lunes, 18 de septiembre de 2017

Cuestión de sangre. IV



IV
22 de julio, 1846
Debe recordarse: si bien Polk tiene otra cosa en mente, a los ojos de México, de los Estados Unidos y del mundo lo que acaba de producirse en Matamoros se debe exclusivamente a la disputa por los 628 mil kilómetros cuadrados de Texas.
La derrota ha sido un mazazo para la clase política y militar y para la pequeña opinión pública mexicana, y ahora Taylor tiene despejado el camino hacia el corazón de Coahuila o Nuevo León, conforme decida; sus ejércitos del Centro y el Occidente pueden obrar sobre Nuevo México, Chihuahua, California, mientras su armada amenaza ya abiertamente a la ciudad de Veracruz y se sitúa frente a Tampico y diversos puertos del Golfo. El golpe ha sido tanto más duro cuanto mas desmesurado fue el optimismo previo.
En enero Ignacio Ramírez, el liberal de veintisiete años de quien se esperan los más lúcidos aportes a las letras y el pensamiento, escribía en un diario recién fundado con Prieto: “El Congreso ha decretado el castigo de la ingrata Texas, y el triunfo de las armas nacionales… Según cálculo aproximado, aunque la tropa no se moverá sino después de los fríos, para el primer día del año entrante disfrutará la república de la integridad de su territorio”.
La ligereza de este optimismo ha desaparecido, desde luego, pero persiste la confianza en corregir los errores y detener una invasión que en los hechos se reduce a unos cuantos miles de hombres en posibilidad de progresar por el lejano noreste del país, y a una flota y otras tropas cuya presencia no va más allá de eso, una amenaza.
El Nigromante, como gusta firmar Ramírez, no repetirá el pecado de su artículo de enero, pero para él y para la absoluta mayoría del México preocupado por su futuro, el responsable de lo que se toma como un mero traspiés es el gobierno conservador, en cuyo manejo de la guerra el escritor concentra las baterías con el sarcasmo que ya lo hace célebre: “¿A México no amagaban/Los yankees? ¿en dónde están?/Sin encontrar uno solo/He llegado a Cuatitlán… No al enemigo tememos;/ Dizque encima se nos viene/Y doce mil hombres tiene;/Pero dos mil tenemos/Que oponerles; en dos meses,/Tanto ha sido nuestro afán/Que en su busca, y sin hallarlos,/Llegamos a Cuatitlán…” 
La actitud sigue siendo frívola y peca de omisión al no atreverse a mirar lo que a una enorme velocidad hará se introduzca una ácida conciencia sobre el país, insospechable antes de Palo Alto y Resaca de Guerrero.


Construyendo el purgatorio

La retirada de las tropas mexicanas de Matamoros es desastrosa. No hay carros de transporte, los soldados llevan a cuestas el armamento y las magras vituallas, y para hacer más dramático el momento a su cola se arrastran cuatrocientos heridos que desoyen la orden de quedar en la ciudad.
Los llanos pelados del noreste de México descubren así su real crudeza. Un sol inmisericorde desconcierta los sentidos entre la vastedad sin referencias en la cual “repentinamente se disparan en encontradas direcciones remolinos de polvo, que barriéndose, retorciéndose, levantándose y derramándose, borran las distancias, confunden los objetos, dislocan los paisajes, y hay un momento que parecen flotar y revolverse en el espacio, árboles y sembrados, chozas y montañas, que contemplamos acometidos por el vértigo”.
Al poco la maldición de la falta de agua se resuelve con la caída de una lluvia torrencial. Pero ésta se convierte a su vez en un castigo, haciendo del camino un lodazal. “Cansados, hambrientos, enfermos, sin fuerzas y sin coraje –recuerda un protagonista-, muchos se echaban en el suelo y se negaban a continuar”. Hay caballos que se rinden a la fatiga y para el alimento debe sacrificarse a una porción de los bueyes que arrastran los cañones. “Dos semanas después, la paciencia y el sufrimiento llegaron al extremo, y algunos soldados, en un momento de desesperación, cometieron suicidio.” Entretanto los generales han marchado cómodamente, sin renunciar a los trenes de mulas para su equipaje.
Podemos imaginar al Tuerto y a sus dos compañeros moviéndose entre la deshilachada columna. Una gruesa mancha en un costado del trapo que rodea el pecho del joven habla todavía con dolor de la esquirla que empieza a ser parte de su cuerpo, y de la experimentada cura hecha por la mujer, quien camina un paso delante de ellos. La cabeza del muchacho anda más gacha que de costumbre: no hay vuelta atrás; en el desconcierto del retorno a Matamoros y durante los primeros días de marcha tuvo muchas oportunidades de imitar a los mil, tal es el número cerrado de los partes militares, que tomaron camino por su cuenta sin duda para regresar a casa. Ahora no hay modo y quizás no lo haya nunca, piensa el joven recluta en traje de manta. Tal vez por eso la soldadera lo jalona con empeño, espantándole no la tentación, ya tardía, sino el remordimiento, que en algunos mata más a lo seguro que la sed y el hambre.
Centenares de metros adelante, los llanos Colorados que por el momento son los San Patricios al andar afirman el primer paso que han dado al purgatorio en el cual morarán, tratados en un lado como héroes y en otro como traidores mercenarios. Taylor y los suyos advirtieron su presencia en los parapetos de la ciudad mexicana y, sin duda entonces, la decidida actividad que los periódicos de México testimonian subrayando el valor y la iniciativa desplegados en el combate. Aunque no todos caben en ese círculo, y al menos un par, Milles y Miller, los estadounidenses de nacimiento, sin nexos religiosos con el nuevo país y que combaten, ellos sí, a sus compatriotas, despiertan dudas sobre los motivos de la mayoría irlandesa. Una mayoría que de esa forman empieza a labrar su fama en los dos ejércitos y los dos países en contienda. Aquí, tan lejos del hogar.


Las Indias de Europa
La Reina de la Roca Gris, la señora celta que se queja en los poemas irlandeses y que aún sin sus hermosos atavíos precristianos ha seguido cuidando por la provincia de Munster, contempla impotente cómo el fuego se ceba con los campos destruyendo cosechas, frutos y aldeas, y como los hombres enfermos de comer hierbas se arrastran por la tierra y mueren para que hambrientos lobos, perros y niños se lancen sobre sus cadáveres. El culpable no es el azar o la intempestiva, enloquecida reacción de un ejército enemigo. La obra forma parte de una concienzuda política de exterminio puesta en práctica al fracasar las horcas y los descuartizamientos públicos, “la instigación de hermanos contra hermanos, la gratificación a espías, delatores y asesinos, las altas recompensas por las cabezas de los caudillos rebeldes”.
Los anglonormandos han alcanzado Erin en los años mil doscientos, pero ellos y los colonos escoceses trasladados a allí se conforman con un extremo de la isla. Hasta este siglo XVI en el cual suceden las matanzas de Munster, cuando el occidente europeo anuncia dominar al mundo y el Cromwell que según un cuento en gaélico sirve de disfraz a Satanás, conduce a una nueva monarquía británica que sabiéndose rezagada, fuerte y libre a un tiempo se apresura a irrumpir en el reparto de los océanos por el Papa y comienza a crear su imperio en Irlanda.
La isla es botín y escuela para hombres que harán huella del otro lado del Atlántico. John Hawkins, el pirata cuyas asaltos aterrorizarán al Caribe, recibe sus primeras clases aquí, igual que Humphrey Gilbert, quien será el primero en declarar la posesión formal de suelo americano para Inglaterra, y su medio hermano Walter Raleigh. Se trata de personajes menores que en la isla se vuelven Sires y comienzan a hacer de su nación la tierra de las ultramarinas promesas y la avidez sin escrúpulos, dando forma a la mentalidad que permitirá toda clase de extremos con los pobladores del Nuevo Mundo.
“Los irlandeses fueron tratados de la misma manera con que más tarde se trataría a los indígenas americanos”, escribe un historiador alemán sobre la conciencia colonialista iniciada aquí y que hace familiares a los contemporáneos las frases puestas por Shakespeare en boca de Ricardo II, uno de los precursores de la tarea:
Era preciso exterminar a esos bárbaros y velludos kerns,
que viven como veneno donde ningún otro veneno,
excepto ellos, tiene el privilegio de vivir
El noble inglés que nos trae las escenas de la campaña de Munster, bien podría hablar del trabajo de las compañías coloniales en Norteamérica al exclamar horrorizado: “No se daba mayor importancia en aquella provincia a la muerte de un nativo que a la de un perro rabioso”. “¡Busquemos alguien que matar!”, era la frase de los oficiales de la reina Isabel, protectora del teatro, cuando el aburrimiento los alcanzaba o sentían enmohecer sus miembros, en los descansos de una empresa que copiaba a la de los adelantados españoles de las Antillas, de Mesoamérica o el imperio inca sin cargar Leyendas Negras. El Raleigh vitoreado por los libros de texto, que en breve despejará el camino a la Virginia estrechamente ligada a los orígenes de Zacarías Taylor, comienza a labrar su destino en esta Irlanda, encabezando el degüello de 400 rebeldes para recibir en recompensa 17 mil nada despreciables hectáreas.
Gracias a estos esforzados y a sus seguidores, en poco más de cien años y a pesar de la constancia, la extensión y la ferocidad de la resistencia acaudillada por hombres a la altura de los legendarios guerreros celtas de la isla, todo habrá pasado a ser propiedad o derecho de alguien. Del gobierno, de la Iglesia y de los terratenientes ingleses, antes que nada. Aunque no es sino el principio del despojo y de la rabia del pueblo, para quien más que nunca el pasado y la patria adquirirán hermosos, enormes y desgarradores tamaños.
      Es entonces que no se sabe si un poeta presagia o promete:
El mar será un fluido rojo y el cielo como sangre
Sangre roja de guerra teñirá el mundo hasta la cumbre de los montes...


