EPÍLOGO
La Corte de
Medianoche
Justo Sierra, padre del fundador de la educación
moderna en México, cuyo segundo apellido curiosamente es O´Reilly, en 1846 ha sido enviado a
Washington por el gobierno de Yucatán a fin de negociar la neutralidad durante
la intervención. Allí está meses más tarde, en espera del voto sobre la
cuestión, cuando la prensa estadounidense publica una alarmante noticia que
puede echar todo por tierra: las autoridades yucatecas acaban de firmar un
tratado con un dirigente de los mayas sublevados, y éste resulta, ni más ni
menos, el Jacinto Pat a quien un diario de San Luis Missouri acaba de
descubrir como “un indígena de origen irlandés”.
De
su sangre irlandesa católica no hay duda, reparando en que el nombre completo
con el cual se le conoce, asegura el corresponsal del periódico, es Santo
Jacinto Pat. No hay modo de decir si el tinterillo inventó dolosamente la
información o si, desconociendo los apellidos comunes entre el pueblo maya,
llevó a la Guerra de Castas el impacto que deja en la mentalidad de los Estados
Unidos la deserción en los ejércitos de Taylor y Scott y la existencia del
Batallón cuyo líder moral es el otro O´Rilley.
¿La
causa de los Paddy jugando del lado de la rebelión indígena? Termina la obra de
Polk en México, y en Mobile, Alabama, agentes yucatecos se acercan a los
soldados dados de baja del mismo batallón de infantería al cual estaba inscrito
Brian O´Donnell: el Treceavo. Ofrecen jugosos ocho dólares mensuales de paga y
ciento treinta hectáreas de tierra al concluir su trabajo: ayudar a la
rendición de Jacinto Pat y los suyos. Novecientos treinta y ocho hombres se
apuntan sin pensarlo, y en las goletas donde son transportados de Nueva Orleáns
a Sisal, afirma el historiador a quien seguimos, discuten planes que no son de
mercenarios: una vez siendo pobladores, imitar a los colonos texanos y hacerse
una estrella más de la Unión Americana, o “crear un estado independiente,
basado en la esclavitud y la supuesta decadencia de los latinos”. Al frente va el capitán White, sin registro de lugar
natal, pero en su mayoría los aventureros proceden de la antigua Erin.
Son
los adelantados de sus muchos compatriotas que en breve transitarán el Caribe
como parte de “los primeros filibusteros norteamericanos”. Pensando en ellos,
en el México del futuro habrá estudiosos que desconfíen de los motivos del
Batallón de San Patricio.
Paralelamente,
periodistas de la costa este y del valle del Mississippi viajan a nuestro país
tras el rastro de O´Rilley y los demás, sin fortuna. Se dice encontrar sólo a
uno, viviendo en un lugar perdido, a la manera de un agrio, miserable ermitaño
incapaz de deshacerse de la culpa.
Años
después un diario de Nueva York da conocer el fin de un misterio: el dueño de
la elegante casona de la ciudad por quien han venido preguntándose los vecinos,
es ni más ni menos que el propio John O´Rilley. La ha adquirido con los tesoros
con los cuales fue recompensado por el gobierno mexicano, y debido a ello trató
de mantener el secreto.
¿Se
habrá hecho operar el par de cicatrices sobre la cara en forma de D, pensando
continuar su vida en la Tierra de Dulce y Miel y tal vez, por qué no, colaborar
con la dominante fracción de los Pats en el Partido Demócrata neoyorquino, con
su larga experiencia en maquinaciones? ¿Lo hará o, descubierto, quedará en
México, o en Irlanda, vaya uno saber, dándoselas de señor?
Para
ver la deserción y al conjunto del San Patricio, hemos empequeñecido la figura
de este hombre. Pero según todo indica fue el más activo hacia el interior de
los Colorados y, ya vimos, desde los primeros días sus ex compañeros
representan en él a cuantos los abandonan y, en particular, a los que mudan
para disparar en su contra. Tampoco puede dudarse de que en mayor o menor grado
influyó en la formación de la unidad con nombre y blasones propios.
De
modo que para cuando Santa Anna reúne a las tropas en San Luis Potosí, John
debe ser un personaje afamado, cuyos ojos azules y buena estatura
relampaguearán ante las miradas de las mujeres de la ciudad entregada a un
cierto prolífico libertinaje. Puede entonces, sí, vivir uno o más apasionados
romances al estilo de la oficialidad acostumbrada a sacar partido del uniforme.
Tras
la Angostura el ejército a su alrededor empieza a descomponerse y quizás
aprovecha las lagunas que quedan para iniciar su carrera de ascensos, y el
llamado a desertar firmado con su nombre tras Cerro Gordo lo descubre ya como
una personalidad reconocida y una nada despreciable misión.
Churubusco
le da ribetes de héroe y las visitas y regalos de religiosos y damas
distinguidas en la prisión de Tacubaya y el éxito de la liberación clamada en
las calles, lo devuelven a los mexicanos con una auténtica celebridad y una
energía dispuesta a recoger los nuevos frutos de la deserción, que no para ni
con la caída de la capital de la república. No para en ese momento ni tras la
vuelta a casa de los invasores, a quienes no acompañan centenares o miles, no
hay modo de precisarlo, de irlandeses católicos y de otros soldados
inmigrantes, para culminar el más importante fenómeno de su tipo en los anales
de Washington: ocho mil hombres, que respecto al ejército regular equivalen al
trece por ciento de los efectivos.
