lunes, 18 de septiembre de 2017

Cuestión de sangre. VII



VII
Ojos más grandes que estómagos
En 1827 el valet de John Randolph, que acompaña a su amo a Irlanda, mira “horrorizado los cobertizos de lodo y el alimento miserable de los campesinos”. Randolph es un plantador de algodón del sur de la Unión Americana y los abuelos de su acompañante, cuyo nombre no importa a los registros de la historia, vinieron de algún punto preciso de un África negra con tantas nacionalidades o más que cualquier otra gran región del mundo, pero tampoco importa.
Sam, según queremos llamarlo nosotros, no tiene manera de saber que la miseria que observa nació con un personaje cuyo nombre, Raleigh, sigue recorriendo los virginianos campos donde él nació. Ni que uno de los compadres de éste, el John Hawkins preferido por la épica inglesa sobre la piratería, hizo los suficientes destrozos en la vieja Erin como para recibir en pago las propiedades y el permiso de su reina, merced a los cuales dispondría de las naves y los tripulantes que lo harían el primer traficante de esclavos hacia los futuros Estados Unidos.
Europa y América Latina han prohibido ya la trata[*], pero en la república de las barras y las estrellas el comercio con los antiguos parientes de Sam, lejos de disminuir, crece y en los próximos veinte años pasará de los 1,771 mil seres involucrados, a unos tres millones y seguirá aumentado. Todos ellos resultarán objeto de una más celosa vigilancia, ante el temor de que se sumen a los cuatrocientos mil libertos escapados hacia el Norte.
Forman parte de un mercado que en tres siglos ha vendido doce millones de hombres, mujeres y niños, a quienes deben sumarse al menos otros tantos liquidados en la captura o que terminan sus días en los barcos de los tratantes. En cifras absolutas los últimos representan un exterminio casi dos veces mayor al provocado por la Alemania nazi, y en términos comparativos, considerando la población de ambas épocas, lo multiplica por veinte. 
El ochenta por ciento del tráfico se ha dirigido al Cuarto Continente a partir de la conquista de Las Antillas y, sobre todo, de la Mesoamérica capaz de permitir el asombroso crecimiento atestiguado por Cabeza de Vaca. Un continente donde otro holocausto se producía. Las enfermedades llegadas del Viejo Mundo eran las principales responsables de la muerte de veinte, treinta o más millones de indígenas, pero también la explotación sin tregua y el frío asesinato, como en el Haití donde un falso rumor sobre la existencia de oro, en meses termina con hasta el último de sus probables cuatrocientos mil pobladores.
Contemplando la expansión marítima europea que empezaba allí, un pensador francés escribía: “Casi temo que nuestros ojos sean mayores que nuestros estómagos, y nuestra curiosidad, mayor que nuestra capacidad de comprender”. El tiempo comprobaría que los orígenes de la en el siglo XXI llamada globalización, se daba a un consumo absolutamente irracional de recursos humanos y naturales, en relación a los beneficios para los propios hacedores de la empresa.
Las estancias azucareras, ganaderas, de tabaco y algodón, y la pequeña porción de las minas trabajadas por esclavos africanos, ¿compensaban el semivaciarse de la negritud? Y la plata, el oro, las maderas y colorantes, el surgimiento de sociedades coloniales españolas y portuguesas que en 1847 dan el espectáculo de México o mucho peor, ¿recogen de manera substantiva la pavorosa merma de los indígenas?
Incluso el surgimiento de la nueva potencia que son los Estados Unidos, ¿aprovecha en medida más o menos razonable el desgaste de los bosques y los ríos de los ponhatanes y los delawers, de los cheroquies y los shawnee, etc., más ricos quizás que aquéllos de la revolución agrícola tras la cual el centro-occidente europeo del medioevo se proyectó hacia la modernidad?
Algo semejante harán los franceses, ingleses, holandeses y belgas que en 1847 están dando paso a un nueva fase del colonialismo con el pleno acceso a las regiones que se han escapado parcial o totalmente: el interior africano, el corazón de Asia, Australia.
¿Y las decenas o centenares de memorias, lenguas, formas de vida, extinguidas o vueltas una caricatura, sin las cuales es inimaginable la comprensión de naturalezas que enmudecen ante Occidente, quien no termina por comprender que sus progresos en ultramar han sido sólo posibles por los naturales?
Europa ha borrado de la memoria los múltiples legados que recibió de las culturas americanas, empezando por el divino regalo del maíz y la papa, sin los cuales Europa no habría podido dar el salto demográfico previo a la Revolución Industrial, y los ensoberbecidos estadounidenses no recuerdan que su pasado no existiría sin la herencia que agregó divino regalo, a sus panes y demás; al apoyo político y militar de los Wendars y los otros; a las pieles que los colonos les canjeaban con hasta 96 tantos de ganancia, las huertas de ciruelas nativas y frutos de azúcar, la selección de una larguísima variedad de plantas silvestres que servían de alimento o medicina, las canoas de corteza de abedul, las tiendas, los métodos de caza, de pesca y de conserva, o hasta el modo de avanzar en son de guerra, uno a uno en fila, empleado durante la intervención en México.
Que decir de Cortés y su epopeya. En 1519 sigue los informes de Grijalva sobre los mejor provistos lugares vistos en el Nuevo Mundo, y a lo largo de la costa encuentra la sistemática hostilidad de los nativos. En esas condiciones progresar tierra adentro parece un reto que tomará un tiempo y unos recursos incalculables. Pero los enviados de Moctezuma lo encuentran, y no a la inversa ni por accidente, y así el más complejo estado americano le da las claves de Mesoamérica. Sin ellas los 500 hombres de don Hernán y los 700 que al poco se le juntan no habrían tomado Tenochtitlan con sus posibles 250 mil habitantes y sus dominios extendidos por una humanidad equivalente a la del imperio romano. No en balde sobre la obra un historiador inglés se pregunta: “¿Conquista o rebelión de pueblos sometidos?”
El propio conquistador y sus seguidores comprenderán con cuánta fortuna han corrido, al transponer la frontera norte mesoamericana y enfrentarse a esos guamares, guachichiles, etc., que con elementos infinitamente inferiores a los de los aztecas, mayas y demás les hacen una guerra sin cuartel a lo largo de cincuenta años. Y aún entonces estarán en la gloria, comparados con sus iguales que exploran las más ricas naturalezas sin los conocimientos, los productos y la mano de obra indígenas. Sino que lo diga Orellana, cuya expedición se vuelve un infierno al encontrar sólo desiertos en el Amazonas, porque los verdaderos vacíos no lo son de vegetación sino de seres humanos.
No, Occidente no ha comprendido su empresa “globalizadora”, ni lo hará en adelante, y de ese modo los europeos en Zimbawe, en el imperio chino o en Oceanía, y los colonos que tras la victoria de la intervención en México se precipiten sobre los territorios de los sioux, los crowns, los shasta y demás, dilapidarán cuanto encuentren.
Tenía razón el pensador francés aquél, quien al observar a los europeos extenderse por los mares concluía: “Queremos asirlo todo pero sólo abrazamos el viento”.


