lunes, 18 de septiembre de 2017

Cuestión de sangre. VI



VI
Porque hasta lo más se agota
En los tres cuartos de siglo que siguen a Cabeza de Vaca, mientras ningún otro europeo se adentra por las intimidades de Norteamérica y sólo se producen exploraciones costeras como las de Raleigh, los viajeros españoles delinean con bastante detalle las inmensas superficies entre ambos océanos, hasta puntos más o menos profundos. En los 1540 se topan con el Pacífico de la Alta California y siguen explorando hacia el norte. Al costado oriente en 1567 encuentran el Mississippi, lo cruzan y así entran hasta el país de los cheroquies con cien años de adelanto a la colonización inglesa, alcanzado la bahía de Chesapeake de los virginianos una década antes que Sir Walter. Para 1606 los novohispanos conocen, pues, de la Carolina del Norte en el Atlántico, a los extremos septentrionales de Oregon, en la costa contraria, veinticinco grados de latitud más allá de Mesoamérica.
Sin embargo en su viaje de siglo y medio después, don Nicolas de Lafora encuentra la probrísima colonización que hemos entrevisto. Morosos los españoles y sus herederos, por naturaleza o por facilidad, dirán luego los historiadores para explicarse tamaño retraso. Lo dirán cuando no se quiera recordar que de Raleigh a las medianamente densas y siempre más o menos externas fundaciones inglesas, todavía en 1730 detenidas a unos doscientos cincuenta kilómetros de la costa, hay siglo y medio que en su primera, larga etapa, es inconcebible sin los piratas que trasladan a Inglaterra, a Francia, Holanda y a sus colonias en el Nuevo Mundo las riquezas expropiadas a la América española. Siglo y medio que para los descendientes de las culturas mesoamericanas significan el arduo, penoso tiempo entre el Apocalipsis que representó la llegada de los extraños y la reconstrucción de su identidad, y para los colonos y sus descendientes el surgimiento de una espléndida Nueva España.
      Lo que Cabeza de Vaca debió contemplar al abandonar a los nómadas y alcanzar la capital de la colonia recién creada, fue sin duda un espectáculo extraordinario, que se repetía ya por muchas partes y que en los próximos veinte años se extendería por toda el área mesoamericana: infatigables hormigueros humanos destruyendo y levantando templos y palacios por cientos, y transportando toneladas de sus alimentos para los nuevos señores de la tierra, en tanto en sus milpas y en sus reservas silvestres pequeños hatos de cerdos, reses, gallinas, burros y caballos se multiplicaban ni más ni menos que como los bíblicos peces, hasta producir “uno de los fenómenos biológicos más intensos de la historia”.
      De ese modo la población indígenas, que en el momento de la llegada de los cristianos equivalía tal vez a la de Inglaterra, Francia y España juntas; sus sofisticados cultivos, su mano de obra calificada, sus complejas ciudades, sus bienes y conocimientos acumulados, permitieron a los conquistadores levantar una sociedad a un ritmo "nunca igualado antes de la Revolución Industrial". De 1521 a 1546 los españoles crearon allí villas, explotaciones agrícolas, ganaderas, mineras, redes comerciales y de comunicación y edificaciones de todo tipo, “que en Europa habrían tardado siglos en construirse”.
Entonces, empujados por los yacimientos de plata que serían famosos en el mundo entero, los seguidores de Cortés desbordaron las fronteras de la civilización nativa, para penetrar en los altiplanos de las naciones nómadas o seminómadas relacionadas con ella, que no estaban dispuestas a someterse y cuya resistencia no cedería sino tras más de cincuenta años de guerra a muerte. También ello a costa de la organización, de los tributos, del trabajo gratuito y hasta de las columnas guerreras de los indígenas de las grandes culturas, que entre tanto se gastaban en números casi inconcebibles. Cuando hacia 1620 los exploradores novohispanos habían descifrado bien a bien los territorios tras el río Bravo, la población del México antiguo se había reducido entre un ochenta y un noventa por ciento y apenas bastaba para sostener a la estupenda sociedad colonial creada hasta entonces.
      La Nueva España sería incapaz de reponerse de esta sangría y de acometer nuevas grandes obras de expansión.


Una sola palabra: muere
En un alto en la retirada desde Saltillo, entre un mordisco y otro a su pobre rancho, un veterano del ejército de Santa Anna aprovecha la opresiva soledad de las llanuras y el cordón de montañas que se sugieren al poniente, para impresionar a los jóvenes reclutas aventando nombres de inquietantes resonancias -apache, comanche, kickapú. Nadie duda de sus palabras: sin percibirlo ellos, entre los matorrales y desde las alturas de los cerros, los indios de guerra siguen paso a paso sus movimientos y esperan. Una noche cualquiera, advierte, entrarán con el silencio de una serpiente y la rapidez de un conejo, y tomará cada uno dos o tres caballos que por una inexplicable complicidad se harán mudos y precavidos. O a algo peor si algún soldado se atreve a dormir al descampado, lejos de sus compañeros.
Los pueblos originarios de estos lugares, guachichiles, guamares, zacatecos, etc., a quienes los mesoamericanos calificaban de bárbaros,  desaparecieron poco después de la Conquista, pero otros los han substituido, y en las décadas anteriores a la intervención es muy animado el juego entre las dos culturas de la tierra que sirve de muralla a las superficies convertidas en el último refugio de la vida nómada y seminómada. En 1821, apenas declarada la independencia de México, el jefe kikapú al cual los mexicanos llaman el Gran Cadó, Príncipe de las Naciones Bárbaras del Norte, hace el viaje a la capital de la reluciente república para firmar un acuerdo a fin de “que hagan las paces y vivan todos quieta y tranquilamente”. Habla a nombre de una docena de naciones, incluyendo a los rudos comanches y apaches lipanes, con quienes ha gastado meses de argumentos. A cambio de terminar con las incursiones indias el primer gobierno mexicano ofrece respetar para ellos, en tanto territorio autónomo, un amplio espacio que va del interior texano hacia el occidente.
      El arreglo no se cumple y los asaltos de las tribus se reaniman, particularmente tras el ganado, en un negocio que promueven los vaqueros texanos. Debe ser entonces que Sam Houston se hace un bien recibido visitante de los refugios comanches, completando su formación de personaje de las fronteras y que, según las denuncias de los mexicanos, quienes conspiran por la independencia de Texas azuzan contra ellos a ésta y otras naciones belicosas.
Luego, cuando se crea la República de la Estrella Solitaria, México entra en el juego y al animar la Rebelión de Nacogdoches da pretexto al segundo presidente de aquélla para ordenar la expulsión de los indios. Entre ellos van los persistentes conciliadores cheroquies que habían recibido, ni más ni menos que como los colonos estadounidenses, una concesión de las autoridades de la Nueva España. Con su vieja cultura agrícola y una profunda necesidad de la paz por la cual habían pagado con creces, convirtieron en vergeles los campos que recibieron. El gobierno texano y los intereses representados en él no resistieron la tentación: “en cuanto a la riqueza de sus suelos y la belleza de su situación, agua y producciones, puede competir con las mejores porciones de Texas”, escribe sobre la zona cheroquie un enviado a constatar los buenos informes que se tienen.
      Como una manada de coyotes, generales y coroneles improvisados durante la guerra con México cercan el territorio y tratan de convencer al jefe “Cazos” de que las familias vuelvan a tomar los arreos, ahora hacia Arkansas. El jefe se esfuerza, trata de hacer valer sus razones, pero rotos los tratos en hora y media las columnas texanas matan o inutilizan a cien de sus hombres y, escuchando arder las cosechas y las chozas a sus espaldas, los ochocientos seres humanos a los cuales quedaron reducidos los Hijos de los Apalaches emprenden de nuevo la marcha. Esta vez despidiéndose de la paciencia y las buenas costumbres, para desde una banda del río Colorado ir y venir tras los alimentos y la sangre de los blancos.
      Ahora sus enemigos de hace poco se hacen sus vecinos y maestros. En especial los comanches, quienes después de lo de los Nacogdoches, convocados a una reunión con los representantes gubernamentales en San Antonio, pierden a todos sus jefes, muertos en el salón de las conferencias o tratando de escapar por las calles de la villa. Sus asaltos se vuelven entonces cada vez más violentos y concentran la atención en los mexicanos, más fáciles de acometer.