Con
una porción de los últimos en abandonar a Scott se engruesa al San Patricio. No
todos se suman por voluntad, como los “5
americanos aparecidos en el Cardonal”, que un comandante remite a la capital
siguiendo la instrucción girada por el cuartel general “para que se agreguen a
la causa”.
Con
el cargo de teniente general O´Rilley queda al mando de las compañías, que se
destinan a un regimiento pero de las cuales él debe ocuparse de pe a pa,
incluyendo su mantenimiento no siempre fácil de garantizar con los cincuenta
pesos que se le entregan aquí y allá. Con una de ellas marcha a Silao,
Guanajuato en junio de ese mismo 1848, para ayudar a las fuerza que combaten el
pronunciamiento de Paredes.
Al
poco regresa a la capital de la república, donde apuradamente se reinstala el
gobierno de modo de detener una serie de maniobras. Es el gobierno electo meses
antes en los estados libres de la ocupación, a quien algunos denostan por el
modo confidencial en que pactó la paz. La tarde del 23 de julio por la ciudad
corren rumores de un golpe de mano contra él.
Según esto los conspiradores entrarán “en el jardín
de Palacio por la calle de Meleros, para apoderarse del presidente”. Al mismo
tiempo “unos doscientos desertores aprendidos del ejército permanente” harán
fuego sobre el batallón de la Guardia Nacional que custodia el recinto. Se
asegura que la primera operación estará a cargo del responsable del San
Patricio.
Al anochecer O´Rilley se presenta en la comandancia
general “a saber si ocurría alguna novedad”. Sobre aviso, se le responde que
todo anda bien, pero se envía “en su seguimiento a un hombre disfrazado”. El
irlandés cumple las varias visitas que se espera, y al salir de la última se le
prende. Aunque la gendarmería procede a detener a otros supuestos implicados, bien
entrada la noche se extiende la especie de que el asalto por los jardines ha
sido consumado, y se dispone que la única compañía de los San Pats
presuntamente implicada vaya a la garita de Peralvillo para su retención.
Los demás están en el cuartel de la villa de
Guadalupe y al enterarse unos cien marchan en son de guerra. No avanzan gran
cosa cortados por las tropas, que entre conminaciones y amagos los hacen
deponer las armas. La primera decisión es licenciar a las compañías en su
totalidad, pero considerando los servicios prestados por sus veteranos y el
extremo en que se les pondría de “pedir limosna”, reciben la orden de agregarse
al combate de la revuelta del padre Jarauta, el ex guerrillero convertido en
defensor de la fe, que encontró la forma de implicar a los indígenas rebeldes
de la Sierra Gorda de Querétaro.
Lo que sigue es la llana descomposición. El grueso
del San Patricio prefiere la pobreza en un país del cual probarán cuán ajenos
son, a través de los cincuenta y cuatro todavía en filas. Éstos van con órdenes
de presentarse en San Miguel de Allende, sin embargo apenas salen de la ciudad
los informes sobre ellos hacen que el gobierno los declare sublevados y
disponga su detención.
El prefecto de Jilotepec, en el estado de México,
reporta el encuentro en la villa del Carbón de “una partida de cuarenta hombres
de la misma Cia.”. Como “se carece en esas poblaciones de armamento, la
autoridad municipal de la referida Villa” no ha tomada provisiones en su contra
y ante el pedido de proporcionarles “una guía para que los condujera a Querétaro”,
se limita a conducirlos “en dirección para Jilotepec, punto justamente opuesto
al que ellos querían tomar”. Los cuarenta intuyen la trampa y se dispersan,
“logrando únicamente el alcalde aprehender a cosa de siete u ocho con treinta y
tantos fusiles”.
Unos
días después el gobernador distrital de Toluca comunica “que se remiten a esta
capital a tres irlandeses, los cuales quedan asegurados”, y el responsable de
Tula tiene “el honor de remitir a V.E. seis soldados dispersos de las compañías
de San Patricio que se han aprehendido en el distrito de mi mando”. En Amealco se reporta que “fueron aprehendidos por la autoridad civil seis desertores de la Compañía
de San Patricio, y uno en el pueblo de Santa Rosa”, dos de los cuales se fugan
en el trayecto al Distrito Federal.
Para el diez de agosto la comandancia general del
ejército ordena que a su arribo a la ciudad se tome “informes sobre las causas
que los impulsaron a cometer las faltas de que son acusados; y si por ello no
resultaran culpables”, ponerlos en libertad “dando conocimiento a la plana
mayor para que les expida sus licencias absolutas”.
Así ocurre y de un día para otro O´Rilley
desaparece para volverse a saber de él un mes más tarde, en la correspondencia
de un político de importancia a quien pide ayuda. Después de eso, ni una
palabra. Algunos de sus compañeros solicitan se les haga efectiva la promesa de
devolverlos a casa si así lo desean. John no. De modo que debiera creerse a la
familia que en el siglo XXI reclama con orgullo ser su descendiente.
Los demás llanamente van a dar a la nada. Entre
ellos O´Donnell, que descansando en un río de México, ve aparecer a la
monstruosa mujer de sus alucinaciones, de cuya grotesca boca sale un chillido
metálico: ¡Tú, vago, despierta! ¿Estás ahí, echado, mientras
la Corte espera para juzgarte?” Y sin tránsito Brian se
encuentra en el interior de un refulgente palacio cuyas troneras chocan con las
nubes, iluminado por antorchas mortecinas, ante el trono de oro de la Reina de
la Imparcialidad, con una multitud de espectadores detrás, que a mitades le
lanza vivas y acusaciones.
