VIII
De hombres
llanos
Dos
tribunales tan arbitrarios como el de toda justicia militar; en los cuales un
oficial hace a un tiempo de fiscal y de consejero de los acusados, ven desfilar
a los San Patricio presos ante la mirada de una docena de esos generales,
coroneles, mayores que se han caracterizado por su despotismo. Para condenarlos
un par de delatores repiten
taquigráficamente sus testimonios:
“-El
prisionero estuvo en la Legión conmigo. Luchó contra los americanos en
Churubusco y fue hecho prisionero conmigo...”-, dice una y otra vez Wilton, el
inglés que tras Monterrey encontramos al lado de O´Donnell en la carreta[*].
Los
enjuiciados dan sus tristes argumentos, con frecuencia también repetitivos:
“-Estábamos
un poco tomados, reñimos con unos rancheros, nos apresaron....
“-Estaba
intoxicado...
“-…
borracho perdido…
“-Me
condujeron ante Santa Anna, quien dijo que no iba a obligarme a ser un soldado,
pero que mi vida peligraba sino...
“-Querían
que me enrolara en la Legión. Dije que no. Entonces vinieron con un guardia, me
desnudaron y me metieron en el uniforme...
“-Estaba
confinado y no me dieron ni un mendrugo en tres o cuatro días. Así me forzaron
a ponerme el uniforme...
“-No
podía andar por calles con el uniforme norteamericano, porque me lanzaban
piedras, me golpeaban o amenazaban con asesinarme...
“-Me
aseguraron que nunca lucharía contra los norteamericanos...
“-Concluí
que lo mejor era entrar al ejercito y buscar una oportunidad para escapar...”
Es
posible que algunos digan la verdad. En especial quienes han desertado en los
últimos meses, cuando el cuartel general mexicano estaba decidido a crear con
ellos una Legión Extranjera. Kelley, Miller el nativo de Oswego, Little y la mayoría
de los otros, que vienen desde el Bravo o Monterrey, mienten sin más.
La
de John O`Rilley es a primera vista la defensa más decepcionante. Dice que en
Matamoros lo llevaron ante un general, quien lo conminó a entrar al ejército:
“-Le
contesté que si hacía eso, tomaría las armas contra mis hermanos y
compatriotas. Me dijo que si pretendía ser a un mismo tiempo aliado de México y
de los Estados Unidos, tendría que morir. Me condujo a la plaza, con las manos
atadas a la espalda, y me sentenció a ser fusilado en 25 minutos…”
A
continuación afirma que en ese momento se presentó el comandante del lugar para
rescatarlo y someterlo a nueva presión, pidiéndole informes sobre las tropas de
Taylor.
“-Le
respondí que, como cualquier soldado raso, no sabía nada de eso. Me dijo que me
daba cuatro días para reflexionar... Amenazado de muerte, aprovechando que era
yo súbdito británico y que no había en esa parte del país un cónsul inglés,
acepté convertirme en una especie de comisionado ante los prisioneros de nacionalidad
británica.”
No
hay en su deposición ni una sola de las vehementes palabras de la proclama
firmada con su nombre. Ni una sola referencia a los símbolos bajo los cuales ha
combatido por año y medio. Salvar el pellejo, eso es lo que importa. A él y no a
los demás, seguros de no lograrlo. Únicamente once se reconocen culpables y
ninguno apela a motivos de conciencia, nacionales o religiosos.
Los
historiadores vuelven la cara o sonríen al contemplar como los juicios desnudan
a esta gente. No entiende que no hay ahí sino una porción de seres humanos
luchando por su vida. Son tan llanos como cualquiera de los cientos de millones
que llenan los campos y los arrabales de las ciudades en todo el mundo
respondiendo instintivamente a los accidentes de una nueva sociedad que los
despoja de todo: tierras, patria, familia, memoria, tradiciones, sentido de sí
mismos.
Están
acostumbrados a los peores tratos y saben que nada los salvará de la horca o de
un pelotón de fusilamiento, pero a solas con una docena de oficiales no se
atreven a callar y declaran cuanto desean escuchar esos pequeños tiranos,
incapaces de desarrollar un discurso con grandes ideas para justificar sus
actos.
Son
producto de circunstancias que no ofrecen recompensas ni asideros. De haber
nacido cien, doscientos, mil años atrás, o de haber quedado ahora en Irlanda,
en Alemania, en Escocia o Inglaterra, sus ímpetus belicosos los habrían
convertido en patriotas o revolucionarios.
En
eso y no en otra cosa. No hay actos de crueldad ni desmanes ni nada más que
achacarles, sino un dudoso pecado de traición. ¿Lo han cometido en verdad? ¿Se
les considera ciudadanos de los Estados Unidos? ¿No se les han negado o
condicionado los beneficios de la nacionalidad?
Esta
ausencia de épica es, sin embargo, la gran virtud de su historia. Se han pasado
a los mexicanos como han hecho casi todo en su vida: empujados por realidades
que no controlan y que justo por ello hablan sin parar a través suyo.
Están
ahí, de pie ante los tribunales improvisados en el arzobispado de Tacubaya,
cuartel general de Scott, esforzándose en probar que son puro accidente, que no
los une más que la mala fortuna, el error o el azar. Pero todos, amigos y
enemigos, hacen cuanto pueden para desdecirlos.
Aquí
y allá en los cuarteles, en la prensa, en las calles, en los salones de las
casonas señoriales de la ciudad y otros lados, México les hace un lugar entre
la conciencia de la desgracia final que se aproxima, para pedir en su favor
mostrándolos así como parte de su causa.
Los
periódicos de los Estados Unidos les confieren tal importancia y claman de tal
manera por su castigo, que lejos de empequeñecerlos demandan gravar sus nombres
en la historia: “En el mundo no hay una ejemplo de traición como el de estos
hombres, que por ello deben ser castigados por sus crímenes y eternamente
maldecidos” –dice un diario. Porque detrás de esta exaltación está el temor por
un fenómeno que no es cosa de unos cuantos: “La salvación del ejército depende
de un ejemplo hecho con estos deshonrosos hombres”.
Y
en especial, con uno, John O`Rilley, a quien se confiere un significado
extraordinario: “Todo orden y seguridad dependen de un severo castigo a este
hombre”. ¿Tiene razón el diario? ¿No echa leña a la hoguera de los campamentos
de Scott?
Traspasando
la campaña, la sensible cuestión irlandesa católica para la Unión Americana de
la época. “Los valientes irlandeses que permanecen fieles a nosotros –se lee en
otro periódico-, que han sido las más devotas de nuestras tropas, se han
regocijado con este evento mas aún que los norteamericanos nativos, porque
padecen el estigma que la conducta de sus compatriotas ha lanzado sobre ellos”.
Un
sentimiento éste confirmado por las memorias de los soldados: “Los irlandeses
que conservaban nuestros colores, eran quienes con más empeño reclamaban la
ejecución”.
Son
artículos y memorias que hoy y mañana olvidan hablar de las deserciones de los
Paddys que continúan a pesar de los triunfos estadounidenses en el sur del
Valle y de las cortes marciales.
El gusto por
el melodrama
En 1997, al conmemorarse los ciento cincuenta años
de la intervención, una cinta estadounidense usa a los San Patricio haciendo de
John O´Rilley su protagonista. Henos aquí, entonces, con un hombre de una sola
pieza, que tiene modo y humor para reflexionar sobre grandes temas y
protagonizar un idílico romance.
Una novela mexicana, si bien mucho más seria que
esta improvisación, le ha dado la pauta cuatro décadas atrás: “¿Me perdonarás alguna
vez Deidre?”, hacía cavilar la escritora a su imaginario Juan O´Leary: “¡Tanto
haberte amado para perderte luego, en ese torbellino de odio que el destino
abrió frente a nuestra juventud!”