Nenúfares y cactus
La intervención contribuye al nacimiento de una nueva generación de pensadores y escritores mexicanos. Su mirada es de una notable frescura y empieza a explayar el país a placer, a veces inflamada de amor aun por sus viruelas. Así la ciudad de México en la memoria de Guillermo Prieto tendrá un gusto a paraíso contrahecho. Relamiéndose numerando las calles, los paseos, las fondas, los cafés, los comedores al aire libre con su feria de personajes hirviendo “alrededor de cazuelones profundos, con piélagos de moles, arvejones, habas, frijoles y carnes anónimas e indescriptibles”, el hoy joven periodista en unos años se detendrá orgulloso a recordar las pulquerías de las afueras: “allí lo supremo, lo tormentoso, lo matizado con todos los colores, el gran mosaico popular, se reservaba para el cuartito de tablas; el músico y el capellán de tropa, el fraile copetón y decidor, el ranchero ladino, el lépero resabioso y tremendo, el puñal y la daga, la bandola y la baraja; en una palabra, todos los útiles para el desempeño fácil y entusiasta de los pecados capitales. Se cantaban canciones obscenas, se jugaban albures con barajas floreadas, se hacía campo a las bailadoras del dormido y del malcriado; en resumen, se daba gusto a Satanás en aquel conjunto privilegiado por su estimación y cariño.”
Alrededor un país, siquiera en parte, delicioso, para Prieto y para cuantos ésta y la mañana siguiente se inician en las palabras. De pájaros: gorriones, tórtolas y calandrias a millones, simples palomas haciendo el mudo entre zenzontles, jilgueros, siquisirís y una incontable variedad de aves de selvas tropicales, de dilatadas llanuras secas, sierras que se anudan y suben y bajan a todas las alturas y se establecen en ufanos valles. Y de flores, en una colección difícil de imitar en otras partes del mundo, con perfumes y dibujos y colores y tamaños a raudales y nombres que guardan sus misterios: omixóchitl, tlalziquixóchitl, cozauhqui, yexóchitl, tolcímatl, caloxochitl, tlalcacaloxochitl, caxtlatlapan, compartiendo la vida con “los mirtos, las adelfas, los lirios, los rosales, los floripondios, los limoneros, los jazmines”, y la casi sin fin serie de orquídeas, de trepadoras, de campanuláceas, de eneldos y amapolas.
Aquí, “a lo lejos, hacia el sudeste, se alcanzan a divisar las ondas vagas y azuladas de la sierra de Matlaquiauitl, perdiéndose entre las curvas de la majestuosa cordillera que domina el Pico de Orizaba”. Allá “la atmósfera, todo aparece súbitamente abrasado por el incendio” del sol, “cuyas maravillas de luz son indescriptibles”.
Son espectáculos de la naturaleza animados por costumbres coloridas. Un domingo de Semana Santa en las montañas que bajan a la tierra caliente del sur, por ejemplo, en el cual “las campanas de la parroquia y el santuario tocan al alba” y los muchachos saltan de sus camas ansiosos de “preparar las palmas, pequeñas para los niños, grandes para los jóvenes, gigantescas para los padres, ligeras y esbeltas para las niñas”, acicateados por el atole de ciruelas reservadas para el día, como “las suaves tortillas de manteca” que lo acompañan. Luego el precipitarse de los muchachos sobre los huertos cosechando los botones de flores de todos los tonos y dibujos para las ramas con las cuales se prepara la ceremonia del templo, con sus incensarios de fragancias indígenas y sus niños en lucidos ropones, que estallarán en la procesión de la plaza.
Es una tierra de plácidas villas: “Casas blancas y rojas, descollando entre los guayabos, palmeros y liquidámbares”, con sus “jardines llenos de brillantes naranjos” que saltan entre los accidentes del terreno como “colocados unos sobre otros”; un cerro “lleno de verdura, a cuyo pie se aduerme voluptuosa la ciudad”, en una borrachera de perfumes.
Estos hombres se regodean ya en el recuento del país del cual quedan encargados, conscientes de inaugurar una literatura que en algunos de ellos recogerá los aromas de la calle: “En una especie de bolsa/que está pegada al refajo,/no sé bien si de la Acequia/o del puente de San Pablo,/en un revuelto manojo,/que parece ramas de apio,/de calles y callejones/de jacales y tejados,/donde se juntan esquinas/como que están contestando...”
Más que las costumbres, bien relajadas ya en el México colonial, lo que se libera es su exposición y la conciencia sobre ellas. Ahora no hay que esconderlas: “Enlazarme a una hermosa deseaba,/Con cadenas de flores, un tirano/Esposo, mi querida me ocultaba;/Pero yo no me conformo con cualquiera;/Y así nunca me falta compañera./Y oportuna pasará ante mis ojos,/Una joven de negros y rasgados, /Y de nevada frente y labios rojos,/Su enagua azul con pliegues abultados,/Sus dengues inflamando antojos;/Y una risa que a todos dice: vengan/Cuantos resolución y plata tengan”.
A Prieto, a Ramírez y a los suyos el país también les duele hasta la médula en sus terribles pobrezas: “Querétaro es un rey destronado; se consume en la pobreza, rodeado de los restos de la fortuna opulenta, de sus títulos de grandeza, borrados por el tiempo, inutilizados por el nuevo giro de los tiempos. Es un gigante paralítico; mirad sus formas, admirad su estatura... vedlo, apenas tiene movimiento”. Tezcoco agoniza y presenta “el espectáculo desolador de un cuerpo enfermo en el que la sangre va abandonando cada día un miembro que se arranca y despedaza”.
Todavía en el centro sonriente del país, Melchor Ocampo anda de viaje y “van tres horas y todavía llanuras; ¡y son de arena, malo!, esto ya comienza a fastidiar; dos horas más, llanuras, esto enfada… Más ya el suelo está seco; hemos alcanzado el camino real y podremos seguir a mejor paso. ¡Vana esperanza!” ¿Y para qué? Para ir al encuentro, “con dolor”, de la “multitud de peajes espirituales que esquilman al rebaño sin provecho alguno”.
No, nada anda bien para estos hombres en el México de los tiempos. Ved a un juez a quien se presume hombre de bien, “entusiasmado, proponiéndose hacer un ejemplar” con su trabajo.”¡Pobrecito! Otros jueces le disputan su negocio, como los perros un hueso; y algunos criminales le dicen: no somos criminales delante de ti, porque no eres juez de nuestra librea… Mi juez no tiene la culpa de que le pongan bajo su jurisdicción un número exorbitante de ciudadanos, ni de que muchos de éstos vivan a distancias considerables… Ni de que en los prorrateos se consideren más, v.g., a los soldados que a los jueces”.         
¿Y las escuelas, “centros de tortura más que de enseñanza”, con sus “atroces” métodos de imponer la disciplina, donde con buena fortuna se aprende lo que era verdad hace un siglo, pero no ahora? ¿Y los caminos atestados de bandidos, contra cuyos asaltos nada valen las escoltas de “aspecto más desmedrado que he visto”, y de las cuales es mejor alejarse por el peligro que representan? ¿Y las decenas de miles de hombres y mujeres arrojados a la prostitución o a la mendicidad?
Qué decir de la “decadencia de la agricultura y bancarrota de la mayor parte de sus capitales”, del “atraso de la industria”, de la “poderosa influencia del mal estado de la propiedad social” y de ésta “estancada en favor del clero”; de “la usura, el agio, el peculado, el contrabando…”
La mayoría de las nuevos letrados culpa de buena parte de nuestras desgracias a los indios, triste rémora, “raza que degenera” viviendo sujeta a “multitud de vicios”, ”las más de las veces extravagantes, pero que algunas veces son realmente criminales”; “hombres sin necesidades, hombres indóciles a todo freno, hombres para quienes la embriaguez y la lujuria son las únicas emociones y eso más propiamente animales que espirituales", con su detestable “parodia” del cristianismo.
Es una visión más intransigente aun que la que tienen de la Iglesia, algunas de cuyas grandes responsabilidades históricas soslayan. Una es de especial importancia.
Aprovechando las virtudes naturales del cristianismo latino para avanzar sobre pueblos paganos, permitiendo multitud de formas de sincretismo, en medio siglo los primeros frailes evangelizadores lograron que la totalidad del centro y sur de la Nueva España y el grueso de las regiones de lo que sería el norte real de la colonia, fueran ganadas por una nueva religión en la cual las comunidades podían subsumir sus creencias.
Esta milagrosa tarea empleó recursos de muchas clases, pero descansaba esencialmente en la imagen y en la palabra; dicha y escrita. Las dimensiones de la última pueden medirse por su capacidad para, en un abrir y cerrar de ojos, tender sólidos puentes hacia las grandes lenguas indias y demostrar la viabilidad de ofrecerles una escritura compatible con el castellano. Muy pronto hay traducciones al náhuatl, al maya, al “purépecha”, al otomí, al zapoteco, etc., de materiales para el adoctrinamiento religioso.
Pero desaparecidos los tempranos misioneros y sus discípulos, en los propios años mil quinientos, se produce un giro radical que da marcha atrás en los avances. Se niega así a los pueblos de estos lados una de las contribuciones más útiles que pueden hacerles los conquistadores, colaborando de manera decisiva al apartamiento que los subordina.
De modo que si en 1846 la Iglesia reclama sus trescientos años coloniales de gran sujeto cultural, debe asumirse también como la mayor responsable de la profunda desintegración lingüística y social.
Los liberales de 1847 no dicen palabra sobre el tema.


