lunes, 18 de septiembre de 2017

Cuestión de sangre. VIII



VIII
De hombres llanos
Dos tribunales tan arbitrarios como el de toda justicia militar; en los cuales un oficial hace a un tiempo de fiscal y de consejero de los acusados, ven desfilar a los San Patricio presos ante la mirada de una docena de esos generales, coroneles, mayores que se han caracterizado por su despotismo. Para condenarlos un par de  delatores repiten taquigráficamente sus testimonios:
“-El prisionero estuvo en la Legión conmigo. Luchó contra los americanos en Churubusco y fue hecho prisionero conmigo...”-, dice una y otra vez Wilton, el inglés que tras Monterrey encontramos al lado de O´Donnell en la carreta[*].
Los enjuiciados dan sus tristes argumentos, con frecuencia también repetitivos:
“-Estábamos un poco tomados, reñimos con unos rancheros, nos apresaron....
“-Estaba intoxicado...
“-… borracho perdido…
“-Me condujeron ante Santa Anna, quien dijo que no iba a obligarme a ser un soldado, pero que mi vida peligraba sino...
“-Querían que me enrolara en la Legión. Dije que no. Entonces vinieron con un guardia, me desnudaron y me metieron en el uniforme...
“-Estaba confinado y no me dieron ni un mendrugo en tres o cuatro días. Así me forzaron a ponerme el uniforme...
“-No podía andar por calles con el uniforme norteamericano, porque me lanzaban piedras, me golpeaban o amenazaban con asesinarme...
“-Me aseguraron que nunca lucharía contra los norteamericanos...
“-Concluí que lo mejor era entrar al ejercito y buscar una oportunidad para escapar...”
Es posible que algunos digan la verdad. En especial quienes han desertado en los últimos meses, cuando el cuartel general mexicano estaba decidido a crear con ellos una Legión Extranjera. Kelley, Miller el nativo de Oswego, Little y la mayoría de los otros, que vienen desde el Bravo o Monterrey, mienten sin más. 
La de John O`Rilley es a primera vista la defensa más decepcionante. Dice que en Matamoros lo llevaron ante un general, quien lo conminó a entrar al ejército:
“-Le contesté que si hacía eso, tomaría las armas contra mis hermanos y compatriotas. Me dijo que si pretendía ser a un mismo tiempo aliado de México y de los Estados Unidos, tendría que morir. Me condujo a la plaza, con las manos atadas a la espalda, y me sentenció a ser fusilado en 25 minutos…”
A continuación afirma que en ese momento se presentó el comandante del lugar para rescatarlo y someterlo a nueva presión, pidiéndole informes sobre las tropas de Taylor.
“-Le respondí que, como cualquier soldado raso, no sabía nada de eso. Me dijo que me daba cuatro días para reflexionar... Amenazado de muerte, aprovechando que era yo súbdito británico y que no había en esa parte del país un cónsul inglés, acepté convertirme en una especie de comisionado ante los prisioneros de nacionalidad británica.”
No hay en su deposición ni una sola de las vehementes palabras de la proclama firmada con su nombre. Ni una sola referencia a los símbolos bajo los cuales ha combatido por año y medio. Salvar el pellejo, eso es lo que importa. A él y no a los demás, seguros de no lograrlo. Únicamente once se reconocen culpables y ninguno apela a motivos de conciencia, nacionales o religiosos.
Los historiadores vuelven la cara o sonríen al contemplar como los juicios desnudan a esta gente. No entiende que no hay ahí sino una porción de seres humanos luchando por su vida. Son tan llanos como cualquiera de los cientos de millones que llenan los campos y los arrabales de las ciudades en todo el mundo respondiendo instintivamente a los accidentes de una nueva sociedad que los despoja de todo: tierras, patria, familia, memoria, tradiciones, sentido de sí mismos.
Están acostumbrados a los peores tratos y saben que nada los salvará de la horca o de un pelotón de fusilamiento, pero a solas con una docena de oficiales no se atreven a callar y declaran cuanto desean escuchar esos pequeños tiranos, incapaces de desarrollar un discurso con grandes ideas para justificar sus actos.
Son producto de circunstancias que no ofrecen recompensas ni asideros. De haber nacido cien, doscientos, mil años atrás, o de haber quedado ahora en Irlanda, en Alemania, en Escocia o Inglaterra, sus ímpetus belicosos los habrían convertido en patriotas o revolucionarios.
En eso y no en otra cosa. No hay actos de crueldad ni desmanes ni nada más que achacarles, sino un dudoso pecado de traición. ¿Lo han cometido en verdad? ¿Se les considera ciudadanos de los Estados Unidos? ¿No se les han negado o condicionado los beneficios de la nacionalidad?
Esta ausencia de épica es, sin embargo, la gran virtud de su historia. Se han pasado a los mexicanos como han hecho casi todo en su vida: empujados por realidades que no controlan y que justo por ello hablan sin parar a través suyo.
Están ahí, de pie ante los tribunales improvisados en el arzobispado de Tacubaya, cuartel general de Scott, esforzándose en probar que son puro accidente, que no los une más que la mala fortuna, el error o el azar. Pero todos, amigos y enemigos, hacen cuanto pueden para desdecirlos.
Aquí y allá en los cuarteles, en la prensa, en las calles, en los salones de las casonas señoriales de la ciudad y otros lados, México les hace un lugar entre la conciencia de la desgracia final que se aproxima, para pedir en su favor mostrándolos así como parte de su causa.
Los periódicos de los Estados Unidos les confieren tal importancia y claman de tal manera por su castigo, que lejos de empequeñecerlos demandan gravar sus nombres en la historia: “En el mundo no hay una ejemplo de traición como el de estos hombres, que por ello deben ser castigados por sus crímenes y eternamente maldecidos” –dice un diario. Porque detrás de esta exaltación está el temor por un fenómeno que no es cosa de unos cuantos: “La salvación del ejército depende de un ejemplo hecho con estos deshonrosos hombres”.
Y en especial, con uno, John O`Rilley, a quien se confiere un significado extraordinario: “Todo orden y seguridad dependen de un severo castigo a este hombre”. ¿Tiene razón el diario? ¿No echa leña a la hoguera de los campamentos de Scott?    
Traspasando la campaña, la sensible cuestión irlandesa católica para la Unión Americana de la época. “Los valientes irlandeses que permanecen fieles a nosotros –se lee en otro periódico-, que han sido las más devotas de nuestras tropas, se han regocijado con este evento mas aún que los norteamericanos nativos, porque padecen el estigma que la conducta de sus compatriotas ha lanzado sobre ellos”.
Un sentimiento éste confirmado por las memorias de los soldados: “Los irlandeses que conservaban nuestros colores, eran quienes con más empeño reclamaban la ejecución”.
Son artículos y memorias que hoy y mañana olvidan hablar de las deserciones de los Paddys que continúan a pesar de los triunfos estadounidenses en el sur del Valle y de las cortes marciales.


El gusto por el melodrama
En 1997, al conmemorarse los ciento cincuenta años de la intervención, una cinta estadounidense usa a los San Patricio haciendo de John O´Rilley su protagonista. Henos aquí, entonces, con un hombre de una sola pieza, que tiene modo y humor para reflexionar sobre grandes temas y protagonizar un idílico romance.
Una novela mexicana, si bien mucho más seria que esta improvisación, le ha dado la pauta cuatro décadas atrás: “¿Me perdonarás alguna vez Deidre?”, hacía cavilar la escritora a su imaginario Juan O´Leary: “¡Tanto haberte amado para perderte luego, en ese torbellino de odio que el destino abrió frente a nuestra juventud!”