La juventud, forja de espirituales vuelos, de
humanísticas nociones sobre la libertad, la justicia, el compromiso moral, de
acuerdo a la mentalidad de las clases medias del siglo XX. ¿Habrán conocido los
San Patricio o cualquiera los de cientos de miles de emigrantes salidos del
campo o de los suburbios irlandeses, este fogoso remanso de sueños que la
realidad vence? ¿Habrán tenido tiempo para ella, pongamos, los hijos de Brian
Jennings, presentado ante la justicia británica al ser sorprendido vagando por
los caminos? ¿Habrán tenido tiempo, en un mundo en el cual la supervivencia
pende de un frágil hilo?
“Estaba
casado con una mujer muy trabajadora, una modista que podía pagar un chelín
diario –dice Brian ante el juez. - Pero murió. No pude pagar la renta, me
embargaron la cosecha. Mis hijos caían muertos, no podía conseguir patatas para
ellos.”
La
pobreza, advertimos ya entre los propios irlandeses católicos, no mata el alma
pero la agota en exigentes propósitos: vencer el desafortunado porvenir que se
les ha venido preparando por más de trescientos años, recuperar el orgullo,
defender la memoria colectiva y la fe ante las conspiraciones en forma del
Estado inglés. Para ello debe hacerse un esfuerzo
excepcional, batallando cada día con las mayores estrecheces.
“Algunos
de mis vecinos, que no pueden comprar un cerdo para criarlo y pagar con él la
renta, cuando han sembrado sus patatas se marchan a Leinster para conseguirlo
-declara un Malloney, como testigo a favor de un acusado de mendigar. -Algunos
llevan consigo a sus familias... He visto a 4 o 6 de la misma familia dejar la
casa con sólo una manta para abrigarlos a todos.”
Un historiador inglés escribe: “Las casas del pequeño granjero, del peón
agrícola y del pescador se parecen y son igualmente sórdidas. Construidas en la
pendiente de alguna colina o en la vecindad de algún pantano, no comportan más
que una sola pieza donde la familia vive sobre la tierra apisonada. De los 206
habitantes de un caserío del condado de Mayo, no se cuentan más de 39 que
poseen una manta para dormir.” Y un francés: “Si no hay establo y los cerdos y
la vaca, cuando se encuentra, viven en la solitaria pieza de la vivienda, es
antes que nada para proporcionar a la familia el calor tan necesario en un
clima que casi todo el año es frío y profundamente húmedo”. Swift atestigua,
sin ánimos para la ironía que lo singulariza: “Se ve a las madres, con tres o
cuatro niños agarrados a sus faldas, vagando por los caminos con la ropa hecha
jirones y muertos de hambre”.
¿Dónde
meter en esta dura existencia los juveniles recreos del corazón de Dreide y
Juán O´Lirey? Quién sabe cómo sea el amor que se despierta entre un par de
muchachos atravesando la maraña de hermanos y hermanas apretados en el pobre
hogar que no puede decirse cuándo y hacia qué lugar ha de trasladarse. Quién
sabe, pero a lo seguro no sigue las reglas de un poeta romántico mexicano, a la
manera de la novela que traemos a cuento.
Repasando
antologías de la narrativa, la poesía, las canciones de la Irlanda
contemporánea, no puede presumirse más que el conocimiento de aficionado sobre
el cual hemos prevenido al lector o lectora al hablar de la isla. Aún así llama
la atención la constancia de temas históricos, nacionales, religiosos, mágicos
o bucólicos entre los cuales el llano amor, la llana pasión de los mortales con
frecuencia aparece al fondo del dolor y la crudeza que permean la vida entera.
Y
entonces una encantadora, dulce Mollie Malone conquista el corazón de un joven
por no más del tiempo preciso para que él siga al padre y a la madre a la
muerte, por una fiebre que el escritor del cuento ve pasar por las calles de
Dublín tan triste y naturalmente como las horas. O una joven una mañana de mayo
acarreando la leche, encontrar por accidente y en un mismo instante el amor y
la promesa de matrimonio, para pasar el resto de la vida llorando la inmediata,
inexplicable desaparición quizá más de la oferta que del gentil enamorado, a
quien tal vez alcanzó también la enfermedad o que ha emigrado.
Hemos
escuchado la defensa que los San Patricios y los otros detenidos durante el
juicio militar en contra suya, haciendo cuanto pueden por salvar la vida sin
apelar, mas que tímidamente en un par de casos, a motivos religiosos, y en
ninguno morales, en un lenguaje llano y seco. En la novela sobre Dreide y Juan
O´Riley, en cambio, éste se planta ante el tribunal como un orador consumado,
en actitud de desafío, consciente de la justeza de sus razones y del derecho
del Batallón a la gloria:
“-Los soldados del San Patricio no
esperamos clemencia por parte de ustedes. La muerte honra cuando la vida se
entrega por una causa justa. Quiero aclarar a la defensa que no fuimos
seducidos como se trata de hacer creer. A una mujer se la seduce... a un hombre
se le convence... Fuimos engañados, sí, pero por el ejército americano...
estamos resueltos a esperar el fin. Aprendimos a dominar el miedo.”
La película de 1997 hace a un lado los
pudores y un galano irlandés, ni más ni menos que sargento y de caballería, que
vaya uno a entender cómo habla español apenas llegar a Matamoros, toma
decisiones con un aplomo envidiable, lidiando con una historia que sabe se
pasará la vida intercambiando calificativos en torno suyo, entretanto él honra
a los guerreros legendarios de su pueblo en hollywoodenses batallas y descubre
el más apasionado amor.
Un
documental mexicano del mismo año, cumpliendo los lugares comunes de la
historiografía nacional, se encariña con un O´Rilley inexplicable que en el
momento cumbre reproduce las tribulaciones mentales de un universitario de
nuestros días, soñando con lo que se sugiere como una amable casita, un patio
de flores y una madre campesina del cine soviético o del neorrealismo italiano.
O´Rilley
salva la vida como parte de los acuerdos no escritos durante el armisticio
pactado después de Chrubusco. Para entonces tiene un grado militar que ha ido
acercándolo al de teniente coronel, con el cual terminará, y es célebre sobre
todo entre la Iglesia y las mejores
familias de la ciudad de México, que piden clemencia en particular para él. Despreciando
las furiosas manifestaciones de una buena parte de sus soldados, Scott los
complace con un puntilloso apego a la ley, que desdice las prácticas de un
ejército dominado por el abuso y la arbitrariedad, subrayadamente hacia los
inmigrantes. Porque John ha desertado, en efecto, antes de que frente a
Matamoros se declare la guerra y debe ser considerado desertor pero no traidor.
En cambio, a los demás en su mismo caso se los condena a morir.
No tenemos forma de saber cómo es O´Rilley, el único
de los San Patricio que se materializa por momentos. A pesar de sus
declaraciones en la corte marcial, en la cual niega cuanto lo comprometa
consciente de poder salir del aprieto gracias a los oficios mexicanos, esto y
aquello sugiere un carácter firme y rebelde. No nos sorprende recordando al
conjunto de su pueblo resistiendo la dominación inglesa.
Sus dotes de líder parecen en su lugar, encontrando
en México la primera ocasión para mostrarse. ¿Algo no cuadra en él, sin
embargo, como si estuviera más preocupado por sí que por la comunidad con sus
compañeros? Y es que si algo caracteriza a los hombres del pueblo que ganan
fama, es la terca representación de sus iguales, de quienes jamás se apartan.
Tal vez vive entre sentimientos encontrados y
carece del carácter de un auténtico líder. Ha sido el prestigio de la Irlanda
católica, sus antiguos compañeros queriendo tragárselo vivo, la idea mexicana
de hacer de los desertores un símbolo para desestabilizar al ejército invasor.
y las peculiaridades de la inserción de los Cabeza de Papa en la sociedad
estadounidense, quienes le hicieron un espacio tal vez demasiado grande para
él. Un espacio notablemente ensanchado por la batalla en la que los dos
contendientes en esta guerra reconocen, con mucho, el mayor acto de resistencia.
