III
Los bárbaros, el poder y la
gloria
En
el verano de 1811 Tenkswatawa, el Profeta, anunció el resurgimiento religioso
que debía permitir a los Shawnee sobrevivir en el último coto de caza que los
extraños les dejaban. La experiencia y la lectura de los signos le permitían
creer que evitando todo trato con ellos, en paz, el orden natural se
restablecería. Entonces, William Clayton Harrison, superintendente de los
territorios que debían servir de reserva a los pueblos expulsados del noreste,
dando un salto en la serie gracias a la cual alcanzaría la presidencia del
país, reto a la paciencia del jefe, falló y, perdidas las excusas, obligó a la
tribu a presentar batalla y destruyó la aldea. Un año después Tecumseh “el
majestuoso”, hermano gemelo del Profeta, acaudillando una confederación de
naciones, celebraba un pacto con los ingleses, imponía el terror a los colonos
y al fin fracasaba en el asalto a un fuerte.
El encargado de defender la plaza era el
joven capitán Taylor, quien fue elevado al rango de comandante y descubrió de
golpe la celebridad, aprendiendo, de seguro, la regla: en los Estados Unidos
para un militar no había posibilidad de progresar realmente si no era a costa
de los indios. Los años que siguieron lo condujeron de frontera en frontera, en
tareas sin mayor brillo, sin embargo, las diarias fricciones con las tribus
auguraban la proximidad del gran momento y él debió aprovechar para conocer
cuanto podía de ellas y estar preparado.
A fines de los 1820 vino de una buena vez
la decisión: el país era ya lo suficientemente fuerte como para librarse de la
presencia de los pieles rojas. Echando a un lado títulos y derechos reconocidos
por gobiernos anteriores, el que es quizá el más popular de los mandatarios
norteamericanos, Andrew Jackson, inició su traslado a ese auténtico otro
continente tras el Mississippi. Fue ahí que los cheroquies tan decididos a
apostar por la convivencia, pasaron a la historia haciendo el Camino de las
Lagrimas con los cadáveres de más de un tercio de su gente, que el hambre y el
dolor iban dejando.
Aunque no fue gracias a ellos que el
comandante logró el decisivo éxito que lo llevaría al primer plano de la escena
nacional. Se lo debió a sus antiguos vecinos del costado norte. En concreto, a
Halcón Negro, jefe de los sauks y los fox que participaron en la cruzada de
Pontiac y que con los años aprendieron a conformarse con las tierras de la
desembocadura del río Rock. Los colonos “invadieron sus vegas, destruyeron sus
sementeras y araron sobre las tumbas de sus antepasados”. Halcón Negro había
recibido la palabra, conocía de sobra el poder de los blancos y tenía fe en la
cultura acumulada por su pueblo, de modo que se retiró al territorio de
Missouri. Pero el cambio resultó tan súbito, el nuevo invierno tan duro, los
sioux que la habitaban, tan celosos de sus espacios, y el tiempo tan breve para
cumplir el justo pago requerido por la tierra, que en unos meses la miseria
aplastó a las tribus. El jefe regresó buscando una de las viejas praderas para
su maíz y Taylor y las milicias de Illinois, en las cuales el joven Abraham
Linconl mandaba una compañía, fueron en su busca y lo persiguieron hasta los
desiertos de Wisconsin, dejando detrás episodios de los cuales nadie se
responsabiliza, como el inútil asesinato de hombres, mujeres y niños indefensos
al cruzar el río sagrado.
Una década después nadie duraría en
encargarlo de terminar con la última y más obstinada resistencia, la de los
seminoles que habían sido el primer contacto de Cabeza de Vaca en estas
tierras, luego retirados a los bosques pantanosos de la Florida tras perder sus
huertas y pesquerías. Allí alcanzaría finalmente el grado de general brigadier
y la comandancia del Departamento del Sudoeste, que en 1846 le permiten saberse
un igual de los más celebrados.
Esa es la experiencia que el de Kentucky
trae frente a Matamoros. No sabe de guerra formales, pero a cambio ha
desarrollado un fino olfato para intuir al contrario y medirlo.
Frontón de Santa Isabel-Matamoros. 28 de marzo
Los
habitantes de Matamoros, incluidos Kelley y Miller, despiertan entre la
alharaca de campanas a vuelo, de rebuznos y ladridos de alarma, de desesperadas
prevenciones de gallos y relinchos nerviosos. Los invasores avanzan hacia el
Bravo con docenas de carros cuya carga es una incógnita.
“Desde lo alto del río, los mirones se amontonaban
en las azoteas... El alboroto rodaba hasta donde estaban los estadounidenses.
Qué clase de recepción... Muchachas mexicanas nadaban desnudas en el río,
agitándose para llamar la atención”, aseguran las memorias de un tal Nichols.
La crónica mexicana cuenta el momento de otra
manera: “Se corrió la información de la proximidad de los estadounidenses. El
vecindario, terriblemente inquieto, subió a las azoteas para contemplar la
amenazante mancha de las columnas de Taylor”.
Las columnas se detienen a un paso del
río, ligeramente al costado derecho de Matamoros, bajan la carga de picos y
palas de sus carretas y se dan a la tarea: poner la base de lo que se propone
ser un fuerte a tiro de cañón de la ciudad.
Qué puede hacer el
general Mejía, si no tiene más instrucciones que aguardar a los refuerzos y al
comandante encargado de dirigir las operaciones, cuyo nombre no se conoce
todavía. Debe tragarse el coraje confiando en que aquéllos lleguen antes de que
el edificio esté listo.
Hora
de confesarse
Para quienes
como parte de las columnas de voluntarios no siguen el más o menos cómodo
itinerario que llevó a Taylor a Corpus, sino que deben atravesar las planicies
texanas, el esperado paseo se vuelve una tortura desde las primeras jornadas,
se rece o no a David Crockett.
