En cuanto al respeto deja mucho que desear, como reconoce el mismo Taylor al referirse al comportamiento de sus voluntarios: “Se han cometido algunos excesos por ellos contra la población y contra sus propiedades, y son de temerse muchos más”.
Al frente de los desmanes, los rangers texanos: “Bebían abiertamente, se comían con liberalidad los cerdos y las gallinas de los mexicanos; perturbaban las fiestas y fandangos y no dudaban en usar de la violencia contra cualquiera que resistiera a sus exigencias”. En unos meses el general Scott, que substituirá al Rudo y Listo Viejo, perdiendo la paciencia saltará: “¡Nuestros soldados parecen piratas!”
Detrás de este comportamiento hay un desprecio racial, como reconocen los diarios y memorias estadounidenses: “Para nuestros soldados, los mexicanos parecían ser pobres especímenes humanos”, recuerda uno, y para otro es justo que así sea: “En este país el cruce de razas ha producido la retención exclusiva de cualidades perversas”.


El divino regalo
Hay cuando menos algo de mentira en la democrática pintura que hemos hecho de Taylor y de su sociedad. Y es que el general no nació como un cualquiera, sino hijo de un lugarteniente de George Washington, a la sombra de la estirpe de los virginianos, de donde venían también Tomás Jefferson y muchos otros de los más ilustres cuando la independencia.
      Por más que, ciertamente, el padre no pertenecía al estrecho círculo de elegidos, cuya plácida existencia recuerda el comodoro Maury, compañero del comandante en la guerra mexicana. Había en ella espléndidas residencias coloniales como la del tío de Maury, plantada en un valle inconmensurablemente verde, por el cual doblaba el más dulce de los arroyos, en el corazón de fragantes acres y acres de flores y frutales. Había diarias veladas de verano para treinta personas, con docena y media de atildados sirvientes negros y servicios de porcelana china. Había conversaciones de jóvenes guiadas por las gentiles maneras del hijo del embajador en Londres, a las que sólo podía atender quien hubiera asistido a uno de los honorables colegios de la región, para conocer intrigantes cuestiones como el número de hijos de la reina Isabel.
      El comodoro se vuelve romántico al hablar de su patria chica y quién sabe cuánto se contagia de la fiebre sureña de su generación, que hace caballerescos dibujos de sí misma, o de la obsesión que alcanza también a los del norte, de buscarse antecedentes entre los colonos fundadores. En sus memorias, a la usanza de un lord inglés Maury empieza paseándose por la sala de retratos de antepasados de sospechosas hazañas, presididos por el héroe de una expedición a la América española con regustos a piratería.
      Contradictorias pretensiones aristocráticas en un país que hace de la novedad de sus instituciones el mejor argumento para mirar con desprecio al mundo y confirmarse como porvenir de la raza humana, en un discurso elaborado justamente por virginianos. ¿No han recitado alguna vez Maury y sus iguales las palabras de las Nuevas de Virginia, propagadas por uno de los primeros colonos?
Nosotros esperamos fundar una nación
donde anteriormente nada existía.
      Palabras a las que les basta un aire sentencioso extraído de las Sagradas Escrituras, para hacer verdad ante la historia un Cuarto Continente iluminado al antojo:
...donde anteriormente nada existía.
Detrás de este discurso está Santo Tomás Moro y su historia de Utopo, el padre de la sociedad perfecta en una isla del vago e inconmensurable cuarto continente que en sus tiempos empezaba a descubrirse para los cristianos. Corría el año 1516 e Inglaterra había quedado fuera del reparto del océano por el patriarca de Roma, pero Moro, en ésta como en muchas otras materias un adelantado, sentaba las bases para una conciencia inglesa sobre la colonización: expropiar para su mundo el concepto de cultura -pan y vino, cerdos y caballos, arados y carretas, ciudades y libros- y sustentar el derecho de los “civilizados” a hacerse de las tierras de los “salvajes”:
      “Los nuevos colonos guerrean contra quienes ofrezcan resistencia, porque tienen por justa causa de guerra que un pueblo mantenga yermo, inútil y desierto su suelo y prohiba su uso y posesión a los que, por ley natural, deben hallar en él su alimento.”