Destino manifiesto y democracia

“Nuestra Confederación debe considerarse como el núcleo desde el cual toda América, norte y sur, debe poblarse”, escribió Jefferson, uno de los virginianos padres de la independencia de los Estados Unidos, quien así veía tierra suficiente hasta para la generación número mil del nuevo país.
De cabello rojizo, despiertos ojos avellanados y un enérgico rictus desde el cual, dicen, irradiaba tranquilidad, la estampa de este arquitecto que contribuyó a hacer encantadora la ciudad natal del general Taylor, chocaba al sector de los políticos aristocráticos de su tiempo, “desgarbada y poco suelta”, entre “trajes mal cortados y peor tratados”. Un senador decía haber buscado allí “gravedad, pero parecía que sobre él se proyectaba no sé que laxitud de ademanes”, y que su discurso “era trabado, incoherente y, sin embargo, derramaba informaciones por dondequiera que iba, y hasta llegaban a salir de él, como chispas, algunas sentencias brillantes”. Para el pueblo, aseguran, era el símbolo de una forma de democracia política que adquiría rasgos sociales por la indirecta vía de proponer una nación de agricultores, tratando de evitar que se creara una “monarquía del dinero”.
La independencia estadounidense había producido la primera república moderna, pero “dirigida por la generación más conservadora que haya estado al frente de revolución alguna”, no se propuso una utopía social y se deslindó de la francesa como otra malformación del Viejo Mundo. De hecho, la Constitución garantizó la supremacía de los grandes propietarios, limitando el voto a las rentas y reservando los cargos de representación a la gente de bien.
Con Jefferson terminarían algunos de estos candados, en la nación que saludaba su nacimiento apropiándose las recientes herencias europeas -la Ilustración, la Revolución Industrial, la legislación británica, el nuevo auge de las artes y las ciencias- y creaba instituciones propias en la primera sociedad occidental donde se declaraba formalmente la libertad de cultos y la convivencia entre tradiciones y etnias diversas. Lo declaraba al menos hasta donde necesitaba o podía, conforme al supremo principio de prosperar sin pausa, de manera que los pueblos indios quedaban fuera del pacto nacional y en quince años perdían diecinueve millones más de hectáreas, y la esclavitud no sólo no desaparecía, sino que incorporaba hombres y mujeres del Africa negra a un ritmo muy superior al de los tiempos coloniales.
El acuerdo por la prosperidad, la igualdad, etc., excluye en realidad a un porcentaje tan alto de la población blanca como se requiera. En el sur, por ejemplo, el pionero que hemos visto arrastrando a su prole por centenares de penosos kilómetros, “apenas practicado un claro, instalado la casa solariega”, ve aparecer a un plantador de tabaco o algodón con sonoras, tentadoras alforjas de monedas de plata. Si no las toma a tiempo, como denuncia un periódico, termina “obligado a internarse en las arenosas montañas cubiertas de pinos”, y de tomarlas y volver a emprender el camino del Oeste no hace sino cumplir de nuevo “con la finalidad de despejar y preparar el suelo para el ejército de negros y sus capataces, que presiona a sus talones y que tornará improductiva su industria e intolerable su vida”. Según las notas de un viajero, muchos de lo que quedan “no pueden vivir de otra forma que robando”.
En el norte tampoco faltan los agricultores desplazados una y otra vez más allá o que deben conformarse con tierras pedregosas, y escaseando los hombres, son comunes las mujeres y los “niños mayores de 7 u 8 años” que en familia se entregaban a un empresario textil, viviendo en las casas y bajo las reglas del amo, y que cuando no iban por su pie eran cazados por las pandillas de “comandantes” o “negreros”, piratas de la ciudad que obtenían un dólar por cada ingenuo o desprevenido.
La vida no debía ser fácil para Jefferson, quien contemplando el trabajo esclavo escribía: “tiemblo por mi país cuando pienso que Dios es justiciero y que su justicia no puede dormir siempre”. Como el John Quincy Adams que llamaría a las tropas a desertar ante la intervención en México, este hombre parecía atrapado por hondas contradicciones. Si los Estados Unidos que despertaban enormes ilusiones en otras partes del mundo, recibían la misión de extender la democracia y para ello, a lo Moro, tenían no sólo el derecho sino la obligación de avanzar por el Cuarto Continente, ¿de qué manera cargar con un régimen de esclavitud cuyo tráfico habían terminado por prohibir la propia América española que se proponían rescatar para la libertad y la propia Inglaterra de cuyas lacras abjuraban? Contra sí mismo, el defensor de una sociedad de campesinos libres estaba obligado a reconocer que los brazos extraídos de entre la negritud al más brutal costo, eran necesarios para el vertiginoso crecimiento de su país, demandado por el magnífico papel que se le deparaba.
En cuanto a la expansión territorial, la tarea inmediata, sobre las posesiones inglesas y francesas, no presentaba reparos morales. La siguiente, sobre las regiones septentrionales de la Nueva España, podía ser salvada asimismo sin cargos de conciencia ni enfrentamientos militares. Bastaba dejar que la gruesa corriente de los colonos cumpliera su vocación de ocupar los inmensos espacios no poblados por sus vecinos del sur. Eso y el resarcimiento económico, comprando cuanto se precisara, era suficiente.
Pero Texas iba a demostrar que también aquí los “buenos propósitos” chocaban con bajos intereses personales, prácticas escandalosamente antidemocráticas y conspiraciones internacionales a las que les importaba un bledo la ética. ¿Y qué hacer cuando la cuestión texana no fuera ya una discusión con el imperio español, sino con quien a su vez se proclamara como una república de hombres libres, y el expediente de la compra se topara con el orgullo de la clase política mexicana y con la conciencia de sus clases medias sobre la responsabilidad de defender su herencia y, tan legítimamente como los jeffersonianos, la de las futuras generaciones del país?
¿Cómo habría justificado Jefferson el avance sobre México? ¿Habría pensado, con Quincy Adams, que la agresiva política internacional que comienza aquí, en su doble discurso se hace perversa y carcome la democracia de los Estados Unidos, justo en el momento “utópico”, “renacentista”, de Emerson, Thoreau y los demás?