“Fue un
viaje como un verdadero purgatorio”, recuerda uno, y Chamberlain: “La marcha
fue extremadamente dura. El llano extendido por más de cien kilómetros, estaba
cubierto por agua y hierba de un metro de alto. Un día me rendí, me eché en la
tierra y deseé realmente morir. Nada parecía real. El oscuro, lóbrego cielo, la
hierba y los árboles, todo parecía girar y revolverse”.
Lo que no cambia al llegar a la desembocadura del
Bravo es el trato de sargentos, tenientes, capitanes, mayores… “Desearía que
alguien con influencia informara a la gente de Washington, de la brutalidad de
estos oficiales”, se queja S. D. Johnson, y un bien informado Wiston asegura
que “los sumarios de los juicios marciales están repletos de listas de
infractores y de penas prescritas”.
Todo vale: amarrarles a los pies un bala de cañón,
tirarlos por días al sol atados a una rueda de carreta o sobre un barril. “A
otros se los marcaba: HD, por borrachos habituales; W, por descuidados”,
escribe uno de los muchos Smith que van en las columnas. Por supuesto, los
inmigrantes llevan la peor parte, por recién llegados, por católicos y por ser
los últimos de los últimos en las filas: “La mayoría de las unidades de elite,
como los Dragones, usualmente estaban compuestas por americanos nativos, y
ningún ciudadano naturalizado se permitía en el de Ingenieros”.
La mayoría católica de las fuerzas regulares exige ser
asistida por pastores de su culto, necesariamente mexicanos. Taylor debe
saberse sentado en un barril de pólvora y en este impasse antes de la
declaración del conflicto permite que quienes lo deseen acudan a los
confesionarios de Matamoros.
No hay detalles sobre la forma en que se
produce el evento. Nadie sabe, por ejemplo, cuántos soldados acuden a la cita,
excepto que John O´Rilley va entre ellos. Por su futuro papel en el San
Patricio, puede pensarse que el hombre formó parte de los promotores de la
demanda al Rudo y Listo Viejo. ¿Tiene ya en mente quedar en la ciudad mexicana?
Al final de la columna de soldados que se dirige a la iglesia mayor de
la ciudad, O´Donnell registra con avidez el lugar. Hace unos días vio una
procesión de peones del rancho de Soliseño y quedó prendado de ella. Aunque se
le perdía el sentido de las palabras de los pregones, no lo que juraría los
atravesaba secretamente en su monótona repetición, perceptible también en los
rostros y los ramos de los caminantes y en la virgen de rostro moreno, en las
flores a sus pies y los motivos de su traje.
Esta mañana caminando por las calles de Matamoros, busca nuevas señales
de aquello y cree encontrarlas en muchos lados pero no atina a señalar dónde y
en quién, porque la población se ha reunido para asistir al extraño
espectáculo, y forma un río cuyas miradas aquí y allá se posan en él,
desconcertándolo hasta paralizarlo.
Por ello no entra al templo donde O´Rilley y los demás se acomodan para
escuchar a un prelado fuera de programa, que aprovecha con un sermón la espera
para las convenidas confesiones, mientras dos párrocos van de banco en banco
repartiendo bendiciones y octavillas, éstas en inglés[*].
Una partida de niños cerca al irlandés como mosquitos, repasándolo de
arriba abajo, divertidos con el tono rojizo de su cabello, con su pálida piel a
punto de reventar de sol y sus ojillos azules e increíblemente mansos, hasta
que un capitán mexicano los espanta, justo cuando los primeros soldados de
Taylor en recibir el servicio religioso bajan la escalinata de la iglesia.
Luego no entiende bien a bien qué pasa: las filas que se forman, la
confusión de los mandos contando a los hombres, dando gritos, imprecándose
entre sí mientras andan de aquí para allá sin atinar dónde debe buscarse, y al
fin la orden de marcha.
Brian no se ha percatado de la existencia de O´Rilley y no lo hecha en
falta, pero sí a un alemán de su compañía cuyo nombre le resulta
impronunciable. Sobre cuántos han aprovechado el viaje para no regresar a los
campamentos, olvida preguntarse.
Adios al sueño americano
Las
deserciones del día de confesiones confirman los indicios que El Rudo y Listo
Viejo tuvo muy pronto tras instalarse en estos terrenos. Dos de sus dragones habían
quedado con los mexicanos después de una escaramuza: “Creo posible que estos
hombres hayan desertado hacia el enemigo”, escribió el general en su diario, y
cuando le fueron devueltos sus sospechas empeoraron porque, como recordará
luego un mayor, “los dos Dragones regresados mostraban un sospechoso
comportamiento, extendiendo entre los demás soldados la idea de que el trato
entre los mexicanos era magnífico”.
El 11 de abril, ya que está a punto el fuerte
Texas, como los estadounidenses bautizan al edificio levantado casi frente a
Matamoros, el general Ampudia arriba a la ciudad. Viene a la cabeza de una
división que en dos plazos elevará en cinco mil los efectivos del ejercito, con
instrucciones de esperar a Mariano Arista, a quien el día cuatro se nombró
responsable de la campaña. Pero Ampudia, hasta hace unos meses nuestro
representante en Washington, toma algunas iniciativas.
La más provechosa es hacer llegar papeles sueltos a
los campamentos contrarios alentando la deserción, que parten de un cálculo en principio
vago sobre las desavenencias en las filas de Taylor. Tal vez O ´Rilley, Kelley,
Miller, nacido en Arkansas, y otros han dicho algo no suficientemente claro.
“A los ingleses e irlandeses a las órdenes del
general Taylor –reza la propaganda-. En razón de que el gobierno de los Estados
Unidos comete repetidos actos de barbarie contra la magnánima nación mexicana;
de que el gobierno de la bandera de las
barras y las estrellas no es digno de llamarse cristiano. Considerando que
ustedes han nacido en Gran Bretaña; que el presidente Polk ha manifestado su
deseo de poseer el Oregon inglés... vengan con toda confianza a las filas
mexicanas”.