Una D marcada gruesamente con hierro en la
mejilla, que ordena el tribunal para compensar su liberación, completa ahora la
figura romántica creada por la historia para él, quien no sabrá bien a bien qué
hacer con ella.
Entretanto
más de la mitad de los San Patricios están en la ciudad de México. Algunos
escaparon del asalto al puente de Churubusco y los otros acompañaron a Santa
Anna en la retirada. O´Donnell entre ellos.
La Corte de Medianoche
Brian, el irlandés nacido
en Arán, aprovecha los días de relativo
relajamiento que para el ejército trae el armisticio y va y viene por el valle
sin rumbo fijo.
Hoy camina por los bordes del lago que “comienza a fecundizar
la llanura, a tapizar los montículos con una alfombra de risueña vegetación y a
producir alegres bosquecillos y vastas arboledas en las arrugas de las colinas,
en las quiebras de la montaña y en las isletas que surgen por doquiera del seno
de las aguas como canastillos flotantes”entre sauces llorones y chopos”.
Se
recrea en el espectáculo mientras en
la memoria le andan “ciervos que saltan respondiendo al bramido profundo de la
hembra”, “bellotas que caen en pacíficos bosques marrones”, pantanos navegando
en la gruesa niebla, aves despavoridas por negros oleajes furiosos, valles entre
escarpadas moles de piedra que relatan proezas[†].
Se sienta en el lomo húmedo del lago, entrecierra los ojos y
siente que un huracán sopla con furia, que
lenguas de fuego lo cercan y frente a él aparece una enorme, monstruosa mujer.
El largo manto de la astrosa cabellera de ella arrastra por el lodo, y entre el
rostro que muda con el viento se declaran unos turbios, legañosos, enrojecidos
ojos y una boca de grotesca mueca que va de oreja a oreja[‡].
La cosa dura un par de minutos y el irlandés no se asusta.
Conoce y goza de la fantasía. Encuentra en ella la única forma de lidiar con la
extraordinaria, intensa, a trechos enloquecida historia de sí mismo y de
cuantos ha visto. Cómo entender a su pueblo, pongamos por caso, sin los tristes
reclamos de Oisin, el dios guerrero celta
que devoraba perniles de toro, luego convertido en un anciano sin dientes, o a
la Reina de la Roca Gris tragándose la pena por sus hermosos trajes vueltos
harapos para seguir cuidando por la provincia de Munster. Cómo el espanto del viaje
a través del Atlántico sin leyendas de serpientes kilométricas y
abismales krakens.
Que
un huracán se bata sobre él desde la nada y una bruja típica de un relato
irlandés se le muestre, es lo menos que puede esperar recapitulando su propio
periplo y la nueva incertidumbre sobre su destino. ¿Y lo que ha visto o intuido
en América, aun sin querer ni ser consciente de ello bien a bien? El
irrealizarse de la tierra en el Wissahiccon aquél, escapando hacia el ayer de
misterios indígenas; los cuentos sobre barras de hierro sembradas para dar
clavos y sombreros moviéndose en el fango, bajo los cuales andan campechanos
hombres a caballo, como forma de traer los sueños y sacrificios del Oeste; las
filas de seres humanos lanzándose al vacío donde el sol los licua, fijando el
cataclismo de los antiguos mexicanos.
Todo
mezclándose entre sí, haciendo que Taylor vaya a dar, sin saberlo, a la Irlanda
de las infamias de Raleigh, o al África Negra de dónde salieron los esclavos de
su plantación. O que el jefe Pontiac, los cheroquies y muchos pueblos más
circulen por las calles de Ámsterdam, Londres y París, a través de elegantes
sombreros de piel, humo de tabaco y muchas cosas más, sin que ni unos ni otras
lo perciban.
¿Dónde
fueron a dar su último rebote las balas que el propio Brian ha disparado en
uniforme un tiempo azul y otro verde? El mundo es muchos y no sólo el de su
promontorio de la infancia o el del corazón de Irlanda, descubrió, para caer en
cuenta ahora de que cada vez más se vuelve uno.
Mirar
desde un único lado se vuelve absurdo. Él y los demás irlandeses católicos del
San Patricio no pueden entenderse, por ejemplo, sin visitar la vieja Erin y
luego Filadelfia, Bostón, etc. y las columnas de Taylor y de Scott. Como no se
puede la intervención que culmina y el México que queda, sin Jeffersson y
Jackson, sin el sur y el norte de los Estados Unidos en conflicto. Y nada se
explica de no reparar en la existencia de fábricas que reclaman borregos por
millones e inmensos campos de algodón, o en los barcos de vapor y el reluciente
ferrocarril revolucionando el tiempo y el espacio.
Tantas
cosas interrelacionadas sucediendo simultáneamente en tantos lados. Que la
monstruosa mujer venga de regreso a su vista y lo lleve a vaya uno a saber qué
extravagantes lugares. ¿No es más fantástica la realidad?
6 y 7 de
septiembre
A principios
del tercer milenio semanalmente millones de capitalinos y de visitantes de
otros estados siguen encontrando en el viejo Chapultepec el mejor lugar de
recreo. En más o en menos todos son conscientes de andar entre las huellas del pasado.
¿Les dice algo el burdo, ostentoso monumento a la entrada, en el cual se
representa a los siete cadetes del Colegio Militar?
En 1847 quienes de una u otra manera han
participado en los hechos, se extrañarían de que el grupo de muchachos
simbolice la resistencia a la intervención. Sí, participaron en la inútil
defensa en los instantes finales, según se sabe por los relatos de los
defensores del Castillo y por la entrevista a uno de sus compañeros.
Pero los nombres que andan de boca en boca por la
ciudad tras los cinco días en los cuales se produjeron los dos asaltos de los
invasores, son otros: Lucas Balderas, Margarito Suazo, el teniente Xicontencatl…
Otero, Ramírez y sobre todo Prieto y Ocampo, que
tendrán un lugar de primera línea en la Reforma, sin duda estarían de acuerdo
en la necesidad de crear íconos que contribuyan a la conciencia de una nación
que se crea muy poco a poco y que en esta
guerra parece en peligro de desaparecer. Y tal vez consideren prudente la
elección de los cadetes, para reinvidicar a un ejército de carrera cuyos
grandes representantes de la época son deleznables: Paredes, Ampudia el del
Armisticio en Monterrey, San Anna, Valencia, Torrejón y su caballería.
Incluso ellos despreciarían, sin embargo, esta
burda manera de hacerlo, que diciendo rescatarla oculta a la historia,
incluidos Escutia, Márquez y los demás. ¿No traduce la mole de piedra justo lo
contrario que debiera? ¿Dónde descubrir allí, por ejemplo, los horrores de esos
días entre el ocho y el trece de septiembre?
Son horrores no de mayor magnitud ni de más graves
consecuencias que los del año y miedo previo. Si ahora tratamos de imaginarlos
de cerca, a través de tres o cuatro protagonistas de la primera acción, es para
recordar lo más olvidado. Lo hacemos apelando a lo que está a la mano de los
visitantes del bosque del siglo XXI: un panorama del valle que la modernidad,
con sus gigantescos edificios, no ha conseguido borrar, y el recuerdo de los
cuadros vistos en el interior del museo. Con ello pueden hacerse una idea del
extraordinario espectáculo que se contempla desde el patio en los primeros días
de septiembre de 1847.
Es un espectáculo que entonces tiembla en los ojos
y en los cuerpos de los encargados de la defensa del lugar, porque los
movimientos de las columnas estadounidenses introducen un suspenso de muerte,
comparable, pongamos, al que produce el cerco de una manada de coyotes, cuyos
planes y modo de actuar son tan indescifrables como claro es su objetivo.