      Moro no sospechaba, desde luego, lo que la realidad haría tras su muerte con el sueño comunitario de la Utopía. Inglaterra abraza la reforma Protestante, reta abiertamente las decisiones del Papa, y su Corona, con el mismo espíritu con el cual firma patentes de corso, da concesiones sobre territorios americanos. En 1606 un grupo de empresarios forma la Compañía de Virginia, para explotar los lugares que dos décadas atrás abrieron a la imaginación de la isla las correrías de Walter Raleigh.
      Al llegar el invierno del segundo año, del grupo enviado por la compañía no quedan sino unos pocos, escuálidos seres que se preparan a entregar sus almas al Señor por el persistente retraso de los barcos que los avituallan. Entonces sus mortales enemigos, los indios, por obscuros designios en lugar de aniquilarlos los alimentan. En los años a continuación las tribus cercanas, imitando a los wampanoag que reciben a los Padres Peregrinos o Yankees de Nueva Inglaterra, les enseñan a distinguir los peces buenos de los malos y les descubren la carne de las “gallinas de la tierra”, con las cuales mucho después se hará un rito para recrear idílicamente el momento. Y enseguida les hacen el gran regalo:
      -Estamos hambrientos, danos de comer- clamaron los que de ella habían nacido, y Madre Primera echó a llorar.
      -¿Cómo puedo devolverte la sonrisa?- preguntó su hombre.
      -Debes matarme.
      -¡No!, ¡nunca!
      -Tienes que hacerlo o estaré triste para siempre.
      El joven esposo viajó hasta el fin de la tierra, en busca del único consejo. Gran Creador fue lacónico:
      -Cumple sus deseos.
      Envuelto en pena el hombre reanduvo el camino hasta donde ella lo esperaba para instruirlo:
      -Lo harás mañana, cuando la luna esté alta. Luego dejarás que nuestros hijos me arrastren por el cabello a un hueco en la tierra y me vuelvan abajo y arriba. Esperarás a que la carne abandone mi cuerpo, tomarás mis huesos y los enterrarás en este claro.
      Y sonrió. Así, cada vez luego de cada seis meses, cuando él y los hijos y los hijos de los hijos regresaron, encontraron el calvero cubierto con las altas, verdes, florecientes matas, carne y huesos de ella, que harían olvidar el hambre y a las cuales desde entonces se les habla amorosamente. Era el maíz, la planta milagrosa capaz de acomodarse a cualquier clima y entregar “el jugo como leche de madre de sus granos” en cantidades imposibles para cualquier cereal conocido en Europa. El maíz que, como verdadera obra de los dioses, indígenas mesoamericanos habían creado, en decenas de variedades y a fuerza de miles de años, a partir de una “espiga” más pequeña que un renacuajo. Ese vegetal que, a diferencia del resto de sus semejantes, no puede crecer abandonado a sí misma, salvaje, demandando del hombre un modesto pero inexcusable culto.
      La vida de los colonos de Virginia, de los puritanos del Mayflower, de la totalidad de los europeos que se arriesguen a estas partes y las de sus hijos e hijas, dependerá de ella de ahí hasta el siglo XXI. Pero no antes de que los indios les enseñen la forma de cultivarla y aprovecharla: abrir los campos desprendiendo una franja de corteza del tronco de los árboles, a fin de que mueran sin necesidad de cortarlos, y prenderles fuego; cómo seleccionar las especies y los granos y sembrar sobre las cenizas, en temporadas distintas a las acostumbradas por los europeos con sus cereales; cómo voltear la tierra sin arruinar la planta y cómo convertir los frutos en pan en las múltiples maneras que, conservando sus nombres nativos, serán usuales por muchísimo tiempo entre los estadounidenses: hominy, nonake, succotash, samp...
      Pronto los virginianos reciben además el frijol y la calabaza y empiezan a obtener de Inglaterra lo necesario y mucho más, con otro producto cultural de la tierra que las Nuevas declaran intocadas, yermas, precisamente, virginales: el tabaco.