La juventud, forja de espirituales vuelos, de humanísticas nociones sobre la libertad, la justicia, el compromiso moral, de acuerdo a la mentalidad de las clases medias del siglo XX. ¿Habrán conocido los San Patricio o cualquiera los de cientos de miles de emigrantes salidos del campo o de los suburbios irlandeses, este fogoso remanso de sueños que la realidad vence? ¿Habrán tenido tiempo para ella, pongamos, los hijos de Brian Jennings, presentado ante la justicia británica al ser sorprendido vagando por los caminos? ¿Habrán tenido tiempo, en un mundo en el cual la supervivencia pende de un frágil hilo?
      “Estaba casado con una mujer muy trabajadora, una modista que podía pagar un chelín diario –dice Brian ante el juez. - Pero murió. No pude pagar la renta, me embargaron la cosecha. Mis hijos caían muertos, no podía conseguir patatas para ellos.”
      La pobreza, advertimos ya entre los propios irlandeses católicos, no mata el alma pero la agota en exigentes propósitos: vencer el desafortunado porvenir que se les ha venido preparando por más de trescientos años, recuperar el orgullo, defender la memoria colectiva y la fe ante las conspiraciones en forma del Estado inglés. Para ello debe hacerse un esfuerzo excepcional, batallando cada día con las mayores estrecheces.
“Algunos de mis vecinos, que no pueden comprar un cerdo para criarlo y pagar con él la renta, cuando han sembrado sus patatas se marchan a Leinster para conseguirlo -declara un Malloney, como testigo a favor de un acusado de mendigar. -Algunos llevan consigo a sus familias... He visto a 4 o 6 de la misma familia dejar la casa con sólo una manta para abrigarlos a todos.”
Un historiador inglés escribe: “Las casas del pequeño granjero, del peón agrícola y del pescador se parecen y son igualmente sórdidas. Construidas en la pendiente de alguna colina o en la vecindad de algún pantano, no comportan más que una sola pieza donde la familia vive sobre la tierra apisonada. De los 206 habitantes de un caserío del condado de Mayo, no se cuentan más de 39 que poseen una manta para dormir.” Y un francés: “Si no hay establo y los cerdos y la vaca, cuando se encuentra, viven en la solitaria pieza de la vivienda, es antes que nada para proporcionar a la familia el calor tan necesario en un clima que casi todo el año es frío y profundamente húmedo”. Swift atestigua, sin ánimos para la ironía que lo singulariza: “Se ve a las madres, con tres o cuatro niños agarrados a sus faldas, vagando por los caminos con la ropa hecha jirones y muertos de hambre”.
¿Dónde meter en esta dura existencia los juveniles recreos del corazón de Dreide y Juán O´Lirey? Quién sabe cómo sea el amor que se despierta entre un par de muchachos atravesando la maraña de hermanos y hermanas apretados en el pobre hogar que no puede decirse cuándo y hacia qué lugar ha de trasladarse. Quién sabe, pero a lo seguro no sigue las reglas de un poeta romántico mexicano, a la manera de la novela que traemos a cuento.
Repasando antologías de la narrativa, la poesía, las canciones de la Irlanda contemporánea, no puede presumirse más que el conocimiento de aficionado sobre el cual hemos prevenido al lector o lectora al hablar de la isla. Aún así llama la atención la constancia de temas históricos, nacionales, religiosos, mágicos o bucólicos entre los cuales el llano amor, la llana pasión de los mortales con frecuencia aparece al fondo del dolor y la crudeza que permean la vida entera.
Y entonces una encantadora, dulce Mollie Malone conquista el corazón de un joven por no más del tiempo preciso para que él siga al padre y a la madre a la muerte, por una fiebre que el escritor del cuento ve pasar por las calles de Dublín tan triste y naturalmente como las horas. O una joven una mañana de mayo acarreando la leche, encontrar por accidente y en un mismo instante el amor y la promesa de matrimonio, para pasar el resto de la vida llorando la inmediata, inexplicable desaparición quizá más de la oferta que del gentil enamorado, a quien tal vez alcanzó también la enfermedad o que ha emigrado.
Hemos escuchado la defensa que los San Patricios y los otros detenidos durante el juicio militar en contra suya, haciendo cuanto pueden por salvar la vida sin apelar, mas que tímidamente en un par de casos, a motivos religiosos, y en ninguno morales, en un lenguaje llano y seco. En la novela sobre Dreide y Juan O´Riley, en cambio, éste se planta ante el tribunal como un orador consumado, en actitud de desafío, consciente de la justeza de sus razones y del derecho del Batallón a la gloria:
      “-Los soldados del San Patricio no esperamos clemencia por parte de ustedes. La muerte honra cuando la vida se entrega por una causa justa. Quiero aclarar a la defensa que no fuimos seducidos como se trata de hacer creer. A una mujer se la seduce... a un hombre se le convence... Fuimos engañados, sí, pero por el ejército americano... estamos resueltos a esperar el fin. Aprendimos a dominar el miedo.”
      La película de 1997 hace a un lado los pudores y un galano irlandés, ni más ni menos que sargento y de caballería, que vaya uno a entender cómo habla español apenas llegar a Matamoros, toma decisiones con un aplomo envidiable, lidiando con una historia que sabe se pasará la vida intercambiando calificativos en torno suyo, entretanto él honra a los guerreros legendarios de su pueblo en hollywoodenses batallas y descubre el más apasionado amor.
Un documental mexicano del mismo año, cumpliendo los lugares comunes de la historiografía nacional, se encariña con un O´Rilley inexplicable que en el momento cumbre reproduce las tribulaciones mentales de un universitario de nuestros días, soñando con lo que se sugiere como una amable casita, un patio de flores y una madre campesina del cine soviético o del neorrealismo italiano.
O´Rilley salva la vida como parte de los acuerdos no escritos durante el armisticio pactado después de Chrubusco. Para entonces tiene un grado militar que ha ido acercándolo al de teniente coronel, con el cual terminará, y es célebre sobre todo entre la Iglesia y las mejores familias de la ciudad de México, que piden clemencia en particular para él. Despreciando las furiosas manifestaciones de una buena parte de sus soldados, Scott los complace con un puntilloso apego a la ley, que desdice las prácticas de un ejército dominado por el abuso y la arbitrariedad, subrayadamente hacia los inmigrantes. Porque John ha desertado, en efecto, antes de que frente a Matamoros se declare la guerra y debe ser considerado desertor pero no traidor. En cambio, a los demás en su mismo caso se los condena a morir.
No tenemos forma de saber cómo es O´Rilley, el único de los San Patricio que se materializa por momentos. A pesar de sus declaraciones en la corte marcial, en la cual niega cuanto lo comprometa consciente de poder salir del aprieto gracias a los oficios mexicanos, esto y aquello sugiere un carácter firme y rebelde. No nos sorprende recordando al conjunto de su pueblo resistiendo la dominación inglesa.
Sus dotes de líder parecen en su lugar, encontrando en México la primera ocasión para mostrarse. ¿Algo no cuadra en él, sin embargo, como si estuviera más preocupado por sí que por la comunidad con sus compañeros? Y es que si algo caracteriza a los hombres del pueblo que ganan fama, es la terca representación de sus iguales, de quienes jamás se apartan.
Tal vez vive entre sentimientos encontrados y carece del carácter de un auténtico líder. Ha sido el prestigio de la Irlanda católica, sus antiguos compañeros queriendo tragárselo vivo, la idea mexicana de hacer de los desertores un símbolo para desestabilizar al ejército invasor. y las peculiaridades de la inserción de los Cabeza de Papa en la sociedad estadounidense, quienes le hicieron un espacio tal vez demasiado grande para él. Un espacio notablemente ensanchado por la batalla en la que los dos contendientes en esta guerra reconocen, con mucho, el mayor acto de resistencia.
