VI
Porque
hasta lo más se agota
En los tres cuartos de siglo que siguen a Cabeza de
Vaca, mientras ningún otro europeo se adentra por las intimidades de
Norteamérica y sólo se producen exploraciones costeras como las de Raleigh, los
viajeros españoles delinean con bastante detalle las inmensas superficies entre
ambos océanos, hasta puntos más o menos profundos. En los 1540 se topan con el
Pacífico de la Alta California y siguen explorando hacia el norte. Al costado
oriente en 1567 encuentran el Mississippi, lo cruzan y así entran hasta el país
de los cheroquies con cien años de adelanto a la colonización inglesa,
alcanzado la bahía de Chesapeake de los virginianos una década antes que Sir
Walter. Para 1606 los novohispanos conocen, pues, de la Carolina del Norte en el
Atlántico, a los extremos septentrionales de Oregon, en la costa contraria, veinticinco
grados de latitud más allá de Mesoamérica.
Sin embargo en su viaje de siglo y medio después,
don Nicolas de Lafora encuentra la probrísima colonización que hemos
entrevisto. Morosos los españoles y sus herederos, por naturaleza o por
facilidad, dirán luego los historiadores para explicarse tamaño retraso. Lo
dirán cuando no se quiera recordar que de Raleigh a las medianamente densas y
siempre más o menos externas fundaciones inglesas, todavía en 1730 detenidas a
unos doscientos cincuenta kilómetros de la costa, hay siglo y medio que en su
primera, larga etapa, es inconcebible sin los piratas que trasladan a
Inglaterra, a Francia, Holanda y a sus colonias en el Nuevo Mundo las riquezas
expropiadas a la América española. Siglo y medio que para los descendientes de
las culturas mesoamericanas significan el arduo, penoso tiempo entre el
Apocalipsis que representó la llegada de los extraños y la reconstrucción de su
identidad, y para los colonos y sus descendientes el surgimiento de una
espléndida Nueva España.
Lo que
Cabeza de Vaca debió contemplar al abandonar a los nómadas y alcanzar la
capital de la colonia recién creada, fue sin duda un espectáculo
extraordinario, que se repetía ya por muchas partes y que en los próximos
veinte años se extendería por toda el área mesoamericana: infatigables
hormigueros humanos destruyendo y levantando templos y palacios por cientos, y
transportando toneladas de sus alimentos para los nuevos señores de la tierra,
en tanto en sus milpas y en sus reservas silvestres pequeños hatos de cerdos,
reses, gallinas, burros y caballos se multiplicaban ni más ni menos que como
los bíblicos peces, hasta producir “uno de los fenómenos biológicos más
intensos de la historia”.
De ese
modo la población indígenas, que en el momento de la llegada de los cristianos
equivalía tal vez a la de Inglaterra, Francia y España juntas; sus sofisticados
cultivos, su mano de obra calificada, sus complejas ciudades, sus bienes y
conocimientos acumulados, permitieron a los conquistadores levantar una
sociedad a un ritmo "nunca igualado antes de la Revolución
Industrial". De 1521 a 1546 los españoles crearon allí villas,
explotaciones agrícolas, ganaderas, mineras, redes comerciales y de comunicación
y edificaciones de todo tipo, “que en Europa habrían tardado siglos en
construirse”.
Entonces, empujados por los
yacimientos de plata que serían famosos en el mundo entero, los seguidores de
Cortés desbordaron las fronteras de la civilización nativa, para penetrar en
los altiplanos de las naciones nómadas o seminómadas relacionadas con ella, que
no estaban dispuestas a someterse y cuya resistencia no cedería sino tras más
de cincuenta años de guerra a muerte. También ello a costa de la organización, de
los tributos, del trabajo gratuito y hasta de las columnas guerreras de los
indígenas de las grandes culturas, que entre tanto se gastaban en números casi
inconcebibles. Cuando hacia 1620 los exploradores novohispanos habían
descifrado bien a bien los territorios tras el río Bravo, la población del
México antiguo se había reducido entre un ochenta y un noventa por ciento y
apenas bastaba para sostener a la estupenda sociedad colonial creada hasta
entonces.
La Nueva
España sería incapaz de reponerse de esta sangría y de acometer nuevas grandes
obras de expansión.
Una
sola palabra: muere
En un alto en la retirada desde Saltillo, entre un
mordisco y otro a su pobre rancho, un veterano del ejército de Santa Anna
aprovecha la opresiva soledad de las llanuras y el cordón de montañas que se
sugieren al poniente, para impresionar a los jóvenes reclutas aventando nombres
de inquietantes resonancias -apache, comanche, kickapú. Nadie duda de sus
palabras: sin percibirlo ellos, entre los matorrales y desde las alturas de los
cerros, los indios de guerra siguen paso a paso sus movimientos y esperan. Una
noche cualquiera, advierte, entrarán con el silencio de una serpiente y la
rapidez de un conejo, y tomará cada uno dos o tres caballos que por una
inexplicable complicidad se harán mudos y precavidos. O a algo peor si algún
soldado se atreve a dormir al descampado, lejos de sus compañeros.
Los pueblos originarios de
estos lugares, guachichiles, guamares, zacatecos, etc., a quienes los
mesoamericanos calificaban de bárbaros,
desaparecieron poco después de la Conquista, pero otros los han
substituido, y en las décadas anteriores a la intervención es muy animado el
juego entre las dos culturas de la tierra que sirve de muralla a las
superficies convertidas en el último refugio de la vida nómada y seminómada. En
1821, apenas declarada la independencia de México, el jefe kikapú al cual los
mexicanos llaman el Gran Cadó, Príncipe de las Naciones Bárbaras del Norte,
hace el viaje a la capital de la reluciente república para firmar un acuerdo a
fin de “que hagan las paces y vivan todos quieta y tranquilamente”. Habla a
nombre de una docena de naciones, incluyendo a los rudos comanches y apaches
lipanes, con quienes ha gastado meses de argumentos. A cambio de terminar con
las incursiones indias el primer gobierno mexicano ofrece respetar para ellos,
en tanto territorio autónomo, un amplio espacio que va del interior texano
hacia el occidente.
El
arreglo no se cumple y los asaltos de las tribus se reaniman, particularmente
tras el ganado, en un negocio que promueven los vaqueros texanos. Debe ser
entonces que Sam Houston se hace un bien recibido visitante de los refugios
comanches, completando su formación de personaje de las fronteras y que, según
las denuncias de los mexicanos, quienes conspiran por la independencia de Texas
azuzan contra ellos a ésta y otras naciones belicosas.
Luego, cuando se crea la
República de la Estrella Solitaria, México entra en el juego y al animar la
Rebelión de Nacogdoches da pretexto al segundo presidente de aquélla para
ordenar la expulsión de los indios. Entre ellos van los persistentes
conciliadores cheroquies que habían recibido, ni más ni menos que como los
colonos estadounidenses, una concesión de las autoridades de la Nueva España.
Con su vieja cultura agrícola y una profunda necesidad de la paz por la cual
habían pagado con creces, convirtieron en vergeles los campos que recibieron.
El gobierno texano y los intereses representados en él no resistieron la
tentación: “en cuanto a la riqueza de sus suelos y la belleza de su situación,
agua y producciones, puede competir con las mejores porciones de Texas”,
escribe sobre la zona cheroquie un enviado a constatar los buenos informes que
se tienen.
Como una
manada de coyotes, generales y coroneles improvisados durante la guerra con
México cercan el territorio y tratan de convencer al jefe “Cazos” de que las
familias vuelvan a tomar los arreos, ahora hacia Arkansas. El jefe se esfuerza,
trata de hacer valer sus razones, pero rotos los tratos en hora y media las
columnas texanas matan o inutilizan a cien de sus hombres y, escuchando arder
las cosechas y las chozas a sus espaldas, los ochocientos seres humanos a los
cuales quedaron reducidos los Hijos de los Apalaches emprenden de nuevo la
marcha. Esta vez despidiéndose de la paciencia y las buenas costumbres, para
desde una banda del río Colorado ir y venir tras los alimentos y la sangre de
los blancos.