Un viejo sueño
Con el nacimiento de los Estados Unidos en 1777, el porvenir de los diecisiete millones de kilómetros cuadrados de la Norteamérica no colonizada cambia todavía más dramáticamente de lo que lo ha hecho en los dos siglos y medio anteriores, en los cuales historias como las de los cheroquies se reproducen por docenas.
En 1786 Tomas Jefferson, el redactor de la declaración de independencia del nuevo país y su tercer presidente, ve frente a sí “espacio suficiente para nuestros descendientes de la generación número cien y número mil”. ¿Dónde, en concreto? Hasta los confines del continente: “nuestra Confederación debe considerarse como el núcleo desde el cual toda América, norte y sur, debe poblarse”, dice.
      Para ese momento y con menos de un decenio de vida independiente, los estadounidenses han tomado parte de los territorios tras los Apalaches impuestos por Inglaterra como límite a la colonización, y están a punto de obligar a Francia a venderles la Luisiana: en total, dos millones 750 mil kilómetros cuadrados, con los cuales multiplicarán por más de cuatro su superficie original.
Para 1804, cuando la expansión del territorio se acompaña por un desmesurado crecimiento poblacional merced al cual los 360 mil habitantes de principios del siglo XVIII están en camino de convertirse en los cerca de 20 millones de 1845, a los ojos del país obsesionado con seguir extendiéndose lo primero que brilla son las posesiones cercanas de la Nueva España. Un diplomático novohispano escribe entonces a su virrey sobre presuntos planes de la reluciente nación:
      “Las miras de estas gentes son ir ganando terreno hasta poner un pie en el lado occidental del Mississippi para caminar sin estorbo hasta las minas y ricos países de estos reinos. Desde la cuna procuran inculcar esta ambiciosa idea a la nueva generación.”
En 1812 otro representante de la Nueva España en Washington anuncia algo más preciso: “Vuestra Excelencia se halla enterado ya por mi correspondencia, que este gobierno se ha propuesto nada menos que fijar sus límites en la desembocadura del Río Norte o Bravo, siguiendo su curso hasta el grado 31 y desde allí tirando una línea recta hasta el mar Pacífico. Parece un delirio este proyecto a toda persona sensata, pero no es menos seguro que existe”. Al parecer, los informes proceden de los salones de la presidencia y ponen el acento en Texas. El diplomático asegura haber escuchado a Andrew Jackson, mandatario en curso, que en cuanto a aquélla “no debían haber perdonado medio para obtenerla”, incluyendo la llana ocupación.
Estos informes coinciden con lo que aquí y allá se declara públicamente. James Wilkinson no es todavía “el siniestro conspirador” de los textos escolares estadounidenses, sino el formal gobernador de la Florida occidental, cuando dice compartir afirmaciones sobre un México que “centella ante nuestros ojos.” Son afirmaciones recogidas del secretario de estado, el mismo John Quincy Adams que en 1845 se empeña en evitar la invasión a sus vecinos del sur.


Sin posibles sueños
Nuestro imaginario Brian O´Donnell y muchos y muy reales irlandeses católicos están en las cercanías de Matamoros compartiendo los días con otros inmigrantes y nativos estadounidenses enrolados por la necesidad de un sustento.
A pesar del relativamente corto número de bajas que sufrieron en las dos victoriosas batallas de mayo, para ellos la vida allí está lejos de experimentarse como un regalo. En realidad es con el avance del verano en los campamentos a lo largo del río, que se producen las más tristes escenas recordadas por sus diarios y su correspondencia. En especial entre los voluntarios, quienes se enganchan en el delirante clima creado por una porción de la prensa, que relata éxitos reales y fantásticos, glorificándolos o burlándose de ellos sin advertir al lector. Junto a la narración de la carga de un capitán para capturar los cañones mexicanos, o del decidida actitud de los cañones de otro oficial en Palo Alto, pongamos, la presunta ocupación de un humilde caserío se vuelve un episodio digno de los cantares de gesta:
“¡Gloriosas nuevas del ejército! ¡Otra victoria! ¡Burrita ha caído! ¡La ciudad entera reducida a cenizas!... Altas torres.../Sólidos muros... palacios principescos/Finas calles, espléndidas casas, sagrados sepulcros.../¡Todo esto, oh, piedad, convertido en polvo!
Los voluntarios del Valle del Mississippi lo creen, se apuran a participar de la gloria y tienen que conformarse con la arena, el sol sin piedad, la peste de alimañas y las huellas de la guerra advirtiéndoles por primera vez sobre el futuro. En los campos próximos a la ciudad mexicana se penetran para siempre del olor dejado por los cadáveres tardíamente sepultados y con los que cargaron los coyotes, en cuyos restos hincaron el diente los buitres. En los campamentos encuentran a los heridos que terminan de sanar pero que no volverán a ser los de antes porque “la amputación era la única cirugía mayor que se practicaba”.
En otros los daños son distintos si bien no menos severos, y es frecuente hallar soldados con la mirada perdida, hablando de cosas ininteligibles o que ven lo que parece imposible. A los más graves se les declara formalmente locos, entre el tedio de una campaña detenida: “Mientras permanecimos en Campo Belknap, alrededor de un ciento de entre ochocientos hombres que contenía nuestro regimiento era diariamente reportado en el catálogo de la melancolía”. Entonces se bebe, se discute, se pelea. A veces entre compañías completas: “Fui informado –escribe el Curwen que ya conocemos- de las dificultades entre nuestro regimiento y el batallón de Baltimore, originado en una agresión a nuestro coronel”. Los casos graves son responsabilidad de los voluntarios. El general en jefe manda de regreso a casa a muchos, sólo para recibir nuevas remesas.
Nada de eso quedará en la épica de la Tierra de la Gran Promesa, como muchas otras cosas sucedidas antes.