Los papeles invitan también a alemanes, franceses,
polacos y, en general, a todos los inmigrantes soldados. Los convocan
llanamente a abandonar las filas: “Les garantizo, sobre mi honor, buen trato, y
que se les sufragarán todos los gastos hasta llegar a la hermosa capital de
México.” Allí estarán en libertad de decidir si se quedan o regresan a sus
países de origen.
Curiosamente el
general mexicano no saca mayor partido del tema religioso. No tarda sin embargo
en corregir, con nuevas octavillas: “Abandonen la desesperada y sacrílega causa,
dejando sus armas y corriendo a nosotros, quienes los abrazaremos como
verdaderos amigos y cristianos”.
Los clérigos de Matamoros no son menos
activos en esta campaña. Así se descubre en la fe una fructífera manera de
adelgazar las columnas del Rudo y Listo Viejo. “La iglesia de Matamoros no
paraba en demostraciones: campanas llamando a misa, música, fiestas,
procesiones... Debían estar inventando un santo por día. Los estadounidenses
veían y escuchaban la mayor parte de estas celebraciones, desde el otro lado
del río. Muchos soldados sentían el llamado del Viejo Mundo”, recuerda un
oficial.
Las invitaciones de Ampudia a desertar cambian también en otro sentido.
Ahora se prometen tierras y recompensas en dinero. El motivo es quizás que para
entonces algunos de los fugados del Frontón de Santa Isabel y el Fuerte Texas, han resuelto incorporarse al ejército de México,
mientras el grueso se dispersa por el país.
A partir de ahí, a solas o en grupo, las deserciones se hacen asunto
común y Taylor se duele: “Nuestras filas enflacan día a día”. El problema no es
fácil de afrontar para el comandante, en razón de que la guerra no ha sido
declarada y quienes se marchan no pueden ser penados como traidores.
“Contemplando la deserción, cuánto más puedo tolerarla, sin tomar medidas
eficaces”, escribe a Washington urgiéndolo a decidirse, y tardando la respuesta
resuelve obrar por iniciativa propia. Es entonces que sus guardias empiezan a
disparar contra quienes cruzan el río, y se producen las primeras víctimas: un
francés y un suizo, en días consecutivos.
A los alcanzados por las balas de los piquetes de
vigilancia se suman los que mueren por sí mismos en el intento. “Cuatro
soldados se han ahogado al atravesar el río a nado”, informa el comandante. Al
poco una orden del Congreso saca a éste del apuro: “Puede dispararse contra
cualquier soldado que deserte o lo intente”. “Una noche –atestigua el diario del
soldado Fink- catorce hombres se marcharon. Henry vio lo que le sucedió a uno.
Un perfecto disparo lo tumbó a doscientas yardas de distancia.”
Un elemento más debe estarse agregando al aliento a la deserción,
posiblemente como efecto de los llamados de Quincy Adams a las tropas para no
comprometerse con una guerra injusta. Taylor anota resignado: “Se han
presentado varias renuncias de oficiales... Sintiendo que esto haya sucedido,
creo todavía de mi deber no poner obstáculo a su aceptación”.
Centenares dejan así las filas estadounidenses para alcanzar Matamoros,
pero sólo unos 48 se apuntan con nuestro ejército[†].
Miller,
el nativo de Arkansas presente en Matamoros ya a fines de 1845, y James Mills, de Oswego, Nueva York, fugado en
abril de 1846, prueban que no provienen en su totalidad de la lrlanda católica.
Pero los demás nombres conocidos sugieren que la mayoría sí: además de O´Rilley
y Kelley, John Murphy, John Little y
un segundo O´Rilley, éste de nombre Thomas, confesos naturales de la isla.
Sus
argumentos durante la corte marcial de 1847, afirmando que fueron forzados a
enrolarse, son inadmisibles al comprobar cómo la mayoría de los desertores
viaja hacia el interior del país. ¿Qué los hace quedar? Tal vez la simple
oportunidad de tener un sustento asegurado. ¿O es también una promesa
relacionada con la fe, al menos para los irlandeses, los alemanes y otro
probable europeos católicos? Militares y religiosos deben tratar de
convencerlos de algo todavía impreciso: convertirse en un símbolo que
profundice la desmoralización de los invasores. Al parecer John O´Rilley tiene
un papel en los orígenes de esta compleja, accidentada historia[‡].
25
de abril
Al mover a su ejército al Bravo, Polk dio como un
hecho su pretensión de que las fronteras de Texas llegan hasta allí, presumiendo
ser un respetuoso vigilante del derecho internacional. Al menos para quien no tiene
idea del asunto. Un congresista de oposición lo denunció desde la tribuna: “El
río Nueces es el verdadero lindero de Texas. Ha sido nuestro presidente quien
inició esta guerra”, y enseguida el mandatario se precavió contra las voces
internas instruyendo a su agente especial en México: “Deberá usted tener
cuidado de obrar con tal prudencia y firmeza, que aparezca claro a los ojos del pueblo de los Estados Unidos y del
mundo, que no podía evitarse honrosamente una ruptura”.
Cuando Mejía le reclamó haber transgredido las fronteras, advirtiéndole de
que de no retirarse obraría contra él, Taylor respondió: “De ningún modo eludiré
esta alternativa, dejando la responsabilidad a quienes imprudentemente
comiencen las hostilidades”. Como los mexicanos no dan el paso, promete a sus
superiores: “Obligaré a retirar su ejército de Matamoros, o a tomar la ofensiva
de este lado del río”.
A los ojos de los expertos militares que revisan la historia, la
designación de Arista para dirigir las operaciones es atinada. Aseguran que no
hay hombre más a propósito y deben tener razón, si bien sin duda para el
gobierno en turno cuenta a su favor el compromiso que adquirió años atrás con
una asonada contra leyes de afectación a los fueros eclesiásticos.