Ahora
sus enemigos de hace poco se hacen sus vecinos y maestros. En especial los
comanches, quienes después de lo de los Nacogdoches, convocados a una reunión
con los representantes gubernamentales en San Antonio, pierden a todos sus
jefes, muertos en el salón de las conferencias o tratando de escapar por las
calles de la villa. Sus asaltos se vuelven entonces cada vez más violentos y
concentran la atención en los mexicanos, más fáciles de acometer.
Nenúfares
y cactus
La
intervención contribuye al nacimiento de una nueva generación de pensadores y
escritores mexicanos. Su mirada es de una notable frescura y empieza a explayar
el país a placer, a veces inflamada de amor aun por sus viruelas. Así la ciudad
de México en la memoria de Guillermo Prieto tendrá un gusto a paraíso
contrahecho. Relamiéndose numerando las calles, los paseos, las fondas, los
cafés, los comedores al aire libre con su feria de personajes hirviendo
“alrededor de cazuelones profundos, con piélagos de moles, arvejones, habas,
frijoles y carnes anónimas e indescriptibles”, el hoy joven periodista en unos
años se detendrá orgulloso a recordar las pulquerías de las afueras: “allí lo
supremo, lo tormentoso, lo matizado con todos los colores, el gran mosaico
popular, se reservaba para el cuartito de tablas; el músico y el capellán de
tropa, el fraile copetón y decidor, el ranchero ladino, el lépero resabioso y
tremendo, el puñal y la daga, la bandola y la baraja; en una palabra, todos los
útiles para el desempeño fácil y entusiasta de los pecados capitales. Se
cantaban canciones obscenas, se jugaban albures con barajas floreadas, se hacía campo a las
bailadoras del dormido y del malcriado; en resumen, se daba gusto a
Satanás en aquel conjunto privilegiado por su estimación y cariño.”
Alrededor un país, siquiera en parte, delicioso, para Prieto y para
cuantos ésta y la mañana siguiente se inician en las palabras. De pájaros:
gorriones, tórtolas y calandrias a millones, simples palomas haciendo el mudo
entre zenzontles, jilgueros, siquisirís y una incontable variedad de aves de
selvas tropicales, de dilatadas llanuras secas, sierras que se anudan y suben y
bajan a todas las alturas y se establecen en ufanos valles. Y de flores, en una
colección difícil de imitar en otras partes del mundo, con perfumes y dibujos y
colores y tamaños a raudales y nombres que guardan sus misterios: omixóchitl,
tlalziquixóchitl, cozauhqui, yexóchitl, tolcímatl, caloxochitl,
tlalcacaloxochitl, caxtlatlapan, compartiendo la vida con “los mirtos, las
adelfas, los lirios, los rosales, los floripondios, los limoneros, los
jazmines”, y la casi sin fin serie de orquídeas, de trepadoras, de
campanuláceas, de eneldos y amapolas.
Aquí, “a lo lejos, hacia el sudeste, se alcanzan a divisar las ondas
vagas y azuladas de la sierra de Matlaquiauitl, perdiéndose entre las curvas de
la majestuosa cordillera que domina el Pico de Orizaba”. Allá “la atmósfera,
todo aparece súbitamente abrasado por el incendio” del sol, “cuyas maravillas
de luz son indescriptibles”.
Son espectáculos de la naturaleza animados por costumbres coloridas. Un
domingo de Semana Santa en las montañas que bajan a la tierra caliente del sur,
por ejemplo, en el cual “las campanas de la parroquia y el santuario tocan al
alba” y los muchachos saltan de sus camas ansiosos de “preparar las palmas,
pequeñas para los niños, grandes para los jóvenes, gigantescas para los padres,
ligeras y esbeltas para las niñas”, acicateados por el atole de ciruelas
reservadas para el día, como “las suaves tortillas de manteca” que lo
acompañan. Luego el precipitarse de los muchachos sobre los huertos cosechando
los botones de flores de todos los tonos y dibujos para las ramas con las cuales se prepara la
ceremonia del templo, con sus incensarios de fragancias indígenas y sus niños
en lucidos ropones, que estallarán en la procesión de la plaza.
Es una tierra de plácidas villas: “Casas blancas y rojas, descollando
entre los guayabos, palmeros y liquidámbares”, con sus “jardines llenos de
brillantes naranjos” que saltan entre los accidentes del terreno como
“colocados unos sobre otros”; un cerro “lleno de verdura, a cuyo pie se aduerme
voluptuosa la ciudad”, en una borrachera de perfumes.
Estos hombres se regodean ya en el recuento del país del cual quedan
encargados, conscientes de inaugurar una literatura que en algunos de ellos recogerá
los aromas de la calle: “En una especie de bolsa/que está pegada al refajo,/no
sé bien si de la Acequia/o del puente de San Pablo,/en un revuelto manojo,/que
parece ramas de apio,/de calles y callejones/de jacales y tejados,/donde se
juntan esquinas/como que están contestando...”
Más que las costumbres, bien relajadas ya en el México colonial, lo que
se libera es su exposición y la conciencia sobre ellas. Ahora no hay que
esconderlas: “Enlazarme a una hermosa deseaba,/Con cadenas de flores, un
tirano/Esposo, mi querida me ocultaba;/Pero yo no me conformo con cualquiera;/Y
así nunca me falta compañera./Y oportuna pasará ante mis ojos,/Una joven de
negros y rasgados, /Y de nevada frente y labios rojos,/Su enagua azul con
pliegues abultados,/Sus dengues inflamando antojos;/Y una risa que a todos
dice: vengan/Cuantos resolución y plata tengan”.
A Prieto, a Ramírez y a los suyos el país también
les duele hasta la médula en sus terribles pobrezas: “Querétaro es un rey
destronado; se consume en la pobreza, rodeado de los restos de la fortuna
opulenta, de sus títulos de grandeza, borrados por el tiempo, inutilizados por
el nuevo giro de los tiempos. Es un gigante paralítico; mirad sus formas,
admirad su estatura... vedlo, apenas tiene movimiento”. Tezcoco agoniza y
presenta “el espectáculo desolador de un cuerpo enfermo en el que la sangre va
abandonando cada día un miembro que se arranca y despedaza”.
Todavía en el centro sonriente del país, Melchor
Ocampo anda de viaje y “van tres horas y todavía llanuras; ¡y son de arena,
malo!, esto ya comienza a fastidiar; dos horas más, llanuras, esto enfada… Más
ya el suelo está seco; hemos alcanzado el camino real y podremos seguir a mejor
paso. ¡Vana esperanza!” ¿Y para qué? Para ir al encuentro, “con dolor”, de la
“multitud de peajes espirituales que esquilman al rebaño sin provecho alguno”.
No, nada anda bien para estos hombres en el México
de los tiempos. Ved a un juez a quien se presume hombre de bien, “entusiasmado,
proponiéndose hacer un ejemplar” con su trabajo.”¡Pobrecito! Otros jueces le
disputan su negocio, como los perros un hueso; y algunos criminales le dicen:
no somos criminales delante de ti, porque no eres juez de nuestra librea… Mi
juez no tiene la culpa de que le pongan bajo su jurisdicción un número
exorbitante de ciudadanos, ni de que muchos de éstos vivan a distancias
considerables… Ni de que en los prorrateos se consideren más, v.g., a los
soldados que a los jueces”.