El nuevo reino
El hogar del Taylor niño quedaba en pleno camino hacia el sueño que jalonaba un movimiento humano raras veces contemplado por la historia. Entre 1770 y 1830 ocho millones de hombres y mujeres de la costa atlántica siguieron la caída del sol tras los Apalaches que el gobierno británico había impuesto como barrera a la colonización, hacia la asombrosamente pródiga cuenca del Mississippi y más allá, rumbo a las Rocallosas.
      La tierra, confundida, se conmovía con la avalancha humana, con su peso de carretas, caballos y embarcaciones cargados con todo lo imaginable y su brutal estrépito de hierro y madera, de disonantes voces de cerdos, reses, perros y gallinas. La prensa y las memorias de la época trataban de apresar en números la impresión del tumultuoso precipitarse atravesado por una fe en la que se creía reconocer las trompetas de plata de Moisés anunciando el reino de Israel:
      “En un mes, la villa de Robbstow vio pasar 236 carretas.” “Informes provenientes de Lancaster establecen que se contaron en una semana 100 familias que cruzaron la ciudad.” “Por Eaton pasaron 511 carretas con 3,066 personas en un mes.” En el mismo Muskingum de las mágicas semillas de calabaza, un probable conocido de los Taylor contabilizaba 50 carretas en un día, mientras los ríos se sembraban de pontones, lanchones y chatas.
      Era una historia de grandes esperanzas y sufrimientos. “Una familia compuesta por 8 miembros, en viaje de Maine a Indiana hizo a pie los más de 600 kilómetros a Eaton, Pennsylvania.” “Un herrero de Rhode Island, en pleno invierno cruzó Massachusetts rumbo a Albany (alrededor de 300 kilómetros). En un carrito iban algunas ropas, algunos alimentos y dos criaturas. Detrás marchaba pesadamente la madre, con un pequeñuelo en brazos y 7 niños más a su lado.” El diario de un observador daba cuenta de un par de embarcaciones improvisadas, amarradas una a otra, con cabañas construidas en lo alto, que transportaban a familias y granjas desmontadas con todos sus efectos, en una especie de hogar viajero sostenido por sus rutinas, cuyo símbolo era una anciana con anteojos que en una silla se entregaba a su tejido.
      Se instalaban en un lugar que parecía bueno, otros pasaban de largo dejando el rumor de nuevos y mejores lugares. Entonces los más arriesgados o los menos favorecidos tomaban de vuelta el camino. Eran tan frecuentes las mudanzas, que un futuro presidente aseguraba que a uno de sus vecinos todos los años en primavera las gallinas se le acercaban y cruzaban las patas, aguardando que las atara para el viaje.
      Un recuerdo éste, tocado por el mismo impulso de imaginación que hacía florecer con clavos a una barra de hierro y que sólo así era capaz de recoger los auténticos milagros de la aventura que en menos de medio siglo multiplicó por seis el territorio de las trece colonias primitivas. La aventura dejaba en la mentalidad del país una huella imborrable y consolidaba y definía a la democracia nativa. Así, privilegiando la anécdota, subrayando los rasgos excepcionales o caricaturescos de la realidad, vacilando entre un agrio y desenfadado humor y un gusto a Viejo Testamento, se construía una percepción del mundo, una memoria y un habla que contribuirían decisivamente al surgimiento de una religión, una conciencia y una literatura nacionales.
      Una larga serie de estereotipos estadounidenses estaba ya presente en el río de historias que desde el Oeste prosperaba entonces por el resto del país. En la anécdota, por ejemplo, del viajero que detenía su caballo donde el lodazal de un camino se volvía infranqueable y descubría un sombrero sobresaliendo del fango, que se agitaba. “Al viajero comenzó a helársele la sangre, pero juntó suficiente coraje para levantar el sombrero con su látigo de montar. ¡Cáspita! Debajo apareció la cabeza de un hombre, que se volvió hacia él y exclamó:
      “-¡Hola, forastero! ¿Quién le dijo que me hiciera saltar el sombrero?”
      Reponiéndose de la sorpresa el forastero se preparó a bajar del animal para ayudarlo, pero el otro lo contuvo:
      -”¡Oh, no se preocupe usted! Verdad es que estoy en un aprieto, pero tengo debajo mío un excelente caballo, que me ha hecho atravesar sobre su lomo más de un sitio peor que éste. Nos las arreglaremos.”
      Se necesitaba en verdad humor, capacidad de sacrificio y decisión para emprender una tarea que, por lo demás, para muchos era una especie de obligación. “Consideremos el caso de los desheredados, sin una hilacha de su propiedad, deslomándose en el trabajo y no obstante siempre con el fantasma de la cárcel de los deudores ante su vista: ¿cómo reaccionarían esos hombres frente a la posibilidad de recomenzar en una nueva región.” O a un labrador que roturaba la tierra hasta agotarla o que “desde el primer día tuvo que luchar con un suelo pobre o pedregoso”, para quienes la promesa de América no se había cumplido o sólo en términos miserables.
      Eran seres humanos que tras las flechas de los indios encontraban a las de los mucho más peligrosos bancos, que cada poco amenazaban aumentar los intereses o expropiar las tierras adquiridas a los grandes concesionarios del Estado. La avanzada de los colonos entre el Muskingum y el Ohio, pongamos por caso, había sido precedida por la compra de derechos sobre 600 mil hectáreas, de parte de una compañía dirigida por un general y un reverendo, a la ganga de 20 centavos por hectárea. Para el colono los dos dólares o el dólar y cuarto al cual se redujo luego el precio -de seis a diez tantos de ganancia, pues, para los especuladores- en principio podrían parecer más que razonables, pensando en las virtudes de suelos, climas y aguas a tal punto de veras anchos, favorables y abundantes que frecuentemente permitían sembrar sin haber roturado y que entregaban dos cosechas por año.
      Pero para hacerse del lote tipo, de 640 acres, la absoluta mayoría debía recurrir al crédito de las instituciones del Este, que medraban tan a gusto como los concesionarios. Dos o tres letras se acumulaban y los colonos recibían los anuncios de lanzamiento, que los incitaban a la revuelta. Así había sido desde muy pronto, en presagios de auténticos conflictos de clase. Comenzaba la gran empresa cuando en 1786 multitudes de granjeros, dirigidos por un capitán retirado, llevaron su coraje hasta amagar con el asalto a un arsenal y no desistir de entrar a la mismísima Boston sino porque milicias de honrados ciudadanos los forzaron a retirarse a los bosques y rendirse, mientras la caballería formada por probos e iracundos estudiantes “sembraba el terror entre las familias campesinas”. Revueltas que si entonces y más tarde no llegaban a extremos era por la alternativa de marcharse y recomenzar, hacia el prometedor horizonte contemplado por Jefferson.
      Descendientes de esos colonos son quienes en 1846 forman el sector de soldados nativos del ejército regular estadounidense.


La tierra de nadie
En cierta medida por mantener activa a su tropa y terminar con las penas y los conflictos, El Rudo y Listo Viejo apura la marcha río Bravo arriba, por tierra y en botes, hacia la villa de Camargo, en el borde norte de la frontera entre Tamaulipas y Nuevo León. El camino que sigue es muy parecido al de Cabeza de Vaca trescientos años antes.
En aquel entonces, entre el velo del parco relato a través del cual el futuro conocerá su historia, el español entiende: los indios son otra cosa que una banda de impíos primitivos. Para poder caer en cuenta de ello tuvo la suerte de topar primero con los seminoles de la península de La Florida, con cuya destrucción mucho tiempo después Taylor coronará su fama. Entre ellos, que forman parte del continente de las culturas sedentarias de Norteamérica, tuvo manera fácil de comparar su humanidad con la de los pobladores de estos territorios y certificar que es esencialmente la misma.
Cuando inicia su aventura por el interior de Norteamérica es ya capaz de intuir los porqués de los pueblos nómadas del occidente. Lo suficiente al menos para aprovechar las circunstancias y vivir como comerciante y curandero, sin restricción alguna. Las tribus con las cuales deambula pertenecen a esa América Árida de donde partieron los pueblos guerreras que, como los aztecas, se hicieron señores de las culturas agrícolas y urbanas de Mesoamérica.
Entre lo que el español descubre en ellos se halla un austerísimo sentido de la vida: “Muchas veces nos acontesció tres o cuatro días estar sin comer. Ellos, por alegrarnos, nos descían que no estuviésemos tristes, que presto habría tunas y comeríamos muchas y beberíamos del zumo y terníamos las barrigas muy grandes y estaríamos muy contentos”.
      Ellos y las naciones llegadas después disputarán la tierra a la cultura que en estas partes avanza subterránea, por ganados y plantíos, por villas y caravanas de mercaderes, con la rapidez y el ímpetu de una plaga, y que invariablemente se adelanta a base de fuerza bruta y rapiña.
A la manera de sus vecinos guachichiles, guamares, zacatecos, etc., que presentan una resistencia al avance español mucho más intransigente y efectiva que la de las grandes, complejas, opulentas naciones mesoamericanas, los pueblos de estas partes muy pronto quedan marcados por el estado de guerra que introducen los blancos. Es el caso de los apaches, quienes al cabo de una larga peregrinación desde las cercanías de Canadá, chocan aquí con el eco de los predadores que hablan a nombre del Dios único y la única civilización.
Justo poco antes Cabeza de Vaca ha alcanzado la Nueva España en formación para contagiarse de vuelta con la fiebre de los conquistadores, haciendo nacer unas quiméricas Siete Ciudades Doradas en los pobres países que ha transitado. Al poco una pila de aventureros siguiendo sus informes cree descubrir en las orillas del Río Savannah a una reina de cuento, por el séquito que la lleva en andas, y no duda un segundo. Basta el collar de perlas entregado por ella al capitán en señal de cortesía, para que a punta de mosquetes, espadas y puñales se le ordene llevarlos a la aldea, donde tras expurgar el último rincón la rabia no se detiene ante nada, ya que no hay allí ni una perla más ni huella de las piedras preciosas que el delirio despertó.
Uno puede presumir el desconcierto o, luego, cuando aprendan a odiar a los blancos, la irónica sonrisa de los nómadas norteamericanos contemplando a lo lejos las torpes, ciegas rutas de Lafora o de Gregg, o el desfallecer de quienes a solas o en pequeños grupos se adentran en estas tierras y son incapaces de descubrir la salvación tras la agresiva envoltura de las tunas, en las raíces o en las pequeñas criaturas que reptan entre las piedras y que les producen miedo o asco.
Se puede imaginar también a las avanzadillas de los pueblos que los substituyeron luego para convertirse en predadores de mexicanos y colonos estadounidenses, vigilando de lejos en este verano de 1846 a las caravanas que aprovisionan a las tropas de Taylor en camino a Camargo, para hacer de mosquitos picando y corriendo, como en otros lados más o menos cercanos.
De ser así contemplarán el triste espectáculo con el cual estas regiones parecen protegerlos a ellos y al México invadido. No importa que las columnas de los Estados Unidos no necesiten las brújulas de Lafora y de Gregg, ni que, a diferencia de la tribu amiga de Cabeza de Vaca, lleven agua y alimentos en abundancia: su viaje de trescientos kilómetros siguiendo el río multiplica por mil las penalidades de Chamberlain y sus compañeros atravesando Texas.
“Murieron tantos durante la marcha, que se dijo que los pájaros cenzontles aprendieron a cantar la marcha fúnebre, de tanto oír a las bandas”, apunta en sus memorias un oficial.