Ahí están los defensores a merced de lo que Scott
decida, en un campo plenamente abierto en una de sus mitades, en el cual se insinúan
las muchas, posibles direcciones, quizá simultáneas, de un ataque. Las
consideradas como protecciones –la altura del cerro, la densa arboleda, el edificio
fortificado- en un descuido servirán para hacer una trampa sin salida.
Contra una incertidumbre
semejante es contra la que parece luchar Santa Anna. Merced a sus ruindades y a
las de Valencia, los invasores tienen ahora todo a su favor para jugar con el
factor sorpresa. ¿Irán a la ciudad por San Antonio y Niño Perdido, el camino
más recto y contundente, o por donde amagan las fuerzas cuyos desplazamientos se
siguen con la vista desde el Castillo? Por supuesto, el general no comparte la
fe ciega en éste, de los y las capitalinas de los tiempos, quienes lo tienen por
una fortaleza insuperable. Él, como cualquier militar, entiende que a pesar de
sus virtudes puede vencerse con los recursos estadounidenses. De todas formas insiste
en que la primera alternativa del enemigo es la otra, la de San Antonio, y que
los de esta parte, en el día seis que vemos correr, son movimientos de
distracción.
Quienes están en Chapultepec no piensan igual y temen
que, si las circunstancias no cambian, la derrota resulte inevitable. Los destinados
a las obras de defensa comprenden que no habrá tiempo de completar la ancha
zanja destinada a circundar la reja exterior; que no bastan los parapetos y las
flechas interiores, levantados para proteger los extremos del campo, y que es
imprescindible hacerse fuertes al pie del cerro y de la rampa. Los de las
alturas estiman el número de los efectivos que empiezan a rodearlos y cuyas
avanzadas inspeccionan la zona con una minuciosidad en la cual no dejan duda de
considerar seriamente la posibilidad de una acción.
Cerca del mediodía se sienten aliviados al ver
llegar al Generalísimo con buenos contingentes. Pero al atardecer el hombre los
regresa en su mayoría al interior de la ciudad. Si el general Bravo, al mando
del Castillo, el más viejo de nuestros generales y único sobreviviente del
movimiento de independencia, despotrica en voz alta por la decisión, ¿qué clase
de desconcierto viven los demás?
En realidad nadie puede atinar cómo procederán los
estadounidenses, que tantean las dos grandes vías para avanzar. En todo caso
Santa Anna se marcha del bosque, dejando a la caballería del general Juan Álvarez
en las ondulaciones de la hacienda de Los Morales, para cubrir la entrada de
las calzadas de Anzures y Chapultepec. Dispone también que parte de una brigada
se aposte en el Molino del Rey, y que batallones de la Guardia Nacional
resguarden la Casa Mata, construcciones militares contiguas al pie del bosque. Detrás,
donde nace la arboleda, ordena la colocación de una pequeña reserva.
Los oficiales León y Balderas, que ahora están a
cargo del primero de aquéllos puntos, sin duda observan inquietos las lomas
delante suyo, calculando los daños que les produciría una batería enemiga
montada allí. En los parapetos de la Casa Mata el artesano Margarito Suazo, miembro
de la Guardia, con nulos conocimientos militares imaginará al enemigo
acercándose al amparo de los magueyales que brotan a un paso. El coronel
Echegaray, responsable de la reserva del bosque, no podrá sino mover la cabeza
de un lado a otro, sabiendo que de producirse un ataque en forma no les quedará
sino una cuota extra de valor para intentar lo imposible.
Llega la noche con su profundo misterio y
transcurre con una lentitud para unos de alivio y para otros desesperante. A
las tres de la mañana los perros, los gallos, los burros, etc., de las
haciendas y los pueblos cercanos, intercambiando advertencias delatan los
desplazamientos de los estadounidenses. ¿Cómo saber qué hacen y dónde? Por
ejemplo, que colocan dos piezas de artillería en un punto elevado, para dominar
el frente del Molino; que un par más en una loma baja enfocan hacia el oriente
de éste y de la Casa, y que una quinta en la llanura se prepara para enfrentar
a la caballería.
Antes del amanecer, de súbito, el estruendo. Los
invasores han iniciado la tarea de ablandar el par de estas construcciones.
Cuando el día empieza a anunciarse, unos mil uniformes que progresan
parapetándose en la vegetación producen en los defensores una angustia
doblemente intensa al reparar en que durante el repliegue de la noche anterior
seis piezas de artillería quedaron abandonadas. Los cañones del contrario no
paran y las descargas de sus fusiles al alcanzar la distancia, hacen todavía
más pesado el esfuerzo de mirar, de responder y preocuparse por esas piezas
ahora inservibles para ellos y en cualquier momento vueltas en su contra. A sus
espaldas los hombres de Echegaray, sujetando a los caballos enervados por las
explosiones, contemplan la escena entre la niebla que levanta el grueso fuego en
un terreno con protuberancias y agujeros a montones.
Ya que los de los edificios empiezan a reaccionar,
desde la nada aparece media docena de jinetes estadounidenses para lazar tres
de los cañones abandonados y en un abrir y cerrar de ojos salir de regreso
entre gritos de triunfo. A través de los árboles Echegaray presencia el
movimiento. No tiene porqué pensarlo dos veces y da la orden a sus quinientos hombres,
espoleando el caballo.
Antes de salir del bosque escucha un “silbido,
interrumpido de repente al chocar con algo blando”, y “un extraño ruido” cuyo
origen termina de entender una fracción de segundo después, con el agudo quejido
animal que se separa de él a la velocidad de su propia carrera[§].
Quienes vienen detrás han visto cómo de súbito la montura resbala por debajo de
un compañero convertido en un bulto que se desploma pesadamente, al cual apenas
tienen tiempo de evitar de un salto, como a su caballo, “que se agita todavía” y
cuyos ojos suplicantes, tratando de escapar de sus órbitas, son la conciencia
de la muerte, que tardará en llegar, quizás hasta cuando las carreras y el
estrépito hayan cesado y no quede nadie, de noche tal vez, sin escuchar sino su
propio fatigoso resoplido.
Por supuesto ni esta ni otras bajas detienen a
Echegaray y los suyos, que pasan Molino del Rey y la Casa Mata y a saltos
entran en la era disparando sobre los enemigos que se alejan arrastrando los
cañones. Los ven voltear y reconocen su asombro, el mudar de su sonrisa por una
mueca de terror, y cómo sueltan las piezas para aligerar la marcha y protegerse
tras sus compañeros.
La razón responde sólo al instinto desarrollado por
una historia de combates, diciéndole al coronel que es el momento de dar un
primer golpe echándose sobre los tiradores. Pero él y sus quinientos están
solos. A la derecha las explosiones de las baterías les estrechan el camino y
las descargas de fusil, repetidas en un ritmo discordante y atropellado, detienen
el avance. Tratando de alzarse sobre el ruido, el coronel ordena volver
recogiendo los cañones, en una operación de cuatro o cinco desesperantes
minutos que los descubren en pleno claro, en las mirillas del reguero de
uniformes azules que inexorablemente, a fuerza de cantidad, alcanzan algunas de
las espaldas descubiertas y cuanto el buen tino o el azar escoge de tal y cual
cuerpo.
En esa borrachera de la realidad que pierde su
compás habitual, las emociones se transforman sin pausa y cuando León,
Balderas, Margarito Suazo y los demás ven de regreso a Echegaray, los malos
pensamientos dejan su lugar a un sonoro festejo. No todos lo comparten, es
cierto, pues algunos apenas tienen tiempo para “examinarse y saber si siguen intactos”.
En todo caso el coronel comprende que la respuesta no ha de tardar. Y sí, en un
momento un grito interrumpe la fiesta:
-¡Regresan!