¿Y las escuelas, “centros de tortura más que de
enseñanza”, con sus “atroces” métodos de imponer la disciplina, donde con buena
fortuna se aprende lo que era verdad hace un siglo, pero no ahora? ¿Y los
caminos atestados de bandidos, contra cuyos asaltos nada valen las escoltas de
“aspecto más desmedrado que he visto”, y de las cuales es mejor alejarse por el
peligro que representan? ¿Y las decenas de miles de hombres y mujeres arrojados
a la prostitución o a la mendicidad?
Qué decir de la
“decadencia de la agricultura y bancarrota de la mayor parte de sus capitales”,
del “atraso de la industria”, de la “poderosa influencia del mal estado de la
propiedad social” y de ésta “estancada en favor del clero”; de “la usura, el
agio, el peculado, el contrabando…”
La mayoría de las nuevos letrados culpa de buena
parte de nuestras desgracias a los indios, triste rémora, “raza que degenera”
viviendo sujeta a “multitud de vicios”, ”las más de las veces extravagantes,
pero que algunas veces son realmente criminales”; “hombres sin necesidades,
hombres indóciles a todo freno, hombres para quienes la embriaguez y la lujuria
son las únicas emociones y eso más propiamente animales que espirituales",
con su detestable “parodia” del cristianismo.
Es una visión más intransigente aun que la que tienen
de la Iglesia, algunas de cuyas grandes responsabilidades históricas soslayan.
Una es de especial importancia.
Aprovechando las virtudes
naturales del cristianismo latino para avanzar sobre pueblos paganos,
permitiendo multitud de formas de sincretismo, en medio siglo los primeros
frailes evangelizadores lograron que la totalidad del centro y sur de la Nueva
España y el grueso de las regiones de lo que sería el norte real de la colonia,
fueran ganadas por una nueva religión en la cual las comunidades podían
subsumir sus creencias.
Esta milagrosa tarea empleó
recursos de muchas clases, pero descansaba esencialmente en la imagen y en la
palabra; dicha y escrita. Las dimensiones de la última pueden medirse por su
capacidad para, en un abrir y cerrar de ojos, tender sólidos puentes hacia las
grandes lenguas indias y demostrar la viabilidad de ofrecerles una escritura
compatible con el castellano. Muy pronto hay traducciones al náhuatl, al maya,
al “purépecha”, al otomí, al zapoteco, etc., de materiales para el
adoctrinamiento religioso.
Pero desaparecidos los
tempranos misioneros y sus discípulos, en los propios años mil quinientos, se
produce un giro radical que da marcha atrás en los avances. Se niega así a los
pueblos de estos lados una de las contribuciones más útiles que pueden hacerles
los conquistadores, colaborando de manera decisiva al apartamiento que los
subordina.
De modo que si en 1846 la
Iglesia reclama sus trescientos años coloniales de gran sujeto cultural, debe
asumirse también como la mayor responsable de la profunda desintegración
lingüística y social.
Los liberales de 1847 no
dicen palabra sobre el tema.
Destino manifiesto y democracia
“Nuestra
Confederación debe considerarse como el núcleo desde el cual toda América,
norte y sur, debe poblarse”, escribió Jefferson, uno de los virginianos padres
de la independencia de los Estados Unidos, quien así veía tierra suficiente
hasta para la generación número mil del nuevo país.
De cabello rojizo, despiertos ojos avellanados y un
enérgico rictus desde el cual, dicen, irradiaba tranquilidad, la estampa de
este arquitecto que contribuyó a hacer encantadora la ciudad natal del general
Taylor, chocaba al sector de los políticos aristocráticos de su tiempo,
“desgarbada y poco suelta”, entre “trajes mal cortados y peor tratados”. Un
senador decía haber buscado allí “gravedad, pero parecía que sobre él se
proyectaba no sé que laxitud de ademanes”, y que su discurso “era trabado,
incoherente y, sin embargo, derramaba informaciones por dondequiera que iba, y
hasta llegaban a salir de él, como chispas, algunas sentencias brillantes”.
Para el pueblo, aseguran, era el símbolo de una forma de democracia política
que adquiría rasgos sociales por la indirecta vía de proponer una nación de
agricultores, tratando de evitar que se creara una “monarquía del dinero”.
La independencia estadounidense había producido la
primera república moderna, pero “dirigida por la generación más conservadora
que haya estado al frente de revolución alguna”, no se propuso una utopía
social y se deslindó de la francesa como otra malformación del Viejo Mundo. De
hecho, la Constitución garantizó la supremacía de los grandes propietarios, limitando
el voto a las rentas y reservando los cargos de representación a la gente de
bien.
Con Jefferson terminarían algunos de estos candados, en
la nación que saludaba su nacimiento apropiándose las recientes herencias
europeas -la Ilustración, la Revolución Industrial, la legislación británica,
el nuevo auge de las artes y las ciencias- y creaba instituciones propias en la
primera sociedad occidental donde se declaraba formalmente la libertad de
cultos y la convivencia entre tradiciones y etnias diversas. Lo declaraba al
menos hasta donde necesitaba o podía, conforme al supremo principio de
prosperar sin pausa, de manera que los pueblos indios quedaban fuera del pacto
nacional y en quince años perdían diecinueve millones más de hectáreas, y la
esclavitud no sólo no desaparecía, sino que incorporaba hombres y mujeres del
Africa negra a un ritmo muy superior al de los tiempos coloniales.
El acuerdo por la prosperidad, la igualdad, etc., excluye
en realidad a un porcentaje tan alto de la población blanca como se requiera.
En el sur, por ejemplo, el pionero que hemos visto arrastrando a su prole por
centenares de penosos kilómetros, “apenas practicado un claro, instalado la
casa solariega”, ve aparecer a un plantador de tabaco o algodón con sonoras,
tentadoras alforjas de monedas de plata. Si no las toma a tiempo, como denuncia
un periódico, termina “obligado a internarse en las arenosas montañas cubiertas
de pinos”, y de tomarlas y volver a emprender el camino del Oeste no hace sino
cumplir de nuevo “con la finalidad de despejar y preparar el suelo para el
ejército de negros y sus capataces, que presiona a sus talones y que tornará
improductiva su industria e intolerable su vida”. Según las notas de un
viajero, muchos de lo que quedan “no pueden vivir de otra forma que robando”.
En el norte tampoco faltan los agricultores desplazados
una y otra vez más allá o que deben conformarse con tierras pedregosas, y
escaseando los hombres, son comunes las mujeres y los “niños mayores de 7 u 8
años” que en familia se entregaban a un empresario textil, viviendo en las
casas y bajo las reglas del amo, y que cuando no iban por su pie eran cazados
por las pandillas de “comandantes” o “negreros”, piratas de la ciudad que
obtenían un dólar por cada ingenuo o desprevenido.
La vida no debía ser fácil para Jefferson, quien
contemplando el trabajo esclavo escribía: “tiemblo por mi país cuando pienso
que Dios es justiciero y que su justicia no puede dormir siempre”. Como el John
Quincy Adams que llamaría a las tropas a desertar ante la intervención en
México, este hombre parecía atrapado por hondas contradicciones. Si los Estados
Unidos que despertaban enormes ilusiones en otras partes del mundo, recibían la
misión de extender la democracia y para ello, a lo Moro, tenían no sólo el derecho
sino la obligación de avanzar por el Cuarto Continente, ¿de qué manera cargar
con un régimen de esclavitud cuyo tráfico habían terminado por prohibir la
propia América española que se proponían rescatar para la libertad y la propia
Inglaterra de cuyas lacras abjuraban? Contra sí mismo, el defensor de una
sociedad de campesinos libres estaba obligado a reconocer que los brazos
extraídos de entre la negritud al más brutal costo, eran necesarios para el
vertiginoso crecimiento de su país, demandado por el magnífico papel que se le
deparaba.