La perspectiva de otro tipo de guerra
Para los más serios revisores de la intervención estadounidense, el aparentemente fácil giro de Washington al trasladar el foco de la guerra al centro de México, tiene serios riesgos. Hace a su ejército introducirse en la región mejor poblada y con mayores recursos del país, exponiéndolo a quedar cortado del mar, a merced de la ira de centenares o miles de villas, pueblos y caseríos que pueden hacer con ellos las veces de sanguijuelas.
El paso se los allana en verdad el Generalísimo que, convertido en una cacicatura de su ya caricaturesco personaje, parece condenar al país a la ruina apostando todo a un enfrentamiento en Cerro Gordo, donde la costa veracruzana empieza a crecer hacia el altiplano. Las dimensiones de sus errores allí rebasan el más pesimista de los cálculos. El hombre conoce la zona hasta el cansancio pero sobrestima la posición que elige y permite a sus baterías colocarse de la peor de las formas. En un abrir y cerrar de ojos el enemigo lo flanquea por donde él asegura es imposible, y los cañones mexicanos hacen daño a su propia infantería. Unas horas apenas dura la que se anunciaba como olímpica batalla. Después de eso no hay quien contenga las acusaciones en contra del general-presidente, ni los tratos a obscuras entre sus abundantes enemigos.
Es justo entonces cuando se crea el que es tal vez el momento más interesante de la resistencia a la intervención. Las instituciones tocan fondo y el México urbano y mestizo y aún una porción del México o de los Méxicos indígenas ocupados en proyectos distintos al de la creación del Estado Nacional, parecen tener entonces la iniciativa.
En el estado de Puebla y las regiones limítrofes, el padre Jarauta estimula la formación de guerrillas que son él único y desesperante obstáculo a la penetración de Scott, cuyos soldados descubren que la tierra puede llenarse de fantasmas y se vuelven particularmente receptivos a la propaganda que circula en papeles, en misas, en confesionarios, invitando sobre todo a los inmigrantes católicos que forman el grueso de la infantería a abandonar la causa de “los herejes”, cuyo objetivo es sepultar la “verdadera fe”, obrando contra nuestro país sin otro motivo.
En Michoacán, Melchor Ocampo intuye la alternativa que una década más tarde servirá para desalentar al ejército imperial francés. No la precisa bien a bien, pero en su llamamiento a la conversión de las fuerzas provinciales en unidades guerrilleras, apunta hacia una guerra que obligue a los invasores a desperdigarse por la gigantesca superficie nacional y sostener una larga y costosa ocupación:
 “Hagamos la guerra, pero del único modo que nos es posible. Abandonemos nuestras grandes ciudades, salvando en los montes lo que de ellas pueda sacarse. Y ya que no nos hes dado imitar el valor con que los rusos incendiaron su capital sagrada, imitemos por lo menos la táctica de nuestros padres... Organicemos un sistema de guerrillas.”
En la Sierra Gorda de Querétaro, reuniendo a comunidades indias que llevan años batiéndose por la defensa de sus tierras y su identidad y contra los abusos de los gobiernos estatales y federales, una revuelta conducida por quienes han sido soldados de leva convoca a una lucha que a su intención original suma el combate a los invasores:
“En atención a que el gobierno de los Estados Unidos Americanos, aspira a la conquista de nuestro territorio, se invita a todos los mexicanos a la defensa de la patria... Para que tenga efecto lo dispuesto, se declara: que todos los mexicanos contribuirán con su persona e intereses del modo más equitativo; que todos las propiedades territoriales serán comunes a todos los ciudadanos... Plan de los pueblos de la Huasteca veracruzana. Santo Domingo, Tantoyuca.”
Mientras tanto en la ciudad de México, entre el clima de desesperanza introducido por quienes tienen algo que perder, el gobierno provisional a cargo del general Anaya parece inclinarse por el repliegue a Querétaro y así posibilita una coincidencia con las intenciones de Ocampo, Jarauta y demás.
Pero Santa Anna, la clase militar en su conjunto, desestimula este tipo de participación popular a la cual teme, y enormemente corto de miras no ve más alternativa que la guerra convencional. Una guerra que, por lo demás, incluso después de Cerro Gordo no está decidida a favor de los invasores.


Un deshilachado conquistador
Del desprecio militar hacia los bárbaros del norte, el país está pasando a una visión igualmente absurda sobre el ejército invasor que poco a poco lo dibuja como una soberbia máquina.
Taylor, Scott y sus tropas siguen resintiendo su original inexperiencia en la guerra formal, por aquélla escasez de oficiales, abundancia de novatos y dificultad para disciplinar a los voluntarios, que lo son en cuanto se han enrolado por iniciativa propia y designan a sus jefes, pero que firman un contrato y tienen paga.
Las memorias de Ulises Grant, el futuro comandante en jefe de los ejércitos del norte durante la Guerra de Secesión, que tiene en México su prueba de fuego, son contundentes: “La Guerra Mexicana fue la verdadera academia del ejército de los Estados Unidos, que antes de ella no existía en realidad. Allí aprendimos todo lo que luego hemos puesto en práctica”.
Algunos soldados parecen percibir la facultad que en unos años pondrá sobre el tapete La roja insignia del valor, de Stephen Crane, para cuestionar la guerra. Ahí está, en la novela, el novato que bien podría ser uno de los que acompañan a Scott, vacilando siempre y un día cualquiera dejándose arrastrar por sí mismo en la fuga obligada por una carga enemiga. Desperdigado experimenta “una violenta y sorda rebelión animal contra su suerte y la de sus camaradas”, e “indeciso por el campo, sin dirección fija, con la cabeza inclinada hacia delante, con la mente envuelta en un auténtico tumulto de agonía y desesperación”, se adentra en un bosque.
Poco a poco vuelve a ser consciente así del mundo que la batalla ha convertido en mera, irrealizada espalda: “el intermitente resonar de los fusiles acabó por desvanecerse y el sonido del cañón se volvía cada más remoto. El sol, revelando de pronto su existencia, brilló por entre los árboles... Le pareció una tierra noble para cuantos quisieran vivir justa y cabalmente... Cogiendo una piña, se la arrojó a una ardilla, y el animal huyó con un grito de temor... El muchacho sintió una cierta alegría ante aquella forma de comportamiento. Era la ley de la vida... La ardilla, una vez reconocido el peligro que corría, se había confiado a la ligereza de sus extremidades sin la menor vacilación. No había adoptado ninguna actitud de valentía, ofreciendo, por ejemplo, su peludo vientre a un posible proyectil, para morir con la vista elevada al cielo en busca de algún gesto de reconocimiento por su estupidez”.
Este costo moral para las tropas invasoras, para la mayoría continúa mostrándose de otra manera. Toman el principal puerto mexicano casi sin bajas; en la primera batalla frontal vencen sin dificultad, las autoridades de Puebla, temiendo represalias, los reciben en paz, y esta vez no hay campamentos improvisados en regiones inhóspitas, ni en general enfermedades que caigan sobre ellos como plagas. Pero autoridades locales mexicanas encuentran a muchos lejos de sus campamentos, sin intención de volver a ellos.
“Americanos que se presentaron a las fuerzas que obraban por Puebla, los mandé a Costa Chica”, informa un comandante del estado de México. Otros han llegado a Acapulco y un número muy alto ronda la capital del país. El suceso es de tales proporciones que anima a Santa Anna a ofrecer recompensas por pases masivos:
“Toda persona, trayendo cien hombres, tendrá derecho a recibir quinientos pesos en dinero. El que se deserte con doscientos hombres, tiene derecho a exigir un mil pesos.”
En realidad es la clase política y clerical en su conjunto quien confía en las deserciones del enemigo, y un oficial estadounidense escribe: “Anaya ha concebido la grandiosa idea de inducir a 3,000 católicos del ejército de Scott a desertar”. El tipo deberá tragarse su dejo irónico cuando al fin de la contienda se compruebe que son ocho mil los hombres que abandonaron las filas. La cifra representa, ni más ni menos, el trece por ciento de las fuerzas regulares, y se concentra en estos meses.
En virtud de ello el cuartel general mexicano modifica los planes hechos en Monterrey y desata una campaña muy amplia, que hace al ministerio de relaciones exteriores montar un departamento con algunas de las mejores plumas del país, para escribir comunicados en inglés.
La propaganda tiende a dirigirse a los inmigrantes soldados y con frecuencia convoca a la comunidad de la fe: “¡Católicos irlandeses, franceses y alemanes: viva la libertad, viva nuestra santa religión!”
Los compatriotas de O`Rilley reciben un trato especial: “A los irlandeses... Noble raza...¿Qué, podeís combatir al lado de los que incendiaron vuestros templos en Boston y Filadelfia?... Mexicanos e Irlandeses podemos formar un solo pueblo...”
De hecho en estos días Irlanda despierta en la república un amplio sentimiento de solidaridad, y no sólo se debe a la existencia de los San Patricio. La hambruna que es noticia en todo el mundo ocupa espacios destacados en los periódicos de México, y con una cosa y otra viene la memoria de que la isla fue por siglos el gran aliado de España en las contiendas dentro de la Iglesia. La propaganda a las tropas de ocupación no descuida el tema: “¿Habéis olvidado que en cualquier país español basta decirse irlandés, para encontrar una acogida amistosa?”
Hasta la muestra más insignificante de amistad de parte de los irlandeses vuelve a la luz en este ambiente. Como la renuencia de los colonos del pueblo de San Patricio, en cual hemos visto a Kelley, a seguir a los independentistas texanos.
Una relación particular parece irse tejiendo así. En Monterrey se había denunciado ante Taylor que uno de los más activos agentes para promover la deserción era un irlandés avecindado allí. Ahora otro, ayudando a los prisioneros estadounidenses con ropas y alimentos, parece ser responsable de la incorporación de algunos de ellos al San Patricio. Tras la batalla de Cerro Gordo, de una forma por demás extraña, aparece una treintena de esos hijos de Erin como voluntarios en los hospitales que sirven a los heridos mexicanos.
Es ahora cuando O`Rilley firma un panfleto que no parece tener tiempo de imprimirse. Es difícil decir si ha sido escrito directamente por él, pero en todo caso resume las razones que tendría un soldado católico irlandés para cambiar de bando:
“¡Compatriotas! Los llamo para conocer sus sentimientos sobre este tema, por el bien de la caballerosidad por la cual somos celebrados, por el amor a la libertad por el cual nuestro país hace tanto combate... ¿Por quién combaten? ¿Por un pueblo que a los ojos del mundo entero es indiferente a las tristezas de nuestro país…?... Yo fui recibido con cariño [en México]; pensándome pobre he sido reconocido, pensándome inútil, fui respectado...”
Por lo demás, no hay duda ninguna de que O`Rilley y sus más cercanos hacen una activa campaña entre los prisioneros y los desertores que encuentran. En el juicio que se les seguirá, varios integrantes del Batallón que desertan en estos días insisten: “Riley, Bachelor y Dalton me invitaron a entrar en la Legión. Después dijeron que tenían permiso de Santa Anna para enrolarnos”.
Legión, dicen, y es que en efecto Don Antonio trata de convertir en otra cosa la campaña para vaciar las tropas enemigas. El Napoleón que sus biógrafos afirman lleva dentro, parece susurrarle proyectos de un general europeo en las colonias, y pretende crear una Legión Extranjera con los desertores y con hombres de diversas nacionalidades que viven en México. Para el efecto manda extender contratos formales: “Nosotros, los abajo firmantes, extranjeros, voluntariamente nos contratamos, para servir a la expresada legión por el tiempo de seis meses”.
Sintomáticamente, lo poco que se sabe de los San Patricios, quienes ahora duplican su número, habla de un cierto cambio de composición. Hasta aquí entre los compañeros de O`Rilley conocidos más del noventa por ciento son inmigrantes católicos, tres cuartas partes de ellos irlandeses. Ahora del medio centenar de quien se tiene datos los inmigrantes continúan constituyendo más de dos tercios, y los presumiblemente católicos aún son mayoría, sobre todo, irlandeses. Pero los escoceses e ingleses esta vez representan un número significativo, y más todavía los nativos de los Estados Unidos.
Quién sabe lo que eso quiere decir exactamente, pero hay indicaciones de que cuando al menos una porción de estos voluntarios no lo son tanto. En el suspenso a continuación de Cerro Gordo, dieciocho súbditos británicos dirigen una carta a su embajador: “A nuestra llegada a México, no deseando usar las armas contra un país en paz con Gran Bretaña, y después de muchas privaciones y peligros para llegar a la ciudad de México, hemos estado constantemente sujetos a las presiones de ciertas personas que desean enlistarnos al servicio de México”.
Los generales que piden opinión al ministro sobre los desertores a quienes topan, no olvidan preguntar si debe encauzárselos, con o sin su aprobación, al ejército. Durante los juicios en contra suya algunos integrantes del Batallón alegarán que el mando mexicano los engañó, asegurándoles que harían solo trabajos de asistencia entre la población.
Es posible, en verdad, que en esta etapa de la guerra, cuando Santa Anna trata de darle un enfoque diferente al San Patricio, se eche mano de estos y otros recursos.