Escuchándolos, él sonríe.
La
mayoría de los historiadores estadounidenses dedicados a los San Patricio se
esfuerzan en probar que éstos son una punta de aventureros y que no merecen ser
recordados ni siquiera como traidores. Destacan entonces la presencia durante
la “Guerra México-Norteamericana” de diecisiete cuerpos de voluntarios venidos
de muchos lados, más decididos al sacrificio que los soldados nativos: los
Jaspers Greens de Savannah, los Mobile Volunteers de Alabama, etcétera. O
citando testimonios de la airada respuesta de soldados regulares, a la llamada
de los mexicanos a desertar, como la del soldado Giddings: había “unos ochenta
irlandeses, algunos de los cuales fueron tentados por la provocación. Más de
una vez informaron a sus oficiales de la presencia de emisarios mexicanos y
fueron inusualmente activos en su detención”.
Estos historiadores nos dicen,
categóricamente, que los soldados venidos de la vieja Erin deben ser vistos
como ciudadanos de los Estados Unidos sin más. No parecen enterarse de que en
los cubículos a su lado, mucho más prestigiados, se estudia el “nacionalismo
norteamericano irlandés”, siguiendo de cerca el penoso desprendimiento de la
patria de cientos de miles de hombres y mujeres ya en los años previos a la
invasión de México.
¿No
reflejan el mismo fenómeno los Jaspers Greens y demás, que quienes se
convierten en San Patricios? ¿No son dos caras de la misma moneda? Negarse al
maltrato en el ejército, desertar, incorporarse a las tropas mexicanas y
hacerse en ellas un cuerpo especial bajo los símbolos de la Irlanda
tradicional, ¿no supone la misma voluntad que la de concentrarse en una cuantas
ciudades, crear una literatura propia, hacer una activa campaña contra “la
herejía luterana”, ganar el control
del Partido Demócrata, forzar un acuerdo social que respete su culto y sus
hábitos, y acudir a la epopeya estadounidense en la cual se registra la Guerra
Mexicana, en bloques con una identidad bien definida y publicitada?
La
partida de hombrecillos que contribuyen a la historia oficial estadounidense no
quiere tocar el tema, como no quiere tocar ningún otro de los muchos espinosos
que descubren las intimidades de los inmigrantes al país y sus traumáticos
procesos.
En
México el San Patricio pasa a nuestro cementerio de héroes, y libros de textos,
nombres de calles y escuelas por toda la república los recuerdan, haciendo a un
lado cuanto no se entiende. De eso modo basta su presencia, su puesto en la más
decida defensa ofrecida a las tropas de Polk y los públicos ajusticiamientos en
San Ángel y Tacubaya, para que la imaginación popular los vea pasando en grupo,
de una sola vez, con la firme voluntad de hacer justicia. Una voluntad que
corresponde a quienes representan trescientos años de la más heroica
resistencia a una conquista tan brutal como la del México antiguo.
Y es
curiosamente sólo gracias a este intuitivo arte de crear símbolos, que se
rescata la historia, encontrando lo que anda en el fondo de O´Rilley y sus
compañeros, más allá de la conciencia de ellos.
De modo que, por ejemplo, la romántica novela mexicana cuyo personaje es
John O`Leary, a pesar de su absurda interpretación, atina a su modo, como
atinan las conmemoraciones anuales del asesinato de los San Pats en la plaza de
San Jacinto.
Algo
oscuro se encierra, sin embargo, en una parte de este proceso. Puede advertirse
en la cercanía de John O`Rilley a la alta jerarquía eclesiástica, en un tiempo
en que ésta se prepara a evitar el fin de la milenaria relación entre la
Iglesia y el Estado. No es casual la absurda participación de los correligionarios
de John en las conspiraciones de Paredes y el padre Jarauta al término de la
guerra.
No es casual tampoco que a principios del siglo XXI el Diario Oficial de
la federación publique: “Se adiciona la fecha 12 de septiembre Conmemoración de la gesta heroica del
Batallón de San Patricio en 1847”, y que el decreto lo firmen Vicente Fox Quesada y Carlos
María Abascal Carranza.
¿El
primer gobierno conservador desde tiempos de Lucas Alamán, preocupado por
añadir héroes a una historia de México de la cual quiere expulsar a cuantos la
tradición liberal ha seleccionado? La fecha de la nueva conmemoración es
significativa: 12 de septiembre, un día antes de los festejos en recuerdo por
los cadetes muertos en el Castillo de Chapultepec.
¿Se pretende terminar opacando a Escutia, Márquez y
demás, olvidándose desde luego de Peñarruri, el guardia nacional con el cual
los contemporáneos simbolizan la defensa de Churubusco, y de Balderas, el
teniente Xicotencatl, Margarito Suazo, Próspero Pérez, el padre Lector…?
El Niño de Piedra
En la tierra donde las montañas saltan cambiando de
lugar, desde un manto invisible, sobre mocasines que vuelan, hace su aparición el
Niño de Piedra con el cual un guijarro preñó a la primera mujer, quien sabedora
del destino del hijo como salvador de los Sioux, lo dotó de tales privilegios
para enviarlo a allí a vencer al Oso del tamaño de nube que con gruñidos de
trueno arroja seres humanos contra el veneno de las ramas serpientes, a fin de
inmovilizarlos y permitir que una roca caiga sobre ellos y los agregue a una
pila de cadáveres secos.