Una D marcada gruesamente con hierro en la mejilla, que ordena el tribunal para compensar su liberación, completa ahora la figura romántica creada por la historia para él, quien no sabrá bien a bien qué hacer con ella.
Entretanto más de la mitad de los San Patricios están en la ciudad de México. Algunos escaparon del asalto al puente de Churubusco y los otros acompañaron a Santa Anna en la retirada. O´Donnell entre ellos.


La Corte de Medianoche    
Brian, el irlandés nacido en Arán, aprovecha los días de relativo relajamiento que para el ejército trae el armisticio y va y viene por el valle sin rumbo fijo.
      Hoy camina por los bordes del lago que “comienza a fecundizar la llanura, a tapizar los montículos con una alfombra de risueña vegetación y a producir alegres bosquecillos y vastas arboledas en las arrugas de las colinas, en las quiebras de la montaña y en las isletas que surgen por doquiera del seno de las aguas como canastillos flotantes”entre sauces llorones y chopos”.
Se recrea en el espectáculo mientras en la memoria le andan “ciervos que saltan respondiendo al bramido profundo de la hembra”, “bellotas que caen en pacíficos bosques marrones”, pantanos navegando en la gruesa niebla, aves despavoridas por negros oleajes furiosos, valles entre escarpadas moles de piedra que relatan proezas[†].
      Se sienta en el lomo húmedo del lago, entrecierra los ojos y siente que un huracán sopla con furia, que lenguas de fuego lo cercan y frente a él aparece una enorme, monstruosa mujer. El largo manto de la astrosa cabellera de ella arrastra por el lodo, y entre el rostro que muda con el viento se declaran unos turbios, legañosos, enrojecidos ojos y una boca de grotesca mueca que va de oreja a oreja[‡].  
      La cosa dura un par de minutos y el irlandés no se asusta. Conoce y goza de la fantasía. Encuentra en ella la única forma de lidiar con la extraordinaria, intensa, a trechos enloquecida historia de sí mismo y de cuantos ha visto. Cómo entender a su pueblo, pongamos por caso, sin los tristes reclamos de Oisin, el dios guerrero celta que devoraba perniles de toro, luego convertido en un anciano sin dientes, o a la Reina de la Roca Gris tragándose la pena por sus hermosos trajes vueltos harapos para seguir cuidando por la provincia de Munster. Cómo el espanto del viaje a través del Atlántico sin leyendas de serpientes kilométricas y abismales krakens.
Que un huracán se bata sobre él desde la nada y una bruja típica de un relato irlandés se le muestre, es lo menos que puede esperar recapitulando su propio periplo y la nueva incertidumbre sobre su destino. ¿Y lo que ha visto o intuido en América, aun sin querer ni ser consciente de ello bien a bien? El irrealizarse de la tierra en el Wissahiccon aquél, escapando hacia el ayer de misterios indígenas; los cuentos sobre barras de hierro sembradas para dar clavos y sombreros moviéndose en el fango, bajo los cuales andan campechanos hombres a caballo, como forma de traer los sueños y sacrificios del Oeste; las filas de seres humanos lanzándose al vacío donde el sol los licua, fijando el cataclismo de los antiguos mexicanos. 
Todo mezclándose entre sí, haciendo que Taylor vaya a dar, sin saberlo, a la Irlanda de las infamias de Raleigh, o al África Negra de dónde salieron los esclavos de su plantación. O que el jefe Pontiac, los cheroquies y muchos pueblos más circulen por las calles de Ámsterdam, Londres y París, a través de elegantes sombreros de piel, humo de tabaco y muchas cosas más, sin que ni unos ni otras lo perciban.
¿Dónde fueron a dar su último rebote las balas que el propio Brian ha disparado en uniforme un tiempo azul y otro verde? El mundo es muchos y no sólo el de su promontorio de la infancia o el del corazón de Irlanda, descubrió, para caer en cuenta ahora de que cada vez más se vuelve uno.
Mirar desde un único lado se vuelve absurdo. Él y los demás irlandeses católicos del San Patricio no pueden entenderse, por ejemplo, sin visitar la vieja Erin y luego Filadelfia, Bostón, etc. y las columnas de Taylor y de Scott. Como no se puede la intervención que culmina y el México que queda, sin Jeffersson y Jackson, sin el sur y el norte de los Estados Unidos en conflicto. Y nada se explica de no reparar en la existencia de fábricas que reclaman borregos por millones e inmensos campos de algodón, o en los barcos de vapor y el reluciente ferrocarril revolucionando el tiempo y el espacio.
Tantas cosas interrelacionadas sucediendo simultáneamente en tantos lados. Que la monstruosa mujer venga de regreso a su vista y lo lleve a vaya uno a saber qué extravagantes lugares. ¿No es más fantástica la realidad?


6 y 7 de septiembre
A principios del tercer milenio semanalmente millones de capitalinos y de visitantes de otros estados siguen encontrando en el viejo Chapultepec el mejor lugar de recreo. En más o en menos todos son conscientes de andar entre las huellas del pasado. ¿Les dice algo el burdo, ostentoso monumento a la entrada, en el cual se representa a los siete cadetes del Colegio Militar?
En 1847 quienes de una u otra manera han participado en los hechos, se extrañarían de que el grupo de muchachos simbolice la resistencia a la intervención. Sí, participaron en la inútil defensa en los instantes finales, según se sabe por los relatos de los defensores del Castillo y por la entrevista a uno de sus compañeros.
Pero los nombres que andan de boca en boca por la ciudad tras los cinco días en los cuales se produjeron los dos asaltos de los invasores, son otros: Lucas Balderas, Margarito Suazo, el teniente Xicontencatl…
Otero, Ramírez y sobre todo Prieto y Ocampo, que tendrán un lugar de primera línea en la Reforma, sin duda estarían de acuerdo en la necesidad de crear íconos que contribuyan a la conciencia de una nación que se crea muy  poco a poco y que en esta guerra parece en peligro de desaparecer. Y tal vez consideren prudente la elección de los cadetes, para reinvidicar a un ejército de carrera cuyos grandes representantes de la época son deleznables: Paredes, Ampudia el del Armisticio en Monterrey, San Anna, Valencia, Torrejón y su caballería.
Incluso ellos despreciarían, sin embargo, esta burda manera de hacerlo, que diciendo rescatarla oculta a la historia, incluidos Escutia, Márquez y los demás. ¿No traduce la mole de piedra justo lo contrario que debiera? ¿Dónde descubrir allí, por ejemplo, los horrores de esos días entre el ocho y el trece de septiembre?
Son horrores no de mayor magnitud ni de más graves consecuencias que los del año y miedo previo. Si ahora tratamos de imaginarlos de cerca, a través de tres o cuatro protagonistas de la primera acción, es para recordar lo más olvidado. Lo hacemos apelando a lo que está a la mano de los visitantes del bosque del siglo XXI: un panorama del valle que la modernidad, con sus gigantescos edificios, no ha conseguido borrar, y el recuerdo de los cuadros vistos en el interior del museo. Con ello pueden hacerse una idea del extraordinario espectáculo que se contempla desde el patio en los primeros días de septiembre de 1847.
Es un espectáculo que entonces tiembla en los ojos y en los cuerpos de los encargados de la defensa del lugar, porque los movimientos de las columnas estadounidenses introducen un suspenso de muerte, comparable, pongamos, al que produce el cerco de una manada de coyotes, cuyos planes y modo de actuar son tan indescifrables como claro es su objetivo.