El gran recurso

Los historiadores mexicanos encuentran que desde Jefferson la ambición territorial de sus vecinos del norte descubre a México como objetivo. Es cierto que antes la fiebre de tramperos y pioneros que desde 1768 siguen los caminos de la trashumancia de los búfalos, las sendas indias, la extraordinaria red fluvial, se afana tras renovados Oestes. Pero también, que al poco las tierras de sus vecinos del sur se dibujan en sus sueños. Particularmente a partir de la visita de Alejandro de Humboldt a los Estados Unidos, en 1804, tras un año de trabajos en la Nueva España. En charlas con Jefferson y diversos funcionarios de los más altos vuelos y en una presentación formal en la Sociedad Filosófica de Filadelfia, este representante de la ilustración alemana deslumbra a su público con el “fabuloso tesoro informativo y cartográfico” que ha extraído de la colonia española con la colaboración y, no pocas veces la guía, de jóvenes estudiosos de ésta.
      De hecho su obra presagiaba el pronto avance estadounidense sobre el norte novoshispano, y gracias a la amplitud de su mirada hasta parecía darle pistas. Del presidio más profundo y occidental de la Loussianna al primero de Texas, advertía, “hay todavía cerca de 68 leguas” de muy difícil tránsito. Pero no había que preocuparse demasiado por ello, agregaba enseguida, porque estos “arenales, en parte pantanosos, ofrecen obstáculos fáciles de vencer y pueden considerarse como un brazo de mar que separa dos costas vecinas”, de manera que su paso no tardaría en ser franqueado por los colonos.
      Como sea, los secretos de la naturaleza novohispana parecen revelarse allí, mostrando una extraordinaria riqueza que espera por un espíritu ingenioso y decidido, capaz de armonizar las capacidades y necesidades humanas con las ventajas de venturosas tierras, climas, variedades vegetales, depósitos minerales, litorales... La expedición ordenada de inmediato por Jefferson a un pareja de exploradores, Lewis y Clark, a los historiadores mexicanos da así la impresión de obnubilarse con su país.
La historia patria de los Estados Unidos prefiere recoger de la aventura de estos hombres un aspecto distinto. Lo que para ella importa es remontar del río sagrado de los indios hasta los actuales territorios de Montana, plantarse al pie de las Rocallosas, jamás superadas por la colonización; alcanzar la región de los bautizados por los franceses como Narices Perforadas y, tratando de convencer a los pueblos a su paso -mandan, kansas, pawnees, sioux...- de que “el Gran Padre Blanco moraba en el futuro Capitolio”, probar que el océano Pacífico, “que durante tanto tiempo ansiamos ver”, estaba a la mano. A la mano por tierra, porque los barcos mercantes de Nueva Inglaterra llevaban rato visitando el lugar, como demostraba el son of a bitch que se había incorporado al lenguaje de las tribus de la costa. Lewis y Clark, pues, antes por encima de todo lo que habían revelado era la ruta al Oregon.
Si bien de ese modo, por supuesto, al alimentar el apetito por el acceso al mar del otro costado, centralizando el atractivo en el puerto de San Francisco, dirigían las miradas hacía la Nueva España-México. Al poco otro aventurero de rústico, perfecto nombre para pasar a la épica estadounidense, Zambulon Pike, viajaba a nuestras provincias internas, se iniciaba la colonización de Texas, decididos comerciantes abrían la vía a Santa Fe, Nuevo México, y en 1836 intentaba negociarse la compra de California, que en un abrir y cerrar de ojos jalaba una desviación del animado Camino del Emigrante que regaba de Michigan y Missouri al hoy estado de Washington.