Para ciertos políticos contemporáneos, eso, el señalamiento de que no
intervino en la detención del más osado asalto de las tribus belicosas y el de,
en una ocasión, vender al gobierno armas supuestamente de desperdicio, lo
vuelven un personaje contradictorio, pero nunca en cuanto a sus dotes
castrenses. Está además bien acostumbrado a estas regiones y a las de más allá
del Bravo, y sus propiedades se encuentran cerca de aquí.
Aunque a primera vista no es una buena señal su retraso de veinte días
en arribar a Matamoros, para encontrarse con un Rudo y Listo Viejo que ha
tenido tiempo para sin prisas levantar el Fuerte Texas y planos de la zona, en
realidad no debe extrañarnos. ¿No está extendida entre la numéricamente modesta
opinión pública del país, la certeza de que las tropas estadounidenses no
resistirán mayor cosa?
En el camino Arista ha hecho un plan de acción
basado en sus conocimientos del lugar y apenas se hace presente ordena que mil
seiscientos hombres pasen el río por un punto distante. Son éstos los que en un
paraje conocido como Carritos topan con una partida de dragones enemigos,
dándole a Taylor el pretexto que Washington ha estado esperando y que él se
apura a comunicar: “Ahora ya puede considerarse comenzadas las hostilidades”.
Es ahí que Polk acuña una frase que no se cansará
de repetir en los próximos dos años para justificar la guerra: “México ha
derramado sangre americana en suelo americano”. Los periódicos liberales de
Boston, de Washington y Nueva York lo denuncian, avergonzados: “(he aquí) una
de las más grandes mentiras nacionales que se hallan dicho deliberadamente”.
El modo de proceder del presidente es tan grosero,
que sus agentes en el congreso apuran que se apruebe la declaración de guerra
sin permitir se revise en realidad. Con todo, en el senado varios legisladores
del partido whig dicen "sí, pero sin el preámbulo" que hace aparecer
a México como agresor y que usa la acción de Carritos como causa. “Calhoun,
demócrata del Sur, dijo después que ni un diez por ciento del congreso habría
votado la declaración, de haber tenido tiempo para examinarla”.
Tiempo de guerra
Apasiona leer los relatos militares. Las batallas
son un juego de alternativas infinitas en potencia, que se desarrolla sobre un
tablero que presenta sorpresas a cada paso, por los numerosos, a ratos
decisivos accidentes de la tierra. Los momentos y las acciones particulares son
a montones e influyen uno a uno en un resultado que depende de muchas, diversas
inteligencias y corajes a lo largo de horas o días. Con frecuencia, por más o
menos prolongados plazos el grueso de las tropas sirve como simple contención y
el destino se decide en un pequeño punto o en un movimiento que parece
secundario, y siempre hay una sucesión imprevisible de coyunturas
determinantes. El sentido de mera emoción termina cuando se recuerda que
hablamos de seres humanos y no de piezas.
Las guerras europeas acostumbran convocar a
ejércitos de sesenta, cien mil hombres y más, de cada lado, y en la que inicia
en Matamoros y sus cercanías se ponen en acción apenas unos nueve mil en total.
No hay pues relación en cuanto al volumen del drama, pero sí respecto al tono.
La masa de soldados de infantería, de a caballo o que sirven a los cañones, a
lo largo de día y medio formarán un universo de incontables instantes y
emociones sin futuro, en el cual el presente reclamará todo, alcanzando
extremos que nadie más que un combatiente puede experimentar. La sangre, el
dolor y la muerte presidirán cada momento, en un espacio donde el mundo se
agota. El miedo, el coraje, la conciencia de la patria, la obediencia, los
recuerdos, estarán marcados por ellos, creando un espectáculo que apenas
podemos imaginar: de ruidos, de voces, de cuerpos atravesados aquí y allá, a
veces en grandes boquetes o rajaduras que dejan al descubierto las entrañas,
por un petardo, una espada, una lanza, la multitud de desechos que produce una
bala de cañón, entre miembros semidesprendidos o cercenados: piernas, brazos,
ojos, cabezas.
Es una historia que ha empezado con la
resquebrajadura del ritmo habitual. Para cuando el asunto está a punto de empezar,
Matamoros y sus cercanías han de vivir una borrachera que contagia a los
pájaros, a los perros, a los gallos, a los burros, a la pequeña fauna del
lugar, quienes intercambiarán anuncios, mudarán temporalmente de hogar o
padecerán la angustia de saber que no podrán escapar a lo que se presagia.
Hombres, mujeres y animales deben dejar un hedor que retroalimenta las
pasiones, y las voces subirán de tono, el contacto con los otros irritará o
apremiará. ¿Cuánto deseo carnal, por ejemplo, se despierta y contiene o se
cumple en esas horas o días previos, sin importar el sexo o incluso la especie?
La vida entra pues en un estado de perturbación por el cual el tiempo y
el espacio tienen sentidos distintos a los convencionales. Un segundo puede ser
interminable, y un centenar de metros equivaler a kilómetros. Durante el
combate cuerpos y mentes se moverán a una velocidad y con una lógica
aparentemente inconcebibles. Los actos más comunes -agacharse, voltear, tomar
un objeto- se acelerarán hasta el límite de lo posible, y las manos, las
cabezas, los torsos, los pies, las bocas, los ojos, adoptarán formas extrañas,
como si en lugar de hombres lo que hubiera allí fueran caricaturas con vida
que, de poder penetrar en ellas, descubrirían una multitud de realidades
contrahechas en las miradas alteradas por emociones que llegan al extremo y
agrandan o empequeñecen, iluminan u opacan las cosas, o que despiertan
auténticas alucinaciones.
Pareciera que ni por un
momento siquiera la sensatez pudiera abrirse paso, porque no cabe allí, porque
desatina, se vuelve ridícula, y que las ideas y los estados de ánimo se exaltan
con una fugacidad extraordinaria y se contradicen, casi minuto a minuto, sin
responder necesariamente a lo que sucede alrededor. Valor y estupidez, mesura y
locura, comedimiento y arrojo, exaltación y postración, miedo y entereza,
egoísmo y fidelidad, asombro e indiferencia, optimismo y pesimismo, respeto y
desprecio, placer y dolor, se confunden, entre una excepcional excitación del
olfato, del oído, del tacto.