Ahí están los defensores a merced de lo que Scott decida, en un campo plenamente abierto en una de sus mitades, en el cual se insinúan las muchas, posibles direcciones, quizá simultáneas, de un ataque. Las consideradas como protecciones –la altura del cerro, la densa arboleda, el edificio fortificado- en un descuido servirán para hacer una trampa sin salida.
Contra una incertidumbre semejante es contra la que parece luchar Santa Anna. Merced a sus ruindades y a las de Valencia, los invasores tienen ahora todo a su favor para jugar con el factor sorpresa. ¿Irán a la ciudad por San Antonio y Niño Perdido, el camino más recto y contundente, o por donde amagan las fuerzas cuyos desplazamientos se siguen con la vista desde el Castillo? Por supuesto, el general no comparte la fe ciega en éste, de los y las capitalinas de los tiempos, quienes lo tienen por una fortaleza insuperable. Él, como cualquier militar, entiende que a pesar de sus virtudes puede vencerse con los recursos estadounidenses. De todas formas insiste en que la primera alternativa del enemigo es la otra, la de San Antonio, y que los de esta parte, en el día seis que vemos correr, son movimientos de distracción.
Quienes están en Chapultepec no piensan igual y temen que, si las circunstancias no cambian, la derrota resulte inevitable. Los destinados a las obras de defensa comprenden que no habrá tiempo de completar la ancha zanja destinada a circundar la reja exterior; que no bastan los parapetos y las flechas interiores, levantados para proteger los extremos del campo, y que es imprescindible hacerse fuertes al pie del cerro y de la rampa. Los de las alturas estiman el número de los efectivos que empiezan a rodearlos y cuyas avanzadas inspeccionan la zona con una minuciosidad en la cual no dejan duda de considerar seriamente la posibilidad de una acción.
Cerca del mediodía se sienten aliviados al ver llegar al Generalísimo con buenos contingentes. Pero al atardecer el hombre los regresa en su mayoría al interior de la ciudad. Si el general Bravo, al mando del Castillo, el más viejo de nuestros generales y único sobreviviente del movimiento de independencia, despotrica en voz alta por la decisión, ¿qué clase de desconcierto viven los demás?
En realidad nadie puede atinar cómo procederán los estadounidenses, que tantean las dos grandes vías para avanzar. En todo caso Santa Anna se marcha del bosque, dejando a la caballería del general Juan Álvarez en las ondulaciones de la hacienda de Los Morales, para cubrir la entrada de las calzadas de Anzures y Chapultepec. Dispone también que parte de una brigada se aposte en el Molino del Rey, y que batallones de la Guardia Nacional resguarden la Casa Mata, construcciones militares contiguas al pie del bosque. Detrás, donde nace la arboleda, ordena la colocación de una pequeña reserva.
Los oficiales León y Balderas, que ahora están a cargo del primero de aquéllos puntos, sin duda observan inquietos las lomas delante suyo, calculando los daños que les produciría una batería enemiga montada allí. En los parapetos de la Casa Mata el artesano Margarito Suazo, miembro de la Guardia, con nulos conocimientos militares imaginará al enemigo acercándose al amparo de los magueyales que brotan a un paso. El coronel Echegaray, responsable de la reserva del bosque, no podrá sino mover la cabeza de un lado a otro, sabiendo que de producirse un ataque en forma no les quedará sino una cuota extra de valor para intentar lo imposible.
Llega la noche con su profundo misterio y transcurre con una lentitud para unos de alivio y para otros desesperante. A las tres de la mañana los perros, los gallos, los burros, etc., de las haciendas y los pueblos cercanos, intercambiando advertencias delatan los desplazamientos de los estadounidenses. ¿Cómo saber qué hacen y dónde? Por ejemplo, que colocan dos piezas de artillería en un punto elevado, para dominar el frente del Molino; que un par más en una loma baja enfocan hacia el oriente de éste y de la Casa, y que una quinta en la llanura se prepara para enfrentar a la caballería.
Antes del amanecer, de súbito, el estruendo. Los invasores han iniciado la tarea de ablandar el par de estas construcciones. Cuando el día empieza a anunciarse, unos mil uniformes que progresan parapetándose en la vegetación producen en los defensores una angustia doblemente intensa al reparar en que durante el repliegue de la noche anterior seis piezas de artillería quedaron abandonadas. Los cañones del contrario no paran y las descargas de sus fusiles al alcanzar la distancia, hacen todavía más pesado el esfuerzo de mirar, de responder y preocuparse por esas piezas ahora inservibles para ellos y en cualquier momento vueltas en su contra. A sus espaldas los hombres de Echegaray, sujetando a los caballos enervados por las explosiones, contemplan la escena entre la niebla que levanta el grueso fuego en un terreno con protuberancias y agujeros a montones.
Ya que los de los edificios empiezan a reaccionar, desde la nada aparece media docena de jinetes estadounidenses para lazar tres de los cañones abandonados y en un abrir y cerrar de ojos salir de regreso entre gritos de triunfo. A través de los árboles Echegaray presencia el movimiento. No tiene porqué pensarlo dos veces y da la orden a sus quinientos hombres, espoleando el caballo.
Antes de salir del bosque escucha un “silbido, interrumpido de repente al chocar con algo blando”, y “un extraño ruido” cuyo origen termina de entender una fracción de segundo después, con el agudo quejido animal que se separa de él a la velocidad de su propia carrera[§]. Quienes vienen detrás han visto cómo de súbito la montura resbala por debajo de un compañero convertido en un bulto que se desploma pesadamente, al cual apenas tienen tiempo de evitar de un salto, como a su caballo, “que se agita todavía” y cuyos ojos suplicantes, tratando de escapar de sus órbitas, son la conciencia de la muerte, que tardará en llegar, quizás hasta cuando las carreras y el estrépito hayan cesado y no quede nadie, de noche tal vez, sin escuchar sino su propio fatigoso resoplido.
Por supuesto ni esta ni otras bajas detienen a Echegaray y los suyos, que pasan Molino del Rey y la Casa Mata y a saltos entran en la era disparando sobre los enemigos que se alejan arrastrando los cañones. Los ven voltear y reconocen su asombro, el mudar de su sonrisa por una mueca de terror, y cómo sueltan las piezas para aligerar la marcha y protegerse tras sus compañeros.
La razón responde sólo al instinto desarrollado por una historia de combates, diciéndole al coronel que es el momento de dar un primer golpe echándose sobre los tiradores. Pero él y sus quinientos están solos. A la derecha las explosiones de las baterías les estrechan el camino y las descargas de fusil, repetidas en un ritmo discordante y atropellado, detienen el avance. Tratando de alzarse sobre el ruido, el coronel ordena volver recogiendo los cañones, en una operación de cuatro o cinco desesperantes minutos que los descubren en pleno claro, en las mirillas del reguero de uniformes azules que inexorablemente, a fuerza de cantidad, alcanzan algunas de las espaldas descubiertas y cuanto el buen tino o el azar escoge de tal y cual cuerpo.
En esa borrachera de la realidad que pierde su compás habitual, las emociones se transforman sin pausa y cuando León, Balderas, Margarito Suazo y los demás ven de regreso a Echegaray, los malos pensamientos dejan su lugar a un sonoro festejo. No todos lo comparten, es cierto, pues algunos apenas tienen tiempo para “examinarse y saber si siguen intactos”. En todo caso el coronel comprende que la respuesta no ha de tardar. Y sí, en un momento un grito interrumpe la fiesta:
-¡Regresan!