      De él, a cuyo lujo se entrega la opulenta Europa colonial; del trabajo esclavo de los “sirvientes escriturados” que llegan por vocación, por regio castigo o a través del provechoso negocio de los cazadores de pobres de Londres, de Dublín, de Glasgow;
de la venta de indios prisioneros de guerra a las Bermudas o las Bahamas; de las “piezas” del África negra que permitirán la explotación en gran escala de las plantaciones;
de las tierras tomadas a los Ponhatanes y los Delawers que habitan de la bahía de Chesapeake al Potomac;
de allí, entre la plaga de enfermedades desconocidas o adquiridas en los sórdidos veleros trasatlánticos, que en las primeras épocas acaban con más de la mitad de los emigrantes;
a punta de tesón, de sudores personales y codazos para deslindarse de la masa de pequeños propietarios que los caprichos de los precios europeos amenazan con la ruina;
enviando a estudiar a los hijos a Inglaterra, para estar siempre un paso adelante en el conocimiento de la revolución de las leyes y las costumbres, obtendrán sus propiedades y sus blasones las más señaladas familias de Virginia. Ellas crearán un linaje político que hegemonizará el primer medio siglo de vida independiente de los Estados Unidos.
Unos más y otros menos, sin duda todos los virginianos recordarán con respeto las palabras de las Nuevas, en las cuales se recoge el espíritu del derecho natural esgrimido por Moro. Un sentido de destino manifiesto que dirige la colonización y la independencia y que en los 1820 ha empezado a encontrar una última, acabada versión, durante el gobierno de un genuino, liberal caballero vecino del comodoro Maury en su natal Fredrerisckburg: James, el de la doctrina, Monroe.


Llegó el momento
Santa Anna reúne a sus tropas en San Luis Potosí, una de las plazas militares más importantes del país y plataforma tradicional de las operaciones que se hacen en el norte. Pero la población no deja de ser relativamente pequeña, y este es el mayor ejército en la historia del México independiente: 20 mil hombres, más las soldaderas que los siguen.
“La ciudad presentaba la apariencia de una plaza en guerra, en la cual no se escuchaba nada excepto los sonidos de clarines y tambores, las voces de mando y la instrucción de columnas y caballos”, escribe un testigo. Bajo esta marcial pintura los periódicos satíricos, sin entrar en pormenores por prudencia o por miedo, permiten entrever algo mucho más animado: “¿En verdad se conforman nuestros generales, con la modigerada existencia que relata el Diario de Gobierno?”
¿En qué gasta el ejército las noches durante los más de tres meses que permanece allí, comenzando por el comandante en jefe, que ha dado sobradas pruebas de que su pasión por el juego y las mujeres no acostumbra detenerse ni ante la guerra. ¿Y el resto? ¿Por ejemplo, esos oficiales cuyas maneras y aventuras amorosas dominan en sociedad? ¿No aprovechan los taberneros, las prostitutas, los pícaros de la ciudad y de otras partes, para sacar partido de una asamblea extraordinaria, en una república donde un considerable porcentaje de sus habitantes está condenado a vivir de lo que se pueda? Un joven escritor y político que no se asusta con facilidad, dice al paso: “Se tuvieron detalles de las orgías de San Luis”.
Vaya uno a saber cuánto de los 350 mil pesos que mensualmente desembolsa la tesorería del ejército, y que en buena medida provienen de prestamos forzados de las familias acaudaladas de la ciudad, son destinados a gastos innecesarios. Desde luego no única ni siquiera fundamentalmente a francachelas, sino a tratos oscuros de los personajes que hace décadas usan de pretexto a la guerra para sus negocios.
Los soldados llegan en pobrísimas condiciones: “Venían con armas de todos los tamaños y gran parte de ellas sin bayonetas, notándose muchos fusiles atados con correas o con cordeles. En general, todos estaban mal vestidos y equipados”.