Da la impresión así de que la guerra se acerca, como ninguna
otra cosa, a la realidad que subyace en el instante y que es aprensible sólo
por el subconsciente. Nada parece entonces más cercano a los sueños. Por ello,
sin duda, los ejércitos están construidos sobre una reglamentación
particularmente rigurosa, que intenta borrar cuanto puede de las emociones, o
contenerlas y aprovecharlas. Todo indica que la soledad, como conciencia y como
realidad, es el estado más acusado y pertinaz, y que de allí viene el esfuerzo
por borrar la personalidad del recluta y de transmitirle la idea de disolverse
en un ente colectivo.
¿Cómo
influyen las peculiaridades de los dos ejércitos que van a enfrentarse, uno sin
experiencia en la guerra formal y tentado por la deserción, y el otro formado
mayormente por hombres que no decidieron estar en él? En ambos bandos para
muchos no se juega la patria, que está en otro lado –Irlanda, Alemania, las
comunidades indígenas…- y los cabos y los sargentos, sobre todo, pero también
los tenientes, capitanes y demás harán de inmisericordes capataces para
controlar y aprovechar el resentimiento y los recuerdos personales que
amenazarán explotar contra ellos, contra el vecino de junto, contra los propios
soldados castigándose por tomar una mala decisión o dejarse cazar viniendo a
dar a donde no deben.
La prueba de fuego
Resumido, el plan de Arista es cortar la
comunicación de los estadounidenses entre el Fuerte Texas, donde se encuentra
Taylor, y el resto de su gente, que se reúne en el Frontón de Santa Isabel unos
kilómetros atrás. De ese modo obliga al enemigo a presentar batalla en el
camino entre ambos puntos.
Es correcto, dicen los expertos, sin embargo la
suerte de los mexicanos resulta dudosa desde el principio. Para completar el
plan se manda a los contingentes de Matamoros unirse a los que tuvieron el
encuentro de Carritos: “Grandes dificultades se presentaron para cumplir este
trámite. Por una inexcusable falta de embarcaciones, para el cruce del núcleo
del ejército no había más que dos lanchones. La desesperante operación tardó 24
horas... El enemigo tuvo así tiempo para burlar en parte muy esencial” los
movimientos previstos.
Tal vez comprendiendo el objetivo de los mexicanos,
el Rudo y Listo Viejo deja en el fuerte a la dotación mínima para sostener un
cerco y marcha al otro punto antes de que el camino quede cortado. Arista
recibe informes del movimiento, está seguro del rumbo que tomarán los
contrarios, pero no puede evitar el temor a un asalto sorpresivo a la ciudad y
hace que uno de sus batallones vuelva.
Los desplazamientos de los dos ejércitos, pues, no
son mecánicos ni del todo premeditados. En cuanto al escenario los mexicanos
deberían llevar ventaja. El de Kenctucky ha ganado fama y fortuna en los
boscosos y a veces intrincados países de Halcón Negro, de los seminoles y otras
naciones indias. Arista, por el contrario, está bien acostumbrado a estas
regiones cuyos cuarteles han estado bajo su dirección más de una vez. Entonces
la naturaleza tendría que jugar a favor de la causa de México. Lo ha estado
haciendo por sí misma, incomodando, enfermando o desesperando a los soldados estadounidenses
en sus campamentos. Pero sacarle partido conscientemente es otra cosa.
Al tiempo que los comandantes y sus
columnas se preparan en el camino al Frontón, las baterías de Matamoros y del Fuerte
Texas, renombrado Brown en honor a un oficial caído, escenifican una batalla
particular. Allí están los probables 48 desertores incorporados al ejército
mexicano, a quienes ha empezado a conocerse como los Corolados por el tono del
cabello de algunos. Excepto quizás John O´Rilley, nadie entre ellos conoce lo
que es una batalla, y en “el sublime momento” en el cual el suspenso está a
punto de terminar y que de seguro es presagiado por los pájaros vaciando el espacio
para delatar el silencio que los perros confirman con el intercambio de sus
advertencias, a uno de ellos la exaltación le produce encontradas sensaciones,
convertidas en un ánimo de valor “tan parecido a la barbarie, como un huevo a
otro huevo”[§]. Absorto
el hombre, “un repentino estruendo lo saca de su arrobamiento”.
Arista ha ordenado que la artillería de la ciudad
castigue a la fortaleza, y ésta responde. En los dos bandos se produce “una
espantosa lluvia de balas y metralla”. “Los pedazos de tierra, de madera, de
piedra y hierro, y demás despojos arrancados de su sitio, llenaban el aire.” Kelley
y sus compañeros deben dudar entre mantenerse en pie o buscar cobijo, y tal vez
más de uno cede a la tentación y es como si desapareciera para no estar mejor
protegido, hundiéndose en el pozo con el cual el miedo entregado a sí mismo
oscurece todo alrededor y hace de gigantesco eco de los impactos, del volar de
los fragmentos y los gritos de dolor. Pero no será sino por un minuto, porque
los demás lo obligan a volver a su puesto.
A pesar de la intensidad del fuego las bajas que se
producen son pocas, en razón del pobre calibre de las baterías y el mal tino de
los artilleros. Sin embargo la capacidad de destrucción, el efecto de los
recursos que se han puesto en acción, anuncian lo que va a venir. Uno de los
próximos San Patricios ve como “un astillazo ha herido en la cabeza al hombre
que está a mi lado, y como la sangre, tiñiéndole la cara, le da un horrible
aspecto. Agita los labios, bebiendo aquel líquido, y luego lo escupe con furia”.