¿Pero es Tomas Moro o El Banco, quien habla?
En Texas todo acomodó a la pretensión de separarse de México. En medio siglo los colonos venidos de los Estados Unidos se convirtieron en la mayoría de la población, incluyendo la india, a pesar de que ésta crecía con la llegada de naciones expulsadas del Este del Mississipi, como los juiciosos cheroquies a los cuales se obligó a hacer Camino de las Lágrimas y que creyeron encontrar una nueva patria aquí. Sin contar, desde luego, a los esclavos negros, cuyo número nadie registra pero que no deben ser pocos, porque durante él último medio siglo en el país en su conjunto han pasado de 700 mil a tres millones, y los texanos animan su tráfico.
Era una población blanca todavía modesta, que apenas rebasaba los 50 mil habitantes, pero notablemente dinámica, cada vez más incompatible con México y capaz de hacerle frente, sobre todo si su país de procedencia la avalaba de una o de otra manera.
      Al mismo Austin hijo, quien al parecer en principio no se mezcló con las conspiraciones separatistas de Houston y los otros, el sentido común terminó indicándole este camino. Llevaba años batiéndose con la desatención y los caprichos de los gobiernos mexicanos. Apenas declarada su Independencia, aquéllos pusieron en entredicho la legalidad de su concesión. El hombre tuvo que hacer el casi interminable viaje de Bejar a la ciudad de México. Allí gastó el tiempo en antesalas, se cruzó con una revolución y al fin un año después consiguió volver a San Antonio con el reconocimiento de sus derechos. Luego, tras un momento de reposo, vuelta a las dificultades.
      Por más que cabe preguntarse qué tan legítimo era el empuje colonizador y si se debía no tanto a la herencia de Tomás Moro, de los virginianos y demás, como a la avaricia del capital financiero. Porque la real colonización texana coincidía con el gran movimiento humano hacia nuevas tierras, atraído por un alza en los precios de las cosechas, que hacía a los colonos comprar parcelas muy por encima de su capacidad de pago. Compitiendo con grandes plantadores que daban hasta 375 dólares por hectárea no desbrozada, quedaban en manos de las instituciones de crédito locales o, peor, del Banco de los Estados Unidos, tan fuerte y autónomo que es capaz de enfrentar a los presidentes en turno. En una historia que ya hemos escuchado y que en el siglo XX los personajes de Las Viñas de la Ira revivirán, el Monstruo de Chestant Street, que en 1847 está a punto de trasladarse a la más moderna calle de Wall, hizo confiscaciones masivas y aventó de vuelta a la aventura. De manera que no hay modo de saber, pongamos, cuántos de los 20 mil colonos de Austin hijo fueron empujados por la decisión de los banqueros.
      Algo similar sucederá en los territorios que Polk pretende en cierto secreto, si México pierde la guerra. Y otras cosas.
Los Estados Unidos son eso, una federación, en el más real sentido. Su primera mitad de siglo de vida independiente la pasan en un juego de péndulo entre tendencias hacia la unidad y hacia la dispersión, que en un caso elocuente en 1832 llevan a Carolina del Sur a un paso de separarse. Lo que precipita allí los hechos es una tarifa de impuestos que privilegia a las manufacturas, cargando la mano a los agricultores. La ofensa es particularmente grave para un estado que fracasa en el intento de levantar fábricas para industrializar su algodón y no entregar la mayor tajada del negocio textil a los manufactureros de Nueva Inglaterra. La legislatura local declara sin efecto la decisión del gobierno, uno de sus políticos introduce la noción del “derecho a la secesión”, y está a punto de producirse un encuentro entre el ejército federal y la fuerza de voluntarios estatales.
Detrás está la lucha de intereses entre los plantadores del sur y los industriales, comerciantes y banqueros del norte. Un conflicto tan bien definido que hay una línea geográfica marcada para la esclavitud y en la aceptación de los nuevos estados creados en el Oeste la regla de oro es el equilibrio entre norteños y sureños. De modo que, por ejemplo, se induce el reconocimiento de Alabama en 1819, para que cada parte cuente con once estados, y se vuelve serio problema el siguiente en la lista, Missouri, que se halla “casi completamente al norte de la línea” pero permite la esclavitud, haciendo que los diputados aprueben una enmienda abolicionista y el Senado la rechace, etcétera.
La pugna de intereses ha estado siempre tan a la vista, que Jefferson escribía ya tres décadas atrás: “Esta importante cuestión, como una campanada que en medio de la noche tocara a rebato, me despertó y me llenó de terror”. Al producirse los conflictos por Carolina del Sur, cuantos tienen un olfato más o menos fino se dan cuenta de que no son sólo el anuncio de una gran, irremediable confrontación. Entre ellos, el presidente Jackson -“El próximo pretexto serán los negros” – y John Quincy Adams, quien anota en su diario: “Estoy seguro de que la cuestión actual es un mero preámbulo; algo así como la portada de un extenso y trágico volumen”.
Siendo secretario de estado de Monroe, Adams inauguró la nueva estrategia diplomática con los europeos, y simultáneamente trató la compra de Texas. Es a él a quien “el perverso” Wilkinson citaba declarando que “México centellea ante nuestros ojos”. La afirmación tenía, sin embargo, un dejo crítico, en la frase que la precedía: “La gente de Kentucky está llena de ansias de empresa y aunque no es pobre, siente la misma avidez de saqueo que dominó a los romanos en sus mejores tiempos”.
En todo caso, el hombre pretendía una negociación directa del gobierno federal, sin duda intuyendo los propósitos de los colonos texanos, contra los cuales tronaba luego en el Congreso: “¡Los insurreccionistas son principalmente ciudadanos de los Estados Unidos, que se han internado ahí con el propósito de revolucionar el país!”
Porque en manos de éstos Texas se convertiría en un verdadero dolor de cabeza, en razón de que extendían el régimen de esclavitud y al anexarse romperían por completo el equilibrio entre el Norte y el Sur, particularmente en razón de que “mayor en superficie que nueve estados abolicionistas del nordeste, puede dividirse en varios estados esclavistas” y dar superioridad absoluta a los sureños.
Ahora, con la política de Polk, la guerra civil es cuestión de tiempo.


¡Al coraje, amigos!
La campaña de Taylor sobre Tamaulipas, Nuevo León y Coahuila se acompaña con los movimientos de los ejércitos del Centro y del Oeste, menores en comparación, y con los de una ya poderosa escuadra.
En enero de 1846 un contingente auxiliar está a la vista de Monterrey, California, y en combinación con las tropas regulares y la armada en julio toma San Francisco y Los Ángeles, para continuar al poco con San Diego y Santa Bárbara. En Nuevo México los invasores ocupan el corazón del estado en agosto. En los dos casos sus progresos se consolidan. No así en Chihuahua, donde en diciembre se hacen de Paso del Norte –hoy Ciudad Juárez- y de la capital, para abandonarlas en unos meses a fin de reforzar a las tropas del Rudo y Listo Viejo.
Entretanto la flota da comienzo al bloqueo de los principales puertos del Pacífico próximo –Guaymas, Mazatlán, Altata, San Luis y Manzanillo- y se prepara el de los del Golfo más allá de Tamaulipas: Tuxpan, Antigua, Antón Lizardo, Tlacotalpan, San Juan Bautista –Villahermosa-, Laguna, Frontera y El Carmen.
Aquí y allá autoridades vecinos se dan a la resistencia. En particular en Nuevo México, donde sin importar las primeras inclinaciones del gobierno local para negociar, la defensa se propaga alentada por un levantamiento indígena sin más recursos que los propios.
No es una conducta extendida ni mucho menos y puede hacernos creer que el país en general no da para actos de esta clase. Pero en los 1860, cuando sobrevenga la invasión francesa, será sistemática y muy parecida a la que Heriberto Frías recrea en una población norteña de estos tiempos:
“Habían llegado a ella algunos jefes mexicanos, dispersos tras nuestras derrotas. Hablan a los selváticos habitantes y recordando al eterno Hidalgo, alientan a la población con el estandarte de la Virgen del Tepeyac. Entonces un guerrillero –Suárez- muy querido en la localidad, organiza su defensa ante una columna americana expedicionaria que se aproxima amenazadora, tratando de entrar impunemente.
“...todo el pueblo de San José ordenado en masa en el atrio de la iglesia. En aquel mismo instante se oyó el estampido del cañón estadounidense. Y la avalancha humana se precipitó furiosamente a través de la pequeña plaza, entre los árboles, desembocando luego por la callejuela norte. Iban por fin a romper el cerco con que el mayor Stephenson había aferrado al pueblo....
“Al frente de aquel humano montón, lanzado a todo correr, iba sobre un potro aún no bien domado el joven sacristán de la iglesia, el cual llevaba atada a su cuerpo y al de su cabalgadura la lanza en cuya punta flotaba el lienzo tricolor con la imagen de la Virgen de Guadalupe. Cincuenta guerrilleros de los mejores, armados con lanza, machete y reata, con el mismo Suárez a su frente, cerraban la columna. Y todos, todos sin excepción, guerrilleros y mujeres, viejos y niños gritaban terriblemente, animados en el vértigo huracanado de su carrera:
“El enemigo no tuvo tiempo para enfilar aquella masa humana al atravesar la callejuela. Tres minutos después de la partida del atrio de la iglesia, desembocaban en el campo, ya al abrigo de una colina tras de la cual se hallaba el cañón y dos compañías americanas desplegadas a lo lejos.
“Entonces fue cuando los pelotones de guerrilleros de la vanguardia aumentaron su parte dispersándose en un gran espacio... Las lanzas mexicanas no se dieron punto de descanso atravesando pechos extranjeros, pasando de uno a otro, evolucionando prodigiosamente con sus pequeños caballos, que parecían tener alas... Y Suárez en su yegua retinta pequeña y agilísima...
“Sobre las cabezas de los combatientes yankees se desenrolla una reata y cae sobre el cuello del cañón, haciéndolo girar en el momento en que iba a hacer fuego, y dispara sobre el flanco de las compañías estadounidenses...  Y mientras se rehacían y llegaban las otras fuerzas estadounidenses, Suárez ganó el sur escoltando a la población...”
¿Pero qué hace el mayor Stephenson cercando al pueblo de San José y sus correligionarios regados por nuestro norte, a lo largo de un océano y otro y preparándose a penetrar el centro del país? ¿Defender a Texas?