La columna de los invasores sale de nuevo a la vista para caerles encima. Un veterano de infantería redescubre entonces el miedo. ”Su rostro empezó a palidecer... Caería como había visto caer a otros hombres muchas veces antes, con la vida escapando tan súbitamente de ellos que las rodillas no tocaban el suelo antes de la cabeza”. A un lado escucha los gemidos de un dragón sobre el griterío de los proyectiles y las balas, y al ir a él se lo encuentra incorporándose, perdida la gorra, con el cabello en desorden, serenado ante su vista. Luego lo observa inclinar la mirada y descubrir que “el pie que tenía encajado en el estribo estaba todavía apretado contra el cuerpo de su caballo muerto. Parecía un borracho. Tenía el brazo caído como una rama seca. La cabeza le pendía como si su cuello fuera un sauce. Se hundía en el suelo, para yacer con la cara hacia abajo. Entonces giró el cuerpo y se precipitó con el rostro vuelto hacia esa región donde habitaban los sonidos impronunciables de los misiles turbulentos. La debilísima sombra de una sonrisa cruzó sus labios”.
En la contemplación, sin poderlo evitar, el veterano pierde un tiempo precioso, pues los estadounidenses se tragan el terreno en dirección a ellos, tras la espesa nube de los cañonazos que los cubren, convertidos en “gritos salvajes”, sin origen, fuera de donde el telón de humo se rasga y deja ver a una multitud que corre “como potros sin desbravar”.
Visto desde el Castillo el inicio del combate allá abajo asemeja “la explosión de un volcán”, dice un testigo.
      “-¿Por qué no se mueve?” -pregunta alguien refiriéndose a la caballería del general Juan Álvarez, que a pesar de insistentes órdenes no ataca.
“-El terreno no era a propósito –dirá después el general. –Mis oficiales se rehusaban a proceder.”
¿Cobardía en un hombre bajo cuya dirección estará la campaña militar que en menos de diez años habrá de expulsar del poder, de una vez y para siempre, a Santa Anna, iniciando el movimiento de Reforma? Los rumores asegurarán luego que, enemigo a muerte del Generalísimo, resolvió ser pasivo porque “era mejor perder la guerra que permitir que El cojo se consolidara en el poder con una victoria”. ¿Es mejor, en verdad? El hecho es que su caballería no interviene, permitiendo a los fuerzas de Scott continuar su precipitación sobre el Molino y la Casa.
No son las únicas criminales faltas que se cometen y los dos comandantes encargados de cubrir el centro entre los edificios se hacen humo. ¿Y Santa Anna? Por lejos que se halle ha tenido tiempo de desplazarse hasta el bosque. ¿Teme que sea un amago para confundirlo, hacerlo disponer el traslado de batallones y regimientos, dejando desamparada la calzada de San Antonio? Vaya uno a saber, porque sus explicaciones posteriores, como todas las suyas, abundan en embustes y enredos.
Entretanto los soldados y Guardias Nacionales “parecía que fuesen víctimas de una pesadilla”, recibiendo al enemigo. La gente de Balderas detiene una carga y los rechazados, hasta ese momento fieras de la guerra, quedan presos de un miedo que la decisión de volver las espaldas reproduce a cada paso en dirección a un resguardo. Miedo convertido en pánico al comprobar cómo los mexicanos se lanzan en su búsqueda, haciendo que parezca imposible alcanzar el objetivo, viéndose terminar allí, donde no debieran estar, a miles de kilómetros de casa, al pie de uno de esos magueyes cuyas filosas puntas, orgullosamente vueltas al cielo, son la mejor representación de una naturaleza y una cultura extrañas, que sus fusiles vienen despreciando desde Veracruz y que ahora amenaza envolverlos a la manera de un enemigo silencioso, como a su modo comprendieron un año y medio antes sus compañeros en el Bravo.
Un momento de gloria viven, pues, Balderas y sus soldados al echarse contra los invasores. No tienen modo ni interés en reflexionar que el gusto no puede durar ya que están solos y actúan por instinto, mientras los asaltantes tienen un plan y columnas de apoyo.
En ese momento, de súbito el comandante siente “algo como un enorme latigazo dando un chasquido sobre el escuadrón”. “Levantó el sable, dispuesto a golpear con él, pero en este preciso momento, uno de sus compañeros que avanzaba a galope a su lado se alejó rápidamente, y sintió, como en un sueño, que era llevado hacia adelante a monstruosa velocidad y que, al mismo tiempo, no se movía de su sitio”. Otro jinete que viene detrás lo tropieza: "¿Me he caído? ¿Estoy muerto?”. En un soplo Balderas se hace y se contesta estas preguntas. “Debajo de él había sangre caliente.”
Confundido con la mancha de estampas alrededor, el hombre hace un esfuerzo para precisar la situación y cae en cuenta de que su gente recula. Sabe que si continúan retrocediendo terminarán por olvidar el compromiso de supervivencia contraído. Por eso hace lo que cualquier jefe tiene por obligación: incorporarse, recuperar el sable, gritar. Hasta que una nueva, del desconcierto de balas cruzando, lo alcanza, ahora definitivamente.
Entretanto el general León, supliendo al par de comandantes que abandonaron su puesto, se afana por conservar la línea entre las dos construcciones. Va y viene dando desaforadas voces para tomar hombres prestados del Molino y la Casa, que responden mecánicamente y salen de los parapetos para descubrirse por entero inermes, tiros al blanco de unas balas cuya impunidad absoluta, disparadas a distancia, sin riesgo para los rifleros, provoca un odio casi incontrolable, contra el cual deben luchar también de modo de cumplir las violentas instrucciones de León. Pero éstas cesan apenas ellos encuentran su nueva colocación. ¿Qué pasa?, se preguntan volteando para descubrir a un caballo que se revuelve en desesperados círculos sobre sus patas traseras, y unos cuantos metros allá el cuerpo del general.
Margarito Suazo quizá no lo ve, “inclinado y agazapado en su afanosa labor”, tratando de contener el avance entre un concierto de sonidos e imágenes a las cuales él, un artesano, no está en absoluto acostumbrado: “Las baquetas de acero, introducidas en el cañón caliente de los fusiles, rechinaban y resonaban sin parar. Las solapas de cuero de las cartucheras estaban abiertas y oscilaban un tanto ridículamente a cada movimiento de sus dueños. Los fusiles, una vez cargados, se apoyaban contra los hombros y, en apariencia, se disparaban sin objetivo determinado a través de aquella cortina de humo, cuando el disparo no era hecho contra una de las formas inquietas e imprecisas que, moviéndose sobre el terreno que se extendía frente a ellos, se agrandaban según se acercaban, como títeres movidos por una mano mágica.”
Entonces los compañeros de Margarito se ponen a caer. El cuerpo de uno de ellos “yacía en la posición de un hombre fatigado que estuviera descansando, si bien había quedado fijado sobre su rostro una expresión de asombro y tristeza”. Al lado “refunfuñaba uno que había sido rozado por una bala y la sangre comenzó a correr abundantemente por su rostro. Se cogió la cabeza con ambas manos, lanzó una exclamación de sorpresa y echó a correr. De pronto, otro soltó también una ahogada expresión de asombro, como si le hubieran golpeado con una estaca en el estómago. Se sentó y miró a su alrededor con ojos en los que había un mudo e indefinible reproche”.