En cuanto a la expansión territorial, la tarea inmediata,
sobre las posesiones inglesas y francesas, no presentaba reparos morales. La
siguiente, sobre las regiones septentrionales de la Nueva España, podía ser
salvada asimismo sin cargos de conciencia ni enfrentamientos militares. Bastaba
dejar que la gruesa corriente de los colonos cumpliera su vocación de ocupar
los inmensos espacios no poblados por sus vecinos del sur. Eso y el
resarcimiento económico, comprando cuanto se precisara, era suficiente.
Pero Texas iba a demostrar que también aquí los “buenos
propósitos” chocaban con bajos intereses personales, prácticas escandalosamente
antidemocráticas y conspiraciones internacionales a las que les importaba un
bledo la ética. ¿Y qué hacer cuando la cuestión texana no fuera ya una
discusión con el imperio español, sino con quien a su vez se proclamara como
una república de hombres libres, y el expediente de la compra se topara con el
orgullo de la clase política mexicana y con la conciencia de sus clases medias
sobre la responsabilidad de defender su herencia y, tan legítimamente como los
jeffersonianos, la de las futuras generaciones del país?
¿Cómo habría justificado Jefferson el avance sobre
México? ¿Habría pensado, con Quincy Adams, que la agresiva política
internacional que comienza aquí, en su doble discurso se hace perversa y
carcome la democracia de los Estados Unidos, justo en el momento “utópico”,
“renacentista”, de Emerson, Thoreau y los demás?
El gran recurso
Los
historiadores mexicanos encuentran que desde Jefferson la ambición territorial
de sus vecinos del norte descubre a México como objetivo. Es cierto que antes
la fiebre de tramperos y pioneros que desde 1768 siguen los caminos de la
trashumancia de los búfalos, las sendas indias, la extraordinaria red fluvial,
se afana tras renovados Oestes. Pero también, que al poco las tierras de sus
vecinos del sur se dibujan en sus sueños. Particularmente a partir de la visita
de Alejandro de Humboldt a los Estados Unidos, en 1804, tras un año de trabajos
en la Nueva España. En charlas con Jefferson y diversos funcionarios de los más
altos vuelos y en una presentación formal en la Sociedad Filosófica de
Filadelfia, este representante de la ilustración alemana deslumbra a su público
con el “fabuloso tesoro informativo y cartográfico” que ha extraído de la
colonia española con la colaboración y, no pocas veces la guía, de jóvenes
estudiosos de ésta.
De hecho su obra presagiaba el pronto
avance estadounidense sobre el norte novoshispano, y gracias a la amplitud de
su mirada hasta parecía darle pistas. Del presidio más profundo y occidental de
la Loussianna al primero de Texas, advertía, “hay todavía cerca de 68 leguas”
de muy difícil tránsito. Pero no había que preocuparse demasiado por ello,
agregaba enseguida, porque estos “arenales, en parte pantanosos, ofrecen
obstáculos fáciles de vencer y pueden considerarse como un brazo de mar que
separa dos costas vecinas”, de manera que su paso no tardaría en ser franqueado
por los colonos.
Como sea, los secretos de la naturaleza
novohispana parecen revelarse allí, mostrando una extraordinaria riqueza que
espera por un espíritu ingenioso y decidido, capaz de armonizar las capacidades
y necesidades humanas con las ventajas de venturosas tierras, climas,
variedades vegetales, depósitos minerales, litorales... La expedición ordenada
de inmediato por Jefferson a un pareja de exploradores, Lewis y Clark, a los
historiadores mexicanos da así la impresión de obnubilarse con su país.
La historia patria de los Estados Unidos prefiere recoger
de la aventura de estos hombres un aspecto distinto. Lo que para ella importa
es remontar del río sagrado de los indios hasta los actuales territorios de
Montana, plantarse al pie de las Rocallosas, jamás superadas por la
colonización; alcanzar la región de los bautizados por los franceses como
Narices Perforadas y, tratando de convencer a los pueblos a su paso -mandan, kansas,
pawnees, sioux...- de que “el Gran Padre Blanco moraba en el futuro Capitolio”,
probar que el océano Pacífico, “que durante tanto tiempo ansiamos ver”, estaba
a la mano. A la mano por tierra, porque los barcos mercantes de Nueva
Inglaterra llevaban rato visitando el lugar, como demostraba el son of a bitch que se había incorporado
al lenguaje de las tribus de la costa. Lewis y Clark, pues, antes por encima de
todo lo que habían revelado era la ruta al Oregon.
Si bien de ese modo, por supuesto, al alimentar el
apetito por el acceso al mar del otro costado, centralizando el atractivo en el
puerto de San Francisco, dirigían las miradas hacía la Nueva España-México. Al
poco otro aventurero de rústico, perfecto nombre para pasar a la épica
estadounidense, Zambulon Pike, viajaba a nuestras provincias internas, se
iniciaba la colonización de Texas, decididos comerciantes abrían la vía a Santa
Fe, Nuevo México, y en 1836 intentaba negociarse la compra de California, que
en un abrir y cerrar de ojos jalaba una desviación del animado Camino del
Emigrante que regaba de Michigan y Missouri al hoy estado de Washington.
¿Pero es Tomas Moro o El
Banco, quien habla?
En
Texas todo acomodó a la pretensión de separarse de México. En medio siglo los
colonos venidos de los Estados Unidos se convirtieron en la mayoría de la
población, incluyendo la india, a pesar de que ésta crecía con la llegada de
naciones expulsadas del Este del Mississipi, como los juiciosos cheroquies a
los cuales se obligó a hacer Camino de las Lágrimas y que creyeron encontrar
una nueva patria aquí. Sin contar, desde luego, a los esclavos negros, cuyo
número nadie registra pero que no deben ser pocos, porque durante él último
medio siglo en el país en su conjunto han pasado de 700 mil a tres millones, y
los texanos animan su tráfico.
Era una población blanca todavía modesta, que apenas
rebasaba los 50 mil habitantes, pero notablemente dinámica, cada vez más
incompatible con México y capaz de hacerle frente, sobre todo si su país de
procedencia la avalaba de una o de otra manera.
Al mismo Austin hijo, quien al parecer en principio
no se mezcló con las conspiraciones separatistas de Houston y los otros, el
sentido común terminó indicándole este camino. Llevaba años batiéndose con la
desatención y los caprichos de los gobiernos mexicanos. Apenas declarada su
Independencia, aquéllos pusieron en entredicho la legalidad de su concesión. El
hombre tuvo que hacer el casi interminable viaje de Bejar a la ciudad de
México. Allí gastó el tiempo en antesalas, se cruzó con una revolución y al fin
un año después consiguió volver a San Antonio con el reconocimiento de sus
derechos. Luego, tras un momento de reposo, vuelta a las dificultades.
Por más que cabe preguntarse qué tan
legítimo era el empuje colonizador y si se debía no tanto a la herencia de
Tomás Moro, de los virginianos y demás, como a la avaricia del capital
financiero. Porque la real colonización texana coincidía con el gran movimiento
humano hacia nuevas tierras, atraído por un alza en los precios de las
cosechas, que hacía a los colonos comprar parcelas muy por encima de su
capacidad de pago. Compitiendo con grandes plantadores que daban hasta 375
dólares por hectárea no desbrozada, quedaban en manos de las instituciones de
crédito locales o, peor, del Banco de los Estados Unidos, tan fuerte y autónomo
que es capaz de enfrentar a los presidentes en turno. En una historia que ya
hemos escuchado y que en el siglo XX los personajes de Las Viñas de la Ira
revivirán, el Monstruo de Chestant Street, que en 1847 está a punto de
trasladarse a la más moderna calle de Wall, hizo confiscaciones masivas y aventó
de vuelta a la aventura. De manera que no hay modo de saber, pongamos, cuántos
de los 20 mil colonos de Austin hijo fueron empujados por la decisión de los
banqueros.