En cuanto a la preparación que reciben, los testimonios se contradicen: “El general Santa Anna se ocupaba activamente de instruir, equipar y armar a los soldados”, dice uno, y un segundo: “Las tropas hacían ejercicios con frecuencia, pero nunca vi un ejercicio general, ni siquiera de una división. La artillería rara vez solía maniobrar, y nunca tiró al blanco. El general en jefe no se presentaba en el campo de instrucción. En cuanto a la instrucción de los auxiliares de los estados, reclutados en su mayor parte a través del desafortunado sistema de levas, era completamente rudimentaria. No se cuidó de que muchos fueran a batirse sin haber disparado jamás un fusil”.
Es en este ambiente que por primera vez O`Rilley y sus compañeros aparecen formalmente como un cuerpo especial del ejército, paseando orgullosamente por la ciudad sus recién estrenados símbolos. Los periódicos mexicanos afirman que están perfectamente armados y equipados. Si es cierto y, como sucede con las columnas consentidas, no carecen de nada, entonces O`Rilley y demás no están bien advertidos de la escasez general de armas, de municiones y de muchas otras cosas, que comprometen el futuro.
Para batir a los invasores que se encuentran en Saltillo, Santa Anna debe cubrir antes un durísimo trayecto por planicies desérticas y semidesérticas. Las ha cruzado más de una vez y no le pasan por alto los graves riesgos de hacerlo sin una dotación mínima de provisiones, particularmente en invierno, como ahora. Sin embargo a fines de enero, contando con menos de lo indispensable, da órdenes de marchar. Y es que conoce mejor que nadie cuánta es esa resistencia y abnegación de las tropas levantadas en el país, a las cuales loan los observadores extranjeros, comenzando por la propias prensa estadounidense: “El soldado mexicano tiene un par de cualidades. Es obediente y soporta las mayores privaciones sin un susurro. Su fuerza está en sus piernas”.
En 1836, cuando Quiceuñas se dispuso a dar la fallida lección a los independentistas texanos, el segundo en el mando, quien lo seguía con días de retraso, se sorprendió del esfuerzo demandado:
“El camino todo que encontrábamos… se presentaba como un continuado campo de batalla, cubierto de fragmentos de carretas, aparejos, cajones y esqueletos de bueyes, mulas y caballos, y de montones de galleta podrida. Se advertían crucecitas de pequeños y toscos palos que la piedad de los soldados había puesto sobre las sepulturas de sus desgraciados compañeros.”
Y ahora el Generalísimo quiere cerrar el paso a los rumores sobre su presumible arreglo con Washington para acelerar la derrota mexicana. En todo caso hay decisivas circunstancias por completo fuera de su control. Por un lado la hacienda del Estado no tiene con qué continuar sosteniendo a las columnas en San Luis. Por otro, se reciben noticias de que el enemigo da un giro a sus planes, para desplazar el escenario de la guerra y, entrando por un puerto de las costas centrales del Golfo, avanzar directamente hacia la ciudad de México.
El comandante se equivoca en apurar su movimiento, dicen unos. Él y otros piensan lo contrario: que si no mienten los informes, Taylor está disminuido por los efectivos cedidos para el nuevo plan, y que no hay tiempo ni condiciones para algo distinto. Ahora Santa Anna, además de las tropas para resguardar la región, a fin de agilizar sus movimientos deja en San Luis varios cañones de campaña y se lanza a uno de los episodios más tristes y determinantes del conflicto. Si O`Rilley y su gente han soportado momentos difíciles desde que cambiaron de bando, después de esto habrán ganado la confianza de los mexicanos.
En tanto la caballería se adelanta a buen paso, la infantería, la artillería y esa especie de segundo ejército formado por las soldaderas, avanzan en condiciones más penosas que las vividas en la retirada de Matamoros: “Los sufrimientos del ejército empezaron el día de su salida. La división de Ortega dejó en la Hedionda tres muertos por el frío. Un número apenas perceptible, pero que era ya una indicación de la experiencia que se viviría”.