Así
cuenta un relato recogido en una reservación a fines del siglo XIX. ¿Cuándo
había nacido?, ¿antes o durante las profundas transformaciones de los pueblos
indios de Norteamérica, iniciadas entre doscientos y trescientos años antes,
que llevaron a los dakotas, una de las naciones sioux, a exilarse, olvidar la
vida semisedentaria para reunir el caballo y el fusil por primera vez entre los
indios de estas partes y volverse temibles guerreros que expulsaban de sus
tierras a otros pueblos?
Hay quien cree que fue entonces cuando uno de ellos
se convirtió en Hombre Araña y visitó a sus primos lakotas, señores de las
praderas, para trasmitirles la voz que desde los bordes del océano anunciaba la
llegada de seres de largas piernas corriendo ligeros en su dirección para robar
los cuatro lados del mundo.
Los
lakotas y los demás descendientes del Niño de Piedra interpretaron a su modo el
mensaje y llegado el momento trataron con los tramperos y los buscadores de búfalos,
cuyo regalo compartían con muchas etnias y tribus. Las cosas marchan hasta el
triunfo de los Estados Unidos en México y la ocupación decretada por Polk del
Oregon “inglés”, que hacen a los lakotas descubrir la justa dimensión de las
palabras aquéllas. A veces son sus ojos los que detectan a las decenas de miles
de colonos, saltando las Rocallosas, y otras reconocen su cercanía por el
nerviosismo de sus vecinos del sur y el poniente.
El País de Sombras del Oeste sigue resultando
demasiado grande para estas oleadas de migrantes y para el mismo gobierno de la
Unión Americana, las leyes tardan en llegar y no pocos de los recién llegados
se pierden entre sus sueños. Como Billy the Kid, quien una tarde en
compañía de un socio topa a unos piel
rojas y los enreda en la apuesta de una carrera a caballo. Completada la
trampa el muchacho y el amigo ríen diciéndose que “los indios habían hecho… el
indio”, y discuten:
“-…tanto
tú como yo tenemos a cargo la vida de tres indios…
“-Bah,
los indios no son personas. Con decir que nos atacaron, salimos del paso.”
Sí,
todo es fácil con ellos, incluyendo la toma de sus tierras. Para ese momento a
los lakotas les quedan apenas ciento treinta mil de las doce millones de
hectáreas reconocidas por la Casa Blanca. No están dispuestos a que gente como
Billy sigan burlándose de ellos y convocan a sus parientes para estallar en la
Gran Insurrección Sioux.
Pero fracasan. Es ahí cuando el Niño de Piedra de
la leyenda contempla la pila de cadáveres acumulados por el oso, y sus
artilugios lo abandonan y descubre el llanto, al percatarse de que son de los
hombres y mujeres para cuya protección fue creado.
Sólo unos cuantos quedan, pasa el tiempo y el 25 de junio de 1976 en
la casa de uno de ellos, Rene Howell, ubicada en el número 20 de
North Street, en Rapid City, Dakota del Sur, la estancia es espaciosa aunque no
lo suficiente para albergar a los dos mil Soldados Perro (DG por su nombre en
inglés), a sus M-16 y sus carabinas que, de acuerdo al informe del agente local
del FBI, deben reunirse allí para recibir órdenes del Movimiento Indio
Americano, y dispersarse por el estado a fin de “llevar a cabo un programa de
terrorismo durante el fin de semana de la celebración del Bicentenario de los
Estados Unidos”.
Los blancos más aparatosos, continúa el funcionario, son el
Capitolio estatal, una presa, el edificio de una Corte y la Oficina de Asuntos
Indígenas, que deben volar por los aires mientras se prende fuego a discreción
a los graneros del área de Wagner, se da muerte a cuanto agricultor anglo cruce
por enfrente y se dispara “a los turistas desde un escondite en la montaña en
las carreteras interestatales”.
Las armas, termina el informante, están en la reservación de
Rosebud, cuya localización da con un pequeño error de trescientos kilómetros,
después de haber hablado de un escondrijo en un “número desconocido” de Redman
Street, calle que aún no ha sido inventada ni se inventará jamás en la
población de Forcupine.
Con sus gruesas mentiras el memorandum circula por los servicios de inteligencia
estadounidenses, previniendo a las policías locales contra estos fantasmas
encarnados, en quienes los Estados Unidos siguen sin reconocer el legado
cultural que les dejaron. Un legado que debe añadir al maíz, a sus panes, al frijol, el tabaco y demás; al
apoyo político y militar de los Wendars y los otros; las pieles que los colonos
les canjeaban con hasta noventa y seis tantos de ganancia, las huertas de
ciruelas nativas y frutos de azúcar, la selección de una larguísima variedad de
plantas silvestres que servían de alimento o medicina, las canoas de corteza de
abedul, las tiendas, los métodos de caza, de pesca y de conserva, o hasta el
modo de avanzar en son de guerra, uno a uno en fila.
Los estadounidenses, los occidentales todos, no reconocen su
herencia y los deforman hasta los peores absurdos. Como asegurar, según los informes elevados por
Malthus a la categoría de verdad comprobada, que entre ellos “la mujer aparece
aún más esclavizada por el hombre que el pobre por el rico en los países
civilizados”. De una vez desaparecen así hasta de la memoria los clanes
matrilineales, las “jefas” o “reinas” gobernantes”, la luna concebida como un
joven incestuoso perseguido por la tea de sol de la hermana ofendida, o
cualquiera de los numerosos esfuerzos por recordar que la mujer no es la
dualidad virgen-prostituta de los superiores cristianos.