Algo
similar sucederá en los territorios que Polk pretende en cierto secreto, si
México pierde la guerra. Y otras cosas.
Los Estados Unidos son eso, una federación, en el más
real sentido. Su primera mitad de siglo de vida independiente la pasan en un
juego de péndulo entre tendencias hacia la unidad y hacia la dispersión, que en
un caso elocuente en 1832 llevan a Carolina del Sur a un paso de separarse. Lo
que precipita allí los hechos es una tarifa de impuestos que privilegia a las
manufacturas, cargando la mano a los agricultores. La ofensa es particularmente
grave para un estado que fracasa en el intento de levantar fábricas para
industrializar su algodón y no entregar la mayor tajada del negocio textil a
los manufactureros de Nueva Inglaterra. La legislatura local declara sin efecto
la decisión del gobierno, uno de sus políticos introduce la noción del “derecho
a la secesión”, y está a punto de producirse un encuentro entre el ejército
federal y la fuerza de voluntarios estatales.
Detrás está la lucha de intereses entre los plantadores
del sur y los industriales, comerciantes y banqueros del norte. Un conflicto
tan bien definido que hay una línea geográfica marcada para la esclavitud y en
la aceptación de los nuevos estados creados en el Oeste la regla de oro es el
equilibrio entre norteños y sureños. De modo que, por ejemplo, se induce el
reconocimiento de Alabama en 1819, para que cada parte cuente con once estados,
y se vuelve serio problema el siguiente en la lista, Missouri, que se halla
“casi completamente al norte de la línea” pero permite la esclavitud, haciendo
que los diputados aprueben una enmienda abolicionista y el Senado la rechace,
etcétera.
La pugna de intereses ha estado siempre tan a la vista,
que Jefferson escribía ya tres décadas atrás: “Esta importante cuestión, como
una campanada que en medio de la noche tocara a rebato, me despertó y me llenó
de terror”. Al producirse los conflictos por Carolina del Sur, cuantos tienen
un olfato más o menos fino se dan cuenta de que no son sólo el anuncio de una
gran, irremediable confrontación. Entre ellos, el presidente Jackson -“El
próximo pretexto serán los negros” – y John Quincy Adams, quien anota en su
diario: “Estoy seguro de que la cuestión actual es un mero preámbulo; algo así
como la portada de un extenso y trágico volumen”.
Siendo secretario de estado de Monroe, Adams inauguró la
nueva estrategia diplomática con los europeos, y simultáneamente trató la
compra de Texas. Es a él a quien “el perverso” Wilkinson citaba declarando que
“México centellea ante nuestros ojos”. La afirmación tenía, sin embargo, un
dejo crítico, en la frase que la precedía: “La gente de Kentucky está llena de
ansias de empresa y aunque no es pobre, siente la misma avidez de saqueo que
dominó a los romanos en sus mejores tiempos”.
En todo caso, el hombre pretendía una negociación directa
del gobierno federal, sin duda intuyendo los propósitos de los colonos texanos,
contra los cuales tronaba luego en el Congreso: “¡Los insurreccionistas son
principalmente ciudadanos de los Estados Unidos, que se han internado ahí con
el propósito de revolucionar el país!”
Porque en manos de éstos Texas se convertiría en un
verdadero dolor de cabeza, en razón de que extendían el régimen de esclavitud y
al anexarse romperían por completo el equilibrio entre el Norte y el Sur,
particularmente en razón de que “mayor en superficie que nueve estados
abolicionistas del nordeste, puede dividirse en varios estados esclavistas” y
dar superioridad absoluta a los sureños.
Ahora, con la política de Polk, la guerra civil es
cuestión de tiempo.
¡Al
coraje, amigos!
La campaña de Taylor sobre Tamaulipas, Nuevo León y
Coahuila se acompaña con los movimientos de los ejércitos del Centro y del
Oeste, menores en comparación, y con los de una ya poderosa escuadra.
En enero de 1846 un
contingente auxiliar está a la vista de Monterrey, California, y en combinación
con las tropas regulares y la armada en julio toma San Francisco y Los Ángeles,
para continuar al poco con San Diego y Santa Bárbara. En Nuevo México los
invasores ocupan el corazón del estado en agosto. En los dos casos sus
progresos se consolidan. No así en Chihuahua, donde en diciembre se hacen de
Paso del Norte –hoy Ciudad Juárez- y de la capital, para abandonarlas en unos
meses a fin de reforzar a las tropas del Rudo y Listo Viejo.
Entretanto la flota da comienzo al bloqueo de los
principales puertos del Pacífico próximo –Guaymas, Mazatlán, Altata, San Luis y
Manzanillo- y se prepara el de los del Golfo más allá de Tamaulipas: Tuxpan,
Antigua, Antón Lizardo, Tlacotalpan, San Juan Bautista –Villahermosa-, Laguna,
Frontera y El Carmen.
Aquí y allá autoridades vecinos se dan a la
resistencia. En particular en Nuevo México, donde sin importar las primeras
inclinaciones del gobierno local para negociar, la defensa se propaga alentada
por un levantamiento indígena sin más recursos que los propios.
No
es una conducta extendida ni mucho menos y puede hacernos creer que el país en
general no da para actos de esta clase. Pero en los 1860, cuando sobrevenga la
invasión francesa, será sistemática y muy parecida a la que Heriberto Frías recrea
en una población norteña de estos tiempos:
“Habían llegado a ella
algunos jefes mexicanos, dispersos tras nuestras derrotas. Hablan a los
selváticos habitantes y recordando al eterno Hidalgo, alientan a la población
con el estandarte de la Virgen del Tepeyac. Entonces un guerrillero –Suárez-
muy querido en la localidad, organiza su defensa ante una columna americana
expedicionaria que se aproxima amenazadora, tratando de entrar impunemente.
“...todo el pueblo de San
José ordenado en masa en el atrio de la iglesia. En aquel mismo instante se oyó
el estampido del cañón estadounidense. Y la avalancha humana se precipitó
furiosamente a través de la pequeña plaza, entre los árboles, desembocando
luego por la callejuela norte. Iban por fin a romper el cerco con que el mayor
Stephenson había aferrado al pueblo....
“Al frente de aquel humano
montón, lanzado a todo correr, iba sobre un potro aún no bien domado el joven
sacristán de la iglesia, el cual llevaba atada a su cuerpo y al de su
cabalgadura la lanza en cuya punta flotaba el lienzo tricolor con la imagen de
la Virgen de Guadalupe. Cincuenta guerrilleros de los mejores, armados con
lanza, machete y reata, con el mismo Suárez a su frente, cerraban la columna. Y
todos, todos sin excepción, guerrilleros y mujeres, viejos y niños gritaban
terriblemente, animados en el vértigo huracanado de su carrera:
“El enemigo no tuvo tiempo
para enfilar aquella masa humana al atravesar la callejuela. Tres minutos
después de la partida del atrio de la iglesia, desembocaban en el campo, ya al
abrigo de una colina tras de la cual se hallaba el cañón y dos compañías
americanas desplegadas a lo lejos.
“Entonces fue cuando los
pelotones de guerrilleros de la vanguardia aumentaron su parte dispersándose en
un gran espacio... Las lanzas mexicanas no se dieron punto de descanso
atravesando pechos extranjeros, pasando de uno a otro, evolucionando
prodigiosamente con sus pequeños caballos, que parecían tener alas... Y Suárez
en su yegua retinta pequeña y agilísima...
“Sobre las cabezas de los
combatientes yankees se desenrolla
una reata y cae sobre el cuello del cañón, haciéndolo girar en el momento en
que iba a hacer fuego, y dispara sobre el flanco de las compañías
estadounidenses... Y mientras se
rehacían y llegaban las otras fuerzas estadounidenses, Suárez ganó el sur
escoltando a la población...”