Una extraña noción
El nacionalismo irlandés-norteamericano, dicen los historiadores sin dudar. ¿Puede existir algo como eso? Sí, en los Estados Unidos. Particularmente en la sociedad que entonces empieza a construirse gracias, antes que a nadie, a los inmigrantes católico irlandeses y a su beligerancia.
      A principios de los 1830 la “autobiografía” del David Crockett convertido en leyenda por los texanos, es un best seller y uno de los escritores inmigrados aprovecha para parodiarla, convirtiendo al protagonista en un Paddy irlandés, que es otro de los numerosos apodos dados a sus compatriotas. Paddy O´Flarrity, como bautiza socarronamente a su personaje, el último de los “treinta y dos hijos” de una de esas ultraprolíficas familias de la Bruta Irlanda, según dicen los estadounidenses, cambia por el país de Miel y Leche, de los Estados Unidos, el suyo, de vulgares, maravillosas, papas[†].
      A partir de ahí todo es una afilada crítica a la Tierra de la Gran Promesa, que traduce el espíritu de ese nacionalismo irlandés-norteamericano que no aspira a la asimilación y que se propone retos propios y, hoy o mañana, una nueva perspectiva para esta sociedad. Paddy se presenta como el punto opuesto del Pat medio, del Zapato Sucio que apesta las narices del país. Es uno de esos cínicos que abundan, de acuerdo a las memorias de Samuel Chamberlain, el soldado de Taylor al cual hemos escuchado. Jugando con el doble discurso de la joven nación, que formalmente “educa a sus hijos en la perseverancia, la industria y las buenas compañías” pero que convierte en un mito al rudísimo Crockett y se apresta a engullir cuanto de cínica aventura les proporcione la novela del Oeste, el personaje empieza por probar las gozosas infidelidades, el sarcasmo y la riña, para terminar buscando el futuro en las libérrimas fronteras de la colonización.
      De ese modo recorre el río Ohio de Taylor y encuentra a un paisano que viaja con un grupo de jóvenes estadounidenses, quienes hacen de él “su mejor deporte”. En aquellos campos donde las calabazas no crecen en un instante, como aseguraba el viajero de 1783, pero son, sí, de una abundancia y un tamaño inimitables, este Pat asegura a sus divertidos compañeros que en Irlanda, en la cual no se conoce nada por el estilo, las hay mucho mejores, para enseguida tomar uno de los frutos y no saber por dónde empezar con él. Acudiendo con un cómplice silencio a las risas por estas fanfarronadas, Paddy corrobora que debe borrar toda huella de su origen lo más pronto posible.
Echa fuera el dejo gaélico de su inglés y con nada más que una buena capa y un buen par de zapatos recién comprados, entra al servicio del gobernador de la región. Ya no tiene sino que emular una de las hazañas de Crockett, sometiendo al caballo desbocado de la hija del patrón, para que le den la mano de ésta, tomar uno de los linajudos apellidos virginianos, convertirse en congresista y, de rodillas, “envuelto en júbilo”, dar gracias al Señor “por la fortuna de un pobre muchacho irlandés, quien desde su modesta condición se había elevado a la de un norteamericano cualquiera”. Es entonces que se interioriza de la política de los Estados Unidos, burlándose de ella.
De esa forma el escritor muestra una parte de la visión crítica de la comunidad católica irlandesa ante un país que, en efecto, es una promesa para ella, quien sin embargo no está dispuesta a aceptarlo sin más, y en el cual se apura a intervenir. Muy pronto esta comunidad es decisiva en la recomposición del sistema de partidos que comienza a dominar el panorama estadounidense. Apostando por el Demócrata, los Cabeza de Papa se vuelven hegemónicos en Nueva York y son cada vez más influyentes en toda la zona urbana de Masachusets, de donde provendrá la base de apoyo del clan Kennedy, que en un siglo hará realidad sus sueños.
Aunque en el 1845 en el cual estamos el “exilio” católico irlandés apenas ha empezado a hacerse un espacio. Un espacio difícil. La gran mayoría de su gente, entre la que las mujeres, en contraste con otras inmigraciones, son muy numerosas, se ocupa mayormente en la construcción, el tendido de vías férreas y el servicio doméstico, y los prejuicios en su contra rebasan las palabras. Un pastor denuncia los “muchos y violentos sucesos entre los inmigrados sirvientes y sus heréticos amos”, quienes “siempre con la palabra Libertad en sus labios” no “son más que tiranos”.
Si bien la violencia no es cosa de todos los días, aquí y allá se atenta contra sus casas, templos y personas, y el motín que en Fidadelfia deja quince muertos y tres iglesias semidestruidas, y el saqueo y quema del convento de Charlestown, Massachussetts, en agosto de 1834, se convierten en símbolos que traen a cuento recurrentemente tanto los Paddy como sus enemigos.