Al tocar el fondo de la angustia imaginando el
momento en el que el último hombre desaparezca y vuelva nada absoluta a la raza
humana, un gran filósofo francés no hace sino asomarse a cuanto se ha hecho
realidad ya para estos pueblos.
En el sórdido
camino
Antes de morir Quincy Adams
decía a Polk y a sus socios: “En esta guerra las banderas de la libertad serán
las banderas de México, y las vuestras, me avergüenzo de decirlo, las banderas
de la esclavitud… ¿Con qué autoridad, vosotros, teniendo la libertad, la
independencia y la democracia en los labios hacéis una guerra de exterminio
para forjar grillos y esposas y colocarlos en los pies y las manos de hombres
que ahora empiezan a arrancárselos?”
Años atrás William E. Channing, un reformador cristiano, advertía
ya a dónde conducían las pretensiones de su república sobre el territorio
texano: “Texas es un país conquistado por nuestros ciudadanos; y su agregación
a nuestra Unión será el principio de una serie de conquistas, que sólo hallarán
término en el istmo del Darién, a menos que la enfrene y rechace una
Providencia justa y bondadosa. En adelante debemos de abstenernos de gritar al
mundo ¡paz!, ¡paz¡ Nuestra águila aumentará, no saciará su apetito en su primera
víctima, y olfateará una presa más tentadora, sangre más atractiva”.
Adams y Channing, éste en materia social un conservador, eran
parte del sistema establecido estadounidense. Pero percibían el grado de
corrupción que se contenía en él y la fragilidad de sus contenciones. El
espanto del segundo era tal, que escribía: ““Un pueblo, al igual que un
individuo, tiene que estar con la justicia, cuéstele lo que le cueste”,
incluida “su existencia”.
Las voces de ambos terminaban perdiéndose entre el griterío del
Sr. Guerra, del Monstruo de Chestant Street, de “unos cientos de miles de
comerciantes y de agricultores”.
Los historiadores mexicanos ven en la intervención el empuje
del siniestro Sur esclavista de los Estados Unidos. Es cierto que de éste viene
la gran alharaca por anexar Texas y hacer la guerra, pero no son ellos quienes
sacan el mejor partido, frente a los grupos de poder del Norte, con los cuales
ha empezado a perder el juego. Sino que lo diga el general Taylor contemplando
satisfecho cómo se alza ya por encima de
la aristocracia virginianiana, porque mientras aquélla ha sido relegada y a su
mayor promesa, el más joven de la rancia familia de los Lee, le está reservada
la romántica y triste gloria de la derrota como caudillo de los secesionistas
en la Guerra Civil, Taylor aspira con justa razón a la presidencia.
En
realidad antes de la intervención Texas sirvió tanto o más a los industriales,
transportistas, comerciantes y banqueros norteños, que a los grandes
plantadores y traficantes de esclavos del Sur, y la derrota de México y la
simultánea toma de los territorios todavía bajo formal dominio inglés, terminan
por darles la supremacía. California es para ellos, igual que Iowa, Wisconsin,
Minnesota y Oregon, reconocidos como estados en un santiamén, mientras los
cuatro que el Sur espera crear en Nuevo México, deben esperar. Sobrevendrá,
pues, la Guerra Civil, con un resultado previsible.
Y antes
y después de ésta, una ocupación del Lejano, Lejano Oeste que repite la fórmula
de los anteriores, entregando las tierras a grandes concesionarios asociados
con el capital financiero, quien va como un perro de presa detrás de los
esforzados colonos, hombres y mujeres aún en espera de los sueños propalados
para ellos por la Tierra de la Gran Promesa, sobre todo inmigrantes, ahora
llegados cada año no por cientos de miles sino por millones.
La
familia del propio Billy the Kid es un buen ejemplo de esta historia. Ambos
padres eran irlandeses y vivieron años en Manhattan con los ingresos del
hombre, que conducía “grandes carros de cerveza con caballos percherones de
anchas patas peludas”. En 1862 con dos hijos hicieron el largo peregrinaje a
Kansas.
“Poco después de llegar… el padre murió de pulmonía
y la madre con sus dos bebés siguió sola el viaje y se trasladó a Colorado
viajando en carretas de mula o a pie y llorando y rezando.” La mujer volvió a
casarse allí “y volvieron todos a ponerse en camino hacia el sur, todavía en
busca de tierras que fueran más benignas con los pobres”. Se instalaron en las
afueras de Santa Fe y al poco de vuelta a la aventura, hasta Silver City, todo
ello en el Nuevo México original.
Billy mataba indios y mexicanos y robaba lo que
estaba a la mano. Otros se gastaban hasta la extenuación por levantar buen
campo, con un trabajo que terminaban por usufructuar los grandes capitales de
Nueva York, Nueva Inglaterra, Massachuttsets y demás.
Entretanto los émulos de los mercenarios de Yucatán
servían de piratas a sus gobiernos en el Caribe, que en 1889 daban un paso más
en el destino manifiesto de la doctrina Monroe, declarando la política del Gran
Garrote para la región.
Cuba, Haití y la Nicaragua de
Sandino eran los primeros en recibir el nuevo trato. Luego el Brasil de la
dictadura de Getulio Vargas, el Panamá de
Arias, Colombia, Guatemala, Nicaragua de nuevo, El Salvador, Chile, Argentina,
Uruguay…
Quince
Adams y William Channing no se han equivocado. Y todavía hay mucho por venir y
validar las palabras de Jefferson: “tiemblo por mi país cuando pienso que Dios
es justiciero y que su justicia no puede dormir para siempre”.