Es en ese momento que él, O´Rilley y los otros empiezan
a hacerse de una reputación entre sus antiguos compañeros “Se sabe que algunos
de nuestros desertores fueron reclutados contra nosotros y actualmente sirven
en el bombardeo al Fuerte”, informa Taylor haciéndose eco de las indignadas
noticias que desde allí transmiten sus combatientes.
Dos días más tarde el bombardeo mexicano es apoyado
por fuerzas de asalto. Los relatos de uno y otro lado hacen confusa la
situación del fuerte. “Escaso de gente y víveres, muerto o herido gravemente su
jefe y tomadas algunas de sus defensas exteriores, estaba ya a punto de
rendirse”, asegura la versión mexicana. La estadounidense la contradice: “la
artillería mexicana era demasiado ligera como para producir daños graves, y su
infantería no mostraba intenciones de lanzarse a un asalto”.
No hay nada extraño en la falta de acuerdo en los
informes. En ésta, como en cualquier otra guerra, la forma en que los
contendientes cuentan la historia maneja coincidencias y contradicciones
conforme a los intereses de cada parte. Por ejemplo, al hablar de los números
de los efectivos de los ejércitos que van a chocar enseguida. Según las fuentes
de los Estados Unidos, Arista se dirige a presentar batalla con entre cuatro y
seis mil hombres. De acuerdo a los documentos mexicanos, los contrarios
alcanzan o rebasan los tres mil. Ambas exageran. Las cifras reales parecen
aproximarse a unos dos mil doscientos estadounidenses y unos tres mil
mexicanos.
8 de mayo
Mientras tanto en el camino al Frontón de Santa
Isabel, con información de que el enemigo ha emprendido el avance el día
anterior, el general mexicano se mueve a una llanura en la cual ha estado poco
antes y que le parece a modo. Palo Alto la llaman los lugareños. Ahora tiende
su línea a lo largo de unos dos mil metros.
Al mediodía los exploradores informan a Taylor de
la presencia del enemigo a unos dos kilómetros. El general permite a sus
columnas un breve respiro y las despliega para el combate. “El rostro de cada
soldado y de cada oficial parecía decir: ¡Ha principiado! ¡Ya está aquí!”,
Quienes siguen soñando en conquistar los Palacios de Moctezuma se dicen: “¡Qué terrible!
¡Qué glorioso!”. Y en todos, al moverse precipitadamente, poniéndose en fila y
examinando sus fusiles, los semblantes expresan una colección de sentimientos.
O ´Donnell y vaya uno a saber cuántos más dan
gracias al cielo de que el suspenso termine y de que la mecánica de sus actos,
a punta de gritos de oficiales, decida por ellos y cierre el paso a las ideas
agolpándose en la cabeza hasta cansarse, para ir a dar a imprecisos recovecos
donde un día estallarán de imprevisto.
“Entre la una y las dos –dice un historiador de los
Estados Unidos -, bajo un cielo claro y brillante, ambas partes se preparaban
para el combate, de acuerdo con sus métodos característicos nacionales. Arista
cabalgando a lo largo de la línea, gritando ¡Viva la república! y pronunciando
discursos que eran casi ahogados por el estrépito que producían las bandas que
estaban atrás. Taylor sentado de lado y con descuido en su caballo; mascando
tabaco, escupiendo y hablando con cualquiera que fuera pasando”.
Hasta que éste ordena avanzar, lentamente, a la
vista de los mexicanos: mil ochocientos metros, mil quinientos, mil
doscientos... “No había nadie entre el escuadrón y la línea del enemigo, y en
medio de las dos fuerzas se abría ese terrible vacío de lo desconocido, como el
límite que separa a los vivos de los muertos”. Se trata de un vacío subrayado
por la fiesta de sonidos, de botas, cascos, ruedas circulando con dificultad; bufidos
y respiraciones ansiosas, fusiles que chillan al subir y bajar, bayonetas y
cuchillos que golpean contra las piernas en sus guantes de piel.
Conforme al historiador estadounidense, “a pesar
del consejo de sus oficiales” Taylor, siempre rudo y listo, “decidió colocar a
la artillería en el centro de su formación”. Parece saber lo que hace: “Al
llegar a unas setecientas yardas de la línea –dicen los anales mexicanos-,
nuestra artillería rompió el fuego”.
Es una mera advertencia de Arista, ya que el
alcance de las balas es menor a esa distancia. Entonces el de Kentucky hace un
alto, manda avanzar sus cañones y que la gente se repliegue fuera del alcance
de los tiros del enemigo. Apoyadas por un escuadrón de caballería y los
novecientos hombres de su dotación, pues, las baterías se aproximan a los
mexicanos. “Una confusión de voces dijo ¡fuego!, repitiendo como un eco la del
comandante, y la andanada lanzó un montón de proyectiles”.
Si hasta ahí los soldados tienen tiempo y ánimo
para levantar la mirada y contemplar el conjunto, en adelante el mundo se
reduce al pequeño, imprevisible escenario en torno suyo: “Inesperadamente se
oyó el silbido, interrumpido de repente al chocar con algo blando, y con un
extraño sonido un dragón cayó de su caballo al suelo. El dragón estaba muerto y
el caballo se agitaba todavía”. Del lado contrario, entre “el humo de la
pólvora que se esparció alrededor”, otro combatiente ve “a los artilleros que
cogían el cañón y lo llevaban a su sitio primitivo”, para “repetir la operación
por segunda y tercera vez”.
Taylor no se equivocó. La superioridad de su
artillería basta para dominar la batalla. Su fuego, débilmente contestado por
las baterías mexicanas, es tan denso que la hierba alrededor, notablemente
crecida y seca, se incendia y el humo envuelve a los dos ejércitos,
impidiéndoles casi toda operación. El mando estadounidense aprovecha para
adelantar a sus tropas oblicuamente y cuando el humo se dispersa los ejércitos
se descubren muy cerca. “El teniente William Churchill abrió el fuego con los
cañones de dieciocho libras, usando balines y metralla para abrir orificios
grandes en la línea mexicana”.