La euforia y el golpe de la realidad

Guillermo Prieto recuerda los animosos días de principios de agosto de 1847 en la capital del país. La decisión de defenderla es recibida con un desborde de ese optimismo en el que de tanto en tanto se cobija el pueblo de la ciudad espantando su mala fortuna. Los generales, asegura el futuro miembro del gabinete de Juárez, se echa sobre los mapas para hacer un plan, centenares de ciudadanos se incorporan a las Guardias Nacionales, la tropa, ayudada por toda suerte de pueblo, abre zanjas y apuntala fortificaciones, las fábricas de armas trabajan a su máxima capacidad, y los tañidos fuera de hora, el contento de los clarines, la romería de las madres, las esposas, los hermanos de los comprometidos, el tránsito de los de vuelta orondos batallones, el jolgorio con el cual los niños saludan la desviación del ritmo de todos los días, completan la fiesta.
      El dibujo que hace Otero es más prudente: “Parecen dominar sentimientos encontrados entre la población. A la vez que huyen trémulas y despavoridas muchas familias, como en una ciudad que se incendia, atraviesan las calles los ayudantes de los jefes y los dragones; se agrupa el pueblo en distintos puntos, se dirigen a sus cuarteles los individuos de la Guardia Nacional.”
En cualquier caso es un ajetreo y un fervor patrio a buenos ratos con un toque frívolo, pero que en los próximos días va a probar cuán genuino es.
Nadie cree que la sola presencia de Santa Anna obre milagros, se esparcen rumores en su contra, unos generales renuncian y otros, buscando desplazarlo, sienten que la oportunidad se aproxima. Como sea, sigue siendo el presidente, con su estela de victorias ciertas y fantásticas.
Por la forma en la cual ha concebido la guerra, el destino depende de la batalla por la antigua Tenochtitlan, y la presencia de las modestas milicias enviadas por diversos estados  se esfuerza en proporcionar un carácter nacional a la defensa.
      A la comandancia militar no se le escapan las dificultades de la empresa. La posibilidad de que el enemigo entre por el sur queda descartada. Para ello debe dar la vuelta desde Chalco, marchando sobre las orillas fangosas del lago que entra hasta Xochimilco, con la época de lluvias bien avanzada. Es un paso que todos juzgan impracticable para la artillería y que estrellaría a los invasores contra los pedregales.
En cambio la ciudad está descaradamente abierta por la línea oriente y norte, dirección que sigue el camino de Puebla. ¿Cómo cubrir con la gran falta de tiempo y recursos un flanco de muchos kilómetros de extensión, con multitud de sendas que conducen a las calzadas principales: Ixtapalapa, La Viga, San Antonio? Los treinta mil hombres con los cuales se cuenta son insuficientes.
Se resuelve que la clave está en el Viejo Peñón, la mayor estribación sobre ese lado del valle. Convirtiéndolo en un baluarte se evita el avance hacia el norte y se domina buena parte de los llanos del este. No basta con ello, desde luego, y es necesaria una cadena de fortificaciones desde el pie del lago hasta donde la influencia del cerro se pierde. Es decir, de Mexicalcingo hasta Niño Perdido.
Dos fuertes columnas móviles, el Ejército del Norte con cuatro mil hombres y la caballería al mando del general Juan Álvarez, quedan libres para apoyar los puntos atacados y caer sobre las espaldas de los invasores. La posición no es enteramente favorable y tendrá que resistir a diez mil efectivos estadounidense bien pertrechados, sin derrotas en su haber en estas tierras. A pesar de ello la absoluta mayoría, de oficiales a pueblo, parece convencida de que hay muchas posibilidades de triunfo.
Cuando a las dos de la tarde del día 19 un cañonazo anuncia el acercamiento de los de Scott y se toca la Generala, la plaza mayor se carga de pueblo en un momento, animada por docenas de campanas que juegan a contestarse. Las bandas de las compañías se suman al alboroto y a punta de vivas la población se desparrama por las calles acompañando a las tropas hasta el Peñón, que para entonces es la gran feria a la cual siempre está preparada una capital abundante en ingenios.
Como en cualquier espacio público de la ciudad, donde hace más de tres siglos nada es tan natural como el comercio callejero, y en menos que toma pensarlo el pie del cerro se atiborra de tenderetes y las familias en hormiguero se reparten entre pulquerías improvisada con barriles rezumando espíritus de tuna y piñón, puestos de tamales de dulce, de chile y capulín, o de “bollitos, ponteduras, muéganos, pinoles y garbanzos tostados”, o de aguas de la más rica variedad de frutas. Allí desemboca la marcha informal iniciada en el que todavía no es conocido como Zócalo, creciendo por las acequias de los lados con las trajineras que cambian su carga cotidiana de verduras por ramilletes de gente embriagada de sí misma, de su tumulto, y del trinar de las jaranas en fandango.
La vista del valle desde la cumbre del Peñón debe ser espléndida en la tarde de luces húmedas y cristalinas del verano de la región más transparente del aire, que así, a vuelo de pájaro, ocultará sus miserias. Hacia el pleno sur, dice Prieto, hay “frondosas arboledas entretejidas con huertas”, un salpicar de pueblos indígenas y bosques y parcelas entre las aguas. De este lado, descollando sobre los árboles, San Angel y Tacubaya, sementeras, molinos y haciendas. Al noroeste “las innumerables poblaciones” entre Atzcapozalco y Tacuba, y al torcer un poco la cabeza, pasando por encima de las tristezas, el recato de La Villa con su camino de misterios.
De súbito, a mitad de una misa ordenada ceremoniosamente en la coronilla del cerro, los clarines vuelven a llamar y lo acumulado por días, entusiasmos y temores, se precipita con los soldados, las guardias nacionales y las soldaderas buscando a toda carrera su lugar. En un minuto una bofetada atraviesa el valle. Las columnas de polvo de los estadounidenses no dejan duda: no intentarán entrar por el oriente, sino precisamente por donde era seguro no podrían: rodeando los lagos, hacia el sur. Sus movimientos durante los dos días a continuación confirman el error de cálculo mexicano: los recursos de ingeniería del enemigo le permiten trasladar los cañones sobre el lodo.
La marcha de los batallones desalojando el Peñón, ahora fortificación inútil, es un golpazo a la conciencia de los capitalinos, quienes vuelven a los tonos lúgubres mucho mejor conocidos que los de la alegría, entre un silencio cuya amargura subraya el andar de miles de hombres, de animales y carros, y el remiso levantar de los puestos callejeros.
El fracaso de los preparativos aviva los rencores entre los comandantes y sus arañazos por el poder.