Para
cuando un once de septiembre de 2001, un par de los mayores símbolos de la
Unión Americana sufre el ataque más inverosímil y abre las puertas a lo que George
Bush hijo llama Guerra por la libertad
duradera, un fenómeno distinto preocupa también a los sectores
estadounidenses más conservadores.
Once millones
de mexicanos se dispersan por el país. El alcalde de Nueva York declara que sin
ellos la economía de la mayor potencia del mundo “sería una cáscara de sí
misma”. La declaración viene a cuento por la iniciativa que se discute en el
Senado para detener este río de inmigrantes. Enfocada “exclusivamente en
medidas de seguridad y control fronterizo”, la iniciativa se enmarca en la
legislación antiterrorismo que diversos sectores califican como inconstitucional
en virtud de que introduce en el conjunto de la sociedad estadounidense un
clima de miedo y faculta a la autoridad a modalidades de un estado de
excepción.
Para entonces la Guardia
Nacional fue enviada a algunas áreas del Bravo, en una medida calificada
también de inconstitucional en cuanto significa la militarización de la
frontera, que el gobierno de Baby Bush enmascara apelando a la independencia de
este cuerpo armado respecto al ejército.
En
Arizona, uno de los estados preferidos por los migrantes para el cruce, se
aprueba la ampliación de la malla metálica que la separa del vecino estado
mexicano de Sonora, usando “paneles de acero de cuatro metros de altura, y
tubos rellenos de concreto incrustados en el suelo”.
Allí
mismo, en Texas y diversas partes los grupos de ultraderecha se engruesan, reclutando
voluntarios vía Internet. En particular el MinuteMan Project, dirigido por un
excombatiente de Vietnam, y la Patrulla Fronteriza Americana, que realizan vigilancia armada a caballo y monitoreos
con empleo de cámaras de video, luces
infrarrojas y aeronaves.
Paralelamente treinta estados ponen a consideración
“al menos 75 iniciativas de ley” para expulsar a los mexicanos o a las
compañías que los contratan, y una porción de ciudades menores estudian medidas
drásticas. En Culpeper, Virginia, un concejal promueve una iniciativa para la
“penalización de las empresas que contraten a migrantes, así como a quienes les
alquilen viviendas, y prohíbe hablar en español u otro idioma que no sea el inglés”.
Don Goldwater, diputado y aspirante a gobernador de
Arizona, presenta en el congreso una propuesta que contempla deportaciones
masivas y el empleo de la Guardia Nacional para construir los campos de
concentración.
Para 2007 el gobierno federal amenaza sellar la
frontera con la construcción de un muro, y expulsar a quienes, dice, amenazan
la seguridad nacional del país.
Una frase se repite una y otra vez entre quienes
promueven estas iniciativas: “Mientras dormíamos Estados Unidos fue robado”. Y
sí, tal vez.
“¿Qué vamos a hacer con el país?”
En San Martín Temexlucan la soldadera de nuestras
imaginaciones se angustia observando como a espaldas del Santa Anna que se
pierde en el horizonte en octubre de 1847, los hombres se marchan en masa. ¿Qué
hará si la cosa sigue? Puede dedicarse a la venta del servicio de sus carnes,
no, claro, en un burdel, un hotel o una casa asistencia, o siquiera en las
calles donde resultaría un cascajo, pero sí tal vez en los pasos de los muleros
artos de meses sin desfogarse.
Es cierto, hay en las dos alternativas miseria,
odio al otro, tragedia, pero también lo que un escritor entreverá al revisar la
historia de las mujeres que acompañarán a los ejércitos de Emiliano Zapata: la
decisión de conspirar contra su “destino de insivibilidad”. Invisibilidad de
mujeres en cuyo trabajo descansa el país, según luego se probara a la vez.
Se angustia, pues, la soldadera contemplando el
espectáculo de San Martín Texmelucan, cuando descubre en los ojos del muchacho
la determinación: es ahora o nunca, no la seguirá más. El joven da la vuelta
para regresar a Tepetiztla, donde las tropas lo engancharon dos años antes
acusándolo de participar en la revuelta de Miguel Casarrubias, que alborotaba
de arriba abajo La Montaña del futuro estado de Guerrero.
No tuvo motivo la acusación, pero quién sabe si la
tenga en adelante, como sucede con quienes fueron forzados por la gleba y hoy
están al lado de Jacinto Pat[*]
en su reducto al sur de Yucatán, preparando el recibimiento de las tropas
estatales que pretenden liquidarlos. Entre ellas van los novecientos treinta y
ocho ex compañeros de O´Donnell en el batallón de infantería estadounidense.
“Era fácil matar a esos extraños blancos, porque
eran altos y peleaban en línea, como marchando… Al sol su cuerpo era rojo o
rosado, y de sus gargantas salía un extraño grito de guerra: ¡Hu!, ¡Hu!
[¡Hurra!] –se acodará más tarde Leandro Poot. -Eran valientes y tiraban bien…
No creo que escapara ninguno. Pienso que quedaron yacentes en el sitio, porque
en aquello días no teníamos tiempo de comer ni de dormir ni de enterrar a los
muertos.”