Ulises

La compañía de San Patricio ha participado en los momentos más reñidos del último día en La Angostura. La acción le ha costado veintidós muertos, de quienes no tenemos dato alguno, y seis heridos sin nombre. El cuartel general y la prensa de México los premian con menciones especiales: “Pelearon como leones”, y el ministerio de la guerra hace público que “en reconocimiento, se les extenderán diplomas”, de seguro nunca extendidos. Un testigo estadounidense no puede dejar de apuntar: “Sirvieron con una coraje y una fidelidad que no habían demostrado con nuestras tropas”.
      Tiempo después otro católico irlandés publica una novela que descubre a la narrativa una nueva dimensión de la existencia humana. En Ulises busca el monólogo interior de sus personajes, para encontrar el aparentemente caprichoso universo de imágenes y palabras que los hombres y mujeres somos. Un escritor en ciernes, que vive de dar clases particulares, descubre así en un instante de su “mente cavilosa”, que se pregunta por su madre, el vaso de agua de ésta “en el grifo de la cocina, cuando había recibido la comunión”, una “manzana rellena de azúcar morena, asándose para ella en la chimenea, una oscura tarde de otoño”, sus “lindas uñas enrojecidas por la sangre de piojos aplastados, de las camisas de los niños”. O el recuerdo de una excursión cuando pequeño, que es un trasbordador con sus “borrachos saliendo a remover el hígado”, “vomitando por la borda”, la propia sensación de nausea, la viva estampa de una muchachita que no da señales de mareo y su “chal azul al viento“.
Por la cabeza del personaje, alborotada por lecturas, ambulan muchas criaturas ajenas a un hombre o una mujer comunes. Sin embargo, el gran manantial de cuanto dentro de él se mueve viene de la vulgar realidad en torno suyo: el mar, las calles, los tranvías, el trasiego de la fauna humana citadina, las charlas de ocasión, los pájaros, el viento, la luz. No hay instantáneo suceso, por nimio que parezca, que no impregne su alma.
      ¿Cómo es el universo interno de Kelley, con sus miles días y de noches acumulados? Imaginemos, por ejemplo, unos cuantos minutos de una mañana cuando tenía dos años de edad. Las paredes, el techo, el piso, todo en el modestísimo hogar de la familia huele a una tierra que, como cualquier otra, despide perfumes y tiene tonos y calidades sólo suyos. Las tres o cuatro sillas y la mesa de madera que hay allí, con las historias privadas que relatan sus cicatrices, están tan dentro de él como el padre, la madre, la media docena de hermanos y hermanas. Mira a la más pequeña que duerme, luego al triángulo de luz viscosa de la media mañana estirándose desde el hueco de la puerta abierta, al pie de la cual descubre una vara que lo hipnotiza.
Mientras cumple la decena de pasos que lo separan de ella, cae girando, remisa, en el aire, una hoja, el reflejo de la punta de un cuchillo estalla en sus ojos, la nariz se queja por un granillo de tierra, el rabillo del ojo descubre el reptar apurado de una araña, canta un mirlo, un mirlo y no un pájaro a secas, cuyo trino para el pequeño James no delata todavía a un ser concreto y es un trozo más de eso incomensurable de lo cual él también forma parte. Alcanza el cuadro de la puerta, se agacha para tomar la vara, que se escapa en una mano venida de la nada y que enseguida descubre a la muchacha en la cual se remata y su gesto socarrón, divertido con el efecto que produce en él, en el niño, quien continúa sus lecciones sobre el mundo en disputa. Ella se da la vuelta con un aire triunfal coronado por el vuelo de su cabello largo y castaño, que es un acto de encantamiento al cual por años quedará sometido él.
¿Dónde están en 1846 para Kelley la hermana que duerme, la tierra, el triángulo de luz, el canto del mirlo, la vara, la cabellera que se agita? ¿Cómo andan en él el padre y la madre, la obligada mujer y los obligados hijos e hijas de sus treinta años de edad, si viven todavía?