Entretanto las balas de la artillería mexicana, de
metal sólido, sólo aspiran a servirse de los fragmentos que produce su
explosión. Arista intenta un asalto por ambos flancos y fracasa. “Algunos de
nuestros cuerpos, impacientados con la pérdida que sufrían, entraron en
desorden y pidieron que se les hiciera avanzar o retirarse. Inmediatamente se
les permitió cargar.”
No hay manera de resumir el vía crucis que ha sido
la jornada interminable para el tuerto y el muchacho indígena casi cosido a él.
Con la mochila a la espalda y el fusil en ristre prácticamente no han parado de
correr, sin saber nunca con exactitud el por qué de sus súbitos altos. Las
botas del tuerto, tomadas de un cadáver hará dos años, se rindieron y él apenas
tuvo tiempo de sacárselas, revisar las ampollas y levantar la mirada al sol
para estimar cuánto sufrimiento le faltaban por cumplir a los pies, hasta que
tuviera tiempo de suplicar por cualquier cosa a modo ya inservible para quien
no haya tenido fortuna. Las detonaciones se han sumado al paisaje que no tiene
nada que ver con el que contemplan Arista, su cuartel general y la displicente
caballería que por la noche se sabrá no ha entrado en combate sino
episódicamente.
Para el tuerto y para su compañero los campos cuyo
panorama se les había instalado en la mente luego de meses de compartirlo, se
trocaron en el metro delante de cada paso, siempre distinto, que en un instante
presentaba un agujero sorteado a última hora, y a continuación unas piedras con
las cuales debía tenerse cuidado, para no dejar sino de cuando en cuando un
trozo de tierra amable.
Si una nube flaca paso de largo el estío
tamaulipeco, ellos no se enteraron, como de casi nada a sus flancos y atrás, a
pesar de lo mucho que en derredor suyo delataba fugaces historias a cientos. En
dos ocasiones el tuerto percibió instintivamente el flaqueo del muchacho: al
esquivar un cuerpo cuyo destino se sintió tentado a comprobar y al asombrarse
por la manera en que unas piernas delante suyo de súbito quedaban atrás al precipitarse
convertidas en hilachos.
Hace un momento, cuando sus oficiales dieron la
orden, echar mano del arma y disparar, para los dos fue un respiro vuelto odio
contra las desdibujadas figuras que al fin aparecían a sus ojos y eran las
culpables del día, criaturas del diablo, qué más, si resolvieron no hubiera
sino dolor y muerte en el mundo, en todo él, contenido por completo en los
kilómetros de carreras y resoplidos.
A cien metros por encima de sus cabezas, los
oficiales ven un cuadro ordenado, en el cual la pareja de hombres se hace parte
de un borrón que obra en orden y que ahora, liberando el miedo que amenaza
dominarla por completo, en la multiplicación de su ferocidad, a gritos se
precipita sobre el contrario salvando cuando y como puede los hoyancones. El
tuerto, el muchacho y los demás, “perdiendo cada uno cualquier sentido de sí mismo”;
haciendo a un lado la irritación por los compañeros, con quienes aquí se choca
y allá se tropieza de plano, se constituyen “en una pieza más de la maquinaría”,
identificados con “una personalidad colectiva dominada por un solo deseo”. Y
así por un momento que para éste
es nada y para aquél la eternidad, se convencen de lograr su propósito.
Guiados “por un nervioso y
rápido furor”, por una especie “de cólera”, “de aguda exasperación”, como la
“de un animal acorralado”, a punta de “gruñidos, imprecaciones y ruegos
amortiguados, forman una especie de bárbaro y salvaje canto que se asemeja a
una corriente sonora subterránea”. Tanto más cuanto más a la mano parecen “las
formas inquietas e imprecisas de los estadounidenses que, moviéndose sobre el
terreno extendido extendía frente a ellos, se agrandan según se acercan, como
títeres movidos por una mano mágica”. La carrera debe ocultar la evidencia de
la muerte, que queda atrás, como el dolor del hombre que “refunfuña rozado por
una bala y la sangre comienza a correr abundantemente por su rostro; se coge la
cabeza con ambas manos, lanza una exclamación de sorpresa y echa a correr. De
pronto, otro suelta también una ahogada expresión de asombro, como si le
hubieran golpeado con una estaca en el estómago. Se sienta y mira a su
alrededor con ojos en los que hay un mudo e indefinible reproche.”
Pero el esfuerzo de los de Arista es inútil,
recuerda un oficial de los Estados Unidos: “Las balas de cañón, de tan cerca
disparadas, mutilaban horriblemente los cuerpos, y era frecuente ver rodar a
alguno, arrancada a cercén la cabeza, cuando la violencia del proyectil no
aventaba brutalmente hacia atrás a la víctima. La fusilería esparcía otra
muerte menos rápida y más dolorosa”. Los huecos que de esa forma se abrían, “se
cerraban instantáneamente con la constancia de los soldados mexicanos.”
El puro valor no es suficiente. Los de Taylor
rechazan las cargas y al caer la noche la batalla queda suspendida.
“El comandante general de la artillería, Requena,
calculó en 3,000 los disparos de cañón del enemigo, contra 650 de los
nuestros.” El reporte de bajas de los estadounidenses es de cinco muertos y 48
heridos, de su parte, y de 102 muertos y 129 heridos del contrario.
El Rudo y Listo Viejo no ha tomado el campo
mexicano, pero su victoria es clara. Para los de Arista la noche es una
continuación de la desgracia: “No hay un sólo médico, ni un miserable botiquín
para atender a los heridos”. Falta también cualquier clase de rancho, de ración
de nada, y la moral está inevitablemente dañada, tanto por las consecuencias
reales como por la impresión de posibles errores cometidos por la comandancia y
por las indecisiones de la caballería encargada al mismo general Tornel, que en
diciembre pasado el gobierno llamaba en su auxilio y venía preparado para
sumarse al golpe de mano de Paredes.