La columna de los invasores sale de nuevo a la
vista para caerles encima. Un veterano de infantería redescubre entonces el
miedo. ”Su rostro empezó a palidecer... Caería como había visto caer a otros
hombres muchas veces antes, con la vida escapando tan súbitamente de ellos que
las rodillas no tocaban el suelo antes de la cabeza”. A un lado escucha los gemidos
de un dragón sobre el griterío de los proyectiles y las balas, y al ir a él se
lo encuentra incorporándose, perdida la gorra, con el cabello en desorden,
serenado ante su vista. Luego lo observa inclinar la mirada y descubrir que “el
pie que tenía encajado en el estribo estaba todavía apretado contra el cuerpo
de su caballo muerto. Parecía un borracho. Tenía el brazo caído como una rama
seca. La cabeza le pendía como si su cuello fuera un sauce. Se hundía en el
suelo, para yacer con la cara hacia abajo. Entonces giró el cuerpo y se
precipitó con el rostro vuelto hacia esa región donde habitaban los sonidos
impronunciables de los misiles turbulentos. La debilísima sombra de una sonrisa
cruzó sus labios”.
En la contemplación, sin poderlo evitar, el veterano
pierde un tiempo precioso, pues los estadounidenses se tragan el terreno en
dirección a ellos, tras la espesa nube de los cañonazos que los cubren,
convertidos en “gritos salvajes”, sin origen, fuera de donde el telón de humo
se rasga y deja ver a una multitud que corre “como potros sin desbravar”.
Visto desde el Castillo el inicio del combate allá
abajo asemeja “la explosión de un volcán”, dice un testigo.
“-¿Por qué no se mueve?” -pregunta alguien refiriéndose
a la caballería del general Juan Álvarez, que a pesar de insistentes órdenes no
ataca.
“-El terreno no era a propósito –dirá después el
general. –Mis oficiales se rehusaban a proceder.”
¿Cobardía en un hombre bajo cuya dirección estará la
campaña militar que en menos de diez años habrá de expulsar del poder, de una
vez y para siempre, a Santa Anna, iniciando el movimiento de Reforma? Los
rumores asegurarán luego que, enemigo a muerte del Generalísimo, resolvió ser
pasivo porque “era mejor perder la guerra que permitir que El cojo se consolidara en el poder con una victoria”. ¿Es mejor, en
verdad? El hecho es que su caballería no interviene, permitiendo a los fuerzas de
Scott continuar su precipitación sobre el Molino y la Casa.
No son las únicas criminales faltas que se cometen
y los dos comandantes encargados de cubrir el centro entre los edificios se hacen
humo. ¿Y Santa Anna? Por lejos que se halle ha tenido tiempo de desplazarse hasta
el bosque. ¿Teme que sea un amago para confundirlo, hacerlo disponer el
traslado de batallones y regimientos, dejando desamparada la calzada de San
Antonio? Vaya uno a saber, porque sus explicaciones posteriores, como todas las
suyas, abundan en embustes y enredos.
Entretanto los soldados y Guardias Nacionales
“parecía que fuesen víctimas de una pesadilla”, recibiendo al enemigo. La gente
de Balderas detiene una carga y los rechazados, hasta ese momento fieras de la
guerra, quedan presos de un miedo que la decisión de volver las espaldas
reproduce a cada paso en dirección a un resguardo. Miedo convertido en pánico
al comprobar cómo los mexicanos se lanzan en su búsqueda, haciendo que parezca imposible
alcanzar el objetivo, viéndose terminar allí, donde no debieran estar, a miles
de kilómetros de casa, al pie de uno de esos magueyes cuyas filosas puntas,
orgullosamente vueltas al cielo, son la mejor representación de una naturaleza
y una cultura extrañas, que sus fusiles vienen despreciando desde Veracruz y
que ahora amenaza envolverlos a la manera de un enemigo silencioso, como a su
modo comprendieron un año y medio antes sus compañeros en el Bravo.
Un momento de gloria viven, pues, Balderas y sus
soldados al echarse contra los invasores. No tienen modo ni interés en
reflexionar que el gusto no puede durar ya que están solos y actúan por
instinto, mientras los asaltantes tienen un plan y columnas de apoyo.
En ese momento, de súbito el comandante siente “algo
como un enorme latigazo dando un chasquido sobre el escuadrón”. “Levantó el
sable, dispuesto a golpear con él, pero en este preciso momento, uno de sus
compañeros que avanzaba a galope a su lado se alejó rápidamente, y sintió, como
en un sueño, que era llevado hacia adelante a monstruosa velocidad y que, al
mismo tiempo, no se movía de su sitio”. Otro jinete que viene detrás lo tropieza:
"¿Me he caído? ¿Estoy muerto?”.
En un soplo Balderas se hace y se contesta estas preguntas. “Debajo de él había
sangre caliente.”
Confundido con la mancha de estampas alrededor, el
hombre hace un esfuerzo para precisar la situación y cae en cuenta de que su
gente recula. Sabe que si continúan retrocediendo terminarán por olvidar el
compromiso de supervivencia contraído. Por eso hace lo que cualquier jefe tiene
por obligación: incorporarse, recuperar el sable, gritar. Hasta que una nueva,
del desconcierto de balas cruzando, lo alcanza, ahora definitivamente.
Entretanto el general León, supliendo al par de
comandantes que abandonaron su puesto, se afana por conservar la línea entre las
dos construcciones. Va y viene dando desaforadas voces para tomar hombres
prestados del Molino y la Casa, que responden mecánicamente y salen de los
parapetos para descubrirse por entero inermes, tiros al blanco de unas balas
cuya impunidad absoluta, disparadas a distancia, sin riesgo para los rifleros,
provoca un odio casi incontrolable, contra el cual deben luchar también de modo
de cumplir las violentas instrucciones de León. Pero éstas cesan apenas ellos
encuentran su nueva colocación. ¿Qué pasa?, se preguntan volteando para
descubrir a un caballo que se revuelve en desesperados círculos sobre sus patas
traseras, y unos cuantos metros allá el cuerpo del general.
Margarito Suazo quizá no lo ve, “inclinado y
agazapado en su afanosa labor”, tratando de contener el avance entre un
concierto de sonidos e imágenes a las cuales él, un artesano, no está en
absoluto acostumbrado: “Las baquetas de acero, introducidas en el cañón
caliente de los fusiles, rechinaban y resonaban sin parar. Las solapas de cuero
de las cartucheras estaban abiertas y oscilaban un tanto ridículamente a cada
movimiento de sus dueños. Los fusiles, una vez cargados, se apoyaban contra los
hombros y, en apariencia, se disparaban sin objetivo determinado a través de
aquella cortina de humo, cuando el disparo no era hecho contra una de las
formas inquietas e imprecisas que, moviéndose sobre el terreno que se extendía
frente a ellos, se agrandaban según se acercaban, como títeres movidos por una
mano mágica.”
Entonces los compañeros de Margarito se ponen a caer.
El cuerpo de uno de ellos “yacía en la posición de un hombre fatigado que
estuviera descansando, si bien había quedado fijado sobre su rostro una
expresión de asombro y tristeza”. Al lado “refunfuñaba uno que había sido
rozado por una bala y la sangre comenzó a correr abundantemente por su rostro.
Se cogió la cabeza con ambas manos, lanzó una exclamación de sorpresa y echó a
correr. De pronto, otro soltó también una ahogada expresión de asombro, como si
le hubieran golpeado con una estaca en el estómago. Se sentó y miró a su
alrededor con ojos en los que había un mudo e indefinible reproche”.
De detenerse a contemplar el escenario que se extiende
más allá, Margarito hallaría sobre la tierra “a unas cuantas figuras inmóviles
y horribles, que yacían aquí y allá contorsionadas como en una alucinación. Los
brazos estaban extrañamente doblados y las cabezas en posiciones increíbles.