¿Pero qué hace el mayor Stephenson
cercando al pueblo de
San José y sus correligionarios regados por nuestro norte, a lo largo de un
océano y otro y preparándose a penetrar el centro del país? ¿Defender a Texas?
Ulises
La compañía de San Patricio ha participado en los
momentos más reñidos del último día en La Angostura. La acción le ha costado
veintidós muertos, de quienes no tenemos dato alguno, y seis heridos sin
nombre. El cuartel general y la prensa de México los premian con menciones
especiales: “Pelearon como leones”, y el ministerio de la guerra hace público
que “en reconocimiento, se les extenderán diplomas”, de seguro nunca
extendidos. Un testigo estadounidense no puede dejar de apuntar: “Sirvieron con
una coraje y una fidelidad que no habían demostrado con nuestras tropas”.
Tiempo
después otro católico irlandés publica una novela que descubre a la narrativa
una nueva dimensión de la existencia humana. En Ulises busca el monólogo
interior de sus personajes, para encontrar el aparentemente caprichoso universo
de imágenes y palabras que los hombres y mujeres somos. Un escritor en ciernes,
que vive de dar clases particulares, descubre así en un instante de su “mente
cavilosa”, que se pregunta por su madre, el vaso de agua de ésta “en el grifo
de la cocina, cuando había recibido la comunión”, una “manzana rellena de
azúcar morena, asándose para ella en la chimenea, una oscura tarde de otoño”,
sus “lindas uñas enrojecidas por la sangre de piojos aplastados, de las camisas
de los niños”. O el recuerdo de una excursión cuando pequeño, que es un
trasbordador con sus “borrachos saliendo a remover el hígado”, “vomitando por
la borda”, la propia sensación de nausea, la viva estampa de una muchachita que
no da señales de mareo y su “chal azul al viento“.
Por la cabeza del personaje,
alborotada por lecturas, ambulan muchas criaturas ajenas a un hombre o una
mujer comunes. Sin embargo, el gran manantial de cuanto dentro de él se mueve
viene de la vulgar realidad en torno suyo: el mar, las calles, los tranvías, el
trasiego de la fauna humana citadina, las charlas de ocasión, los pájaros, el
viento, la luz. No hay instantáneo suceso, por nimio que parezca, que no
impregne su alma.
¿Cómo es
el universo interno de Kelley, con sus miles días y de noches acumulados?
Imaginemos, por ejemplo, unos cuantos minutos de una mañana cuando tenía dos
años de edad. Las paredes, el techo, el piso, todo en el modestísimo hogar de
la familia huele a una tierra que, como cualquier otra, despide perfumes y
tiene tonos y calidades sólo suyos. Las tres o cuatro sillas y la mesa de
madera que hay allí, con las historias privadas que relatan sus cicatrices,
están tan dentro de él como el padre, la madre, la media docena de hermanos y
hermanas. Mira a la más pequeña que duerme, luego al triángulo de luz viscosa
de la media mañana estirándose desde el hueco de la puerta abierta, al pie de
la cual descubre una vara que lo hipnotiza.
Mientras cumple la decena de
pasos que lo separan de ella, cae girando, remisa, en el aire, una hoja, el reflejo
de la punta de un cuchillo estalla en sus ojos, la nariz se queja por un
granillo de tierra, el rabillo del ojo descubre el reptar apurado de una araña,
canta un mirlo, un mirlo y no un pájaro a secas, cuyo trino para el pequeño
James no delata todavía a un ser concreto y es un trozo más de eso
incomensurable de lo cual él también forma parte. Alcanza el cuadro de la
puerta, se agacha para tomar la vara, que se escapa en una mano venida de la
nada y que enseguida descubre a la muchacha en la cual se remata y su gesto
socarrón, divertido con el efecto que produce en él, en el niño, quien continúa
sus lecciones sobre el mundo en disputa. Ella se da la vuelta con un aire
triunfal coronado por el vuelo de su cabello largo y castaño, que es un acto de
encantamiento al cual por años quedará sometido él.
¿Dónde están en 1846 para
Kelley la hermana que duerme, la tierra, el triángulo de luz, el canto del
mirlo, la vara, la cabellera que se agita? ¿Cómo andan en él el padre y la
madre, la obligada mujer y los obligados hijos e hijas de sus treinta años de
edad, si viven todavía?
Los Barcos Cementerios
Para
los irlandeses, a pesar de la aparición de las naves a vapor las condiciones
del viaje a América no son mejores que las de aquellos retos a la fortuna de
los veleros de Colón, o de los barcos con colonos y sirvientes escriturados de
más tarde rumbo a las fundaciones norteamericanas, en los cuales a cuando menos
una quinta parte de los arriesgados le aguardaba alguna clase de muerte,
durante la travesía o a consecuencia suya. Es cierto que en ese juego de
números que representan los promedios, las bajas son bastante menores en los
cruceros de los viajeros irlandeses. Pero también, que por años o por
estaciones este mismo juego entrega resultados que enchinan la piel, y no
faltan testimonios sobre cargamentos de emigrantes en circunstancias aun peores
que las de los navíos del comercio de esclavos.
También allí todo se confabula contra “la
más asquerosa masa humana”, como la llama un observador protestante, en que se
transforma el “veneno irlandés” en los mares. Si los “perros salvajes” quieren
abandonar el país, allá ellos, piensan las autoridades inglesas, que los
entregan a la codicia de los capitanes, de los timadores profesionales, los
funcionarios y otros escarbadores de pobres que habitan los muelles.
Los más empiezan a conocer el nuevo
ultraje en el cruce del canal al cual se ven obligados para alcanzar en un
puerto de Gales o, peor, en la cínica Liverpool, las naves que viven de su
carga, la del irlandés emigrante, pero que no van a ella porque no están
dispuestas a renunciar a las ganancias de un mercante cualquiera. “Hombro
contra hombro” los viajeros atestan barcuchos que gracias sólo a la
misericordia de Dios cubren la breve ruta a Gran Bretaña hasta con mil
cuatrocientos “desarrapados” que no hacen más que vomitar y tiritar, empapados,
durante las imprecisables quince, treinta horas o más, de este introductorio
descenso al infierno, en el que es frecuente que un golpe del mar cargue con
alguno.
“Universalmente enfermos”, apenas respiran
en tierra firme cuando los enganchadores les meten un boleto en la bolsa al
mayor precio posible, hablando sin parar para que no se entienda si la nave
parte al día siguiente o dentro de dos meses. Si el engaño se cumple, las
provisiones para el viaje se consumen aguardando, costeando a precios absurdos
la más sucia posada o pasando las noches en los muelles, cuidándose de esa raza
de otros desgraciados que se convierten en ladrones y se especializan en ellos.
Subiendo como ganado a las casi siempre pequeñas,
destartaladas naves, entre la irritada inquietud de los tripulantes por echarse
al mar con la inestable, nerviosa sobrecarga que molesta las maniobras y a la
que hay que mover en masa de aquí para allá las incontables veces que se
necesita, y que ya antes de subir sufre del “mal del mar”, que la acompañará a
veces las seis, siete, ocho semanas de la travesía. Una sobrecarga que se
volverá intratable cuando las tristes despensas personales, el agua de las
estorbosas pilas de barriles que nadie se ha preocupado en sanear, el sudor y
el vomitó compartidos, hagan a muchos caminar torpe, erráticamente, o no les
permitan levantarse. La disentería, el tifus, el cólera, caerán sobre ellos,
enfermos también de la nostalgia, ahora inmensa, que no hay manera de reparar,
porque pone un océano de por medio a casa. Y entre esto y aquello, las
tormentas.