¿Quién hace, en verdad, a Quinceuñas?
A fines de 1844, regresado de su exilio luego del fracaso en Texas, Santa Anna se decide a un primer, atropellado intento por crear una dictadura. Generales y políticos lo intuyen y terminan convenciéndose cuando él apela a ese gesto suyo que ya no esconde secretos: retirarse a su hacienda, esta vez envuelto en el genuino drama por la muerte de la esposa. Los historiadores contemporáneos no dudan de que en medio del duelo, el otra vez presidente se ha dado tiempo para encargar el reparto en la capital del país de papeles reclamando la disolución del “inútil congreso” que lo obstaculiza.
      Para entonces ha aprendido lo que otros de su especie no están decididos ha aprender: el poder cuesta. A él una pierna, la ignominia de ser detenido por sus vencedores texanos y cargar con el rumor que lo disfraza de mujer en su inútil intento de huida; ser recibido en Washington, donde Houston lo envía, como director de la peor opereta, conocer la expatriación. Ahora tendrá oportunidad de ver hasta dónde llega la voluble opinión pública que ayer lo aclamaba, cuando se presenta en la ciudad de México y dicta medidas para hacer a un lado todo límite a su autoridad.
En días la conspiración en su contra se resuelve y la “canalla”, presa de la ira, lo busca sin resultado y cambia su cabeza por su pierna, que desentierra del mausoleo en el cual ha sido sepultada con los más altos honores, para arrastrarla en fiesta por las calles, mientras él busca por segunda vez el exilio. Un exilio que, sin embargo, de ser como el anterior, hará las veces de un mutis magnificado.
Y así ha sido, como parte de un fenómeno a primera vista difícil de entender, que es el mejor síntoma del creciente deterioro del país y que en un par de años premiará los descalabros de 1846 y 1847 con, al fin, una presidencia vitalicia y sin controles. Es decir, el lugar personal para don Antonio y el régimen político que se diría los Estados Unidos vienen fraguando hace décadas para el país.
      Un escritor e historiador mexicano está convencido de que es “en el extranjero” donde germina “la fábula del militarismo mexicano”, extendida desde nuestra independencia, y la visión de Santa Anna como una figura dictatorial ya en los años 1830. Estas imágenes acompañan la idea de “salvar a los mexicanos del despotismo”, que justifica “mañosamente, bien las invasiones, ya políticas, ya económicas, ya militares; bien los destroncamientos del territorio nacional”. Y la Unión Americana ha tenido un papel determinante en el juego.
Durante la intervención Polk avanza en este otro rasgo característico de la futura política internacional estadounidense: hablar a nombre de la defensa de la democracia para golpear a las fuerzas democráticas. Lo ha hecho ya en 1845, al obstruir los esfuerzos para un acuerdo tomadas hechos por el gobierno liberal moderado de Herrera, despejando el camino al golpe de los conservadores de Paredes.
Luego, apenas desembarcar en Veracruz, cuando los puros y las asambleas populares de la capital de la república se empeñan en la expropiación de los bienes de manos muerta, Scott lanza un mensaje a la población México asegurando que viene a combatir “el monarquismo”. Entretanto el agente de Polk, ante “el temor de que el clero predicara una guerra religiosa” contra los invasores, se acerca a la Iglesia asegurándole que se la respetará en todos los sentidos, e informa de haber convencido a los obispos de Puebla, Guadalupe y Michoacán de no contribuir “con fondos para la guerra” y hasta enviar un mensajero Santa Anna para detener el avance que conduce a La Angostura.
El agente afirma también que la rebelión de los Polkos ha sido iniciativa suya, al urgir “a los obispos para que opusieran una resistencia civil” al proyecto expropiador de Gómez Farías, y animarlos a contribuir con cuarenta mil pesos a fin de que la revuelta se sostuviera hasta el regreso de Santa Anna al Distrito Federal. Poco después un nuevo y más alto comisionado asegura haber comprado el compromiso del propio general presidente de no hostilizar la línea de Scott entre Puebla y Veracruz y dejarlo en libertad para seguir hasta el valle de México.
      Nada comprueba uno solo de estos asertos, cuyo objetivo parece el de crear una atmósfera enrarecida en el momento y sembrar dudas a la historia para justificar la política de la Casa Blanca ante un México institucional irrescatable de principio a fin, con el cual los Estados Unidos pueden jugar al antojo.


En algún seguro lugar de la memoria

Una habitante de la ciudad de México del siglo XXI sube una mañana de agosto a su camión, su colectivo o su auto en Cuatitlán Izcalli o Ciudad Azteca, digamos, en dirección al trabajo, la escuela o el mercado. Como en película se le vienen a la cabeza antiguos pueblos indígenas empobrecidos por el tiempo, unos cuantos cascos de haciendas y ranchos poco prósperos, entre milpas tiradas por los lodazales en que se convierten estos lados en tiempos de agua, y bajando la cuesta en la cual se soluciona la sierra norte del valle encuentra La Villa con la mirada. No sabe el número pero ve las columnas con cuatro mil soldados que a caballo y a pie, arrastrando maltratados carros de artillería, van que las lleva el diablo hacia el sur. Son lo que queda de lo más curtido de las tropas nacionales, el Ejército del Norte, apoyado por milicias estatales
Del otro costado de la ciudad, no mucho después otro capitalino que viene de Tlalpan o baja del Cerro del Judío o de los rumbos de Contreras o Las Aguilas, sobre caseríos risueños, huertas y parcelas que florean de gusto buscando la frescura de escurrideros cuyas descargas van a los ríos de Churubusco y Mixcoac, ve la tolvanera levantada por el mismo contingente, que no se detiene, como dicen con claridad sus instrucciones, en la villa de San Angel y sigue rumbo a los pedregales.
Quien va al frente es el general Valencia que en diciembre de 1845 llamado en apoyo del gobierno se sumaba al golpe de Paredes y que ahora ordena a sus tropas hacer alto cerca del rancho de Padierna, a unos centenares de metros al oriente del camino a Contreras. Al pie de los pedregales, pues, donde el suelo no se queda quieto, salta a cada paso entre los afilados, irregulares restos de las erupciones de lo que alguna vez fue un volcán, y se precipita en inesperadas quebraduras. El vecino o vecina de principios del tercer milenio, empezando a saber porqué la zona lleva el nombre que lleva, tiene ahora ante sí a uno de esos hombres deseosos de erigirse en árbitros del país de 1847, cuyo ropaje copia a un pavo real.
A la manera de un gigante en lo alto de la especie de monstruo que bufa, mira torvo desde un par de ojos enrojecidos por la marcha y no se queda quieto sudando adrenalina por los cuatro costados, en el cual se convierte el caballo de un militar, el hombre se sabe dueño de tantas vidas como decida, de quienes en la cola de la infantería en muchos casos no llevan chaqueta y andan a huarache entre piedras que son más bien cuchillos. 
Valencia baja al rancho y observa un ramal del camino de Peña Pobre desviándose hasta allí. Vaya uno a saber cuáles son sus pensamientos, el hecho es que ordena comunicar a Santa Anna que no sería adecuado presentar batalla en el lugar, pero no se marcha y revisa el punto y sus alrededores. Cerca, al sur, hay una elevación destacando sobre las que empiezan a trepar los cerros, a la cual hace siglos llaman Cuahutitla. Para llegar a ella, una ancha herida en la tierra que desde Contreras abre el cauce del río Magdalena. Más allá la comunidad de San Gregorio reverdeciendo en las milpas a su alrededor y otro rancho, muy modesto, el de Anzaldo. Éste está sobre el camino a Peña Pobre, que el general recorre hasta cerca de su nacimiento, por donde se sabe andan los invasores.
Regresa, ordena fortificar las alturas de Cuahutitla y situar al grueso de sus tropas abajo. Otra parte se instala en el propio rancho de Padierna, y el resto, la necesaria reserva de cualquier batalla, va a dar a San Gregorio-Anzaldo, para moverse en apoyo del punto principal o evitar que el enemigo se posesione del camino a San Ángel, asalte el cerro de lado y corte la ayuda que debe llegar de la ciudad. Es decir, sigue las reglas de los combates de la época: tener un centro fuerte, que domine el campo y que el ejército contrario se vea obligado a tomar, y obstaculizar el avance de éste hacia los costados y las espaldas. Entretanto envía un nuevo mensaje a Santa Anna para informarle de su cambio de decisión.
Hay que imaginar el brutal escándalo levantado con estos preparativos, entre columnas que buscan su lugar, espadas y bayonetas que chocan al compás del paso contra las piedras, mulas y soldados que arrían trabajosamente los cañones, cascos y bufidos de caballos, órdenes y quejas a diestra y siniestra.
Al poco se acercar un jinete a todo el vuelo que permiten estos lados, para entregar un sobre al general. El breve documento dentro lo firma Santa Anna, encolerizado por el acto de abierta indisciplina, que contraría sus planes de detener a los estadounidenses por donde está convencido procederán: hacia la calzada de San Antonio, directamente desde Tlalpan. En el mensaje ordena el repliegue inmediato sobre Coyoacán, pero Valencia responde confirmando su resolución, seguro ahora de que columnas contrarias se dirigen justo hacia donde él esta, y de que la posición es a modo para el combate.
Los dos tienen razón a su manera, porque los planes de Scott son, en efecto, operar sobre San Antonio, pero una porción de sus tropas avanza hacia el poniente para ser empleada en un posible ataque combinado o para abrir un segundo camino hacia la capital, evolucionando sobre San Angel-Tacubaya- Chapultepec. Los dos tienen razón, decimos, pero los dos cometen actos inconcebibles en otro ejército del mundo. Primero es Valencia, quien al desobedecer las órdenes rompe la unidad que es requisito mínimo para enfrentar al enemigo. Después la futura Alteza Serenísima, quien en este momento está a punto de ir con sus tropas a disciplinarlo y que enseguida hará lo que hasta los más comedidos historiadores militares no pueden calificar sino como una extraordinaria vileza. Actos inconcebibles y viles cuyo resultado inmediato es la inútil muerte o la incapacidad de por vida de miles de hombres y la puesta en entredicho de la ciudad, contribuyendo decisivamente a la derrota final.
Mientras el oscuro juego se desarrolla, las columnas enviadas por Scott hacia San Angel irrumpen en Padierna con un plan de ataque que se improvisa con los informes de sus avanzadas, y frente a los de Valencia una mancha de uniformes azules se desparrama como una enfermedad, anunciando la muerte.
Calculemos lo que sucede en Padierna y sus alrededores, dominados por el apiñarse de sombrías rocas transfiguradas por los rafagones de la artillería, cuyos efectos allí deben ser particularmente terribles ya que cada explosión se convierte en una gran cantidad de los más filosos proyectiles, entre accidentes sin cuento en que tales y cuales caballos se niegan a franquear la próxima piedra o tropiezan, un cañón resbala, las municiones amenazan escabullirse por un resquicio, los hombres que echan marcha atrás no siempre consiguen sortear la trampa de las grietas...
No reproduciremos el combate, que la tarde del primer día se da entre el agua cayendo a cántaros. Recordemos sólo que al poco de iniciarse, Santa Anna y sus tropas se acercan al lugar. Los clarines con los cuales se anuncian hacen lanzar Vivas a los soldados de Valencia. El general Presidente y sus hombres suben a lo alto del cerro del Toro, a unos cuatro kilómetros, que los protege de una acción en su contra y les permite observar en toda su amplitud el campo de batalla. Contemplándolos, el Ejército del Norte y las milicias estatales no tienen duda de que la victoria es suya.
El Generalísimo dirá al día siguiente que comprobó entonces “la fatal posición de Valencia”. Con ello iniciará una cadena de excusas y mentiras. Según él, “aunque me esforcé en reunirme” con los de Padierna, “no me fue posible, estando cortado por el enemigo”; que trató de encontrar pasos pero no los halló, y que “enseguida una tempestad horrorosa, acompañada de copiosa lluvia, me obligó a disponer que la infantería se abrigase de inmediato”. ¿Guarecerse de la tormenta mientras a un lado lo más selecto de su ejército, incluidos muchos oficiales afectos a su causa, está a expensas del enemigo? ¿Cuidar a sus columnas de un aguacero, cuando cien veces antes las ha hecho atravesar los peores parajes del país sin reparar en nada?
En este juego de infantiles, criminales mentalidades que se divierten con el destino del país, al llegar la noche Valencia, invirtiendo los papeles de manera de aparecer como el real comandante en jefe, escribe un parte que apesta de falsedades: “tengo el alto honor de participar a V.E. que he puesto en vergonzosa fuga” a los invasores, quienes en realidad lo han franqueado, ganándole las espaldas para colocarse en San Gregorio. Y más dice una hora después: he rendido a “los miserables restos” de los estadounidenses que alcanzaron San Gregorio.
Con el nuevo día Santa Anna se retira del lugar abandonando a sus compañeros a una inminente derrota, que viene en la forma del infierno de seis mil efectivos de Scott destrozándolos aquí y allá, con la ayuda, por segunda vez en esta guerra, de otro de los próceres de la patria, el general Torrejón, quien ahora no sólo se desentiende de la acción, como en las proximidades de Matamoros y en Monterrey, sino que de plano se pone en fuga, atropellando con su caballería a los soldados de a pie.
Allí quedaba la locura de Valencia y no él, que conseguía escabullirse hasta su tierra natal. Y también lo mejor de la fuerza armada mexicana, sobreviviente de las equivocaciones, el hambre, la falta de parque, a lo largo de más de tres mil kilómetros de campaña. Cuando al amanecer los soldados vieron venir la carga definitiva, todavía voltearon la mirada esperanzados en recibir una ayuda que la noche anterior estaba a un paso.
Prácticamente todos los expertos militares están de acuerdo en la conclusión de uno de ellos: “Yo creo que el plan defensivo de Santa Anna era bueno y que su ejecución habría salvado a la capital; pero creo también que el auxilio eficaz -posible y debido, a mi juicio- de Santa Anna en los campos de Padierna, habría impedido nuestra derrota, determinando un triunfo y dado muy diverso y favorable curso a la campaña”.