Era como si aquellos cadáveres hubieran caído desde una gran altura, como si
hubieran sido arrojados desde el cielo.” Él mismo, de poder observarse, descubriría
que sus ojos tienen “esa expresión que suele verse en las pupilas de los
caballos cansados”. Su cuello se estremece “bajo la acción de un débil
nerviosismo”, sus brazos quedan “como entumecidos y exangües”, sus manos dan
“la sensación de ser dos apéndices de su cuerpo desprovistos de vida”, y las
rodillas parecen firmes pero están “dobladas por la inseguridad de la tensión
retenida”.
Los estadounidenses se acercan rápida y
seguramente, “hasta ocupar por completo la vista, aullando como lobos”, y el
artesano escucha la orden de salir y deja el arma para tomar la bandera. Quizá
recuerda una discusión como esta:
-¿Por qué me nombran abanderado?
-La
bandera es lo más importante, amigo. Acuérdate de eso: el símbolo es el que
mantiene a la tropa. Mientras la bandera esté en pie, el soldado retará a la
derrota.
”No puedo parar. Yo, menos que nadie –se dice ahora, con razón o sin ella. -Si la
bandera avanza, la tropa avanza.” Gira y se tropieza en dirección a los que
toman ya la Casa y tuercen para entrar por detrás del Molino. Y los alcanza sin
darse cuenta de las bayonetas que a sus espaldas lo buscan obstinadamente.
En ese mismo, exacto momento los de Scott dan culatazos
contra la puerta del edificio, y Echegaray, desde el costado contrario, hace
por alcanzarlos. Mientras la abren y un centenar de Guardias Nacionales se les
echa encima, el coronel, al principio a cargo de la reserva y ahora responsable
de la toda la tropa, comprende que es el fin, que no tiene modo de parar la
oleada que comienza a entrar gracias a su peso.
-¡Toque retirada!
Para ese momento Margarito ha sentido el primer
golpe filoso y un instante después una serie repetida. Su desesperación viendo
el asta vacilar en las manos debe ser muchas veces mayor que la que le produce
la idea de la muerte: el temor inconmensurable por el fin de todo, familia,
barrio, ciudad…. Y cae. Los invasores han dejado de hacerse caso y corren, más
que por las órdenes de su oficial, por el clarín mexicano declarando el éxito
de ellos, que tal vez Margarito escucha como en un sueño.
Quienes echando marcha atrás lo ven, irguiéndose con
heridas en media docena de lados, para sacarse la ropa, no comprenden: se quita
hasta el último de sus trapos, anda como puede cuatro o cinco interminables
metros, arranca el paño de la bandera, se arropa con él y se acuesta. Al cabo
de un minuto, al parecer, durante el cual quién sabe cuántas imágenes pasan por
su cabeza, muere, dejando en la mirada de quienes voltean desde el bosque la
estampa del cuerpecillo regordete, con las piernas y los brazos al aire, mal
cubierto por nada más que una bandera en jirones.
El bosque
¿Por qué Santa Anna llega apenas a las
nueve y media, cuando la batalla está decidida? A pesar de obligar a nuestras
tropas al desalojo y la huida, para los estadounidenses aquello no ha sido
propiamente una victoria. Han perdido ochocientos hombres en la toma de un par
de construcciones sin utilidad alguna. El conflicto no alcanza a estallar, pero
en el campamento de Scott no hay manera de ocultar los graves resentimientos
que surgen entre los generales del alto mando. Por la tarde se ordena, incluso,
el abandono del punto, permitiendo que los mexicanos lo ocupen de nuevo.
Pero de ello a lo que El Cojo, como lo llaman Juan Álvarez y muchos otros, declara
públicamente esta noche, hay mucho más que un abismo: “Nuestras armas han
triunfado en Molino del Rey. Yo personalmente dirigí las acciones”. ¡Santo
Cristo!”, debieron exclamar los del Castillo al leer el manifiesto del general
presidente.
En realidad, para los invasores la acción no ha
sido mero desperdicio. Han comprobado que nadie interrumpe su progreso sobre
las calzadas, y que con una pequeña parte de sus fuerzas pueden superar las
defensas de la base del cerro. Desde allí, apoyadas por una buena dosis de
baterías, que sobraría para contrarrestar las del Castillo y castigar a las
tropas del bosque, sus columnas en volumen estarán en condiciones de trepar, al
amparo de los gruesos ahuehuetes, para hacer suyos los parapetos y coronar la
batalla en un asalto combinado por el frente, por el sur y por la rampa.
Así lo hacen cinco días después, el trece, en que
de hecho se produce la gran batalla. Si el comportamiento de León ha
reivindicado al ejército nacional, el de otros esta vez quizá los supera. En
particular, el del coronel Xicontencatl, quien al asumir la responsabilidad está
a punto de detener el asalto multitudinario, dejando en el lugar cuanto tiene.
Lo hace sin reparar en que el destino general de la guerra se encuentra, ahora
sí, prácticamente decidido, apostando a la última, desesperada carta de una
defensa exitosa, que repercutirá en el ánimo de los dos bandos.
Quien
no está dispuesto a nada parecido es Santa Anna. Ni lo ha estado nunca.
Regresado
de su exilio tras el fracaso en Texas, a fines de 1844 se decide a un primer,
atropellado intento por crear una dictadura. Generales y políticos lo intuyen y
terminan convenciéndose cuando el Seductor apela a ese gesto suyo que ya no
esconde secretos, a pesar de que esta vez está envuelto en el genuino drama de
la muerte de la esposa: retirarse a su hacienda. Los historiadores
contemporáneos no dudan de que en medio del duelo, el otra vez presidente se ha
dado tiempo para encargar la distribución de los papeles que en la capital del
país reclaman la disolución del “inútil congreso” que lo ha estado
obstaculizando.
Para entonces ha aprendido lo que otros de
su especie no están decididos ha aprender: el poder cuesta. A él, una pierna,
la ignominia de ser detenido por sus vencedores texanos y cargar con el rumor
que lo disfraza de mujer en su inútil intento de huida; ser recibido en
Washington, donde aquéllos lo envían, como director de una mala opereta, y
conocer la expatriación. Ahora tendrá oportunidad de ver hasta qué grado llega
el voluble ser del populacho que ayer lo aclamaba, cuando, cumpliendo los
temores, se presenta en la ciudad de México y dicta medidas para hacer a un lado
todo posible límite a su poder.
En
días la conspiración en su contra se resuelve y la “canalla”, presa de la ira,
lo busca sin resultado y cambia su cabeza por su pierna, que desentierra del
mausoleo en el cual ha sido sepultada con los más altos honores, para
arrastrarla en fiesta por las calles, mientras él busca por segunda vez el
exilio. Un exilio que, sin embargo, de ser como el anterior, hará las veces de
un mutis magnificado.
Y
así es. Menos de dos años después la “patria” lo ha llamado a gritos. Qué de
raro, pensando en el comportamiento del resto de los militares que se disputan
el panorama nacional, a quienes hemos visto desfilar por estas páginas una
farsa o un error tras otro.
Escutia, Márquez,
De la Barrera...
Días después de la derrota, frente a la casa del
Guarda del bosque de Chapultepec un grupo de familias se reúne en torno a un cadete
de 15 años.
“-Sí, yo lo vi, señora.
“-¿Estuviste en el Castillo?” –pregunta el
periodista que dejará el primer testimonio sobre los luego Niños Héroes.
“-Hasta la tarde del 13.
“-De modo que viste todo.
“-Sí.
“-¿Cómo fue?
“Cuando cayeron los molinos ya nos dábamos cuenta
de que la cosa seguiría para acá. El día 9 llegaron nuevos cadetes. Entre esos
iba Juan Escutia, del que les platiqué a los señores.
“Pensábamos que el gobierno iba a reforzar mucho
este lado, pero no. Éramos pocos: 200 al pie del cerro, en el Castillo una
brigada y nosotros, los alumnos. Ochocientos en total, digo yo.