Los de un bíblico exilio
A fines del siglo XVIII Merriman, el más grande de los poetas campesinos que en la época, dicen, liberaban a la lírica irlandesa de la tiesura cortesana, entre sus magníficas figuras y su rabia tejía idílicos cuadros de la campiña. En la Corte de Medianoche paseaba a un hombre por los prados de un río, entre el grueso rocío de la mañana, al borde de un desfiladero profundo, a la vista de aradas tierras y verdes campos rematados en hileras de montañas con bordes carmesíes. Echándose en la hierba el personaje atisbaba tras los árboles a los patos siguiendo al cisne que les mostraba el camino, el rastro de la trucha parda que chapoteaba arqueándose hacia atrás en un delirio de vida, mientras las olas de un lago gris se espumaban con hueco sonido, los pájaros, divertidos, cantaban a todo pulmón, un ciervo joven atravesaba el bosque sombreado y el cuerno del cazador gritaba tras el lobo, que alertaba sus sentidos para escapar de los perros.
      ¿Kelley, O´Rilley y los demás Colorados que marchan con las tropas mexicanas, disfrutaron de estampas semejantes a las dibujadas por Merriman antes de que la revolución industrial inglesa decidiera convertir al pueblo de Erin en una masa de medieros de pequeñas huertas? Tal vez al paso. De ser así estarían cavadas en lo más hondo de ellos a partir de que decidieron sumarse a la romería de quienes buscaban los puertos para probar la aventura del Nuevo Mundo.
      Desde los primeros tiempos los irlandeses han sido uno de los componentes de la colonización de Norteamérica. En un proceso que sigue en detalle un historiador, del siglo XVII a 1830 más de medio millón de personas abandonaron el país rumbo al Cuarto Continente inglés. Pero la absoluta mayoría era representante de una parte bien definida de la isla: el Ulster que han convertido en patria los descendientes de escoceses llegados con la conquista de la dinastía normanda y que, confrontando a la Iglesia oficial inglesa, se han hecho presbiterianos.
      Para los católicos como Kelley y los otros, que forman las cuatro quintas partes de la población, hasta entonces emigrar había sido una experiencia más bien episódica. Una experiencia tras la cual parecía quedar un rastro terriblemente oscuro y melancólico, cuyo tono bañaba también la imagen de América. De una melancolía y una oscuridad como las trasmitidas por una balada famosa en ambos lados del Atlántico, al describir los mismos territorios que formaba parte del exultante Oeste de Zacarías Taylor:
En exilio viajo a las orillas de Ohio, donde tenebrosos,
lóbregos desiertos desconciertan mi camino.
Donde crueles serpientes silban y horribles monstruos estallan en gritos.
Donde la muerte preña la luz y se proclama la destrucción,
infestando cada valle y envenenando cada día
      En los 1830s la emigración ha empezado a convertirse en el éxodo masivo por el cual la mitad de Irlanda cruzará el océano. En los quince años siguientes ochocientos mil de sus mujeres y hombres pasan a los Estados Unidos. Es un precipitarse que en este verano de 1846 se multiplica por diez, debido a la peor hambruna que sociedad alguna conozca en el siglo. Casi todos ellos descendientes directos de la raza de Conn.
      Católicos que hablan o entienden el gaélico son pues, sobre todo, los que a lo largo del período se arremolinan en los muelles, entre la vaga promesa de regresar. Así su noción nostálgica del mundo se exacerba, llevando a los extremos la magnificación de una patria que en adelante no se certificará cada día rota, miserable, envilecida. En ese ambiente emigrar parece repetir la bíblica experiencia, porque con la marcha no desaparece la conciencia de comunión de un pueblo que se siente obligado a dispersarse y se reagrupa a la menor oportunidad.
      Al topárselos en la nueva tierra un embajador inglés comunica a su ministro: “La gran mayoría de los irlandeses americanos se ven a sí mismos como exilados.” Y la intimidad de una carta tras otra de los inmigrantes parece darle la razón: “Tengo que recorrer el ancho mundo, pobre, sin ayuda, ajeno”; “como un exilado en una playa extranjera”; “de noche, echado en la cama, mi mente viaja a través del continente y sobre el océano”; “el hogar de mi padre, su patrimonio por siglos...”
      Una historiadora concluye: “Muchos se movieron a los Estados Unidos físicamente pero espiritual y emocionalmente regresaron a casa”.
      ¿Así lo vive también el núcleo irlandés de los Colorados? Quizás el viaje hasta el Bravo no alteró esta nostalgia a la vista, marchando con miles de paisanos entre la certeza de, con un poco de suerte, regresar a las ciudades del Atlántico estadounidense donde la recreaban. ¿Pero de qué manera cabe el regreso emocional ahora, acompañando al general Ampudia rumbo a Monterrey, cuando han dado al traste con la posibilidad?
      ¿Cómo mantener el ente colectivo en el que parecen necesitar moverse? ¿O no todos lo precisan, como John O´Rilley, quien ha cruzado el océano con las tropas inglesas y no a la manera de los más? Tal vez se trata de preguntas tontas, suscitadas por medio centenar de historias personales, incapaces de sospechar que el pequeño cuerpo del ejército que ya está en ciernes en ellos dará nombre a calles y escuelas mexicanas, hasta quedar inscrito en el cementerio de héroes santificado por el congreso. Se han comportado con valor en Matamoros, pero no superan en ello a los soldados de infantería, y sin embargo empiezan a gozar de una fama que éstos no tendrán nunca.
¿Merecen en verdad la gloria de ser recordados, incluso tras la sacrificada defensa de un punto estratégico que harán dentro de un año, y en la cual no serán más sino tal vez menos que los herreros, los carpinteros y demás artesanos entonces a su lado?
Por lo demás, en Matamoros se sintieron de vuelta en una nación extraña que ahora no saben dónde quedó, al no ver otra cosa que las tercas planicies secas y muy de tarde en tarde un miserable caserío. ¿A eso se reduce el país que las circunstancias les hicieron escoger?