Los problemas se olvidan un par de días después, cuando la caballería presenta a dos secciones estadounidenses que ha capturado mucho más adelante. Pero enseguida una torrencial tormenta, modestos ranchos, refugios que mal mitigan el problema, el fuego que falta enteramente agotan el entusiasmo antes de volver al ciclo de agua, frío y sol sin clemencia, por los llanos entre los cuales los soldados buscan inútilmente el anuncio de una sombra.
Tampoco faltan los errores de organización, que más de una vez juntan a dos brigadas en un punto para pasar la noche, obligando a una de ellas a contramarchar y hacer doble jornada. Al cumplirse la segunda semana, entre el hedor general pues no hay tiempo para detenerse a hacer al menos ciertas necesidades, la situación se vuelve insoportable, aun para unas tropas a las cuales un famoso historiador estadounidense ha calificado de "terribles", por su capacidad de sacrificio. “Los zapatos se rompían, el parque se inutilizaba, las armas se enmohecían, la disentería se extendía y dejaba claros como los que producen las balas de cañón del enemigo.”
Cuando después de poco más de tres semanas se termina de cruzar el Salado, al pasar revista se comprueba que pasan el millar los muertos, enfermos quedados en el trayecto y desertores. Una pérdida equivalente a la de las batallas en torno a Matamoros. De las mujeres no se lleva registro, por supuesto.
El paradójico fenómeno iniciado en el Bravo llega a los extremos. El mando mexicano no sólo desperdicia al territorio nacional, que debería ser su mejor aliado: ha permitido se convierta en uno de sus peores enemigos. Y así seguirá sucediendo en adelante.
Las generaciones de políticos y militares formados en esta guerra toman nota para el futuro. En unos años, cuando las orgullosas tropas de Napoleón III lleguen para extender las marcas de su imperio, la experiencia de hoy rendirá sus frutos.


La perdida guerra de símbolos

En 1810 Santa Anna acaba de cumplir dieciseis años y en su provincia natal, Veracruz, se hace cadete del ejército virreinal. Esa debe ser una de las cosas que resuelven a la historia elegirlo como su gran patiño de décadas después, para cuyo papel lo preparará. Porque la decisión del Seductor de la Patria coincide con el estallido de un movimiento de independencia que nadie sabe exactamente adónde conduce. Nadie sabe, empezando por el hombre que en un acto de soberbia, según él mismo concede en su juicio ante la inquisición, se da licencia para convertir en otra cosa el aborto de una conspiración, la de Querétaro, que indica terminar en la mascarada de una previa, la de Valladolid. 
Uno de los promotores de ésta recuerda que denunciados y abierta “la averiguación contra nosotros”, se convino en hacer diversos movimientos para iniciar la revuelta. Pero que uno de ellos “delató cuánto sabía”. Conminados por la autoridad a presentarse, los conspiradores “en lugar de echar mano inmediatamente a la fuerza o la fuga, resolvimos ir al llamamiento”, para tranquilizarse durante la entrevista ya “que el peligro no era grande, y que nuestros recursos quedaban intactos”, y convencerse, sin más, de desistir.
Sin duda algo semejante habría sucedido si la noche del 15 de septiembre de 1810 Hidalgo no impacienta a sus amigos yendo y viniendo por su estancia en silencio, de acuerdo a un testigo, para terminar exclamando: “Al grito de ¡Mueran los gachupines!”, todo nos sobra”. Cuando menos algunos de quienes allí están palidecen y las malas lenguas presentan a tal y cual desviviéndose para que el párroco deseche tan disparatada idea.
La historia está por escribirse con seriedad todavía, pero no hay duda de que en un violento precipitarse en unos días miles de hombres, mujeres y niños siguen el “frenesí de libertad” de este religioso sesentón que parece brillante, hiperactivo, pagado de sí mismo y que, conforme al relato legendario, ha cambiado la rectoría de la más prestigiosa universidad por el exilio en un curato de tierra caliente, mofándose de las órdenes de disimular el amancebamiento, una práctica muy extendida entre el clero secular de la colonia. Al cabo de un par de meses sus tropas derrotan a las columnas que los separan de la ciudad de México y el cura da marcha atrás sin saber qué hacer con la victoria, temeroso tal vez de quienes lo siguen y de sí mismo, dado a los extremos.