Los caminos de la emancipación
“Sangre roja de guerra teñirá el mundo hasta la cumbre de los montes”, advierte el poeta contemplando los resultados del trabajo de Raleigh y de los demás instrumentos de Isabel y de Cromwell en Irlanda. Los dos siglos y medio siguientes la isla es una rebelión tras otra. La última antes de nacer John O´Rilley, Kelley y los demás San Patricios, en 1798. Al poco, en 1807, Daniel O´Connell, un “orador arrebatador, organizador de primer orden”, da forma a un nacionalismo de nuevo tipo, que a través de la movilización popular pacífica y la acción en el parlamento inglés, con el apoyo de la Iglesia irlandesa procura la independencia.
Ganando batallas en el estatuto de la Gran Bretaña, como la elegibilidad de los católicos para los altos cargos públicos, que lo lleva a la alcaldía de Dublín; financiando a su Asociación con un sistema de limosnas implementado en todas las parroquias; dirigiendo al pueblo por medio de “mítines monstruosos”, que en la antigua, sagrada ciudad de Tara alcanzan a reunir a 250 mil personas -el equivalente a unos tres millones de hoy-, cree conquistar la meta, cuando en 1843 sus discursos por la legalidad y el orden desesperan a sus seguidores.
      Los hombres y mujeres del campo, sobre todo, han conciliado en temas tan delicados como la introducción de una educación pública que trata de erradicar la lengua nativa y las costumbres antiguas, convalidada por O´Connell, quien quiere librarse del peso del pasado. Ahora vuelven a lo que nunca ha dejado de ser lo suyo: las sectas secretas -Pies Negros, Pies Blancos, Mozos de la Cinta, y así-, organizados contra el despotismo de los señores y las autoridades locales, o como garantía extrema de la solidaridad, impidiendo, por ejemplo, que un semejante ocupe la cabaña de un arrendatario expulsado. De ese modo la noche es un territorio muy vivo, entre el cual sombras con rostros semiborrados por el hollín prenden fuego a graneros, degüellan cabezas de reses u ovejas o le caen a palos a un malvado.
      La emigración que ha empezado a desbordarse hacia a los Estados Unidos o, generalmente como paso previo, a Canadá, tiene los variados, poderosos motivos que podemos deducir de las tristes condiciones económicas y sociales de la isla, cuyas hambrunas de 1817 y 1822 presagian la brutal de 1846-47. Sin embargo, conforme parece probar un historiador, también cuenta en ella la desilusión por los acontecimientos políticos, por el fracaso de los esfuerzos de O´Connell, que comienza a percibirse en los 1830. “La emancipación no está hecha para nosotros”, escribe un campesino en viaje a América. “Ahora tengo una máxima”, dice un segundo: “la agitación y los discursos no nos harán libres”. Creen todavía en las palabras de otro de los grandes poetas irlandeses del siglo XVIII: “Si me puedo conservar en el corazón de mi pueblo, la Vieja Edad descenderá a mí y la juventud volverá”, pero saben que “es tiempo de partir”.
      Cuando menos algunos esperan poder “gustar las delicias de la libertad y la independencia del otro lado del Atlántico”. Y todos están más que preparados para ello.