El México Profundo
“Apenas hay paisaje virgen en México –dice un antropólogo-. Siempre se encuentran los rastros del quehacer humano, de su antiguo transitar por estas tierras. En todas partes, una vegetación largamente transformada por la mano y la inteligencia del hombre, un paisaje muchas veces inventado. Aquí, toda la geografía tiene nombre. Y lo que tiene nombre, tiene significado.”
Un México Profundo, como él lo llama, que es el substrato del país y que está por donde se mire. Está en las prácticas agrícolas con su sistema de asociación de cultivos, de terrazas y chinampas. En la alimentación sustentada en los numerosos tipos de maíces, frijoles, chiles, jitomates o calabazas. En una estupenda colección de frutas, en las verdolagadas, los huauzontles o cualquiera de la larga serie de plantas silvestres que complementan la dieta de las más pobres a las más altas casas; en la medicina, que no ha dejado de apelar a la herbolaria que asombró a los europeos. En la artesanía y en la arquitectura religiosa y en muchas cosas más, empezando por los hombres, quienes en el país de 1847 siguen siendo en sus tres quintas partes indígenas reconocidos por la lengua y por la forma de tenencia de sus propiedades, y en casi la totalidad del resto mestizos marcados profundamente por la herencia de los pueblos originarios.
Las abundantes rebeliones campesinas de la época son manifestaciones de este México, con las cuales los pueblos se afirman en una identidad reconstruida después de la conquista. Una identidad imposible, podría pensarse, después del Apocalipsis que significó la llegada de los españoles.
“Esta es la cara del Katún, del Trece Ahau: se quebrará el rostro del sol. Caerá rompiéndose sobre los dioses de ahora”, dice el Chilam Balam de los mayas. “¡Castrar al sol!, esto es lo que han venido a hacer los extranjeros”, advierte un poema mexica, y otro: “¡Déjennos pues ya morir, déjennos ya perecer, puesto que ya nuestros dioses han muerto!”
      Un historiador se asoma al significado de esta caída de los dioses que desquicia el orden universal. El tiempo se vuelve loco, en palabras del propio libro de los mayas, y se produce un “cataclismo total”. De arriba abajo el mundo de los pueblos de Mesoamérica estalla, comenzando por su sistema calendárico que al destruirse contribuye quizá como ninguna otra cosa a acentuar “en los vencidos la sensación de orfandad”, de orfandad absoluta. Porque en él se “articulaba el tiempo con el espacio, y a ambos con el acontecer terreno, con la vida y el destino de los hombres”, cuyos actos, uno a uno, así “los relacionaba con el equilibrio cósmico y con las fuerzas divinas que los gobernaban”. Los indios, arrojados “a un espacio y un tiempo sin sustento”, perdían pues “el hilo de fuerza que hasta entonces conectaba el pasado en el presente y proyectaba a su vez el presente en el futuro”.
      Así de total, de sin retorno, era el fin de un complejo universo construido a lo largo de miles de años. Sin embargo, asegura el historiador, desde muy temprano los mesoamericanos intentaron rehacer un discurso histórico que ahora necesariamente tenía en su centro el arribo de los españoles. Eso era, a final de cuentas, el Chilam Balam mantenido en secreto hasta este siglo XIX: un esfuerzo por preservar y transmitir el pasado, que otros imitaron con “sistemas ocultos, subterráneos, a menudo disfrazados por ropajes cristianos, o herméticamente encerrados en el idioma y las prácticas secretas de pueblos reacios al contacto con los europeos”.
Fragmentándose y recomponiéndose entre nuevos pequeños cataclismos, las comunidades se recontaron en una “mezcla de tradiciones indígenas y españolas que sin tener la coherencia de los antiguos anales históricos, era un vehículo poderoso para mantener la coherencia de los pueblos”. Una de ellas, de acuerdo a varios estudiosos, pareciera servir como el único gran elemento de cohesión para los habitantes del México de 1847.
Un siglo después de la conquista, cuando la población indígena ha llegado a su punto más bajo, los descendientes de Cortés se deciden a darse un sentido de pertenencia. Debe ser un sentido de pertenencia que no dependa de deudas con España, y de ese modo, reinventándola, hacen suya la antigüedad mesoamericana o más bien propiamente azteca y buscan señales de la presencia del Señor en estas tierras o de su designio sobre ellas, anteriores a la llegada de don Hernán. Como la factible venida de Santo Tomas en la forma de un recompuesto Quetzatcoatl.
Nada en este propósito se acerca al culto a la virgen de Guadalupe, a la cual sor Juana Inés de la Cruz parecerá entender de una conmovedora manera:
De hermosas contradicciones
sube hoy la Reina adornada:
muy vestida para pobre,
para desnuda, muy franca...
Del Cielo y tierra extranjera,
en ambas partes la extrañan:
muy mujer para Divina,
muy celestial para humana...
La Señora de México es santificada por los criollos a partir del trabajo de un predicador y teólogo que recoge las averiguaciones hechas en los años 1530 por los primeros evangelizadores, sobre la revelación de la Virgen a Juan Diego.
Este gran culto que funda la conciencia criolla de patria de los criollos tiene su origen, pues, en una devoción creada y desarrollada por los indígenas a lo largo de cien años, tal y como temía aquélla temprana generación de misioneros, quien encontraba en las manifestaciones de 1531 “una de las cosas más perniciosas para la buena cristiandad de los naturales”, viendo en ella la regeneración del espíritu religioso pagano, en tanto claro “riesgo de confusión entre la figura mítica de Tonantzin –diosa madre mexica- y la Virgen”, que “debía ser evitado a toda costa.”
Para los pueblos la irrupción de la figura guadalupana se convierte en el modelo más generalizado de una tradición de apariciones “en las cuales depositarán sus anhelos de identidad, autoafirmación y justicia”. Y en este “mecanismo de apropiación de los símbolos del conquistador”, lo que va es la “revitalización de las pulsiones religiosas indígenas más profundas”, impregnada de “cultos a la naturaleza, númenes, naguales y dioses” precortesianos, envueltos en “profecías mesiánicas y apocalípticas”.
Ella inaugura una serie de expresiones de la Virgen que sustentan la decisión de las comunidades a exigir un lugar en el mundo. Entre 1709 y 1712, por ejemplo, se prodigan en los Altos de Chiapas. La que en Zinacantán despide rayos luminosos dentro de un palo, la Santa Marta aparecida en una milpa en Chenlho, la que se muestra a María de la Candelaria en Cancuc, ordenan construir santuarios y obran milagros -tallas que sudan, lloran o se iluminan-, “para ayudar a los indios” protegiéndolos con la confabulación de fuerzas sobrenaturales -terremotos, cielos y ríos que se precipitan-, a fin de sacudirse los tributos, al Rey, al clero, a los españoles todos y a Dios mismo si es preciso, y crear una nueva Iglesia y un nuevo reino.
Desatendida la Virgen, desatando la violencia de obispos y magistrados, el supra y el inframundo del cual para los pueblos originarios es ama, se agitan y con los años hacen erupción en Yucatán, en las estribaciones del Popocatepetl, en los pueblos de Tulancingo, donde ella hincha el alma de los escogidos -un anciano, un joven labrador, un pastor- dotándolos de habilidades para destruir murallas o balas de cañón y ungiéndolos como reyes o profetas, de modo de que encabecen movimientos para revertir el cataclismo y que el pasado vuelva.
Estos movimientos de la segunda mitad de los años mil setecientos parecieran presagiar el fin de la Corona española, que empezará a ser realidad con la insurrección de Hidalgo, a la cual entregan sus hombres y mujeres, sus secretos y su gran símbolo: Ella, quien los ha guiado y sostenido durante tres siglos, en la forma de su primera develación, de piel quemada y con el nombre de Guadalupe. Ella, esa Virgen del estandarte que va a la cabeza de los sublevados de 1810, cuyas hermosas contradicciones cantadas por Sor Juana llegan a tanto que puede ser a un tiempo india y criolla.


Camargo, Tamaulipas. 14 de julio
O´Donnell no sabe escribir y aunque supiera no habría sido el autor de una de nostálgicas cartas aquéllas de los emigrantes católico irlandeses. Lo suyo es el silencio de donde el dolor no escapa sino se acuna y lleva y trae a la madre, al padre, a los hermanos, a los pantanos y los escarpados montes a lo Merriman y a algo más, que lo distingue de los otros. Es un silencio que hoy guarda los pormenores de la vida en esa desolada villa en la cual se han instalado las columnas de Taylor.
“Desde que llegué aquí –reporta a casa un militar estadounidense- he visto más sufrimiento del que pudiera esperar existiera... Literalmente, mueren como perros.” El rencor contra la jefatura del ejército crece: “No puedo recordar otro ejemplo de mando tan caprichosamente descuidado y tan brutalmente dirigido”, dice un veterano.
“He visto frecuentemente a torpes jóvenes oficiales golpear y asaltar violentamente a los soldados, a la menor provocación”, anota el mayor Ballentine, y nuestro amigo Chamberlain cuenta una ilustrativa anécdota: “Víctor Galbraith, como muchos soldados, tenía a una señorita con él en el campamento. Una noche, regresando inesperadamente, encontró que otro hombre ocupaba su lugar. Desde luego trató de matar al intruso, que resultó ser el capitán Meers. El pobre Víctor pasó toda la noche fuera de su tienda, reflexionando en la enormidad del crimen de interferir con el placer de un oficial. El capitán levantó cargos contra el infortunado prusiano, quien fue juzgado, encontrado culpable y condenado a muerte”.
      En secreto una canción se extiende por las columnas del Rudo y Listo Viejo: “¡Sargento, caiga a palos sobre él, gritan nuestros oficiales,/ante la menor falta que sospeche./Caiga a palos sobre Dick, Pat y Billl… ¿Por qué?, clamo yo, si el águila de nuestra bandera no debería cargar un palo en sus garras…”[*]
      Cuán poco participan estos hombres, de los Estados Unidos que tienen el beneficio de construirse con imaginación y buena voluntad.


¿Tiempo de creer?