El choque es uno cualquiera en la insurrección que
no se agotará sino en tiempos de la Revolución. Falta todavía, para empezar, la
palabra de la Santa Cruz, usando la memoria recogida en el Popol Vuh y
respuestas como la dada ahora por los jefes mayas a la carta de un obispo
recodándoles que todos, también los pueblos originarios, “somos los amados de
Dios nuestro Señor”:
“¿Y ahora se acuerdan, ahora saben que hay un
verdadero Dios? ¿Cuándo nos estaban matando sabíais que hay un Dios verdadero?
Todo el nombre del verdadero os lo estuvimos encareciendo, y nunca creísteis en
su nombre… Veinticuatro horas os damos para que nos entreguéis las armas.”
La renovada Casta Divina yucateca ha tenido, pues,
que apelar al último recurso: el llamado de la Iglesia consciente de que en el
México desintegrado, la gran fuente de unidad es la religión, por sincrética y
diversa que sea en sus manifestaciones.
Y esta vez, como muchas otras en el pasado frente
al descontento del noventa por ciento de la población, que puebla los campos,
la Santa Madre falla. Pero su poder sigue siendo, de lejos, el más vasto y
sólido del país. Sólo ella tiene representaciones hasta en los últimos
recovecos de esta tierra. Es un poder vertical, centralizado, que trasciende
las fronteras y va a dar a Roma y otros corazones del descomunal proceso que
cada vez más alcanza los rincones de la tierra, iniciado por Colón.
Monumental poder que en México monopoliza la
educación y el control de la moral pública y privada, y que dispone de tres
cuartas partes de las propiedades “nacionales”, la absoluta mayoría de ellas
improductivas. Ha salido indemne de la intervención y cuando el caos dejado por
ella llega a los extremos, se afilia al llamado de los conservadores para terminar
con “la farsa” representada por tres décadas de república.
Es entonces que el Seductor de la Patria termina
por cumplir el papel para el cual lo ha preparado la historia. En 1853, bajo la
guía ideológica de Alamán, el promotor del golpe aquél de Paredes en diciembre
de 1845, Quinceuñas se convierte al fin en Su Alteza Serenísima, con poderes
absolutos y de por vida, apoyándose “en toda la fuerza moral que da la
uniformidad del clero, de los propietarios y de toda la gente sensata”. Se
termina con los estados federados, se crea un ejército que duplica al puesto en
pie contra Taylor y Scott, y una policía secreta, una red de delatores y un
decreto para combatir a quienes “murmuren contra el gobierno, censuren sus
disposiciones o publiquen malas noticias”, por el cual se pena también a los
que “viendo cometer estas faltas, no denuncien a sus autores”.
Para ello y para mantener el nuevo fasto de la
clase clerical y de la presidencia, es necesario sacar dinero hasta debajo de
las piedras, creando impuestos incluso por la tenencia de perros: “bien para el
resguardo de sus casas e intereses, bien para custodia de sus ganados… bien
para la casa o la diversión”. Se busca el protectorado de España, la
contratación de mercenarios suizos…
¿Qué mejor certificación a los Estados Unidos de lo
imprescindible que resultaba salvar de los mexicanos cuantas superficies se
pudiera? ¿O a la monarquía española, de la absurda independencia de su colonia?
¿O a los ingleses, franceses, alemanes, belgas, holandeses, sobre el fatal destino
de los pueblos en los cuales ellos no meten la mano?
Pero la aventura de Polk, a más de la precipitación
de México en el caos, ha sido también un apretado, insuperable curso para
muchos mexicanos, que los prepara para otra cosa. Aún no volvían a casa las
tropas estadounidenses, cuando Prieto y sus amigos convinieron en escribir
testimonios de la invasión y en meses los publicaron en un libro, para extraer
las lecciones de ese par de años.
Y ahora, en 1853, cuando se da forma a la dictadura
de Santa Anna y sus aliados conservadores, nuestro conocido general Juan
Álvarez se levanta en Ayutla para de una buena vez acabar con El Cojo, y aquí y
allá por el país sale a luz una brillante generación capaz de sentar, al fin,
las bases de una auténtica nación.
Ahí está el propio Prieto, ministro de Juárez, y
Mariano Riva Palacio, general en jefe del Ejército
del Centro durante la ocupación francesa, otro de los autores de los
apuntes sobre la guerra estadounidense. Está Melchor Ocampo, redactor de las leyes de Reforma, e Ignacio
Ramírez, uno de los primeros en sumarse a la revolución de Ayutla y coronel
contra las columnas que imponen a Maximiliano de Hansburgo.
Está Leandro Valle, el más brillante y fiel oficial
en los primeros años del gobierno del mismo Juárez, compañero de Escutia,
Márquez y los demás en el Colegio Militar. Está Ponciano Arriaga, “uno de los más radicales del Congreso
Constituyente” de 1857, encargado de reunir víveres y pertrechos para
las fuerzas que luchaban en Nuevo León y Coahuila
contra Taylor, y el cirujano José María
Mata Reyes, general brigadier en el ejército que lucha contra la imposición
francesa, quien se enlistó en las guardias nacionales para defender Veracruz
contra los bombardeos de Scott.
Está
Francisco Zarco, el gran periodista miembro del gabinete de Juárez, que a sus
veinte años asiste a la toma de la ciudad de México por los soldados de Polk.