Churubusco. 14 de agosto
Inmediatamente después de lo de Padierna, Santa Anna ordena que a marchas forzadas el entero de sus fuerzas se repliegue sobre las garitas o entradas fortificadas de la ciudad. Apenas hay tiempo, porque las divisiones de Scott cargan enseguida por varios rumbos, tiroteando las retaguardias mexicanas.
El movimiento en su conjunto conduce a la misma calzada por la cual Cortés entró a Tenochtitlan. Y más en concreto, a un puente que se levanta allí, hacia la confluencia de varias veredas y caminos, sobre el lecho de un río que a pesar del tiempo de aguas lleva poca carga: Churubusco.
La situación es caótica y el comandante mexicano enérgico: en el puente y el convento cercano debe establecerse una posición que defienda la retirada general. Le parece que como él mismo se situará un poco más adelante, para evitar al enemigo el rodeo de los dos puntos, basta con un par de cuerpos de la Guardia Nacional, con un batallón regular, tres piquetes de milicias provinciales y de algunas de las compañías de San Patricio, para detener al grueso del ejército invasor.
No hay manera de evitar la impresión de que el veracruzano, obligado a sacrificar una parte de sus tropas opta por los cuerpos que menos le interesan o que por su condición está seguro resistirán hasta el último extremo: los civiles voluntarios, especialmente los de extracción popular, y los desertores del ejército estadounidense.
O`Rilley y la parte de los suyos designados para la tarea, llegaron al puente el día anterior, procedentes del centro de la ciudad. Su armamento deja mucho que desear frente al del enemigo: “Los Saint .Patricks acostumbraban llevar mosquetes con cascos de 19 adarmes. Eran los viejos Brown Bess", una grande y pesada arma inglesa.
Están allí, en el puente, con el batallón de regulares mexicanos que ha quedado, para servir y sostener una batería de seis piezas. Nada más que seis piezas, amparándose en una fortificación de buena altura pero poco sólida, para cubrir el frente y los flancos.
A sus espaldas los protegen el canal del río y las zanjas más o menos profundas hechas entre las sementeras. En realidad están solos, pues las condiciones no permiten establecer una real línea con el convento. ¿Cuánto pueden aguantar la carga que se les viene encima? Por enfrente llega un cuerpo completo de infantería, y siguiendo sus pasos, un segundo. Por los flancos, dice el oficial Garland, “mi brigada penetró en una sementera; enfrente y a la izquierda de la obra del puente y al alcance de la fusilería, hice mover al 3o. de artillería, al abrigo de los sembrados, oblicuamente al camino. El 2o. de artillería fue enviado a la derecha, para sostener a los asaltantes. Se me unió el 4o. de infantería, y el mayor Lee fue enviado a ocupar la extremidad derecha de nuestra línea”.
Antes de generalizarse la acción, Santa Anna se da cuenta de los extraordinariamente pobres elementos del lugar y manda retroceder a una de las brigadas que van con él. Para entonces las Guardias Nacionales de la ciudad y los tres piquetes de milicianos de otras regiones que defienden el convento desde sus alturas, desde los parapetos exteriores parcialmente terminados y desde un par de casitas de adobe, con siete cañones de diversos calibres ven acercarse al enemigo protegido por árboles, milpas y chozas. Los defensores cuentan pues, entre ambos puntos, con seis mil hombres y algunas piezas de artillería.
El primero que sufre es el puente y “dos líneas de humo se marcan en el aire”. Las tropas del convento que miran hacia el oriente apoyan a sus compañeros tanto como les permite su propia situación.
La información es confusa. ¿Es ahora que una parte del San Patricio pasa al convento, o más tarde, cuando los del puente son finalmente arrastrados? “El enemigo, después de reñida lucha de hora y media, cedió el terreno”, se lee en el parte del día de los de Scott. Los resultados inmediatos son la toma de tres piezas de batalla, municiones en abundancia y 192 prisioneros. “Entre ellos –dice el segundo en el mando estadounidense- 17 desertores norteamericanos con el uniforme mexicano, que servían de artilleros”.
No se conoce la cifra de muertos. Los demás, “perseguidos de cerca, se retiraban por la calzada o se dispersaban hacia Mexicalcingo y el Peñón”. Los que toman la calzada se ven envueltos enseguida en una segunda acción. Momentos antes Scott avanzó un trecho en dirección a la ciudad y aprovechó para intentar rodear al convento. “Santa Anna, viendo este nuevo movimiento, llamó fuerzas de las que se retiraban a San Antonio Abad, y acudió en persona a Portales.”
      Es allí donde llegan ahora los del puente. ¿Incluido O`Rilley y la mayoría de sus compañeros que han sobrevivido? ¿Es entonces cuando son enviados para reforzar al convento?
Hay algo realmente conmovedor en los defensores del puente y, sobre todo, del convento. Conmovedor y cargado de significados. La memoria mexicana de la época elevará esta batalla a niveles que no alcanza ninguna otra. Sin duda porque los defensores están destinados al sacrificio, en razón de su apabullante desventaja frente al contrario. Pero también porque este es uno de los pocos momentos en los cuales no sólo las tropas y la mayoría de los oficiales, sino sus mandos, no dudan, no recelan entre sí o no se entregan, advirtiéndole al enemigo que debe andarse con cuidado si la invasión desborda a las instituciones mexicanas y deja frente a sí a las milicias civiles. Un momento ejemplar, para servir de enseñanza al futuro.
El ataque se inicia poco antes del mediodía: “Favorecido el enemigo por las milpas que lo ocultaban, se presentó a muy poca distancia por el frente y por los dos flancos”. La primera carga procede de la explanada de la izquierda. “Para ahorrar municiones, se dio orden de disparar cuando el enemigo estuviera muy cerca.”
A pesar de dificultades inesperadas, los defensores rechazan a una infantería estadounidense confundida por las bajas que sufre y cuya bandera recibe veintidos balazos. “El enemigo redobló sus esfuerzos.” Y otra vez fracasa. Pero para entonces la acción se ha combinado sobre tres lados. Los fusiles llevan buena parte del peso de la defensa del convento y apoyaban a sus compañeros del puente. Los lugartenientes de Scott concentran su atención sobre ellos. En especial, sobre quienes dominan las alturas. Por más de dos horas, hasta la caída del puente.
Los San Patricios ocupan ahora los redientes y cortinas del frente a la izquierda, fortificados. En ese momento las fuerzas que operaban sobre el puente se vuelven sobre el convento: “El coronel Duncan trajo dos de sus piezas a corta distancia de uno de los frentes y las asestó contra la torre, que había estado llena de algunos de los mejores tiradores del enemigo”.
De ocho a nueve mil hombres se emplean contra los defensores y pueden “envolver con entera libertad el convento por el lado sur”. Para entonces el armamento de los mexicanos ha mermado considerablemente. “Los cartuchos de quince adarmes, calibre de nuestros fusiles –recuerda el general Anaya-, se consumieron todos; no había mas piedras de chispa que las puestas... Dos piezas de artillería se desfogonaron, y para el resto sólo quedaban unos cuantos tiros.”
Se solicitan a Santa Anna balas, pero las que llegan son de calibre mayor al de la mayoría de los mosquetes. Sólo sirven a las armas de O`Rilley y los suyos. Mientras, muertos y heridos son llevados al interior de la iglesia.
Lo que falta es cosa de media hora o menos. Un grupo de Guardias Nacionales trata inútilmente de romper el centro de sus sitiadores: “El ataque se concentró en el fortín de la derecha, que estaba casi desartillado. Recibí orden de reforzarlo con las piezas del centro -escribe un protagonista. -Pero apenas habían sido enganchadas, vimos con horror que por la izquierda y por el reducto del camino, el enemigo saltaba y entraba a bandadas sobre nosotros”.
“Al fin, fue preciso replegarse al interior del edificio” y los San Patricios, los únicos con municiones, sufren gran numero de bajas. Todo está perdido, pues, pero según algunas fuentes ellos se esfuerzan todavía. “Se reportó que los mexicanos trataron de levantar la bandera de rendición por tres veces, pero que los San Patricios no se los permitieron”, asegura un oficial de Scott. No se sabe cuánto hay de cierto en ello y en todo caso resulta en balde: “A las tres y media de la tarde, todo había terminado”.
“El general Rincón, jefe del punto, y otros dos generales con 104 oficiales y 1,155 soldados, cayeron en nuestro poder”, reporta uno de los generales estadounidenses. Las bajas: “136 muertos y 99 heridos”. Para los invasores el costo de los combates del día es el más alto hasta entonces: “Muertos: 14 oficiales y 123 soldados. Heridos: 65 oficiales y 814 soldados.”
Treinta y cinco compañeros de O`Rilley y Kelley han perdido la vida, y contados los que se aprendieron en el puente, setenta y dos caen en manos de sus antiguos y encolerizados correligionarios: “Costó trabajo detener a nuestros hombres, para que no los matarán allí mismo”.
Cuando se los alinea para ser conducidos al cuartel general de Scott, no pueden esperar más que un destino.