Para una parte de la Unión Americana los años 1830 y 1840 son un época de promisión. Emerson, el padre del pensamiento estadounidense, recordará de este tiempo: “los antiguos modales iban desapareciendo. Había cierta ternura en la gente... La clave del periodo parecía ser que el espíritu había cobrado cuenta de sí mismo”. Se crea la primera escuela para sordos, un joven de veinte años que ha luchado por la independencia griega regresa a fin de montar un instituto para ciegos, un herrero culto se dedica en cuerpo y alma al movimiento por la paz, un par de aguerridas mujeres da forma al movimiento por el sufragio femenino, y otra se entrega a una cruzada a favor de quienes sufren desórdenes mentales y son tratados como criminales.
      El rechazo por las Iglesias institucionales multiplica corrientes reformadoras, nacen poderosas sociedades en las cuales participa cerca de la mitad de los setecientos mil artesanos y trabajadores del país, y Roberto Owen llega con maletas de proyectos utópicos, preparando el nacimiento de generaciones de anarquistas y anarcosindicalistas.
Nada parece ser tan representativo de los tiempos como el microcosmos creado en la aldea de Concord por un puñado de los más reconocidos espíritus de la historia de los Estados Unidos, entre quienes florecen ideas y sensibilidades cuyo ascendiente se esparce por la nación. Allí está el propio Emerson, “sumo sacerdote de la democracia”, y escritores de la talla de Melville, Harwthone, los Alcott, Emily Dickinson... y Henry Thoreau, que en este 1846 se niega a pagar impuestos en protesta por el conflicto con México, que “fuera del valle del Mississippi” donde el inteligente y suertudo joven Chamberlain descubre la aventura del soldado voluntario, “fue muy mal recibido”, se afirma.
¿Pero a cuánto del país alcanzan estos espirituales Estados Unidos? En las regiones sureñas “los hombres de letras… fueron obligados a glorificar la vida” de las grandes plantaciones hasta desarrollar por primera vez una auténtica teoría esclavista, al decir de la cual toda cultura clásica se basó en ésta, cuya “validez moral reconocían los profetas hebreos y San Pablo”. Porque, en resumen, “la civilización requería que muchos trabajaran y pocos pensaran” y las “piezas” de origen africano eran justo eso, piezas, “que no llegaban a hombres”.
El Calhoun a quien hemos entrevisto aquí y allá, escribe que la esclavitud es “el requisito de la democracia” y arremete contra el sindicalismo en el mundo entero, para él demostración de cuán imposible resultaría “mantener una estabilidad social donde la mano de obra fuese libre”. “Era demasiado tarde para restablecer la servidumbre en el Norte y en Europa –dice un historiador-, pero al Sur una benévola providencia le había entregado una raza creada por Dios para cortar heno y llevar agua al pueblo elegido”. Así los amos, “libres de trabajos manuales y de sórdida competencia, llegarían a aquella eminencia intelectual y espiritual que habían soñado los fundadores de la República”. No habría lugar en ella, claro, “para blancos pobres”.


Houston y Cia.
“Pila Vieja, Tacubaya, ciudad de México. Miércoles 27 de abril de 1842, 7:35 pm... Lo habían encontrado al fin, pensó. Entonces cobró conciencia de que Agnes estaba junto a él, indefensa, con la dulce carga que llevaba en el vientre.” Súbitamente, desde los magueyales que bordean el camino al pueblo de Nonoalco, saltan las sombras. Horas después el ministro inglés en el país escribe a su superior: “Milord: Una atrocidad raramente igualada, ha sido cometida en la vecindad de México, y su Señoría se inquietará al saber que las víctimas de ella eran súbditos británicos”.
      Las víctimas son Daniel Egerton y su pareja. Nunca se conocerá el motivo de sus muertes, pero el escritor mexicano que reconstruye su historia pretende están relacionadas con ciertas encomiendas hace rato encargadas al pintor por su hermano. Según esto, una porción de los dibujos, grabados, óleos y acuarelas sobre México que empiezan a dar fama a Egerton, y otros trabajos secretos, fueron sufragados por el sector que unos años antes promovía la anexión de Texas a los Estados Unidos y que, vislumbrando un conflicto armado con los mexicanos buscaba registros detallados de la ciudad de México y sus defensas.
      Las sospechas se justifican por el papel del hermano, William Henry, en aquélla región. El hombre forma parte de poderosas compañías que controlan buena parte de los campos texanos. De algunas de ellas, Samuel Houston, el dirigente de la independencia y su primer y provisional presidente, es socio o asesor. La mayor, en posesión de cinco millones de acres de los mejores suelos y depósitos minerales de la región, es propietaria de otros tres millones en la zona en disputa con México. Las compañías tienen oficinas en Nueva York y Londres y se las acusa de haber vendido dos y hasta tres veces algunas fracciones.
      Como parte de esta red de intereses, en la que de una u otra forma están involucrados traficantes de esclavos como el Fannin rememorado por nuestro ranger en Corpus Christi, William Henry fue el responsable de tratar con Benjamin Lundy, el abolicionista estadounidense que intentó hacer de Texas un refugio de los negros libertos. Lundy había entendido pronto con qué clase de gente trataba: “El objetivo declarado de Egerton es hacer todo el dinero que pueda y, más allá de eso, nada le importa... Los traficantes de tierras como él, están usando la generosidad del gobierno mexicano, no para poblar la región, sino para su provecho personal”.
      Siempre de acuerdo a los informes del escritor mexicano, William Henry había viajado con frecuencia a México, donde encontró la manera de comprometer a su hermano para que retratase puntos clave de la ciudad. Conforme a tales especies, la secuela de alguna complicación en el trato es la causa de la muerte del pintor y de su amante.
      ¿Cuánto ha sido el apoyo de los grupos de poder estadounidenses a W.C. y sus amigos? Houston es la clave para saberlo. Ostentando títulos de abogado y coronel, ha sido “protegido por el presidente Andrew Jackson y ocupado el gobierno del Estado del Tennessee”, una de las herencias naturales de los cheroquíes, ante quien es nombrado embajador. Sus cualidades de “duelista, pendenciero, intrigante y ambiciosos… sirven para que sus compatriotas le apelliden El cuervo.”.
Al establecerse en Texas adopta la religión católica, “se cubre con un sarape de saltillo y usa en su caballo una plateada silla mexicana de montar”, mientras escribe a su protector en Washington: “he adquirido algunos informes que… podrían servir a vuestros propósitos, en caso de que abrigáseis algunos, tocantes a la adquisición” de la provincia.
Es entre ambos, Jackson y Houston, que madura la idea de hacerse del territorio texano aprovechando a los estadounidenses establecidos allí, sin perder tiempo y dinero, como en los años previos pretendió la Casa Blanca bajo la dirección de Quince Adams. Primero en su calidad de ministro y luego en la de presidente, éste ha hecho lo posible por negociar la compra con los gobiernos mexicanos. Por ello cuando tras ver “la libertad calculada” por el Viejo Nogal, apodo de Jackson, advierte las maniobras en Texas, truena: “¡Los insurreccionistas son principalmente ciudadanos de los Estados Unidos, que se han internado ahí con el propósito de revolucionar el país!”
Ciertamente hay una buena distancia entre los métodos abiertos de Adams, que se creían fieles al derecho internacional, y los oscuros juegos de su sucesor. ¿El “misántropo” con una “percepción anormalmente aguda” de los problemas de su país, se da cuenta sin embargo de las herramientas de dudosa ética que empleó él mismo? ¿No ha sido su negociador con México el Butler calificado por Austin de “el más perverso de los villanos”, y no fue conocido su representante en la capital azteca como el más intrigante diplomático, que azuzó conflictos internos para lograr su objetivo? ¿Y no ha sido el propio Adams el real hacedor de la doctrina que trata de cerrar el paso a los europeos en América y da por sentado el sentido providencial de los estadounidenses para la historia y su obligación moral de extender la libertad en este continente envilecido por detestables herencias?