De detenerse a contemplar el escenario que se extiende más allá, Margarito hallaría sobre la tierra “a unas cuantas figuras inmóviles y horribles, que yacían aquí y allá contorsionadas como en una alucinación. Los brazos estaban extrañamente doblados y las cabezas en posiciones increíbles. Era como si aquellos cadáveres hubieran caído desde una gran altura, como si hubieran sido arrojados desde el cielo.” Él mismo, de poder observarse, descubriría que sus ojos tienen “esa expresión que suele verse en las pupilas de los caballos cansados”. Su cuello se estremece “bajo la acción de un débil nerviosismo”, sus brazos quedan “como entumecidos y exangües”, sus manos dan “la sensación de ser dos apéndices de su cuerpo desprovistos de vida”, y las rodillas parecen firmes pero están “dobladas por la inseguridad de la tensión retenida”.
Los estadounidenses se acercan rápida y seguramente, “hasta ocupar por completo la vista, aullando como lobos”, y el artesano escucha la orden de salir y deja el arma para tomar la bandera. Quizá recuerda una discusión como esta:
-¿Por qué me nombran abanderado?
      -La bandera es lo más importante, amigo. Acuérdate de eso: el símbolo es el que mantiene a la tropa. Mientras la bandera esté en pie, el soldado retará a la derrota.
”No puedo parar. Yo, menos que nadie  –se dice ahora, con razón o sin ella. -Si la bandera avanza, la tropa avanza.” Gira y se tropieza en dirección a los que toman ya la Casa y tuercen para entrar por detrás del Molino. Y los alcanza sin darse cuenta de las bayonetas que a sus espaldas lo buscan obstinadamente.
En ese mismo, exacto momento los de Scott dan culatazos contra la puerta del edificio, y Echegaray, desde el costado contrario, hace por alcanzarlos. Mientras la abren y un centenar de Guardias Nacionales se les echa encima, el coronel, al principio a cargo de la reserva y ahora responsable de la toda la tropa, comprende que es el fin, que no tiene modo de parar la oleada que comienza a entrar gracias a su peso.
      -¡Toque retirada!
Para ese momento Margarito ha sentido el primer golpe filoso y un instante después una serie repetida. Su desesperación viendo el asta vacilar en las manos debe ser muchas veces mayor que la que le produce la idea de la muerte: el temor inconmensurable por el fin de todo, familia, barrio, ciudad…. Y cae. Los invasores han dejado de hacerse caso y corren, más que por las órdenes de su oficial, por el clarín mexicano declarando el éxito de ellos, que tal vez Margarito escucha como en un sueño.
Quienes echando marcha atrás lo ven, irguiéndose con heridas en media docena de lados, para sacarse la ropa, no comprenden: se quita hasta el último de sus trapos, anda como puede cuatro o cinco interminables metros, arranca el paño de la bandera, se arropa con él y se acuesta. Al cabo de un minuto, al parecer, durante el cual quién sabe cuántas imágenes pasan por su cabeza, muere, dejando en la mirada de quienes voltean desde el bosque la estampa del cuerpecillo regordete, con las piernas y los brazos al aire, mal cubierto por nada más que una bandera en jirones.


El bosque
¿Por qué Santa Anna llega apenas a las nueve y media, cuando la batalla está decidida? A pesar de obligar a nuestras tropas al desalojo y la huida, para los estadounidenses aquello no ha sido propiamente una victoria. Han perdido ochocientos hombres en la toma de un par de construcciones sin utilidad alguna. El conflicto no alcanza a estallar, pero en el campamento de Scott no hay manera de ocultar los graves resentimientos que surgen entre los generales del alto mando. Por la tarde se ordena, incluso, el abandono del punto, permitiendo que los mexicanos lo ocupen de nuevo.
Pero de ello a lo que El Cojo, como lo llaman Juan Álvarez y muchos otros, declara públicamente esta noche, hay mucho más que un abismo: “Nuestras armas han triunfado en Molino del Rey. Yo personalmente dirigí las acciones”. ¡Santo Cristo!”, debieron exclamar los del Castillo al leer el manifiesto del general presidente.
En realidad, para los invasores la acción no ha sido mero desperdicio. Han comprobado que nadie interrumpe su progreso sobre las calzadas, y que con una pequeña parte de sus fuerzas pueden superar las defensas de la base del cerro. Desde allí, apoyadas por una buena dosis de baterías, que sobraría para contrarrestar las del Castillo y castigar a las tropas del bosque, sus columnas en volumen estarán en condiciones de trepar, al amparo de los gruesos ahuehuetes, para hacer suyos los parapetos y coronar la batalla en un asalto combinado por el frente, por el sur y por la rampa.
Así lo hacen cinco días después, el trece, en que de hecho se produce la gran batalla. Si el comportamiento de León ha reivindicado al ejército nacional, el de otros esta vez quizá los supera. En particular, el del coronel Xicontencatl, quien al asumir la responsabilidad está a punto de detener el asalto multitudinario, dejando en el lugar cuanto tiene. Lo hace sin reparar en que el destino general de la guerra se encuentra, ahora sí, prácticamente decidido, apostando a la última, desesperada carta de una defensa exitosa, que repercutirá en el ánimo de los dos bandos.
Quien no está dispuesto a nada parecido es Santa Anna. Ni lo ha estado nunca.
Regresado de su exilio tras el fracaso en Texas, a fines de 1844 se decide a un primer, atropellado intento por crear una dictadura. Generales y políticos lo intuyen y terminan convenciéndose cuando el Seductor apela a ese gesto suyo que ya no esconde secretos, a pesar de que esta vez está envuelto en el genuino drama de la muerte de la esposa: retirarse a su hacienda. Los historiadores contemporáneos no dudan de que en medio del duelo, el otra vez presidente se ha dado tiempo para encargar la distribución de los papeles que en la capital del país reclaman la disolución del “inútil congreso” que lo ha estado obstaculizando.
      Para entonces ha aprendido lo que otros de su especie no están decididos ha aprender: el poder cuesta. A él, una pierna, la ignominia de ser detenido por sus vencedores texanos y cargar con el rumor que lo disfraza de mujer en su inútil intento de huida; ser recibido en Washington, donde aquéllos lo envían, como director de una mala opereta, y conocer la expatriación. Ahora tendrá oportunidad de ver hasta qué grado llega el voluble ser del populacho que ayer lo aclamaba, cuando, cumpliendo los temores, se presenta en la ciudad de México y dicta medidas para hacer a un lado todo posible límite a su poder.
En días la conspiración en su contra se resuelve y la “canalla”, presa de la ira, lo busca sin resultado y cambia su cabeza por su pierna, que desentierra del mausoleo en el cual ha sido sepultada con los más altos honores, para arrastrarla en fiesta por las calles, mientras él busca por segunda vez el exilio. Un exilio que, sin embargo, de ser como el anterior, hará las veces de un mutis magnificado.
Y así es. Menos de dos años después la “patria” lo ha llamado a gritos. Qué de raro, pensando en el comportamiento del resto de los militares que se disputan el panorama nacional, a quienes hemos visto desfilar por estas páginas una farsa o un error tras otro.


Escutia, Márquez, De la Barrera...
Días después de la derrota, frente a la casa del Guarda del bosque de Chapultepec un grupo de familias se reúne en torno a un cadete de 15 años.
“-Sí, yo lo vi, señora.
“-¿Estuviste en el Castillo?” –pregunta el periodista que dejará el primer testimonio sobre los luego Niños Héroes.
“-Hasta la tarde del 13.
“-De modo que viste todo.
“-Sí.
“-¿Cómo fue?
“Cuando cayeron los molinos ya nos dábamos cuenta de que la cosa seguiría para acá. El día 9 llegaron nuevos cadetes. Entre esos iba Juan Escutia, del que les platiqué a los señores.
“Pensábamos que el gobierno iba a reforzar mucho este lado, pero no. Éramos pocos: 200 al pie del cerro, en el Castillo una brigada y nosotros, los alumnos. Ochocientos en total, digo yo.