Es una moral maltratada a la vez por el fin de la
euforia que ha presumido a un enemigo fácil. Ahora ya no hay manera de
mentirse: “La superioridad indisputable de su armamento en general, lo numeroso
y potente de su artillería y de sus caballos, el arreglo y precisión de su
parque, la abundancia de sus víveres, el completo y esmerado servicio de sus
trenes y ambulancias...” Y no saben que en el Frontón han quedado miles de
voluntarios llegados la víspera desde la Unión Americana. O que la armada del
Golfo, con veinte compañías, el mismo día de la batalla arriba a la entrada del
Bravo.
Al amanecer Arista emprende la retirada.
El
remate
El destino de
la guerra no está, desde luego, decidido. Ni siquiera puede decirse que la
primera jornada concluyó. Y quedaría así, en suspenso, si Taylor hiciera caso
de sus ayudantes, se retirara al Frontón y no tentara a la suerte unas leguas
allá de Palo Alto, donde Arista acampa.
La nueva batalla dura nada más que unas horas, a
partir de las cuatro de la tarde, pero resulta muy intensa. Ahora es la rapidez
y la decisión del Rudo y Listo Viejo, que no espera para moverse en busca del
adversario y carga repetidamente sobre él; es eso y la indolencia de Arista, quien
no elige con cuidado el campo ni forma adecuadamente a su gente, y que no se ha
preparado para una acción inmediata y tarda terriblemente en reaccionar, lo que
resuelve, esta vez sí definitivamente, la primera jornada de la invasión.
La retirada de los mexicanos en plena noche, tras
treinta y seis horas sin probar alimento, dejando abandonados heridos y
material de guerra, es una tragedia. “Los soldados, dispersos, perdían el
camino”. “Aunque se había dado la orden de abandonar a los heridos, muchos de
ellos se arrastraban detrás de las tropas y suplicaban que se les dejara subir
a las cureñas de los cañones... Capitán,
por el amor de Dios, tengo el brazo triturado, rogó un pálido soldado. Se
veía que había repetido más de una vez la misma súplica... Nuevas masas de
fugitivos lo sumergieron y arrastraron. Uno gritó: ¡Fuera! ¿Por qué no nos dejan pasar? Otro se volvió y disparó su
mosquete al aire. Otro golpeó el caballo que montaba un oficial...
“En la oscuridad, parecía como si un río tenebroso
e invisible corriese siempre en la misma dirección, con el zumbido de murmullos
y conversaciones, el chocar de las bayonetas marchando al descuido y el
estrépito de las ruedas. Y sobre el alboroto general, claros y distintos entre
todos los sonidos, se levantaban los gemidos y gritos lastimeros de los
heridos. Sus quejidos parecían fundirse con la negra oscuridad.”
Dos infantes siguen al jefe de la compañía.
“Discutían desesperadamente, se injuriaban y casi llegaban a pegarse,
disputándose una bota. Después llegó un soldado flaco y sin color, con el
cuello envuelto en vendas manchadas de sangre y en tono irascible pidió a los
artilleros un trago de agua: ¿Es que debo
morir como un perro? Casi enseguida llegaron cuatro, llevando algo pesado
envuelto en un capote. Uno de ellos tropezó. ¡Diablos!... ¡Está muerto! ¿Para qué llevarlo?."
“Los lazos, la moral y la disciplina, se habían
roto –dicen quienes escriben la memoria mexicana de la guerra-. Muchos soldados
destruían sus armas y todos buscaban el río con desesperación. Una buena parte,
reunida en Anacuitas, empezó a disputar la preferencia de usar los botes. El
desorden crecía y los miserables fugitivos venían a encontrar que escapaban de
un peligro, para toparse con otro. Algunos se echaron al agua con armas y
calzado: casi todos ellos encontraron la muerte allí.”
La compañera del tuerto ha corrido de un lado a
otro sobre los bancos del río, desesperada no por la incertidumbre sobre la
suerte que han corrido su hombre y el muchacho sino por la prohibición de andar
entre las filas y darse a lo que sabe puede hacer mejor que un soldado. Siempre
es así y no lo tolera.
Únicamente la rescata la conciencia de lo que va a
venir: los valientes convertidos en niños temblorosos, en busca de cobijo. Ella
los recibirá para curarles las heridas, amamantarlos, meterlos al vientre en el
cual se vuelve el cuenco entre sus piernas, entregarlos al sueño y velárselo.
En Matamoros, entre el vecindario azorado,
contemplando la llegada por grupos de las tropas, ¿qué piensan los Colorados? Las
pérdidas, contando muertos, heridos, presos y dispersos pasan los mil hombres.
Pero se tiene la impresión de que los daños han sido muy superiores y algunos oficiales
se atreven a decir que no ha quedado sino una quinta parte de las fuerzas.
¿Qué piensan, pues, los Colorados, entonces y al
día siguiente, cuando se comprueba que las municiones no alcanzan para nada,
que los víveres escasean también, que la hacienda del ejército no cuenta con un
peso y se decide el abandono de la ciudad?
[*]
Hablar de octavillas repartidas en
el interior de la inglesia es una licencia que nos permitimos ante un momento
por demás confuso, en el cual tampoco resulta del todo convincente que la mera
charla en los confesionarios apurara la deserción. En todo caso, ¿cómo se producen
éstas? ¿O´Rilley y demás escapan por la puerta del “refectorio”, en una acción
preparada por los religiosos? ¿O es que van sin mayor control y disponen de
horas?
[†] El
número viene de las declaraciones de John O´Rilley durante la corte marcial
contra los San Patricios.
[‡] Una
serie de testimonios precisos avalan la afirmación.
[§] En adelante nos servimos de los partes
militares y los testimonios de ambos bandos, y de estampas de Nicolas Tolstoi,
Benito Pérez Galdós y Stephen Crane, tres grandes narradores de las guerras del
siglo XIX.