¿El Seductor de la Patria o Quinceuñas?
En México la intervención acelera los tiempos. Para mediados de 1846 el gobierno de Paredes ha levantado en su contra a una variada serie de fuerzas. El 4 de julio la "revolución" en su contra da un golpe decisivo: “En la madrugada de hoy se ha pronunciado en la ciudadela de esta plaza, su comandante general”. Paredes, quien ha jurado que su caída no será una comedia como la de otros, se hace ojo de hormiga. A medianoche, sin un disparo, los sublevados son dueños de la situación.
El festejo que sigue haría montar en cólera a quienes combatieron en el Bravo: “El regocijo resultó extraordinario, por la duración de la salva, que fue de más de 150 tiros de artillería y de más de dos horas de fuego graneado de fusil y carabina”.
El pronunciamiento tiene, sin embargo, elementos nuevos y genuinos. El manifiesto del general Salas, que es quien lo dirige, pareciera mera gastada retórica y no lo es, o al menos no del todo: “hemos tocado al borde del abismo espantoso”, dice, porque hasta aquí “han imperado las facciones y nunca el pueblo… han triunfado los hombres y no los principios” y así “hemos tenido mil revueltas, pero ninguna revolución”.
En torno al general se han reunido liberales puros y moderados y las dimensiones de la crisis despejan las puertas a personajes cuya plataforma es el pueblo de la ciudad de México, que se expresa en asambleas callejeras. La recepción al hombre escogido para asumir la presidencia se reviste también de formas no tradicionales, y en lugar de los elegantes carruajes y las casacas abren “la marcha tres vistosos carros ocupados por unos niños que representaban la Libertad, la Unión del ejército y el pueblo, y la Reunión de todo los Estados bajo el sistema federal”. El te deum de costumbre se trueca asimismo por una ceremonia en la cual “mujeres, niños, ancianos” recorren apretujados los salones del Palacio Nacional.
Sólo hay una duda sobre la autenticidad del comportamiento de Salas: la personalidad a quien se reclama para dirigir al país es Santa Anna, “hombre verdaderamente grande hasta en sus errores" se dice ahora, traído de su segundo exilio.
Hay una porción de celebridades de la historia de México cuyos retratos fueron hechos después de muertas, a veces, al parecer, hasta volverlas irreconocibles. Del Generalísimo quedan, entre otros, los ordenados por él, que seguro pecan de lo que peca cualquier retrato por pedido. Pero cuando menos uno está hecho por un profesional diestro y serio, años después de nuestras historias.
En él don Antonio es un sesentón moreno, de boca gruesa y quijada recia y prominente, sufriendo en el ceño fruncido y en el par de ojos que gastan el tiempo de posar repasando quién sabe cuáles malos momentos, más allá de la trastada hecha por los años con la ancha, burda nariz que se enseñorea del rostro ante la ausencia absoluta de pómulos, y con la rala cabellera oscura tratando de distraer su pobreza a través de un par de rizos recién asentados de seguro a fuerza de no pocos trabajos. Ese fue el retrato que escogieron sus mayores detractores para la historia oficial.
      Un escritor que no lo conoció pero famoso por la fidelidad de sus fuentes, a través de su protagonista lo dibuja así hacia 1846: “Era más bien alto que bajo, pero admirablemente bien proporcionado. El rostro no era tan atractivo y simpático como me lo habían pintado, sino torvo y de mal aspecto; el color atezado, el labio inferior colgante, los dientes blancos y bien puestos, la nariz gruesa y vulgar, los ojos hermosísimos, la frente amplia y espaciosa y el cabello ligeramente ensortijado. Le daban cariz matonesco y chulapón la falta de bigote y cierto ceceo en la pronunciación que entonces tenían muchos veracruzanos. Andaba con dificultad por causa de la falta del pie, perdido, según él, en una memorable acción que debía inmortalizarlo...
      “Tenía de ordinario la voz pastosa, gruesa e imperativa, como de quien está hecho a que lo obedezcan y lo teman; pero sabía suavizarla cuando necesitaba decir una de aquellas frases de efecto con que volvía locos a los subordinados y a los pueblos.”
Por más de un siglo la memoria mexicana convertirá en una personalidad diabólica a este general y presidente que en los días de la intervención está aún por recorrer la parte más controvertida de su trayecto. Este fácil recurso para explicarse los males del primer México independiente, en los alrededores del tercer milenio se convertirá en un esfuerzo por entender al hombre.
El más completo de los trabajos sobre la futura Alteza Serenísima se detendrá, por ejemplo, a revisar su infancia a la luz de Freud para encontrar la “estructura psíquica” que explica el “nacimiento del mito del héroe”. Por allí el general se relaciona con Napoleón, como advertirán otro par de especialistas, coincidiendo todos en la influencia de la figura bonapartista en este veracruzano que se hace famoso en combates resueltos mucho antes de que la sangre se agote, con la intervención a lo sumo de una decena de miles los soldados y no de los cientos de miles de las campañas napoleónicas.
Algo peor hará la serie de televisión con pretensiones de rigor histórico que hacia el año 2000 lo llamará El Seductor de la Patria. ¿Cómo seducir a quien no existe?
¿Los militares y políticos que lo traen de vuelta ahora creen encontrar en él, en verdad, la solución a la debacle creada por la guerra y por Paredes y su gabinete, o aspiran a usarlo para sus muy diversos, a veces encontrados propósitos? ¿Los liberales, por ejemplo, confían en su persona y en sus habilidades castrenses, o lo ven como la vía más expedita para deshacerse de los conservadores y poner en práctica medidas más radicales o eficientes? ¿Los generales reconocen su superioridad para dirigir al ejército, o se limitan a tragar su azaroso pero indiscutible peso político del cual ellos carecen? ¿Alguno está dispuesto a digerir el infame discurso con el que, al agradecer se le llame, Santa Anna pretende justificar su más reciente pasado y su mudanza actual? “Sin salir jamás de las formas republicanas, procuré apoyarme en la propiedad, en la elevada posición, en las creencias… queriendo así moderar, por la inercia de los instintos conservadores, la vehemencia de las masas populares. Pero sin ascendiente ya ni prestigio, y aun mirados ya con desconfianza los elementos cuyo auxilio invoqué”, agradezco se me permita una vez más dar un giro de 180 grados.
Es precisamente a partir de este momento que la república exhibe cuán ilusoria ha sido y cuánta vileza y futilidad permite. Tanto, que ante la emergencia no hay camino a seguir. No importará el tino o la buena voluntad de las iniciativas de los políticos más lúcidos y comprometidos, ni la infinita abnegación de los soldados de a pie y de las soldaduras, ni las aptitudes desplegadas por una franja de la oficialidad, ni la disposición del breve pueblo puesto cara a cara con las tropas enemigas. Todo está perdido y no frente a éstas, que a pesar de las felonías y cobardías de nuestros altos mandos, aquí y allá se hallarán a un tris de fracasar de manera estrepitosa. El territorio podría incluso salvarse y México irse a la basura de cualquier forma.
Las sospechas que despierta el permiso del almirantazgo estadounidense para el pase del Generalísimo desde La Habana al puerto de Veracruz, sugiriendo una componenda, no son mero infundio y resultan ilustrativas. Al parecer la idea del regreso se ha introducido antes del levantamiento de Salas y no en México. Un coronel cuya “vida de crápula y de embrollos” lo hizo animar la independencia texana y lo convirtió en súbdito de la Unión Americana, se presenta ante el gobierno de Washington haciéndose pasar por enviado del Don Antonio, asegurando que éste está en disposición de volver al país, de apoderarse de la presidencia y entregar el territorio demandado por Polk, mediante pago de treinta millones de dólares, “de los cuales deben exhibir los norteamericanos, en el acto, quinientos mil”. Eso da pie a una embajada estadounidense a Cuba, para hacer el ofrecimiento formal a nuestro caricaturesco Napoleón.
Para entonces San Anna ha recibido la convocatoria de Salas y de los liberales y, según él, para responder a ella es que aprovecha sus tratos con el representante de Polk. De creerle, así cobra venganza de unos Estados Unidos que tras el fracaso de su campaña en Texas lo hicieron descender a la más triste imagen de sí mismo, comprometiéndose con ellos de una forma “tan vaga” que “es apenas creíble el engaño” en el cual los hace caer. En todo caso abre una rendija para la maledicencia en su contra y quizás para algo más turbio, de llegar el caso.
      Independientemente, la desazón crece en este agosto. Paredes, Alamán y los suyos han desaparecido y el juego político es mucho más rico, pero la crisis sigue ahí y continúa desarrollando la conciencia sobre las extraordinarios dificultades para reaccionar ante los invasores y sobre los grandes problemas internos que ello expresa.
      El mayor y más elocuente es el del erario público, en bancarrota y sin posibilidad de encontrar recursos con que sostener la guerra, aun en los limitados términos en los cuales ésta se produce. Qué decir de las dudas sobre el futuro comportamiento del ejército que en Matamoros fue rendido, sí, por la carencia de elementos, pero también por la denunciada falta de atención y decisión de parte de los jefes militares y de su cuerpo de elite, la caballería.
En estos días se suman las intrigas entre los miembros del gobierno apenas formado y entre los partidos y facciones que confluyen en él o que le son afines. Santa Anna no ha hecho caso de los insistentes pedidos para no pasar de largo por la capital y evitar la tentación de aislarse en Tacubaya con su corte de incondicionales. El general Salas, que continúa como presidente a pesar de sus ostensibles carencias, recela del gabinete, en el cual Valentín Gómez Farías, el más experimentado y popular representante del “partido exaltado”, no se atreve a actuar por miedo a una confrontación irreparable, desoyendo las llamadas de Otero y sus amigos moderados, quienes temen a su vez quedar fuera de escena, mientras ambas corrientes se entregan a una enconada lucha electoral por el Congreso.
¿Tal cúmulo de desencuentros a menos de dos meses del triunfo de la revolución? Y más: los generales de corte nacional, del tipo de Valencia, y los de nivel regional, como el sureño Juan Álvarez, se niegan a acercarse a aquélla por mera repelencia al Generalísimo o por temor y desprecio a los puros. Las asambleas y tribunos populares presionan por la ocupación de los bienes del clero y el fin de sus privilegios…
      ¿Dónde encontrar la confluencia de tal número de intereses e ideas confrontados, en un momento en que la nueva Casta Divina yucateca profundiza su proyecto independentista y declara su neutralidad a los Estados Unidos?