Cuando Joseph Conrad
escriba algunas de sus mejores páginas, apretujando hasta el ahogo a desgraciados
emigrantes chinos en el barco de un necio, no hará sino dramatizar la
experiencia de los irlandeses camino a América. Hay una carta que da cuenta de
quince tormentas durante el viaje, y la mayor parte de la numerosa
correspondencia rescatada se refiere cuando menos a una, en imágenes que bien
podrían ser del escritor y marino polaco. “Fue algo formidable y veloz, como el
repentino quebrarse de un recipiente con furia”, dice Conrad recogiendo el
encuentro con los “furiosos latigazos que rompían como truenos”, de una
tempestad como la que recuerda Thomas Reilley, un viajero del montón. Algo,
según la novela y las cartas, que los ataca “como un enemigo personal”, que
“trató de aferrarles los miembros, se
adherió a sus pensamientos, buscando derrotar sus espíritus”, “con cada brutal
golpe de las olas”. “Las sacudidas del barco exhibían una impotencia
aterradora. Daba tumbos, caía de costado, hacia adelante, y se enderezaba
gracias a golpes demoledores, entre la tempestad que ululaba y se retorcía”, “con
la fuerza y el ruido de cientos de mazos”, “gigantesca, como si todo el mundo
fuese un abismo negro” y se estuviera “cara a cara con la muerte”, en “una
tumba de agua”.
Las escenas de los emigrantes encerrados bajo cubierta,
aventados de un lado a otro entre el precipitarse de cajas, de maderos, de
muchos pequeños objetos, a obscuras, peleando por el aire enrarecido con
miasmas de la peor clase, son las mismas en Conrad que en la correspondencia, y
sólo falta a la realidad que los capitanes se decidan a sacrificar a estos
inmundos seres para aligerar la naves.
“Tormentos infernales”, escribe a casa D. Maloney, el 20
de mayo de 1845, durante el viaje. Infernales, sí, porque de creer a un
observador anglicano y leer las notas de los emigrantes con un determinado
espíritu, para los irlandeses católicos del pueblo llano no obra en los mares
la protección de Dios, que algunos parecen hacer coincidir con Irlanda y sus
tradiciones religiosas, de modo que su fe no es universal, “no podía
internacionalizarse”. En el inconsciente histórico la curiosidad y el temor por
la posible aparición de fenómenos extraordinarios como los que enfrentó el
fraile misionero del siglo sexto, empiezan por descubrir un océano cuya
inmensidad encoge el corazón, despertando fatalistas rumores: “algunos decían
que el capitán había perdido la ruta”, o “que el barco estaba a punto de
romperse” o “se había vuelto niebla”. En ese gran mar que no deja de ser el que
en los años mil quinientos el primer cronista de las Indias españolas comparaba
con “el giratorio curso de los cielos” y que no importa los años y la
abundancia y la regularidad del trasiego de naves de ida y vuelta, no pierde un
sentido al cual hoy llamaríamos estelar, de marcha por el misterio, que no hace
mucho despertaba entre los propios marinos leyendas de serpientes de un
kilómetro de largo, de “tortugas tan enormes que llevaban árboles y arroyos y
pueblos enteros a la espalda y que se sumergían sólo una vez cada quinientos
años”; o del “viscoso y terrorífico kraken”
que aparecía entre las olas sin aviso, y que de no cerrar los ojos a tiempo,
auguraba una muerte segura.
La experiencia se torna indescriptible cuando en 1846 cae
sobre la isla la mayor peste que sociedad alguna conozca en el siglo: “Se ve a
las madres con tres o cuatro niños agarrados a sus faldas, vagando por los
caminos hacia la ciudad, con la ropa hecha jirones y muertos de hambre”,
escribe Swift entre lágrimas, y un historiador ingles: “Lúgubres filas de seres
humanos ambulan, clamando el hambre. Los que pueden ganan un puerto, donde
suplicarán que se les embarque a Inglaterra, o mejor aún, a América. Los otros
mendigan o se acuestan en el suelo, esperando la muerte.”
No hay tiempo siquiera para sepultar a los muertos, y
ciento cincuenta años después seguirán encontrándose en las playas las huellas
de la Gran Hambruna.
El arte de la adulteración
Que las hoy compañías de San Patricio y su
mayoría irlandesa católica no representan nada, dicen los historiadores
estadounidenses más conservadores. Nada.
Las
oleadas masivas de los Pats y de los alemanes de culto romano comienza a
producirse en los 1830, pero ya antes el sectarismo se instala entre lo más
atrasado de las muchas Iglesias protestantes. En 1813 está activo un movimiento
para cerrar el paso a la “conspiración papista”. El partido Kwon Nothing, lo
llaman, por la consigna que se ordena a quienes están involucrados, ante
cualquier pregunta al respecto: “Yo no sé nada”. Nada sabían, por ejemplo, de
libelos como el Horribles descubrimientos
en el Hotel Dieu de Montreal, que exhibían los obscuros ritos de los
preparativos ordenados por el Papa, decidido a convertir al nuevo país y vaya a
saber si de trasladar su trono a él, pues “¿quién podría querría vivir en la
decadente Roma si podía vivir en el valle de Misissippi?”.
De no existir este
proyecto de todas formas los católicos, como las plagas de Egipto, estaban
“corrompiendo la moral de la nación”. Por encima de todos, los Pats, que de
seguir dejándolos llegar inundarían la tierra de “tiendas de licores” y vicios
en cascada, los cuales llevan en la sangre. Por algo hay quienes en el avanzado
Norte en donde se instalan, los conocen como los “negros blancos” y no los
tratan mejor que a las “piezas” que escapan de los sureños campos de tabaco y
algodón.
Con los años el temor
de los Know Nothing se afirma, certificando como los irlandeses católicos se
vuelven río y se hacen dominantes en Nueva York, en Filadelfia, en Boston y
otras ciudades de Massachuttess. ¿Qué tanto de los 400 mil habitantes de Nueva
York, de los 275 mil de Fidaldelfia, y de los algo más de cien mil de Boston,
de 1847, representan los ochocientos mil Cabezas de Papa que, llegados en los
últimos diecisiete años, quedan en ellas? ¿Y los hijos y los nietos de los 100
ó 150 mil que entre 1783 y 1814 se adelantaron a estos “nuevos hijos de
Israel”, y los de los 200 mil venidos entre 1815 y 1830?
Se trata de
“exilados” en su mayoría procedentes del campo, pero entre los cuales van
también artesanos, pequeños propietarios, religiosos y periodistas, que pronto
adquieren un considerable peso social y político porque son producto de una
isla donde durante trescientos años se han practicado todas las formas posibles
de resistencia organizada.
Los de a pie y los otros
Un viajero se complace en registrar la vida de las
familias adineradas de la ciudad de México. Las intimidades de la residencia de
un próspero abogado, por ejemplo. En un gabinete adjunto a la sala de estar
“observamos telas de encajes, un libro de oraciones y una novela de Eugenio
Sue”, y “a través de una puerta semiabierta contemplamos el interior de una
recámara. Una cama grande está adosada al muro por uno de sus costados. La
cabecera y los pies son de bordes curvos y en los paneles ovalados aparecen
Adán y Eva, y el Arca de Noé en pinturas de aceite. Todo parece ser un
invitante lugar de reposo, con un cubrecamas damasquinado, confeccionado en
fina lana, y cojines de muselina bordada. Una señora algo corpulenta está
sentada en la cama a la manera turca, con las piernas dobladas debajo de ella,
sobre una orlada piel de tigre, saboreando un taza de chocolate, mientras la
doncella, sentada en el piso frente a la dama, sostiene en la mano un platillo
de plata sobre el cual hay un vaso de agua…
“Las alegres risas en el
aposento anexo nos hacen suponer que allí se encuentran los hijos. Mas
seguramente se trata de las hijas y, por extraño que parezca, ninguna de ellas
lleva abrochado el vestido… Las chicas fuman alegremente sus cigarrillos; una
está sentada en el suelo sobre un cojín felpudo, mientras una doncella le peina
los brillantes cabellos.”