Fuera máscaras
Ni siquiera al posesionarse de los campos al sur de la capital, que constituyen la mayor parte del valle, la ciudad está ganada por necesidad para unos invasores que si bien son ingeniosos y disponen de muy superiores apoyos económicos y tecnológicos, tienen serias debilidades en múltiples aspectos. Sin embargo la situación de los defensores es a tal punto comprometida, que sólo puede salvarla un gran despliegue de inteligencia y valor por parte de la dirección política y militar. Y este despliegue resulta simplemente inconcebible.
Santa Anna, tal vez el menos obtuso de nuestros generales, es la mejor representación de la casi infinita pobreza de las instituciones nacionales: un hombre que hemos visto comportarse de una forma cada vez más torpe o más ruin, sin imaginación para obligar a Scott a cumplir la fanfarrona amenaza de que traerá a cien mil hombres.
      El hecho es que se pacta una suspensión de hostilidades para negociar el fin del conflicto.
Sin decirlo hemos seguido a Polk como un adelanto del George Bush hijo de principios del siglo XXI. El trato es arbitrario pero responde a una preocupación genuina: preguntarse por la forma en que el sistema de gobierno de los Estados Unidos violenta las relaciones externas e internas sin que la historia patria estadounidense de cuenta de ello.
      ¿Cuánto golpea la política del Sr. Guerra a lo mejor de la Unión Americana? ¿Atenta, por ejemplo, contra la renovación espiritual encarnada por Emerson, Thoreau y demás? La agregación de Texas avala la extensión de la esclavitud y quizás también, voluntaria o involuntariamente, el oscurantismo sureño que la acompaña. El tema mayor es, sin embargo, la forma de deshacerse de pruritos morales al llevar al extremo el expansionismo que caracteriza a su nación. “Ensanchar sus limites, los de los Estados Unidos, equivale a extender el dominio de la paz sobre territorios adicionales y sobre millones de habitantes. El mundo no tiene nada que temer de la ambición militar de nuestro gobierno”, declara con desparpajo.
      Contemplando la obra del mandatario un legislador pierde toda compostura al gritar en la Cámara: “Si yo fuera mexicano, os diría: ¿No teneís espacio en vuestro país para enterrar a vuestros muertos? Si venís al mío, os saludaremos con manos sangrientas y sereís bienvenidos a hospitalarias tumbas”.
      Nada detiene, sin embargo, a Polk y ahora, todavía manteniendo en silencio sus intenciones ante la opinión pública, da un paso más en el discurso que seguirán muchos de sus sucesores. Con absoluto aplomo su representante especial insiste ante el gobierno de Santa Anna que los Estados Unidos no han hecho sino repeler la agresión de “tratar de subyugar a Texas”, y si luego México ha sufrido “una guerra de invasión no lo es de agresión”.
Por lo tanto nuestro país ha de reparar los gastos de ella y así se elevan de manera substantiva las indemnizaciones demandadas con anterioridad, por afectación a ciudadanos estadounidenses. Y como no se tiene otro modo de cubrirlas, el país debe pagar con Nuevo México, el norte de Sonora, la Alta y la Baja Californias y el derecho de tránsito a través del Istmo de Tehuantepec, y con la aceptación de que las fronteras texanas llegan hasta el Bravo.
El argumento es tanto más abusivo y aberrante, por cuanto México ha cedido ya en aspectos fundamentales. Manuel Otero, de nuevo representante en el congreso, detalla esta historia desbordado por la indignación:
“Las negociaciones diplomáticas que se siguieron del 21 del pasado (agosto) al 6 de éste (septiembre) me parece ponen a la luz, cuál es el carácter de la presente guerra, y disipan todas las ilusiones que hubieran podido formarse sobre esta cuestión. Antes de ellas la contienda actual aparecía ante el mundo como una disputa territorial en la que cada una de las partes contendientes presentaba sus títulos, por más que fuesen de mala ley los de nuestros enemigos…
“Los hechos históricos más incontestables y razones de justicia patentes, han hecho que no sólo los hombres justos de todas las naciones, sino los escritores más ilustrados y los hombres públicos más eminentes del pueblo americano, reconozcan la agregación de Texas, meditada, dirigida y consumada por nuestros vecinos con violación de los tratados, era una obra de rapiña e inequidad…
“No debe comenzarse por esta consideración sino para inferir que la cuestión se ha reducido siempre… a Texas y sólo a Texas… El resto de nuestro territorio no ha sido disputado en verdad, y por más de un acto lo han reconocido así constantemente los Estados Unidos… (Éstos) protestando a la faz del mundo que en manera alguna desconocerían nuestros derechos ni abusarían de las ventajas que han obtenido, el simple sentido común dicta que siendo toda propuesta de transacción  un medio por el cual ambas partes ceden algo de sus pretensiones… contraían el empeño de proponernos un arreglo en el que algo cederían de su pretensión al territorio de Texas…
“Y todo esto ha desaparecido para dejar ver la realidad de la cuestión… En el curso de las negociaciones el gobierno mexicano llegó a resignarse no sólo con la pérdida de Texas, sino también con la enajenación de la Alta California… y aún ofrecía dejar para siempre inculto y despoblado el importante territorio que hay entre las Nueces y el Bravo…”
      La desesperación de los políticos estadounidenses que apelan a los principios de “la primera nación de hombres libres”, adquiere forma de gran drama cuando en medio de un encendido discurso Quincy Adams se desploma, muerto, sobre su curul[‡].
      Entonces deben escucharse las palabras de Jefferson, temblando “por mi país cuando pienso que Dios es justiciero y que su justicia no puede dormir siempre”, y Thoreau, después del día en la cárcel por negarse a pagar impuestos en protesta por la intervención, publica el Ensayo sobre la desobediencia civil, que se convierte en un libro imprescindible en las bibliotecas de quienes en diversos lugares del planeta combaten al autoritarismo.


27 de agosto
El cese al fuego establece que ambos ejércitos deben mantener sus posiciones y permite al de Scott hacer compras en la propia ciudad. Sin información de ello, en la mañana de este día el pueblo de la capital no cabe en su sorpresa al topar en las calles a cien carros del enemigo. ¿Qué sucede? La gente deja sus quehaceres y se apelotona en las avenidas de la Plaza de la Constitución, recuerda Prieto.
“-¡Es un descaro! ¡Ayer nos andaban matando y ahora quieren que les demos de comer!
“-De acuerdo al armisticio tienen derecho a abastecerse en nuestros mercados -dijo el oficial de los lanceros enviados por el gobierno para proteger los carros.
“-¡Antes que venderles, tiramos la mercancía!”
Y las puesteras se ponen a lanzar jitomates y cebollas. En un segundo una bandada de pirinolas de entre seis y doce años las imita y les muestra una mejor manera, con piedras. Una con buen tino tumba a un carretero estadounidense y los lanceros se echan sobre la mujer que la arrojó.
“-¡Lo he querido matar! ¡Y los mataría a todos! –gritaba con frenesí, jaloneada por los uniformados.  -¡Por ellos he perdido a mi hijo!”
La lluvia de proyectiles arrecia entre acusaciones a los soldados y al gobierno y los carros tienen que dar la vuelta apresuradamente. Desde este momento, para proveerse Scott debe usar los transportes de los almaceneros al amparo de las sombras, guardándose de no ser descubiertos. Hasta la noche en que la gente, de nuevo con las mujeres y los niños a la cabeza, ubica sus bodegas en la plazuela de San Juan de Letrán y las saquea.



[*] En realidad la última nación en declarar la prohibición, Inglaterra, lo hará en 1830.
[†] En el siglo XIX la papa, como el maíz, son objeto de una campaña que los declara alimentos inferiores, olvidando que sin ellas habría sido del todo imposible el salto poblacional de los europeos occidentales a partir del siglo XVII. A la papa se la acusa en 1846 de ser la culpable de la Gran Hambruna irlandesa. En realidad la responsable es la extraordinaria falta de variedad en la nieta de una población que depende por entero de este tubérculo creado en Sudamérica.
[‡] El momento es real, pero no se produce ahora sino poco antes.