Monterrey. 20-24 de agosto, 1846
En estos tiempos si bien está orgullosa de constituir una de las contadas poblaciones del norte que con justicia puede reclamarse como ciudad, la capital de Nuevo León sigue siendo modesta, entre un entorno más bien pobre en seres humanos y sus industrias.
Pensando en protegerla del ataque que Taylor anuncia, Santa Anna no repara uno de los últimos errores de Paredes al destituir a Arista de la jefatura del Ejército del Norte para cargarle la culpa del descalabro y ocultar las razones de fondo. El por ahora sólo ministro de la guerra designa al general Ampudia como encargado de la defensa regiomontana y no está a su mano asistirlo según debiera.
Para detener a los 6,500 mil efectivos del enemigo, la ciudad debe conformarse con los 5 mil que resultan de la suma de quienes no abandonaron las filas tras la derrota en la desembocadura del Bravo y los apuradamente recién agregados. No obstante, aquí para los invasores el choque con los mexicanos es más complicado y de resultados inciertos. El de Kentucky y sus oficiales no operan esta vez a campo abierto sino asaltando una plaza más o menos bien fortificada, y empiezan a mostrar su falta de preparación para una guerra en regla.
Cercada en tres lados por el río y las montañas y con un sólido fuerte en una prominencia al descubierto, Monterrey se prepara contra el asalto. Ampudia refuerza las lomas y la abierta zona occidental y cuando la avanzada estadounidense se acerca aprovechando un movimiento de distracción para que los mexicanos no se aglomeren sobre ella, termina deteniéndose porque aún así teme la resistencia.
Taylor envía refuerzos para ampararla pero no alcanza su objetivo y el ataque simulado por el oriente se topa con un vivo fuego de artillería y fusiles lanzando desde multitud de puntos, muchos de ellos “invisibles” –huertas, azoteas, parapetos-, de modo que no prospera y obliga a que se le sostenga con nuevas tropas dirigidas por el mismo comandante en jefe, quien está a punto de ordenar la retirada cuando un cuerpo de voluntarios por iniciativa propia alcanza una orilla de la ciudad. 
La columna que debe obrar al oeste aprovecha, es cierto, para adelantarse, pero no cuenta con la ayuda esperada, de modo que no sólo no da el asalto sino que lo recibe. La acción prevista ha fracasado, pues, y sólo aquél hecho inesperado la saca a flote, trabándose combate entre las sementeras.
Aquí y allá “ni soldados ni oficiales” invasores “sabían dónde estaban”; en otro punto “su gente y sus caballos cayeron bajo el fuego de la fusilería”, y si al lado contrario la caballería mexicana “se desbanda hacia las lomas inmediatas” y es cazada bajo la lluvia, de nuevo los de Taylor reciben inesperadamente “mortíferas descargas”, hasta que al poco, rayando el alba, sus compañeros atacan por la espalda. Es ahí que la batalla se vuelve casa por casa y que, para esquivar los cañonazos lanzados desde las azoteas, los extranjeros se abren paso horadando paredes.
En estos combates para superar la defensa exterior y alcanzar los barrios periféricos, los atacantes pierden 800 hombres entre muertos y heridos, mientras los defensores conservan la fuerza, el orden y los puntos estratégicos interiores. Aunque los partes oficiales guardan silencio al respecto, un oficial mexicano preso afirma que El Rudo y Listo Viejo no está convencido de la capacidad de su ejército para el ataque final.
En todo caso una decisión de Ampudia impide saber cuánto hay de cierto en ello. El general negocia un armisticio que cede la plaza a cambio de permitirle la retirada en orden y suspender temporalmente las hostilidades. De nuevo durante la batalla el esfuerzo ha recaído en los soldados de a pie, porque más de una vez la caballería “se hizo humo”.


Una escena sin importancia

Los soldados de Taylor quedan acuartelados en Monterrey. Dos meses pasarán allí. Dos meses que el general sabe significan un riesgo. Un riesgo no militar.
Cuando se aproximaban a la ciudad, Ampudia, con la experiencia de Matamoros, se dio maña para de nuevo esparcir propaganda entre ellos: “Ofrezco a todos los que dejen sus armas y se separen del ejército americano, mirar por su protección y porque sean recibidos y considerados en todas las haciendas, granjas y ciudades donde arriben primero, y ser asistidos en su marcha por el interior del país”.
      Luego se produjo la escena en la cual se reflejaría hasta qué punto y de qué particular manera han impactado la mentalidad de las tropas estadounidenses los desertores y su incorporación a los mexicanos.
Las columnas de Ampudia abandonan la población en orden y a la vista del enemigo, de acuerdo al armisticio firmado. Todo marcha como debiera hasta que los Colorados aparecen a la vista de sus antiguos camaradas: “Varios de nuestros desertores fueron descubiertos entre las filas de los mexicanos. El más conspicuo era un irlandés de nombre Riley, quien había servido de capitán en la artillería mexicana. Fue reconocido por su ex compañeros y al pasar frente a ellos fue cargado de maldiciones y reproches... y hubo que contener a una pistola”.
El testimonio, como la mayoría en esta y en cualquier otra historia, es un parco trazo cuya mayor virtud está en impedir que el momento se pierda y podamos ir tras las preguntas que despierta. Se puede imaginar la electricidad de la escena. ¿Los gritos a O´Rilley y compañía son sólo de “traidores”, “hijos de mala madre” y cosas por el estilo?
Sin duda los Colorados no son descubiertos al azar. Por meses la gruesa deserción ha sido comentada, el cambio de uniforme de algunos es conocido y vituperado y en la defensa de Monterrey se les ha visto de nuevo desplegar su coraje en las baterías mexicano. No son soldados cualquiera, pues, y uno de ellos desde Matamoros tiene nombre y así una carga simbólica. Es la encarnación del traidor, que por algo que no parece ser un accidente, con el nombre lleva el lugar de nacimiento y la filiación religiosa.
En un ejército donde los tensiones interétnicas e interconfesionales son muy agudas y se concentran alrededor de los Mucky, los Paddy, los Cabeza de Papa, ¿la existencia de O´Rilley no ha servido de pretexto en los duros, exasperados, rijosos tiempos de marchas y campamentos que condujeron a la toma de Monterrey, al menos en el Quinto batallón de infantería, al cual perteneció? Cuando se inicia el desfile de las tropas mexicanas que abandonan la ciudad, ¿no están esperando los soldados del Quinto la aparición de quien sus ex compañeros de la compañía K dicen recordar con claridad es un hombre alto, fuerte, de ojos azules?
¿Gritan con igual fuerza y las mismas lindezas los Wasp que los inmigrantes en general y los católico-irlandeses en particular? ¿Quién empieza y con qué? ¿Su antiguo sargento, nacido metodista, digamos, de bisabuelos ingleses, en San Luis Misouri? ¿Lo hace con un vil “traidor” y los adjetivos que deben aderezar el título? ¿Ni a él ni a nadie se le ocurre un “desgraciado Pat”, un “papista tal por cual” o cualquiera de las mil formulas acuñadas hace años para herir a un fulano como éste? ¿No escuchan nada que haga destacar su participación, los numerosos cuerpos de voluntarios formados justamente por Paddys?
Los difusores de la historia oficial estadounidense presentan esta escena como la reacción general del ejército que se espera en los libros de texto y que debe servir de ejemplo: disciplinado, homogéneo, convencido de su causa. Nada que ver, pues, con el reflejado por los testimonios de sus integrantes; con las deserciones que alcanzarán ¡al trece por ciento! de las tropas regulares, y con los propios diarios del comandante en jefe, molesto por sus voluntarios renuentes a las reglas y que beben y pelean entre sí. Un ejército mosaico de nacionalidades y cultos mal avenidos, que no será distinto a los que los continúen hasta el siglo XXI, descargando en los inmigrantes el trabajo rudo como cuota por dejarles compartir el país.
Sí, hay quienes gritan y quieren comerse vivo a John O´Rilley y a sus compañeros, pero también los dispuestos a salir corriendo a la primera oportunidad, sean Paddys o no. Como la veintena de los próximos miembros del Batallón de San Patricio que aún no se han marchado.
El par de meses de permanencia en Monterrey continúa el fino trato de la oficialidad hacia los rasos y de los Wasp hacia los no nativos, y concluyendo su reporte sobre ello las memorias de nuestro conocido Ballantaine dice: “No me sorprendía que se produjeran numerosas deserciones”.
A hacerlas efectivas contribuye el trabajo clandestino de los sacerdotes del lugar. “No hay duda de que los curas mexicanos fueron nuestros más enconados enemigos –recuerda el oficial Frost. -No desperdiciaban oportunidad para mermar nuestras fuerzas”.
El caso es harto delicado para Taylor, quien trata con extremado tacto el tema religioso en los territorios sobre los cuales avanza: “Al pueblo de México: su religión, sus altares e iglesias, los emblemas de su fe y sus ministros, serán protegidos y permanecerán inviolados”, hace decir en las proclamas que distribuye entre la población. A pesar de ello, pronto se ve obligado a ordenar la detención de un párroco “detectado en el momento de inducir a nuestros hombres a desertar”, quien estaría expuesto a un castigo mayor si el comandante hiciera caso del humor de su gente: “Si podía animar la deserción, también podía ser colgado, a pesar de su santidad”, escribe un soldado.



[*] Nos hemos tomado muchas libertades al traducir back and gag por “caer a palos”,