      Por muchas partes del país a lo largo de diez años, éste, el menos tumultuoso y mucho mejor organizado ejército de Morelos y las guerrillas en las cuales ambos terminan convertidos, en cada momento a su manera se escenifica una fantástica guerra de símbolos. Sobre todo en la primera etapa.
Al decir de un filósofo e historiador, las masas independentistas de Hidalgo confían en la apocalíptica llegada del Nuevo Reino y no dudan de que el don de la ubicuidad le ha sido conferido a su “cura santo”, “el iluminado”, para a un tiempo dirigir una batalla y reunirse con el heredero al trono de España, “que ha sido visto” viajando con él, “oculto por una máscara de plata”. Todo con el consejo de la Virgen, quien habla a don Miguel “varias veces al día”.
      Frente a las masas, los “judíos, herejes” amos españoles y soldados del virreinato condenados al infierno, como se les escupe a la cara en la lucha cuerpo a cuerpo -“¡Te confesarás con Lucifer!”-, bajo cuyos trajes se esconden los rabos de cochino que al fin del combate algunos insurrectos buscan en los cadáveres.
      Como contraparte de estas convicciones reforzadas desde los púlpitos por el clero bajo, que hace suya la revolución y llama al pueblo a convertirse en soldado de Dios, está la convocatoria de las pías familias y las fuerzas del orden a la Santísima en su real expresión, virgen de los Remedios de blanca piel y enjoyado ropaje, y al arcángel San Miguel, que tan buenos dividendos dio blandiendo la espada al lado de Hernán Cortés. Los convocan a vencer a los verdaderos apóstatas, descendientes y amigos suyos, que vuelven a ser los bárbaros corrompidos por estas tierras que hasta la llegada de los españoles fueron patrimonio de Satanás. A convocarlos con la autoridad del Señor transmitida a obispos e inquisidores, quienes no dudan en calificar al párroco insurgente, “caído como otro Luzbel por tu soberbia”, de “apoderado del infierno todo”, para advertir que cuantos le siguen “tienen alas, cuerpos, uñas, picos y colas como grifos” y declaran “la guerra a Dios”.
      A partir de que estas fuerzas se desatan, el intransigente régimen colonial es cosa del pasado y a lo largo de la década en mil puntos del país se representan grandes y pequeñas batallas en las cuales se expresan tres siglos de cósmica caída de los mundos prehispánicos, de milenaristas sueños evangélicos, de autoritarismo sin freno, división racial, construcción de nuevas identidades negadas por la Corona española y la Iglesia.
Lo que hay allí es un movimiento en el cual los independentistas del resto de la América española no se reconocen, ya que resulta “del descontento del bajo pueblo”. Una revolución, pues, que con Iturbide consumando la separación de España termina justo en el polo opuesto: el intento de volver al viejo orden, ahora imposible si se continúa ligado a aquélla, donde se hacen reformas liberales.
El grueso del liberalismo mexicano que se abre paso después ve en el llamado de Hidalgo un “mal necesario” y aplaude la culminación iturbidista, a la cual José María Luis Mora califica de “golpe maestro”.
En todo caso, los contenidos de la riquísima explosión social de aquellos años no ha desaparecido, como prueba la constancia de las rebeliones indígenas y campesinas posteriores y la percepción de Otero y de otros contemporáneos sobre la necesidad de “grandes convulsiones”.
Cuanto sucede en 1846 en el país lleva a cuestas los irresueltos tres siglos de colonia. Ahora veremos a la en unos años Alteza Serenísima usar en las cercanías de Saltillo a miles de soldados, reglamentarios y de gleba, y soldaderas cuya furia acumulada por generaciones se le oculta en mucho y que cree en capacidad de someter, como pobrísimo remedo napoleónico que es.