En el piso bajo el “cuarto de
la lavandería está abierto” y en la mesa se ven diversas planchas de hierro
macizo calentadas en un hornillo. En la cocina “encontramos al cocinero, a dos
criadas, una chica recadera y un mozo de librea”. Son los encargados de tener
en buen estado el estómago y el alma de la familia. Empezando por los de la
señora, “que a las ocho de la mañana toma “una taza de chocolota con pan de
dulce, sin necesidad de reunirse con toda la familia, pues cada persona recibe
sus alimento en su alcoba.
“A las diez de la mañana se
sirve un desayuno caliente que consiste en carne asada o cocida, huevos y la
infalible ración de frijoles refritos con cebolla. A las tres de la tarde se
sirve la comida” de cinco platillos incluido el postre, más las confituras de
remate. Viene la siesta y a las seis de la tarde otra taza de chocolate “o, en
tiempo de caluroso, un helado o jalea de frutas y agua… Después de un corto
paseo a pie o a caballo llega el momento de ir al teatro y a las tertulias… La
cena se sirve habitualmente a las diez de la noche. Cosiste en carne asada,
ensalada, frijoles y dulce…
”La señora de la casa no tiene
mucho de qué preocuparse… Como la despensa no contiene muchas provisiones”,
porque en la ciudad sobra de todo en cualquier época del año gracias a las
chinampas del sur, a la abundancia de ganado y a la prodigalidad general de la
tierra en este centro del país. Así además “los sirvientes no caen en
tentaciones y la señora no se toma el trabajo de vigilar el abastecimiento del
día”.
¿Cómo recibirá la familia del
abogado el altanero alborto callejero que en enero secunda el decreto de Gómez
Farías y sus puros para la ocupación
de los bienes de manos muertas de la Iglesia? Esta entrada en la escena
política del pueblo llano es un fenómeno único en el México urbano y en la
práctica dio comienzo a fines de1844, con la participación popular en el
movimiento para expulsar a Santa Anna. Detrás había una década de gobiernos
conservadores, cuya carga se expresaba en la ciudad en el olvido de las formas
de representación de los sectores sin recursos, por decorativas que resulten;
en la más rancia reasunción del clero, los recortes a la libertad de una prensa
de pobre resonancia, se pensaría, si el noventa por ciento de la población es
analfabeta, pero de gran presencia en el república mestiza y criolla; y en la
continuidad del empobrecimiento de los artesanos, de las actividades
comerciales en modesta escala y de la gente del montón, en resumen –aguadores,
macheteros, prostitutas-, que sobrevive del sobrante de los bolsillos ajenos.
La manera en la cual el pueblo
vil se echó a las calles para sumarse al empujón del Seductor de la Patria a un
segundo trastierro, era inédita y propició el activismo callejero que florecere
con el golpe de Salas y el impulso de los intransigentes, concretando las figuras de la asamblea y del
tribuno popular y legalizando los meetings,
ahora con asistencia de la comunidad universitaria que se suma a la demanda por
el fin de la educación religiosa y reclama el de la virtual privatización de
los cargos públicos.
Con ella vino la movilización
a la vez de las personas de bien, como nuestro abogado, y de sus confesores,
cabezas de la Iglesia capitalina.
El suceso culmina con la
creación de las Guardias Nacionales reclamadas por el avance estadounidense,
dando oportunidad a que los sectores sociales dispongan de una organización
armada. En enero el decreto y la orden de Gómez Farías de enviarlos a la defensa
de Veracruz producen el levantamiento de los cuerpos en los cuales se aglutinan
quienes frecuentan las fiestas del abogado de marras. Por su lado el
vicepresidente cuenta con las guardias de artesanos y liberales de clases
medias.
Hay
mucho de opereta en el asunto, los choques son episódicos y casi incruentos y
en contraste sobran los actos festivos de eufóricas familias y novias visitando
a los ciudadanos uniformados.
¿Es que,
de creer a las acusaciones de sus enemigos,
los sublevados a quienes se titula polkos,
bien por creerlos instrumentos de Washington bien por la danza a la cual son
dados, ganan tiempo y permiten a Santa Anna que vuelva a la ciudad, sea
recibido al más puro viejo estilo –coronas tejidas que se lanzan a sus pies,
etc.- y descargue de puros al
gobierno.
Nada
habrían podido estos regimientos civiles contra los cañones de Scott en
Veracruz, ni las expropiaciones de Farías para cambiar el curso de la guerra.
Pero el momento queda en la memoria colectiva por su sentido simbólico y
regresa a las sombras a los sujetos activos de la canalla capitalina, hasta que la debacle los reclame.
Hay allí
una serie de redes sociales que los historiadores no se preocupan en descubrir.
Su extensión debe ser muy amplia y es fácil imaginar que la inquietud penetra
los barrios y ronda en las charlas de los artesanos, las costureras, los léperos, las mujeres del mercado y los
puestos callejeros, las prostitutas y los niños, históricamente dispuestos a
ganar las calles.
Veracruz, un poco de justificada sangre
En
noviembre de 1846 Polk se aburre del alargamiento de la campaña del norte, que
se le prometía muy breve, y aprueba el plan para entrar directamente sobre el
corazón de México. Ahora, en febrero de 1847, trece mil soldados
estadounidenses son transportados en unas 100 naves a Veracruz.
Desde mar y tierra los cañones que los acompañan sueltan
su carga sobre el puerto, donde unos 3,500 mexicanos, mal armados y mal
adiestrados, en inútil espera de refuerzos, hacen lo que pueden durante cinco
días. Cinco días en los cuales el nuevo general en jefe, Winfield Scott, a
pesar de las peticiones de los cónsules extranjeros de la ciudad, no permite
salir a nadie. El encargado de la defensa calcula “que el invasor envió sobre
nosotros 16 mil balas y proyectiles. Los muertos de la clase de tropa llegan a
350 y los de la población a 450”. ¿Cuántos serían entonces los heridos, si
normalmente por uno de aquéllos hay dos o más de éstos? Como sea, queda claro
que el bombardeo fue tan indiscriminado que causó más bajas entre los civiles que
entre los soldados.
En su primer comunicado a la “nación mexicana”,
prometiéndole que respetará sus propiedades y costumbres, el nuevo comandante estadounidense
no olvida prevenir: “Deseo manifestar, con igual franqueza, que si fuese
necesario, vendría muy pronto un ejército de cien mil hombres”.
¿Este gran movimiento, esta sangre y estas amenazas de
crecientes males, para garantizar la seguridad de Texas, que ha quedado a más
de mil de kilómetros de los escenarios de la guerra, y obtener el pago de
deudas por afectaciones a particulares? Deudas arbitrariamente aumentadas y aun
así modestas, que reunidas no representan ni la décima parte de las que los
mismos Estados Unidos tienen con Inglaterra, y que les descubren el pretexto
con el cual a lo largo del siglo XX justificarán buena parte de las incontables
intervenciones de sus ejércitos y sus servicios de inteligencia en todo el
planeta.
La mejor crítica al comportamiento de la Casa Blanca
entonces, la hacen políticos de la propia Unión Americana. Es el caso del
legislador que pierde toda compostura gritando en la Cámara: “Si yo fuera
mexicano, os diría: ¿No teneís espacio en
vuestro país para enterrar a vuestros muertos? Si venís al mío, os saludaremos
con manos sangrientas y sereís bienvenidos a hospitalarias tumbas”.