“Habían blindado las paredes y por esa parte nos
sentíamos confiados. ¡Pero no!, eso no servía para lo que vino. Al amanecer del
12 nos empezó a caer una tormenta de cañonazos. Con todo y el blindaje, ¡pum!,
las balas abrían tamaños boquetes en las paredes y en el techo.
“¡Catorce horas duró el cañoneo! ¡Catorce! Por la
noche nos pusimos a reparar los daños como mejor se pudo.
“Volvió el amanecer y otra vez los cañones de ellos
duro y duro… En eso los vimos, a los yankees,
entrando al bosque. Rápido arrollaron a los poquitos fusileros que había en las
afueras.
“Venían en
tres columnas muy fuertes, colocando filas de tiradores para proteger el
avance. Nosotros podíamos hacer muy poco y ellos, en un rato ya estaban abajo
del cerro y por la rampa. Y los cañones que no paraban: pum, pum, pum, tumbando
árboles. Desde arriba veíamos cómo iba
agarrando color de sangre el agua de La Alberca. Entonces se apareció el
coronel Xicotencatl, el del Batallón San Blas, a cien metros del Castillo
digamos. De momento cortó al enemigo, pero enseguida lo rodearon y lo echaron
abajo.
“¡Era una desesperación! Un montón de güeros y de negros subían y
subían. Treparon la rampa y por allá y
por las piedras alcanzaron el patio. ¿Qué podíamos hacer? Los teníamos en la
azotea, descolgándose para la planta alta, como hormiguero. Ya nada más
quedábamos los alumnos y unos pocos soldados, que nos fuimos a refugiar al lado
oriente. Al primero que vi caer fue al subteniente De la Barrera, de un balazo.
Entonces Escutia salió al pasillo. Uno no entendía a dónde iba, hasta que lo vimos
agarrar la bandera: así como si fuera lo único que le quedara en el mundo. Un yankee desde la planta alta se acomodó
el fusil, apuntó con cuidado, como si lo estuviera nada más cazando, y
disparó. El impacto echó al muchacho y
por allá cayó, al vacío.
“Márquez, el más jovencito, venía disparando,
buscando juntarse a nosotros, cuando también lo balearon. Su cuerpo rodó por la
pendiente y fue a caer ahí, muy cerca del de Escutia.
“Suárez estaba cargando su arma, en el momento en
que lo alcanzó un disparo en el costado. Ellos, los yankees, que venían
corriendo, no se apiadaron y uno o dos, no sé de seguro, le metieron la
bayoneta. A Montes de Oca lo agarraron pasando por una ventana. Lo acribillaron
de plano.
“Melgar siguiera pudo cobrarse. Tenía abierta la
rodilla, así que no podía caminar. Se
parapetó en unos colchones y desde ahí tumbó a algunos. Pero le dieron de
nuevo, en el pecho, y luego, ya tirado, un bayonetazo”.
El pueblo
Después de
Chapultepec, Santa Anna ordena el repliegue de las tropas y el desalojo de la
ciudad. El intento de resistir en las condiciones en las que están parece
entregar la capital a un inútil destrozo. Pero no piensan lo mismo las redes
sociales tejidas a lo largo de casi tres años: las compañías de la Guardia
Nacional que forman parte del proceso y el pueblo llano en su conjunto. Esa
noche, mientras el ejército se retira a La Villa, el coronel Carbajal, de la
Guardia, junta a un grupo de jefes para preparar la defensa. Todo el vecindario
entre Salto del Agua y La Alameda se compromete en la decisión.
Por la mañana cuando la primera división estadounidense
entra a la capital desde San Cosme, al llegar a La Alameda recibe disparos de armas
de todas clases y una lluvia de pedradas lanzadas mayormente por mujeres y
niños. Responde con cañonazos selectivos y una violenta cargada hasta los
patios mismos de las casas, a sablazos, culatazos y disparos.
Todo anuncia terminar allí, pero en realidad apenas
comienza. Recogiendo un testimonio Prieto escribe sobre el día siguiente: “Los
yankees se fueron metiendo galán, por toda la derecha de San Francisco y
Plateros y por allá por La Mariscala. Venían con sus pasotes muy largos y como
que les cuadraba nuestra tierra, muy grandotes, reventando de colorados y con
sus mechas güeras, con sus caras hechas todas de un solo molde.
“En la plaza, aunque desparramada, había ya mucha
plebe que hormigueaba dentro de los portales, se tendía en el cementerio de la
Catedral, hacia remolino por las esquinas. En la esquina de la plaza del
Volador, y subido como en un alto, estaba un hombre pelón, de ojos muy negros,
de cabello lanudo y alborotado, de chaquetón azul, que hablaba muy al alma; su
voz como que tenía lágrimas, como que esponjaba el cuerpo: ¿Qué ya no hay hombres?, ¿qué no
nos hablan esas piedras de las azoteas?... La gente gruñía con rumor
espantable: la voz de aquel hombre caía en la piel como azote de ortiga. Aquel hombre era Próspero Pérez, orador de la
plebe de mucho brío y muy despabilado.
“Cuando él estaba más enfervorizado, y más en sus
glorias los yankees: de por detrás
sonó un tiro de fusil. Un grito de inmenso regocijo y explosiones de odio, de
burla, de desesperación, acogieron aquello. Los yankees se fueron sobre el tiro, acuchillando gente, atropellando a
las mujeres y a los niños.
“Entonces,
como en terreno quebrado, varios hilos de agua se juntan y forman río; como en
campo que arde aquí y allá, el aire junta las llamas y forman incendio, así la
gente se juntó y descargó balazos y pedradas, corriendo a la espalda de
Palacio.
“Los yankees
seguían en persecución de aquella masa hostil, algunos léperos derriban a
varios soldados y la gente cae sobre ellos y los devora, dejando sus cadáveres
medio desnudos, los calzones de varios de ellos enarbolados en un palo sirven
de bandera.
“Decir lo que pasaba en casa, fuera cuento de nunca
acabar. Aquí se lloraba, allá se pretendía huir; en otras partes todo era
guerra. El pueblo había estado como fiera y como llama, como mar y como aire
fuerte, que vuela bramando. Sin dirección, desangrándose, desgarrado, corriendo
como ciego entre abismos buscando a la patria que se le iba de dentro de sus
brazos, así fue el pueblo: aquel ruido de guerra hacia compañía al alma.
“Era uno el R.P. Lector González, muy moreno, de
negro copete, de mirada altiva, que llevaba en lo alto un estandarte con la
Virgen de Guadalupe. Este padre, como gran general, a todo atendía, se
encontraba en las más recio del choque, acaudillaba inmenso pueblo que como si
fuera un solo niño lo obedecía. Tan pronto el estandarte que el padre conducía,
se veía por Loreto, como por Los Ángeles, como sobre las azoteas, como en la
torre de Santa Anna.
“Avanzándose hasta cerca de Santa Catarina, para
salir al encuentro a grupos que venían por Santo Domingo, y la travesera de la
Puerta Falsa, había salido el padre; el pasar lo vi pálido, iba perdiendo
sangre. Vi rodeado de yankees el
estandarte del padre. Así murió.”
El fin
Santa Anna se ha retirado con sus tropas a la Villa
de Guadalupe y el día diecisesis del propio septiembre renuncia a la
presidencia y al mando militar, diciendo que es necesario continuar la guerra a
todo trance y que por ello marcha al estado de Puebla.
Tiene a su disposición seis mil efectivos,
incluidos seiscientos en forma de guerrillas que operan ya en aquélla entidad.
Su fuerte son dos mil hombres a caballo bajo su mando directo. No es poco,
considerando la libertad que adquiere y la necesidad de Scott de mantener la
ocupación del valle de México y la línea de allí a Veracruz, que lo obliga a
tomar la ciudad de Puebla y Xalapa. Con menos de eso Morelos habría tenido en
jaque al enemigo por años.