La Angostura, Coahuila. 22-23 de febrero, 1847
El movimiento de Santa Anna en verdad sorprende a Taylor por su velocidad y lo obliga a recortar extraordinariamente su línea, para reunir el mayor número posible de columnas. Vuelven a escucharse las críticas que se le han hecho por alejarse a tal distancia de su base de operaciones en el Bravo, y él redobla sus quejas por la forma en la cual se le han sustraído columnas para la expedición por el Golfo. De disponer los mexicanos de más efectivos o partidas ciudadanas, como la caballería del general Urrea que opera en el camino a Monterrey o las milicias puestas en pie para defender Nuevo México o Chihuahua, podrían borrarse los progresos de los estadounidenses por el interior del país o amenazar su comunicación con el norte.
Pero para Don Antonio todo ha de resolverse en un único, gran enfrentamiento en este paraje cercano a Saltillo. “Al mediodía del 21 de febrero, la tropa recibió raciones de alimento para tres días y se le previno de hacerse de todo el agua posible, procurando economizarla, pues en los puntos en que acamparía no la abría”.
Los soldados llevan a cuestas más de 200 kilómetros de caminata y ahora recorren, según un historiador de los Estados Unidos, ¡50, en menos de 24 horas!, de nuevo acompañados por sus mujeres, que desoyen las órdenes de permanecer en Encarnación.
Aunque Taylor, presionado por el rápido avance enemigo, abandona su primera posición, no sufre con ello. Ha tenido tiempo para reconocer el terreno y coloca a sus ocho mil hombres en un punto que a la postre demuestra ser infinitamente mejor. Tanto, que equilibra la ventaja numérica de los 14 mil soldados mexicanos.
Para asaltar un centro duro en tropas y artillería, los de San Anna tendrán que avanzar desplazando sus cañones con lentitud y sin desplegar libremente su caballería, mientras baterías y fusiles los baten desde altos a ambos lados. Un poco más allá el parque y las reservas estadounidenses quedan bien guarecidos.
Descubriendo una elevación que el de Kentucky ha olvidado y que puede abrirles paso por un flanco, los mexicanos se emplean en ella y al atardecer del primer día llevan gran ventaja entre la “nube de fuego que o se elevaba o se abatía según los enemigos ganaban o perdían terreno".
“Cuando llegó la noche –dice un historiador militar-, Taylor dio por suspendida la acción, pero los ligeros de Ampudia no descansaron.” El segundo en el mando estadounidense recuerda: “Sobre las dos de la mañana nuestras avanzadas fueron arrolladas… Llovía, el frío se hizo crudísimo, pero las tropas mexicanas de asalto extendieron y reforzaron sus posiciones.”
El Rudo y Listo Viejo parece temer por la suerte de la batalla y marcha a Saltillo por refuerzos o para preparar la defensa de la ciudad, y al día siguiente Santa Anna se resuelve, concentra al grueso de fuerzas hacia el flanco que ha abierto. Luego de una serie de movimientos de distracción del enemigo, brigadas de sus tres armas fallan al intentar caer sobre el centro de éste, en tanto la caballería no se detiene, alcanza la retaguardia estadounidense, intenta tomarla, es rechazada y da marcha atrás.
Taylor, quien ha regresado para participar en los momentos decisivos, enfrenta entonces un asalto sobre el fuerte de su línea, que parece a punto de ceder. Empeñando todos sus recursos contiene el ataque.
De nuevo llueve, se hace noche y las operaciones se interrumpen. Los mexicanos, que son quienes han debido exponerse, cuentan 600 muertos y más de mil heridos. Para sus contrarios el costo también ha sido de consideración: cerca de 300 muertos y 400 heridos.
Los expertos no se ponen de acuerdo en las alternativas de la batalla. La mayoría piensa que el Generalísimo, arrojado pero sin una visión estratégica, desaprovechó un par de oportunidades para obtener el triunfo o cuando menos para dejar a los invasores en una posición definitivamente comprometida. A cambio concuerdan en que las posiciones al final del día favorecen a los mexicanos, quienes han ocupado parte del flanco izquierdo contrario, incluyendo todas las alturas.