Está Mariano Escobedo, miembro del Ejército
del Norte formado para apoyar el Pan de Ayutla y vencedor de los franceses en
la batalla que permitió la recuperación de Monterrey, el más entusiasta en los
cuerpos ciudadanos que se sumaron a la resistencia de esa misma ciudad en 1846
y combatiente en la Angostura. Está Ignacio Zaragoza, responsable de la batalla que da el golpe final
a la guerra de Reforma y de la defensa de Puebla ante las tropas de Napoleón
III, nativo de Texas, cuya familia abandonó la región ante el avance de Houston
y demás, quien en 1847 solicita sin fortuna su incorporación a los cadetes del
Colegio Militar.
Las baterías de estos hombres formados durante la
invasión estadounidense, se dirigen contra la todopoderosa Iglesia. Su
Constitución termina con los privilegios y tribunales especiales de religiosos
y militares, expropia las fincas rurales y urbanas de la Santa Madre, y concibe
un real sistema de justicia y de educación pública e introduce por primera vez
la preocupación por las garantías individuales. Quedan fuera de ella muchas
fundamentales cuestiones, y obsesionada por la modernidad da el tiro de gracia
a las comunidades indígenas y campesinas. Pero lo construido es capaz de
enfrentar no a un ejército de pacotilla como el de Polk, sino al más dominante
de la tierra.
A lo largo de la intensa década en la cual estos
hombres cumplen su obra, pueden escucharse con claridad las lecciones de 1846.
Por un lado, la representación nacional no reside sólo en la ciudad de México,
sino donde quiera que el sentido común decida de acuerdo a las circunstancias:
Guanajuato, Guadalajara, Colima, Veracruz, Paso del Norte… Por otro, la guerra
contra una potencia extranjera necesita imaginación y una entrega absoluta, el
desgaste de los invasores a lo largo y lo ancho del país, las guerrillas, los
grandes golpes en momentos decisivos dados sin reservas de ninguna especie, y
la confianza en que hasta un poeta dispuesto a aprender es capaz de convertirse
en un estratega militar.
Esta generación es mera estatua, estampitas de
papelería, nombres sin contenido que se repiten en tediosas, retóricas
ceremonias, cuando mucho después una corte de políticos formados en las
universidades de los Estados Unidos donde el destino manifiesto reina, termina
la obra globalizadota con la firma del Tratado de Libre Comercio, que entrega
al país atado de manos a sus vecinos del norte.
No queda ya sino que los herederos de Lucas Alamán
se hagan gobierno por primera vez en ciento cincuenta años y aparezca un presidente
de la república ante el cual Santa Anna brillaría como un diamante, que
avergüenza al país una vez tras otra. Las peores, al presumir como los envíos
de nuestros migrantes a la Unión Americana, aumentando 193.4% durante su
gestión, permiten que México desplace a la India como el mayor receptor de
remesas en el mundo.
Son ingresos sólo comparables a los del petróleo
que el mismo oscuro personaje dilapida, y sirven para mantener los sacrosantos
índices macroeconómicos, superando 166% el saldo de la deuda externa.
Entretanto el número de desempleados crece en seis millones y nuestra
desigualdad económica se equipara a la de Botsuana, África.
Para entonces en los Estados Unidos se funda la
organización Mujeres Hermandad Comité de
Defensa de Elvira Arellano y la Familia Inmigrante. Elvira Arellano es una
indocumentada mexicana que se ha refugiado en una iglesia de la ciudad de
Chicago para evitar la deportación dispuesta por un juez. Decidida a dar la
lucha contra una orden que la separaría de su hijo nacido ya en ese país, la
mujer se ha convertido en la representación de unas seiscientas mil madres en
su misma condición y de la difícil disyuntiva para sus cerca de tres millones
de hijos menores de edad.
A fines de ese mismo mes Antonio Pérez Ramírez,
originario de una pequeña población del estado de Veracruz, se vuelve un
símbolo al perder la vida al borde sur del Bravo por una de las cinco balas que
desde el lado estadounidense de una garita le dispara un agente de la Patrulla
Fronteriza. Con su imagen va la de los treinta y ocho migrantes muertos también
durante los últimos treinta días en el desierto de Arizona.
Una periodista entrevista a una mujer en un hospital de ese estado. Se
llama Sandra, es de Michoacán, tiene
veintiocho años de edad y “se vio obligada a viajar a EEUU, con seis meses de
embarazo”.
“Sandra: A uno le dicen que no está difícil, que nada más
son dos noches, que llevemos un garrafón de 4 litros de agua. Pero no,
no alcanza, se queda uno a veces sin agua. Así me pasó a mí. Nos quedamos 4
días caminando, día y noche, y dos días nos quedamos sin agua. Yo venía
embarazada y mi bebé se me murió en el estómago …”
La periodista le
pregunta:
“-¿Qué vamos a
hacer con el país, Sandra?
“-Verlo cómo se destruye” –responde.
Está exhausta por una vida que casi coincide con la
transición a la democracia que todavía un año después, en julio de 2006, se
presta al fraude en las elecciones presidenciales.
Pero ella y sus ciento diez millones de paisanos de
ambos lados de la frontera, tienen un pasado del cual extraer enseñanzas a
montones. ¿Era menos triste el panorama cuando los soldados de Polk se
marcharon con la mitad del territorio nacional en sus mochilas? ¿Está surgiendo
de los actuales, desafortunados tiempos, una generación dispuesta a hacer una
nueva Reforma?
[*] Jacinto
Pat no es ni el más importante ni el más interesante de los caudillos del
levantamiento maya. Recurrimos a él por la relación con los diarios
estadounidenses dicen encontrar con el San Patricio.