“Habían blindado las paredes y por esa parte nos sentíamos confiados. ¡Pero no!, eso no servía para lo que vino. Al amanecer del 12 nos empezó a caer una tormenta de cañonazos. Con todo y el blindaje, ¡pum!, las balas abrían tamaños boquetes en las paredes y en el techo.
“¡Catorce horas duró el cañoneo! ¡Catorce! Por la noche nos pusimos a reparar los daños como mejor se pudo.
“Volvió el amanecer y otra vez los cañones de ellos duro y duro… En eso los vimos, a los yankees, entrando al bosque. Rápido arrollaron a los poquitos fusileros que había en las afueras.
 “Venían en tres columnas muy fuertes, colocando filas de tiradores para proteger el avance. Nosotros podíamos hacer muy poco y ellos, en un rato ya estaban abajo del cerro y por la rampa. Y los cañones que no paraban: pum, pum, pum, tumbando árboles.  Desde arriba veíamos cómo iba agarrando color de sangre el agua de La Alberca. Entonces se apareció el coronel Xicotencatl, el del Batallón San Blas, a cien metros del Castillo digamos. De momento cortó al enemigo, pero enseguida lo rodearon y lo echaron abajo.
“¡Era una desesperación!  Un montón de güeros y de negros subían y subían.  Treparon la rampa y por allá y por las piedras alcanzaron el patio. ¿Qué podíamos hacer? Los teníamos en la azotea, descolgándose para la planta alta, como hormiguero. Ya nada más quedábamos los alumnos y unos pocos soldados, que nos fuimos a refugiar al lado oriente. Al primero que vi caer fue al subteniente De la Barrera, de un balazo. Entonces Escutia salió al pasillo. Uno no entendía a dónde iba, hasta que lo vimos agarrar la bandera: así como si fuera lo único que le quedara en el mundo. Un yankee desde la planta alta se acomodó el fusil, apuntó con cuidado, como si lo estuviera nada más cazando, y disparó.  El impacto echó al muchacho y por allá cayó, al vacío.
“Márquez, el más jovencito, venía disparando, buscando juntarse a nosotros, cuando también lo balearon. Su cuerpo rodó por la pendiente y fue a caer ahí, muy cerca del de Escutia.
“Suárez estaba cargando su arma, en el momento en que lo alcanzó un disparo en el costado. Ellos, los yankees, que venían corriendo, no se apiadaron y uno o dos, no sé de seguro, le metieron la bayoneta. A Montes de Oca lo agarraron pasando por una ventana. Lo acribillaron de plano.
“Melgar siguiera pudo cobrarse. Tenía abierta la rodilla, así que no podía caminar.  Se parapetó en unos colchones y desde ahí tumbó a algunos. Pero le dieron de nuevo, en el pecho, y luego, ya tirado, un bayonetazo”.


El pueblo

Después de Chapultepec, Santa Anna ordena el repliegue de las tropas y el desalojo de la ciudad. El intento de resistir en las condiciones en las que están parece entregar la capital a un inútil destrozo. Pero no piensan lo mismo las redes sociales tejidas a lo largo de casi tres años: las compañías de la Guardia Nacional que forman parte del proceso y el pueblo llano en su conjunto. Esa noche, mientras el ejército se retira a La Villa, el coronel Carbajal, de la Guardia, junta a un grupo de jefes para preparar la defensa. Todo el vecindario entre Salto del Agua y La Alameda se compromete en la decisión.
Por la mañana cuando la primera división estadounidense entra a la capital desde San Cosme, al llegar a La Alameda recibe disparos de armas de todas clases y una lluvia de pedradas lanzadas mayormente por mujeres y niños. Responde con cañonazos selectivos y una violenta cargada hasta los patios mismos de las casas, a sablazos, culatazos y disparos.
Todo anuncia terminar allí, pero en realidad apenas comienza. Recogiendo un testimonio Prieto escribe sobre el día siguiente: “Los yankees se fueron metiendo galán, por toda la derecha de San Francisco y Plateros y por allá por La Mariscala. Venían con sus pasotes muy largos y como que les cuadraba nuestra tierra, muy grandotes, reventando de colorados y con sus mechas güeras, con sus caras hechas todas de un solo molde.
“En la plaza, aunque desparramada, había ya mucha plebe que hormigueaba dentro de los portales, se tendía en el cementerio de la Catedral, hacia remolino por las esquinas. En la esquina de la plaza del Volador, y subido como en un alto, estaba un hombre pelón, de ojos muy negros, de cabello lanudo y alborotado, de chaquetón azul, que hablaba muy al alma; su voz como que tenía lágrimas, como que esponjaba el cuerpo: ¿Qué ya no hay hombres?,  ¿qué no nos hablan esas piedras de las azoteas?... La gente gruñía con rumor espantable: la voz de aquel hombre caía en la piel como azote de ortiga.  Aquel hombre era Próspero Pérez, orador de la plebe de mucho brío y muy despabilado.
“Cuando él estaba más enfervorizado, y más en sus glorias los yankees: de por detrás sonó un tiro de fusil. Un grito de inmenso regocijo y explosiones de odio, de burla, de desesperación, acogieron aquello. Los yankees se fueron sobre el tiro, acuchillando gente, atropellando a las mujeres y a los niños.
 “Entonces, como en terreno quebrado, varios hilos de agua se juntan y forman río; como en campo que arde aquí y allá, el aire junta las llamas y forman incendio, así la gente se juntó y descargó balazos y pedradas, corriendo a la espalda de Palacio.
“Los yankees seguían en persecución de aquella masa hostil, algunos léperos derriban a varios soldados y la gente cae sobre ellos y los devora, dejando sus cadáveres medio desnudos, los calzones de varios de ellos enarbolados en un palo sirven de bandera.
“Decir lo que pasaba en casa, fuera cuento de nunca acabar. Aquí se lloraba, allá se pretendía huir; en otras partes todo era guerra. El pueblo había estado como fiera y como llama, como mar y como aire fuerte, que vuela bramando. Sin dirección, desangrándose, desgarrado, corriendo como ciego entre abismos buscando a la patria que se le iba de dentro de sus brazos, así fue el pueblo: aquel ruido de guerra hacia compañía al alma.
“Era uno el R.P. Lector González, muy moreno, de negro copete, de mirada altiva, que llevaba en lo alto un estandarte con la Virgen de Guadalupe. Este padre, como gran general, a todo atendía, se encontraba en las más recio del choque, acaudillaba inmenso pueblo que como si fuera un solo niño lo obedecía. Tan pronto el estandarte que el padre conducía, se veía por Loreto, como por Los Ángeles, como sobre las azoteas, como en la torre de Santa Anna.
“Avanzándose hasta cerca de Santa Catarina, para salir al encuentro a grupos que venían por Santo Domingo, y la travesera de la Puerta Falsa, había salido el padre; el pasar lo vi pálido, iba perdiendo sangre. Vi rodeado de yankees el estandarte del padre. Así murió.”


El fin
Santa Anna se ha retirado con sus tropas a la Villa de Guadalupe y el día diecisesis del propio septiembre renuncia a la presidencia y al mando militar, diciendo que es necesario continuar la guerra a todo trance y que por ello marcha al estado de Puebla.
Tiene a su disposición seis mil efectivos, incluidos seiscientos en forma de guerrillas que operan ya en aquélla entidad. Su fuerte son dos mil hombres a caballo bajo su mando directo. No es poco, considerando la libertad que adquiere y la necesidad de Scott de mantener la ocupación del valle de México y la línea de allí a Veracruz, que lo obliga a tomar la ciudad de Puebla y Xalapa. Con menos de eso Morelos habría tenido en jaque al enemigo por años.