“Durante la noche del 23 de febrero, Taylor tuvo consejo de guerra con sus generales. Wool y los otros aconsejaron la retirada”, se lee en las memorias de un coronel estadounidense. Si bien el Rudo y Listo Viejo no está de acuerdo y se impone, por su campamento ronda el temor a una derrota. Los documentos mexicanos son categóricos: “Los estadounidenses tenían perdida la batalla”.
Despunta el día 24 y el ejército invasor no cabe en sí de asombro: el adversario ha levantado el campo.
Pocos acontecimientos en la historia de México serán tan recordados, controvertidos y cargados de significados como esta decisión de Santa Anna. Para la conciencia nacional el resultado en La Angostura-Buena Vista es de una importancia incalculable: “Una victoria habría hecho cambiar el curso de la guerra y de nuestro destino”.
¿Ha faltado determinación o espíritu patriótico al Generalísimo? Las opiniones se dividen al contestar. Lo seguro es que sus soldados cargaban a la espalda jornadas extenuantes y no habían probado alimento en cuarenta y ocho horas horas.
Segura es también la cínica ambigüedad de Quinceuñas al hacer el reporte de la batalla, que marca un estilo al cual por mucho tiempo acudirán los peores gobernantes mexicanos tratando de ocultar sus fracasos: “La formidable posición que ocupó el enemigo, fue la única circunstancia que lo salvó. De otra manera, la victoria hubiera sido completamente decisiva... Pero no obstante, este triunfo tendrá resultados favorables a la causa nacional”.
La soldadera de nuestro trío de personajes inventados para asomarnos a la tropa mexicana, no ha visto una batalla del fragor de esta y la vivió con una apasionada intensidad, sin parar un minuto. Hizo muchos penosos viajes para llevar municiones, a veces a la loma en la que sus compañeros se hicieron fuertes, a veces para surtir la columna del centro o a las que dieron la larga carga sobre el flanco, y participó con otras mujeres en la organización de un sistema para recoger a los heridos a la mano y atenderlos siguiendo las instrucciones de un par de curanderas, una de ellas veterana y la segunda una voluntaria de la las Mesillas que tenía una experiencia particularmente rica en heridas de bala y de hierro por las incursiones apaches, comanches, etcétera.
La última noche, cuando la decisión final de Santa Anna se convirtió en un río de soldados abandonado sus puestos en silencio sepulcral, fue al camino de Encantada a Buenavista segura de que el Tuerto no se desperdigaría, como los muchos que encontraban la ocasión propicia para terminar con la recluta forzosa. Al ver aparecer al muchacho a solas supo que su hombre no volvería y confirmó que aquél no se marcharía sin más. Difícil decir si resultó mayor la tristeza por uno que la alegría de conservar al otro.
No estaba en la intención de ninguno de los dos suplir al que estaba ya muerto o se desangraba sin remedio en el entretecho de la colina donde el joven lo vio por última vez sin oportunidad de seguirlo, pues un cabo lo había arreado de mala manera hacia el costado contrario. Fue la naturaleza quien luego de que ella le hiciera un lugar a cien metros del camino y casi lo obligara a beber el agua, comer la galleta dura y apurar el trago de aguardiente guardados en su rezago, entre el sueño apretó cada vez más los cuerpos y terminó con él conociendo por primera vez la intimidad de una mujer.
Ella respeto el cansancio de él hasta entrada la mañana, para hacerlo apurar el paso de modo de no perderse de las columnas, cuya retirada empezaba a ser, como siempre, desastrosa. “El ejército dejaba el camino señalado con un cordón de enfermos y de cadáveres…” ”Creo no exagerar si supongo que la pérdida pasó de tres mil hombres, la mayor parte desertores.”



[*] Las imágenes están tomadas de El hombre de Arán, la obra de Robert Flaherty, uno de los padres del cine documental.

[†] Quien comparece se llama Brian Jennings, cuyo juicio se encuentra en los archivos de la justicia inglesa en la isla.
[‡] El personaje es imaginario.
[§] Este hombre no deserta ahora sino muchos meses después. Lo introducimos para aprovechar su papel en las cortes marciales contra los San Patricios.
[**] No hay certeza de que sea de esa manera, pero dichos de ambos ejércitos lo afirman.