Los Barcos Cementerios
Para los irlandeses, a pesar de la aparición de las naves a vapor las condiciones del viaje a América no son mejores que las de aquellos retos a la fortuna de los veleros de Colón, o de los barcos con colonos y sirvientes escriturados de más tarde rumbo a las fundaciones norteamericanas, en los cuales a cuando menos una quinta parte de los arriesgados le aguardaba alguna clase de muerte, durante la travesía o a consecuencia suya. Es cierto que en ese juego de números que representan los promedios, las bajas son bastante menores en los cruceros de los viajeros irlandeses. Pero también, que por años o por estaciones este mismo juego entrega resultados que enchinan la piel, y no faltan testimonios sobre cargamentos de emigrantes en circunstancias aun peores que las de los navíos del comercio de esclavos.
      También allí todo se confabula contra “la más asquerosa masa humana”, como la llama un observador protestante, en que se transforma el “veneno irlandés” en los mares. Si los “perros salvajes” quieren abandonar el país, allá ellos, piensan las autoridades inglesas, que los entregan a la codicia de los capitanes, de los timadores profesionales, los funcionarios y otros escarbadores de pobres que habitan los muelles.
      Los más empiezan a conocer el nuevo ultraje en el cruce del canal al cual se ven obligados para alcanzar en un puerto de Gales o, peor, en la cínica Liverpool, las naves que viven de su carga, la del irlandés emigrante, pero que no van a ella porque no están dispuestas a renunciar a las ganancias de un mercante cualquiera. “Hombro contra hombro” los viajeros atestan barcuchos que gracias sólo a la misericordia de Dios cubren la breve ruta a Gran Bretaña hasta con mil cuatrocientos “desarrapados” que no hacen más que vomitar y tiritar, empapados, durante las imprecisables quince, treinta horas o más, de este introductorio descenso al infierno, en el que es frecuente que un golpe del mar cargue con alguno.
      “Universalmente enfermos”, apenas respiran en tierra firme cuando los enganchadores les meten un boleto en la bolsa al mayor precio posible, hablando sin parar para que no se entienda si la nave parte al día siguiente o dentro de dos meses. Si el engaño se cumple, las provisiones para el viaje se consumen aguardando, costeando a precios absurdos la más sucia posada o pasando las noches en los muelles, cuidándose de esa raza de otros desgraciados que se convierten en ladrones y se especializan en ellos.
Subiendo como ganado a las casi siempre pequeñas, destartaladas naves, entre la irritada inquietud de los tripulantes por echarse al mar con la inestable, nerviosa sobrecarga que molesta las maniobras y a la que hay que mover en masa de aquí para allá las incontables veces que se necesita, y que ya antes de subir sufre del “mal del mar”, que la acompañará a veces las seis, siete, ocho semanas de la travesía. Una sobrecarga que se volverá intratable cuando las tristes despensas personales, el agua de las estorbosas pilas de barriles que nadie se ha preocupado en sanear, el sudor y el vomitó compartidos, hagan a muchos caminar torpe, erráticamente, o no les permitan levantarse. La disentería, el tifus, el cólera, caerán sobre ellos, enfermos también de la nostalgia, ahora inmensa, que no hay manera de reparar, porque pone un océano de por medio a casa. Y entre esto y aquello, las tormentas.
Cuando Joseph Conrad escriba algunas de sus mejores páginas, apretujando hasta el ahogo a desgraciados emigrantes chinos en el barco de un necio, no hará sino dramatizar la experiencia de los irlandeses camino a América. Hay una carta que da cuenta de quince tormentas durante el viaje, y la mayor parte de la numerosa correspondencia rescatada se refiere cuando menos a una, en imágenes que bien podrían ser del escritor y marino polaco. “Fue algo formidable y veloz, como el repentino quebrarse de un recipiente con furia”, dice Conrad recogiendo el encuentro con los “furiosos latigazos que rompían como truenos”, de una tempestad como la que recuerda Thomas Reilley, un viajero del montón. Algo, según la novela y las cartas, que los ataca “como un enemigo personal”, que “trató de aferrarles  los miembros, se adherió a sus pensamientos, buscando derrotar sus espíritus”, “con cada brutal golpe de las olas”. “Las sacudidas del barco exhibían una impotencia aterradora. Daba tumbos, caía de costado, hacia adelante, y se enderezaba gracias a golpes demoledores, entre la tempestad que ululaba y se retorcía”, “con la fuerza y el ruido de cientos de mazos”, “gigantesca, como si todo el mundo fuese un abismo negro” y se estuviera “cara a cara con la muerte”, en “una tumba de agua”.
Las escenas de los emigrantes encerrados bajo cubierta, aventados de un lado a otro entre el precipitarse de cajas, de maderos, de muchos pequeños objetos, a obscuras, peleando por el aire enrarecido con miasmas de la peor clase, son las mismas en Conrad que en la correspondencia, y sólo falta a la realidad que los capitanes se decidan a sacrificar a estos inmundos seres para aligerar la naves.
“Tormentos infernales”, escribe a casa D. Maloney, el 20 de mayo de 1845, durante el viaje. Infernales, sí, porque de creer a un observador anglicano y leer las notas de los emigrantes con un determinado espíritu, para los irlandeses católicos del pueblo llano no obra en los mares la protección de Dios, que algunos parecen hacer coincidir con Irlanda y sus tradiciones religiosas, de modo que su fe no es universal, “no podía internacionalizarse”. En el inconsciente histórico la curiosidad y el temor por la posible aparición de fenómenos extraordinarios como los que enfrentó el fraile misionero del siglo sexto, empiezan por descubrir un océano cuya inmensidad encoge el corazón, despertando fatalistas rumores: “algunos decían que el capitán había perdido la ruta”, o “que el barco estaba a punto de romperse” o “se había vuelto niebla”. En ese gran mar que no deja de ser el que en los años mil quinientos el primer cronista de las Indias españolas comparaba con “el giratorio curso de los cielos” y que no importa los años y la abundancia y la regularidad del trasiego de naves de ida y vuelta, no pierde un sentido al cual hoy llamaríamos estelar, de marcha por el misterio, que no hace mucho despertaba entre los propios marinos leyendas de serpientes de un kilómetro de largo, de “tortugas tan enormes que llevaban árboles y arroyos y pueblos enteros a la espalda y que se sumergían sólo una vez cada quinientos años”; o del “viscoso y terrorífico kraken” que aparecía entre las olas sin aviso, y que de no cerrar los ojos a tiempo, auguraba una muerte segura.
La experiencia se torna indescriptible cuando en 1846 cae sobre la isla la mayor peste que sociedad alguna conozca en el siglo: “Se ve a las madres con tres o cuatro niños agarrados a sus faldas, vagando por los caminos hacia la ciudad, con la ropa hecha jirones y muertos de hambre”, escribe Swift entre lágrimas, y un historiador ingles: “Lúgubres filas de seres humanos ambulan, clamando el hambre. Los que pueden ganan un puerto, donde suplicarán que se les embarque a Inglaterra, o mejor aún, a América. Los otros mendigan o se acuestan en el suelo, esperando la muerte.”
No hay tiempo siquiera para sepultar a los muertos, y ciento cincuenta años después seguirán encontrándose en las playas las huellas de la Gran Hambruna.


El arte de la adulteración

Que las hoy compañías de San Patricio y su mayoría irlandesa católica no representan nada, dicen los historiadores estadounidenses más conservadores. Nada.
      Las oleadas masivas de los Pats y de los alemanes de culto romano comienza a producirse en los 1830, pero ya antes el sectarismo se instala entre lo más atrasado de las muchas Iglesias protestantes. En 1813 está activo un movimiento para cerrar el paso a la “conspiración papista”. El partido Kwon Nothing, lo llaman, por la consigna que se ordena a quienes están involucrados, ante cualquier pregunta al respecto: “Yo no sé nada”. Nada sabían, por ejemplo, de libelos como el Horribles descubrimientos en el Hotel Dieu de Montreal, que exhibían los obscuros ritos de los preparativos ordenados por el Papa, decidido a convertir al nuevo país y vaya a saber si de trasladar su trono a él, pues “¿quién podría querría vivir en la decadente Roma si podía vivir en el valle de Misissippi?”.
De no existir este proyecto de todas formas los católicos, como las plagas de Egipto, estaban “corrompiendo la moral de la nación”. Por encima de todos, los Pats, que de seguir dejándolos llegar inundarían la tierra de “tiendas de licores” y vicios en cascada, los cuales llevan en la sangre. Por algo hay quienes en el avanzado Norte en donde se instalan, los conocen como los “negros blancos” y no los tratan mejor que a las “piezas” que escapan de los sureños campos de tabaco y algodón.
Con los años el temor de los Know Nothing se afirma, certificando como los irlandeses católicos se vuelven río y se hacen dominantes en Nueva York, en Filadelfia, en Boston y otras ciudades de Massachuttess. ¿Qué tanto de los 400 mil habitantes de Nueva York, de los 275 mil de Fidaldelfia, y de los algo más de cien mil de Boston, de 1847, representan los ochocientos mil Cabezas de Papa que, llegados en los últimos diecisiete años, quedan en ellas? ¿Y los hijos y los nietos de los 100 ó 150 mil que entre 1783 y 1814 se adelantaron a estos “nuevos hijos de Israel”, y los de los 200 mil venidos entre 1815 y 1830?
Se trata de “exilados” en su mayoría procedentes del campo, pero entre los cuales van también artesanos, pequeños propietarios, religiosos y periodistas, que pronto adquieren un considerable peso social y político porque son producto de una isla donde durante trescientos años se han practicado todas las formas posibles de resistencia organizada.