Pero el Seductor de la Patria gana las calles
poblanas, intima la rendición y cuando no le hacen caso se marcha asegurando
que debe caer sobre un convoy que, en efecto, avanza desde Xalapa. Cada vez
menos hay quien crea en él y en los primeros kilómetros de marcha le deserta la
mitad de la gente, sobre todo las milicias civiles que han probado ser los
cuerpos más decididos.
Con todo tiene a tres mil soldados, capital de
sobra para interceptar el convoy, contra el cual hace sólo amagos. El siete de
octubre el nuevo gobierno, instalado en Querétaro, le exige entregar el mando,
advirtiéndole que le formará consejo de guerra. Entonces el émulo de Napoleón
escribe una de sus piezas clásicas, en la cual muestra las dimensiones de su
megalomaniaco narcisismo:
“Se me separa de ustedes y del teatro de la guerra,
quizás para sacrificarme a la venganza de
mis enemigos, ó para efectuar una paz ignominiosa que yo no quise conceder,
porque mi conciencia lo repugnó.” Y desaparece para no ocuparse más del tema y
preparar su formal dictadura entre el país a la absoluta deriva que vendrá.
Los temores de Otero y otros sobre la disgregación
parecen materializarse. “En México, no hay ni ha podido haber eso que se llama
espíritu nacional, porque no hay nación”, escribe él y en el mismo tenor uno de
los más prestigiosos periódicos de la capital se pregunta si la mexicana “es
realmente una sociedad o una simple reunión de hombres sin los lazos, los
derechos y deberes que constituyen aquélla”.
El ministerio de la guerra no puede “tener a raya
la insubordinación de las tropas y la deserción”, que por primera vez alcanza a
la oficialidad hasta aquí bien afincada al puesto, y los elementos
“disolventes” se hacen “multitud”.
Paredes vuelve al país, ofrece sus servicios al
gobierno liberal moderado que queda y al ser rechazado expide un manifiesto a
favor de continuar la guerra y reanuda sus proyectos monárquicos. Ocampo, al
frente de la gubernatura michoacana declara soberano a su estado e invita a
otros a seguir su ejemplo, como estrategia frente a la intervención, que de ese
modo se encontrará con “muchos centros”.
Esta propuesta por la “anarquía” quizás no está del
todo desencaminada y en cualquier caso no supone un caos mayor al que rodea al
gobierno y a los diputados y senadores nacionales. Las tropas que los ha
precedido ha Querétaro encuentran las puertas del hogar de un comerciante pintadas
con figuras de soldados de los Estados Unidos “¡para espantar a los que
trajeran boletas de alojamiento!”, y en el convento de la Cruz “los frailes les
dejaron sus celdas, aterrorizados con las picardías de los oficiales”.
El congreso, fraccionado en tendencias, se vuelve
un “centro de intrigas” que no permite actuar al ejecutivo, quien por su lado
se arroga derechos que no tiene, negociando la paz con Washington. No lo hace
en actitud de entrega, pero no procede a consultas sobre si debe o no continuarse
la resistencia y guarda en secreto los avances de sus negociaciones. Se cita a
una reunión de gobernadores en la misma ciudad de Querétaro, acuden unos
cuantos y sus acuerdos se traducen en nada.
Además del Distrito Federal y sus entornos y de las
ciudades de los estados de Puebla y Veracruz, los estadounidenses controlan las
dos Californias, el enorme Nuevo México original, Tamaulipas, Nuevo León y
Coahuila. Para moverse contra ellos, en noviembre queda apenas una quinta parte
de las fuerzas militares de septiembre, ocho mil hombres, muy dispersos. Los
contingentes más fuertes, situados en torno a la capital provisional y en el
estado de México, alcanzan 2,900 y 1,200 soldados en cada caso.
El general Anaya, de vuelta presidente provisional,
habla por primera vez sin recato de la triste naturaleza de nuestro ejército:
“El estado de revolución permanente ha proporcionado á hombres indignos”,
engalanando a algunos “con las insignias superiores... La empleomanía… ha
abierto la puerta a la juventud más ignorante y corrompida” y los hombres se
sacan por la fuerza de “la choza del indígena, de las cárceles y los
presidios”. Ello explica, dice, el fenómeno estructural de la deserción: “los
calabozos de los cuarteles y los juzgados militares están atestados de reos y
causas, por la frecuencia con que se comete este delito”.
En Sinaloa un general se levanta a la vieja,
personal usanza, y en Tamaulipas las acciones de defensa se detienen por
completo debido a las diferencias entre el gobernador y el jefe militar.
Yucatán mantiene su neutralidad frente al conflicto y se precave contra el
castigo mexicano al finalizar el conflicto con los Estados Unidos solicitando
apoyo a éstos.
En la misma península el pueblo Maya parece capaz
de vencer en la guerra a muerte declarada contra blancos y mestizos. Ha sido
engañado por los grandes propietarios y empresarios peninsulares que ofrecieron
liberarlo de las cargas tributarias a cambio de su ayuda contra el gobierno
nacional, y movilizado recuerda las viejas y nuevas ofensas de los dzulob. Bajo
la dirección de Jacinto Pat y otros líderes, algunos de ellos con la
experiencia de la gleba a cuestas, inflingen una derrota en toda la línea a las
tropas estatales y se preparan a ponerlas contra la pared y crear el reino de
la santa Cruz Parlante.
En Querétaro la presidencia de la república está
ajena a este gran suceso y no tiene tiempo más que para acordar con el
representante de Polk los términos menos gravosos para llegar a la paz. Pero el
titular de la Casa Blanca no desperdicia, desde luego, las mejores
circunstancias imaginables para cumplir sus objetivos, y ejerce mayor presión
enviando refuerzos, de modo de alcanzar los cuarenta y tres mil efectivos. Con
todo, su comisionado especial le aconseja ser prudente:
“Este país no puede resistir al nuestro con buen
efecto; pero la resistencia de la que todavía es capaz, aunque sea parcial y
haya de resultar sin éxito, ha de ser de
una especie enteramente nueva.” Está resultará del pueblo en armas y de las
rebeliones en curso. No debe olvidarse, escribe, que “la mejor acción, con
mucho, que se ha dado en este valle por parte de los mexicanos (Churubusco),
fue sostenida por los cuerpos de milicia acabados de formar”.
En enero de 1848 el ejecutivo mexicano instruye a
su comisión negociadora de hacer lo posible por acordar una desocupación previa
a los tratados convenidos, y que de no lograrlo proponga la mediación de una
potencia amiga. Nada sirve y el día veintinueve los comisionados advierten que
el documento a firmar “no admite ya otras modificaciones”: reconocimiento de la
independencia y anexión de Texas, cuyas fronteras quedan fijadas en el Bravo;
cesión de Nuevo México y la alta California, a cambio de una indemnización y
del retiro de las reclamaciones de los particulares y del gobierno
estadounidenses. En resumen, dos millones de kilómetros cuadrados, la mitad del
territorio heredado de la Nueva España.
Otero, que es uno de los delegados para negociar el
armisticio final, se hace objeto de numerosas críticas, dolorosas para él
cuando proceden de quienes respeta profundamente, como Ocampo, que en protesta
renuncia a su cargo en Michoacán. Entonces escribe a su mujer:
“A pesar de que este resultado era muy fácil de
prever, me produjo una sensación profunda. Yo creo, hija, que hemos firmado la
sentencia de muerte de nuestros hijos.”
[*]
Advertimos ya que este hombre, perteneciente a la marina, no desertó cuando
decimos sino tras la batalla de Cerro Gordo.
[†] Las
imágenes vienen de La Corte de Medianoche, de Merriman.
[‡] Idem.
[§] De
nuevo, con los testimonios de la intervención usamos imágenes de La guerra y la paz y de La roja insignia del valor.