Pero el Seductor de la Patria gana las calles poblanas, intima la rendición y cuando no le hacen caso se marcha asegurando que debe caer sobre un convoy que, en efecto, avanza desde Xalapa. Cada vez menos hay quien crea en él y en los primeros kilómetros de marcha le deserta la mitad de la gente, sobre todo las milicias civiles que han probado ser los cuerpos más decididos.
Con todo tiene a tres mil soldados, capital de sobra para interceptar el convoy, contra el cual hace sólo amagos. El siete de octubre el nuevo gobierno, instalado en Querétaro, le exige entregar el mando, advirtiéndole que le formará consejo de guerra. Entonces el émulo de Napoleón escribe una de sus piezas clásicas, en la cual muestra las dimensiones de su megalomaniaco narcisismo:
“Se me separa de ustedes y del teatro de la guerra, quizás para sacrificarme a la venganza de mis enemigos, ó para efectuar una paz ignominiosa que yo no quise conceder, porque mi conciencia lo repugnó.” Y desaparece para no ocuparse más del tema y preparar su formal dictadura entre el país a la absoluta deriva que vendrá.
Los temores de Otero y otros sobre la disgregación parecen materializarse. “En México, no hay ni ha podido haber eso que se llama espíritu nacional, porque no hay nación”, escribe él y en el mismo tenor uno de los más prestigiosos periódicos de la capital se pregunta si la mexicana “es realmente una sociedad o una simple reunión de hombres sin los lazos, los derechos y deberes que constituyen aquélla”.
El ministerio de la guerra no puede “tener a raya la insubordinación de las tropas y la deserción”, que por primera vez alcanza a la oficialidad hasta aquí bien afincada al puesto, y los elementos “disolventes” se hacen “multitud”.
Paredes vuelve al país, ofrece sus servicios al gobierno liberal moderado que queda y al ser rechazado expide un manifiesto a favor de continuar la guerra y reanuda sus proyectos monárquicos. Ocampo, al frente de la gubernatura michoacana declara soberano a su estado e invita a otros a seguir su ejemplo, como estrategia frente a la intervención, que de ese modo se encontrará con “muchos centros”.
Esta propuesta por la “anarquía” quizás no está del todo desencaminada y en cualquier caso no supone un caos mayor al que rodea al gobierno y a los diputados y senadores nacionales. Las tropas que los ha precedido ha Querétaro encuentran las puertas del hogar de un comerciante pintadas con figuras de soldados de los Estados Unidos “¡para espantar a los que trajeran boletas de alojamiento!”, y en el convento de la Cruz “los frailes les dejaron sus celdas, aterrorizados con las picardías de los oficiales”.
El congreso, fraccionado en tendencias, se vuelve un “centro de intrigas” que no permite actuar al ejecutivo, quien por su lado se arroga derechos que no tiene, negociando la paz con Washington. No lo hace en actitud de entrega, pero no procede a consultas sobre si debe o no continuarse la resistencia y guarda en secreto los avances de sus negociaciones. Se cita a una reunión de gobernadores en la misma ciudad de Querétaro, acuden unos cuantos y sus acuerdos se traducen en nada.
Además del Distrito Federal y sus entornos y de las ciudades de los estados de Puebla y Veracruz, los estadounidenses controlan las dos Californias, el enorme Nuevo México original, Tamaulipas, Nuevo León y Coahuila. Para moverse contra ellos, en noviembre queda apenas una quinta parte de las fuerzas militares de septiembre, ocho mil hombres, muy dispersos. Los contingentes más fuertes, situados en torno a la capital provisional y en el estado de México, alcanzan 2,900 y 1,200 soldados en cada caso.
El general Anaya, de vuelta presidente provisional, habla por primera vez sin recato de la triste naturaleza de nuestro ejército: “El estado de revolución permanente ha proporcionado á hombres indignos”, engalanando a algunos “con las insignias superiores... La empleomanía… ha abierto la puerta a la juventud más ignorante y corrompida” y los hombres se sacan por la fuerza de “la choza del indígena, de las cárceles y los presidios”. Ello explica, dice, el fenómeno estructural de la deserción: “los calabozos de los cuarteles y los juzgados militares están atestados de reos y causas, por la frecuencia con que se comete este delito”.
En Sinaloa un general se levanta a la vieja, personal usanza, y en Tamaulipas las acciones de defensa se detienen por completo debido a las diferencias entre el gobernador y el jefe militar. Yucatán mantiene su neutralidad frente al conflicto y se precave contra el castigo mexicano al finalizar el conflicto con los Estados Unidos solicitando apoyo a éstos.
En la misma península el pueblo Maya parece capaz de vencer en la guerra a muerte declarada contra blancos y mestizos. Ha sido engañado por los grandes propietarios y empresarios peninsulares que ofrecieron liberarlo de las cargas tributarias a cambio de su ayuda contra el gobierno nacional, y movilizado recuerda las viejas y nuevas ofensas de los dzulob. Bajo la dirección de Jacinto Pat y otros líderes, algunos de ellos con la experiencia de la gleba a cuestas, inflingen una derrota en toda la línea a las tropas estatales y se preparan a ponerlas contra la pared y crear el reino de la santa Cruz Parlante.
En Querétaro la presidencia de la república está ajena a este gran suceso y no tiene tiempo más que para acordar con el representante de Polk los términos menos gravosos para llegar a la paz. Pero el titular de la Casa Blanca no desperdicia, desde luego, las mejores circunstancias imaginables para cumplir sus objetivos, y ejerce mayor presión enviando refuerzos, de modo de alcanzar los cuarenta y tres mil efectivos. Con todo, su comisionado especial le aconseja ser prudente:
“Este país no puede resistir al nuestro con buen efecto; pero la resistencia de la que todavía es capaz, aunque sea parcial y haya de resultar sin éxito, ha de ser de una especie enteramente nueva.” Está resultará del pueblo en armas y de las rebeliones en curso. No debe olvidarse, escribe, que “la mejor acción, con mucho, que se ha dado en este valle por parte de los mexicanos (Churubusco), fue sostenida por los cuerpos de milicia acabados de formar”.
En enero de 1848 el ejecutivo mexicano instruye a su comisión negociadora de hacer lo posible por acordar una desocupación previa a los tratados convenidos, y que de no lograrlo proponga la mediación de una potencia amiga. Nada sirve y el día veintinueve los comisionados advierten que el documento a firmar “no admite ya otras modificaciones”: reconocimiento de la independencia y anexión de Texas, cuyas fronteras quedan fijadas en el Bravo; cesión de Nuevo México y la alta California, a cambio de una indemnización y del retiro de las reclamaciones de los particulares y del gobierno estadounidenses. En resumen, dos millones de kilómetros cuadrados, la mitad del territorio heredado de la Nueva España.
Otero, que es uno de los delegados para negociar el armisticio final, se hace objeto de numerosas críticas, dolorosas para él cuando proceden de quienes respeta profundamente, como Ocampo, que en protesta renuncia a su cargo en Michoacán. Entonces escribe a su mujer:
“A pesar de que este resultado era muy fácil de prever, me produjo una sensación profunda. Yo creo, hija, que hemos firmado la sentencia de muerte de nuestros hijos.” 



[*] Advertimos ya que este hombre, perteneciente a la marina, no desertó cuando decimos sino tras la batalla de Cerro Gordo.
[†] Las imágenes vienen de La Corte de Medianoche, de Merriman.
[‡] Idem.
[§] De nuevo, con los testimonios de la intervención usamos imágenes de La guerra y la paz y de La roja insignia del valor.