Los de a pie y los otros
Un viajero se complace en registrar la vida de las familias adineradas de la ciudad de México. Las intimidades de la residencia de un próspero abogado, por ejemplo. En un gabinete adjunto a la sala de estar “observamos telas de encajes, un libro de oraciones y una novela de Eugenio Sue”, y “a través de una puerta semiabierta contemplamos el interior de una recámara. Una cama grande está adosada al muro por uno de sus costados. La cabecera y los pies son de bordes curvos y en los paneles ovalados aparecen Adán y Eva, y el Arca de Noé en pinturas de aceite. Todo parece ser un invitante lugar de reposo, con un cubrecamas damasquinado, confeccionado en fina lana, y cojines de muselina bordada. Una señora algo corpulenta está sentada en la cama a la manera turca, con las piernas dobladas debajo de ella, sobre una orlada piel de tigre, saboreando un taza de chocolate, mientras la doncella, sentada en el piso frente a la dama, sostiene en la mano un platillo de plata sobre el cual hay un vaso de agua…
“Las alegres risas en el aposento anexo nos hacen suponer que allí se encuentran los hijos. Mas seguramente se trata de las hijas y, por extraño que parezca, ninguna de ellas lleva abrochado el vestido… Las chicas fuman alegremente sus cigarrillos; una está sentada en el suelo sobre un cojín felpudo, mientras una doncella le peina los brillantes cabellos.”
En el piso bajo el “cuarto de la lavandería está abierto” y en la mesa se ven diversas planchas de hierro macizo calentadas en un hornillo. En la cocina “encontramos al cocinero, a dos criadas, una chica recadera y un mozo de librea”. Son los encargados de tener en buen estado el estómago y el alma de la familia. Empezando por los de la señora, “que a las ocho de la mañana toma “una taza de chocolota con pan de dulce, sin necesidad de reunirse con toda la familia, pues cada persona recibe sus alimento en su alcoba.
“A las diez de la mañana se sirve un desayuno caliente que consiste en carne asada o cocida, huevos y la infalible ración de frijoles refritos con cebolla. A las tres de la tarde se sirve la comida” de cinco platillos incluido el postre, más las confituras de remate. Viene la siesta y a las seis de la tarde otra taza de chocolate “o, en tiempo de caluroso, un helado o jalea de frutas y agua… Después de un corto paseo a pie o a caballo llega el momento de ir al teatro y a las tertulias… La cena se sirve habitualmente a las diez de la noche. Cosiste en carne asada, ensalada, frijoles y dulce…
”La señora de la casa no tiene mucho de qué preocuparse… Como la despensa no contiene muchas provisiones”, porque en la ciudad sobra de todo en cualquier época del año gracias a las chinampas del sur, a la abundancia de ganado y a la prodigalidad general de la tierra en este centro del país. Así además “los sirvientes no caen en tentaciones y la señora no se toma el trabajo de vigilar el abastecimiento del día”.
¿Cómo recibirá la familia del abogado el altanero alborto callejero que en enero secunda el decreto de Gómez Farías y sus puros para la ocupación de los bienes de manos muertas de la Iglesia? Esta entrada en la escena política del pueblo llano es un fenómeno único en el México urbano y en la práctica dio comienzo a fines de1844, con la participación popular en el movimiento para expulsar a Santa Anna. Detrás había una década de gobiernos conservadores, cuya carga se expresaba en la ciudad en el olvido de las formas de representación de los sectores sin recursos, por decorativas que resulten; en la más rancia reasunción del clero, los recortes a la libertad de una prensa de pobre resonancia, se pensaría, si el noventa por ciento de la población es analfabeta, pero de gran presencia en el república mestiza y criolla; y en la continuidad del empobrecimiento de los artesanos, de las actividades comerciales en modesta escala y de la gente del montón, en resumen –aguadores, macheteros, prostitutas-, que sobrevive del sobrante de los bolsillos ajenos.
La manera en la cual el pueblo vil se echó a las calles para sumarse al empujón del Seductor de la Patria a un segundo trastierro, era inédita y propició el activismo callejero que florecere con el golpe de Salas y el impulso de los intransigentes,  concretando las figuras de la asamblea y del tribuno popular y legalizando los meetings, ahora con asistencia de la comunidad universitaria que se suma a la demanda por el fin de la educación religiosa y reclama el de la virtual privatización de los cargos públicos.
Con ella vino la movilización a la vez de las personas de bien, como nuestro abogado, y de sus confesores, cabezas de la Iglesia capitalina.
El suceso culmina con la creación de las Guardias Nacionales reclamadas por el avance estadounidense, dando oportunidad a que los sectores sociales dispongan de una organización armada. En enero el decreto y la orden de Gómez Farías de enviarlos a la defensa de Veracruz producen el levantamiento de los cuerpos en los cuales se aglutinan quienes frecuentan las fiestas del abogado de marras. Por su lado el vicepresidente cuenta con las guardias de artesanos y liberales de clases medias. 
      Hay mucho de opereta en el asunto, los choques son episódicos y casi incruentos y en contraste sobran los actos festivos de eufóricas familias y novias visitando a los ciudadanos uniformados.
      ¿Es que, de creer a las acusaciones de sus enemigos,  los sublevados a quienes se titula polkos, bien por creerlos instrumentos de Washington bien por la danza a la cual son dados, ganan tiempo y permiten a Santa Anna que vuelva a la ciudad, sea recibido al más puro viejo estilo –coronas tejidas que se lanzan a sus pies, etc.- y descargue de puros al gobierno.
      Nada habrían podido estos regimientos civiles contra los cañones de Scott en Veracruz, ni las expropiaciones de Farías para cambiar el curso de la guerra. Pero el momento queda en la memoria colectiva por su sentido simbólico y regresa a las sombras a los sujetos activos de la canalla capitalina, hasta que la debacle los reclame.
      Hay allí una serie de redes sociales que los historiadores no se preocupan en descubrir. Su extensión debe ser muy amplia y es fácil imaginar que la inquietud penetra los barrios y ronda en las charlas de los artesanos, las costureras, los léperos, las mujeres del mercado y los puestos callejeros, las prostitutas y los niños, históricamente dispuestos a ganar las calles.


Veracruz, un poco de justificada sangre
En noviembre de 1846 Polk se aburre del alargamiento de la campaña del norte, que se le prometía muy breve, y aprueba el plan para entrar directamente sobre el corazón de México. Ahora, en febrero de 1847, trece mil soldados estadounidenses son transportados en unas 100 naves a Veracruz.
Desde mar y tierra los cañones que los acompañan sueltan su carga sobre el puerto, donde unos 3,500 mexicanos, mal armados y mal adiestrados, en inútil espera de refuerzos, hacen lo que pueden durante cinco días. Cinco días en los cuales el nuevo general en jefe, Winfield Scott, a pesar de las peticiones de los cónsules extranjeros de la ciudad, no permite salir a nadie. El encargado de la defensa calcula “que el invasor envió sobre nosotros 16 mil balas y proyectiles. Los muertos de la clase de tropa llegan a 350 y los de la población a 450”. ¿Cuántos serían entonces los heridos, si normalmente por uno de aquéllos hay dos o más de éstos? Como sea, queda claro que el bombardeo fue tan indiscriminado que causó más bajas entre los civiles que entre los soldados.
En su primer comunicado a la “nación mexicana”, prometiéndole que respetará sus propiedades y costumbres, el nuevo comandante estadounidense no olvida prevenir: “Deseo manifestar, con igual franqueza, que si fuese necesario, vendría muy pronto un ejército de cien mil hombres”.
¿Este gran movimiento, esta sangre y estas amenazas de crecientes males, para garantizar la seguridad de Texas, que ha quedado a más de mil de kilómetros de los escenarios de la guerra, y obtener el pago de deudas por afectaciones a particulares? Deudas arbitrariamente aumentadas y aun así modestas, que reunidas no representan ni la décima parte de las que los mismos Estados Unidos tienen con Inglaterra, y que les descubren el pretexto con el cual a lo largo del siglo XX justificarán buena parte de las incontables intervenciones de sus ejércitos y sus servicios de inteligencia en todo el planeta.
La mejor crítica al comportamiento de la Casa Blanca entonces, la hacen políticos de la propia Unión Americana. Es el caso del legislador que pierde toda compostura gritando en la Cámara: “Si yo fuera mexicano, os diría: ¿No teneís espacio en vuestro país para enterrar a vuestros muertos? Si venís al mío, os saludaremos con manos sangrientas y sereís bienvenidos a hospitalarias tumbas”.